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Los Nuevos Dioses Al final del siglo trece, el intento de imponer una civilización cristiana en Europa estaba consumado. Las catedrales góticas y las iglesias irradiaban su influencia sobre cada comunidad, grande o pequeña. Las órdenes mendicantes como los franciscanos no sólo predicaban el evangelio, sino pasaban su vida compartiendo la pobreza de sus más humildes oyentes. Las universidades florecían, con un plan de estudios realizado sobre las Siete Artes Liberales (Gramática, Lógica, Retórica, Aritmética, Geometría, Música y Astronomía) coronado por la Teología. Los cultos a los santos y a sus reliquias, con peregrinajes a sus santuarios, proveían de interminable variedad e interés, y de un reconocimiento hacia los espíritus del lugar. Una creciente devoción por la Virgen María ofrecía un enfoque femenino hacia el amor y la oración que estaba por otra parte ausente en el monoteísmo. Pocas personas en Europa podrían haber tenido alguna duda acerca de la existencia del Cielo, el Purgatorio y el Infierno y de cómo ir a parar a cada lugar. En el pasado, sistemas comparables de creencias y control social perduraron por miles de años, como lo atestiguan las civilizaciones de China, Egipto, Perú y la Europa de los constructores megalíticos. En todos los casos conocidos, la jerarquía estaba encabezada por un rey sagrado, a quien servían los miembros selectos de una orden administrativa. Estos poseían conocimientos científicos y cosmológicos que incorporaron en los monumentos de piedra y sin duda en otras formas más efímeras. La vida de las masas estaba estructurada por rituales y obligaciones religiosas, que se transformaban gradual e insensiblemente en la ley y orden secular. Así era en la Edad Media. Idealmente, el Sacro Emperador Romano era el rey sagrado cuya autoridad era respetada por todos los gobernantes regionales. La jerarquía de la iglesia, ayudada por las órdenes monásticas, proporcionó el aparato administrativo. Pero a diferencia de las viejas teocracias, apenas estaba este edificio en su lugar cuando las grietas empezaron a aparecer en su estructura. Claro que hay individuos a los que se puede culpar por la auto-destrucción de la civilización cristiana. Pero, en retrospectiva, parece imposible darse cuenta de los valores eternos en una edad que algunos designan con el término hindú Kali Yuga o, según el esquema cíclico griego, la Edad de Hierro. Nada parece durar por mucho tiempo. El siglo catorce empezó su triste historia de decadencia con la disolución brutal de la Orden de los Caballeros del Temple, y la terminó con dos papas rivales. Pronto vendría el cisma final entre las iglesias Católica y Ortodoxa, luego la Reforma y la Contra-Reforma, las Guerras Religiosas, el llamado Iluminismo y el desconsolador, desalmado estado conocido como la Modernidad. Pero esa historia no es la que nos incumbe. Estamos tratando de trazar la influencia de aquellos que siempre han velado por el estado espiritual de nuestra civilización, y no los encontramos de un lado u otro de estas disputas. Las imágenes, los símbolos, mitos y arquetipos son lo que verdaderamente signa una cultura, más bien que la teología y la fe en cosas invisibles. En la Edad Media, estos coincidieron; en el Renacimiento, se separaron, y los siglos quince y dieciséis vieron un cambio de revolucionarias dimensiones en el imaginario europeo. Las imágenes cristianas no desaparecieron, pero se les acopló un cuerpo de imágenes rivales, renacidas de la antigüedad greco-romana, con las que convivían de mala gana. Una vez, en la Siena tardía medieval, una estatua romana de Venus fue desenterrada. Esto sucedió en 1345, en una época en la cual el desnudo no se utilizaba gratuitamente en el arte, sólo cuando el realismo lo requería, como en las representaciones de Adán y Eva. Este recién encontrado ejemplo del canon clásico de belleza se montó sobre un pedestal en la plaza y fue admirado por el pueblo. Pero los dos años que siguieron, estuvieron llenos de catástrofes para la ciudad. Temiendo que su idolatría había ofendido a Dios y a la Virgen, los piadosos sieneses bajaron a su Venus y la deshicieron en pedazos pequeños, y enterraron los restos. Este instructivo relato, contado por Titus Burckhardt en su libro sobre Siena, ilustra la naturaleza ambigua de las imágenes del mundo pagano: eran tremendamente atractivas, pero traían consigo un soplo de azufre. Había una fuerte tradición teológica de que los dioses paganos no eran otros que los demonios caídos de la banda de Satán, quienes se habían divertido antes de la venida de Cristo inventando falsas religiones para atrapar a la humanidad. En el siglo siguiente el peligro fue olvidado. La adulación a la Antigüedad se difundió por todas partes, y los modelos greco-romanos fueron ansiosamente imitados por escultores, pintores, arquitectos, poetas, dramaturgos y filósofos. Pero estos artistas no pararon de producir obras sobre temas sagrados, como lo sabe cualquiera que se ha aburrido de las interminables Vírgenes con Niño de los museos de arte italiano. Aunque una creciente moda en la vida secular, que comenzó con las artes decorativas y se extendió a la escultura y arquitectura, favorecía los temas clásicos. Pronto, estos devinieron la norma, junto con la educación en latín y griego, preferida por los humanistas. Las casas de la aristocracia se adornaron rápidamente con la iconografía de la Metamorfosis de Ovidio y la Eneida de Virgilio, con dioses y diosas paganos, y, cosa que no carece de significado, con figuras desnudas. ¡Imagínense la diferencia entre pasar los impresionables años de la niñez viendo iconografía de la iglesia y Libros de Horas, y crecer entre paredes pintadas con los Amores de Júpiter y los Trabajos de Hércules! No importaba que los mitos clásicos fueran conocidos como pura ficción, y sus divinidades consideradas, en el mejor de los casos, como alegóricas: las imágenes eran poderosas y memorables. Una razón para ello es que por primera vez en muchos siglos, el erotismo se había vuelto un tema aceptable para las artes visuales. Esto continuaría así a través de la mojigatería puritana del siglo diecinueve, cuando los temas clásicos sirvieron de pretexto para que los artistas pudieran continuar, sin ser molestados, con su práctica favorita de retratar cuerpos sensuales desnudos. Aunque las imaginaciones cristiana y pagana cohabitaron en los talleres de los artistas, destinadas respectivamente al uso sagrado y al secular, su incompatibilidad la deben haber sentido los usuarios. Alimentada principalmente en la mente inconsciente, esta incompatibilidad erupcionó en fervor religioso, fanatismo y conflicto, como si las verdaderas creencias de uno tuvieran que ser protegidas a toda costa. Y verdaderamente, los valores cristianos estaban bajo fuego, pues pocos (y menos aún los papas y cardenales del Renacimiento) escogerían voluntariamente el carácter abnegado de los evangelios por encima de las coloridas y heroicas virtudes de Hércules, Eneas y los romanos históricos. Si el Renacimiento constituyó un adelanto o un declive en comparación con la era medieval es una pregunta a la que se responde según el gusto personal y los dogmas de cada quien. La escuela tradicionalista (Guénon, Coomaraswamy, Schuon, Burckhardt, etc.)* vió el Renacimiento, en todas sus glorias, como el principio del fin de la civilización Europea, por su abandono de los principios sagrados. Seguramente para los campesinos, trabajadores de oficio y sirvientes, que constituían la mayoría de la población de Europa, el colapso de la síntesis medieval fue el primer paso en su degradación, desde seres humanos con la esperanza del cielo, a proletariado urbano, y finalmente a consumidores. Eso basta en cuanto a los efectos exotéricos de los nuevos dioses. En el campo esotérico, tuvieron un efecto igualmente revolucionario.
La magia de Ficino se añadió a una tradición existente de magia medieval, que a su vez se había derivado de orígenes árabes, tales como el famoso manual de evocación de los espíritus llamado Picatrix. La idea fundamental era la doctrina de las correspondencias, que enseña que todo en el universo corresponde a otras cosas en niveles más altos o más bajos de ser. Así, por ejemplo, el cuerpo humano corresponde a las doce constelaciones del zodíaco, que rigen sus doce órganos principales. Los siete planetas tienen su correspondencia en el reino mineral como los siete metales, mientras que en el reino vegetal rigen distintas plantas y así sucesivamente. El principio de la magia natural consiste en que manipulando algo en un nivel, se atraen las influencias de aquello que le corresponde en otro nivel. De esa manera, en un simple ejemplo, usar un anillo de oro atrae las cualidades señoriales del Sol, mientras que una pulsera de cobre atrae las influencias amables de Venus. Las fuentes árabes también hablaban de la magia obrada a través de agentes conscientes, ángeles o demonios, cuyos rangos se ordenan según las leyes de correspondencia y a los que se les puede dar órdenes mediante el ritual apropiado. Pero los peligros de negociar con demonios (quienes podrían hasta asumir la personalidad de los ángeles) hacían de esta una actividad igualmente riesgosa para cristianos como para musulmanes. La afluencia de la antigua literatura filosófica y de sabiduría griega expandió mucho estos horizontes. Para Ficino, que era cualquier cosa menos un ingenuo aficionado, los tratados herméticos y los escritos de Plotino clarificaban muchas cosas que habían estado obscuras, tal como el mecanismo por el cual funciona la magia natural. Una vez más, la llave era la imaginación. La energía imaginativa era la que abría la conexión entre un nivel y otro, y mientras más fuerte actuara, más certeros serían los resultados. El combustible con el cual funcionaba era Eros (el amor o el deseo), y la substancia en la que se imprimía era el Spiritus, o espíritu sutil que penetra en todo el universo material. Basándose en estos principios, Ficino desarrolló una suerte de magia planetaria en la cual el mago se rodeaba de colores, olores, substancias y música del tipo correspondiente al planeta cuyas influencias deseaba atraer. Estos captarían las influencias a través de sus propias correspondencias y le ayudaría en la concentración intensa de su voluntad e imaginación. Un punto de discusión entre los magos del Renacimiento era si el planeta se concebía como un objeto puramente natural, o como un ser animado, probablemente un ángel. Podría suscitarse el argumento de que, si el deseo de la persona es lícito, por qué no simplemente rezarle a Dios o a los santos para ello. Ejecutar una operación mágica le parece, al creyente conservador, un insulto a la eficacia de la oración, y a la sabiduría de Dios que puede concederlo o rehusarlo. El mago podría argumentar que la magia es simplemente una operación en el mundo natural, que obra con el conocimiento especializado de la creación de Dios y por lo tanto no más impía que la agricultura. Después de todo los agricultores no siguen el mandato de Cristo: "No penséis en el mañana", sino que dependen de su conocimiento de las leyes de la Naturaleza y actúan en conformidad. Aun cuando el mago se dirige a un espíritu o ángel, ¿es esto peor que la oración común a un santo? Como en el caso de la síntesis medieval (ver artículos: IX: "Las Catedrales" y X: "Las Artes de la Imaginación") la nueva imaginación pagana del Renacimiento obraba en dos niveles, el exotérico y el esotérico. En el dominio público estaban los nuevos palacios y jardines, pinturas, esculturas, objetos decorativos, grabados y libros, que eran la antítesis de las catedrales góticas y el arte cristiano medieval. Nadie podía evadir la influencia del nuevo entorno imaginal, y pocos querrían hacerlo, ya que abría los sentidos al Eros de la belleza terrenal. Inadvertidamente, los europeos se volvían platónicos: mientras la corriente cristiana principal desdeñaba la belleza natural y la atracción erótica, la filosofía de Platón las abrazaba a todas, como el primer brote de las alas sobre las cuales el alma se elevaría, eventualmente, al conocimiento de la belleza intelectual. En los círculos más esotéricos de los humanistas muy educados era igualmente imposible evadir la seducción de la filosofía clásica y el desafío inherente que ello presentaba para la visión cristiana del mundo. El linaje de sabios paganos de Pleton, adoptado por Ficino y los humanistas florentinos, abrió una visión del pasado más lejano que era verdaderamente diferente a la del estrecho sectarismo del Viejo Testamento. A aquellos egipcios, babilonios, persas, griegos y romanos ya no se les clasificaba como gentiles, fuera del rebaño de los elegidos, sino como hijos de Dios, cada uno dotado de sabiduría apropiada a su tiempo y lugar. Los recién descubiertos textos clásicos podían ser explorados para instruirse y no meramente por curiosidad y para mejorar en el uso del latín y griego. Los habitantes de las viejas ciudades europeas aún viven sus vidas en medio de la evidencia de esta imaginación dual; la catedral gótica y las iglesias por un lado, los palacios del Renacimiento con su iconografía contraria, por el otro. Es una rica, incluso demasiado rica combinación, mezclando dos visiones del mundo que, con todos los esfuerzos bien intencionados para reconciliarlas, siguen siendo un acertijo sin resolver en la historia de la consciencia. Moisés y Homero; César y Cristo; sea que nos guste o no, estas son las raíces gemelas de nuestra herencia espiritual. Traducción: L. H. |
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NOTA | |
* | Nota del traductor. El autor se expresa de esta manera de acuerdo con la fachada de la escuela "tradicionalista" manipulada por Schuon y seguidores. Este error es común en Estados Unidos, y en general en la lengua inglesa. Así también en Alan Watts: ver el prefacio de El Arte de Ser Dios, y otros autores. Ver igualmente SYMBOLOS Nº 11-12, 1996, págs. 253 y ss. Guénon, según sus propios términos, negó tener discípulos y rehusó la paternidad de cualquier escuela. |
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