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Para
quienes Guénon ha sido un guía intelectual que los ha introducido
en el mundo del Conocimiento, su obra y la figura que la produjo son verdaderamente
providenciales. El encuentro con Guénon les ha permitido evadir
la senda oscura –tal cual Dante relata en el comienzo de la Divina Comedia–
y vincularse a una luz duradera en el recorrido de su destino y por lo
tanto el agradecimiento subsecuente es de rigor entre aquéllos que
han vivido la experiencia de su pensamiento. Sin embargo, y a pesar de
esto y de las distintas monografías, números especiales de
revistas, y estudios dedicados a él, Guénon es aún
muy poco conocido y no figura dentro de la literatura oficial de un país
como Francia, en donde nació y en cuya lengua escribió casi
la totalidad de sus textos. No obstante, este hecho puede explicarse por
la solidificación de nuestros tiempos y la falta de interés
por los temas que nuestro autor trata, prácticamente dejados de
lado –como tantas veces él lo señalara– por el mundo moderno
cuyo anquilosamiento en esta fase final llega hoy casi al oscurecimiento
completo del entendimiento y al exterminio del símbolo, como mensajero
del plano intermediario. A esto debe sumarse algo mucho más grave:
la tergiversación que se ha hecho de su pensamiento, por individualidades
que, obedeciendo a intereses personales e influidos vaya a saber por qué
oscuras fuerzas, han desvirtuado y adulterado su obra, incluso utilizándola
en su provecho, especialmente por ciertos personajes que han pretendido
ser sus continuadores, cercenándole los aspectos más importantes
y ocultando elementos principales en detrimento de su summa. Pienso
que aceptar estas circunstancias es ubicarnos en la realidad del mensaje
de Guénon proyectado sobre la sociedad actual, y más concretamente
en el esoterismo que corre desde su muerte hasta nuestros días.
A veces se hace difícil no personalizar cuando se trata de hechos o fenómenos, o aun en el caso de hablar de un autor que a través de su obra nos hace partícipes de un pensamiento desconocido y un mundo maravilloso que, sin embargo, resuena en lo más hondo de la intimidad, al punto de cambiar totalmente nuestros valores, y encauzar, por ello, nuestra vida de un modo completamente distinto al esperado. De todas maneras se me disculpará utilizar el plural, ya que me permito hablar no sólo en nombre de los redactores de la revista SYMBOLOS, con los que compartimos el mismo punto de vista, sino también en el de muchísimos lectores de Guénon (no de algunos de ellos pretendidos "dueños" de su pensamiento, de los que poco o nada hemos aprendido); me refiero a aquéllos que han sido tocados por la obra guenoniana –que es a la vez simple y compleja, ya que esto último está dado tanto por la dificultad de expresión propia de la Ciencia Sagrada como por aquella que existe en estado profano para comprender verdades de otro orden, impedimento que las deforma o reduce a su expresión literal– y que nos han comunicado desde hace años sus inquietudes, así como han manifestado su agradecimiento por el aporte que significaron esos textos en sus vidas, aunque encontraron difícil, por distintos motivos, profundizar en su pensamiento, lo cual nos llevaría también al tema de las diversas lecturas que se puedan tener de la obra de Guénon, propias de ciertas limitaciones inherentes a cada quien, en definitiva, presentes en todas las cosas. Por lo que asumiendo esta posibilidad de hablar en plural es que me permito expresar cierto tipo de vivencias que suponemos de muchos lectores de Guénon, aunque sus formas pueden haber sido –y seguir siendo– diferentes. En primer lugar queremos destacar como rasgo distintivo de su obra esa exactitud en la expresión, esa claridad conceptual, que se entrevé explícita pese a la frase larga, las subsidiarias, las notas, lo cual nos obliga a reparar en lo que se dice, a volver a leer, a tratar de comprender –ya que previamente hemos tenido una serie de pequeñas "revelaciones" que nos obligan a insistir en el texto y por cierto en las llamadas a pie de página. Por otra parte están las constantes relaciones que permanentemente ofrece al lector, al que de una u otra manera se le despierta una especie de "reminiscencia", respecto a multitud de imágenes que no recordaba, pero que formaban parte de su bagaje cultural y personal; lo que, sin duda promueve en el interesado, a su vez, multitud de analogías. Anotaremos que, en muchos casos, esa exactitud es capaz de producir un serio rigor intelectual en la búsqueda de sus lectores; en cuanto a la "reminiscencia" y la analogía, el campo riquísimo que se nos abre es ciertamente lo más verdaderamente Universal que hayamos conocido. Igualmente, Guénon crea una terminología perfectamente adecuada a su manera de decir y la repite una y otra vez a lo largo de su obra. Ella no es el producto de una simple convención, sino que al utilizar los términos de modo preciso se les restituye su valor, incluso, en muchas ocasiones, remontándose a la raíz etimológica de las palabras. Su discurso tampoco se aleja, mediante retóricas oscuridades y declamaciones, del lenguaje filosófico y cultural de una educación media y es harto comprensible para su época y los años que la han sucedido. Salvo la acepción que han tomado algunos pocos términos en estos últimos años, como el de "persona" utilizado hoy en relación con el simple ego y la "personalidad", (y que tal vez Guénon denominaría individualidad), su obra –una enseñanza permanente– es sumamente clara y legible para aquellos que se concentran en su lectura. Es muy adecuada también para los que han investigado en la religión católica, concretamente en el tomismo, e incluso contiene rasgos de cierto racionalismo –aún negando la razón– que los hace muy útiles para ser comprendidos por gente de nuestra formación; lo mismo vale en sus varios aspectos lógicos y hasta positivistas, si nos es dable expresarnos así. Otra cosa es remarcable: tras haber leído sus textos después de años (en este cincuenta aniversario de su desaparición), permanecen todavía no sólo las ideas, sino las palabras con que están formuladas, y basta una relectura para percibir la cadencia extraordinaria del discurso, que responde a la estructura con que se construye su obra, y que se prolonga de estudio en estudio, de capítulo en capítulo, de libro a libro. Pero lo que fue fundamental para muchos de nosotros, lo constituyó la idea de lo que el símbolo verdaderamente representa y el valor que se desprende de esa concepción, que por otra parte es aquello que lo legitimiza como transmisor, y le otorga su auténtica función. Igualmente la relación de los distintos símbolos entre sí, constituyendo códigos completos de conocimiento y aperturas que se van despertando mientras se avanza en los trabajos y se estudian –y comprenden– al encarar las distintas formas en que se manifiesta el Ser universal, a través de distintas culturas, o de experiencias que se pueden deducir de modo analógico y que están al alcance –configuran el entorno– de cualquier ser humano contemporáneo. Estas correspondencias entre cultura y cultura, mito y mito, diferentes lenguas, etc., son características de Guénon, que maneja y desarrolla distintas simbólicas, incluso alejadas en el tiempo y el espacio, entrelazando imágenes que terminan convirtiendo en un lenguaje propio el vehículo de las ideas de lo que él llamó la Ciencia Sagrada. Como bien se ha dicho: la inteligencia brilla con lo que la refleja. En un trabajo anterior ("La Iniciación Hermética y René Guénon", SYMBOLOS 11-12, 1996, pág. 221) nos hemos referido a que el orden en la lectura de la vasta y compleja obra de Guénon puede marcar las diferencias entre una y otra forma de acercarnos a su pensamiento y al esoterismo en general. Ello está expresamente de acuerdo con el nivel cultural, la universalidad de las imágenes, los prejuicios de sus lectores y las convicciones del hombre viejo. Porque si bien es útil –y hasta necesario– que se tienda un puente entre el estado profano en que se encuentra, en términos generales, la inmensa mayoría de aquéllos que se acercan a sus estudios por primera vez, también es imprescindible que al encarar el posterior desarrollo de esa obra, mensajera de la Buena Nueva, se mantenga la apertura hacia la metafísica, sin rebajarla a intereses personales, o de grupo, para no impedir vislumbrar así su inmenso poder intelectual, es decir transformador, el que desgraciadamente no todo el mundo está capacitado para asimilar. Este es el caso típico de aquellos que se sienten partícipes de alguna religión –como si todos de una u otra manera no lo fuéramos– anteponiendo sus "creencias" a cualquier nueva posibilidad, y ven en Guénon a un autor que les mueve a profundizar en ella. No obstante, y a pesar de que una y otra vez el metafísico francés establece las diferencias entre Ciencia Sagrada y religión1, (concretamente las abrahámicas) no pueden superar el hecho de identificarlas entre sí, e incluso de creer que los términos religión y Tradición son sinónimos exclusivos. De más está decir que esas religiones son soportes igualmente válidos para la realización intelectual-espiritual, o sea para el Conocimiento, con numerosos ejemplos en el pasado, y aún hoy pueden ser consideradas vías válidas siempre que se supere el plano de la individualidad, de la cual son extensiones más o menos sublimadas, lo que las obliga a tener concepciones acerca de la deidad de tipo antropomórfico e histórico y a considerarse sus propietarias, en desmedro de cualquier otra forma de realización, incluso respecto a los otros brazos abrahámicos, lo que, como tanto hemos repetido, desemboca de modo fatal, según se lo puede advertir, en confusos y contradictorios movimientos integristas y fundamentalistas sin ningún amor por la verdad, ni deseo de conocer, y que han tratado incluso de utilizar la obra y la figura de Guénon de acuerdo a sus limitados y personales intereses de capilla. Estas actitudes, incongruentes frente al desarrollo del discurso guenoniano, están sin duda relacionadas con la cerrazón y la ignorancia propias de los tramos finales de este fin de ciclo, que afecta a todas las instituciones, en primer lugar a las religiosas, dadas sus rígidas estructuras dogmáticas.2 Nos referimos especialmente a F. Schuon y sus epígonos y a la confusión entre religión y metafísica y sobre todo a la equiparación entre los sacramentos cristianos y la Iniciación, lo que supone que el proceso del Conocimiento está implícito en el Cristianismo y sus ritos, lo cual, por un lado, es negar la auténtica realidad de la Iniciación –concepto que Guénon destaca una y otra vez en su extensa obra y al que atribuye una importancia radical, un carácter ineludible y propio del proceso de transmutación–, y por el otro, equipararlo a cualquier rito religioso, luego exotérico, de esta y de las otras dos manifestaciones nacidas históricamente de las evoluciones de la emanación abrahámica, que desembocan en el judaísmo, el cristianismo y el Islam, es decir, en aquellas formas engendradas por la ley que estos manifiestan a través de supuestos dogmatismos, anteponiendo de ese modo la letra al espíritu, lo exotérico a lo esotérico, como ya sabemos, y cercenando de esta manera la posibilidad de superar dicha ley, propia del mensaje implícito en esas religiones. Negando así, o soslayando, las innumerables tradiciones fuera de las "del Libro"; nos referimos nada menos que al Hinduismo, Taoísmo, a la Tradición Mahayana, o Lamaísta, al Shinto, Zen, a la Masonería, prototipo de sociedad iniciática, a la Tradición Hermética, a la que el metafísico francés le valida el Conocimiento de los Misterios Menores, y a decenas de culturas chamánicas de Asia, Africa, Oceanía y América, o a grupos tradicionales que se creía muertos y que hoy renacen con nueva vitalidad, y que son simplemente negados, dejados de lado, sólo para aceptar las limitaciones de dichas manifestaciones emanadas del tronco abrahámico que, como sabemos, son las únicas según Guénon que corresponden al término religión, particularmente en el sentido moderno de la palabra.3 |
NOTAS | |
1 | "Ahora, por lo mismo que se trata de esoterismo y de iniciación, es que de ninguna manera se trata de religión, sino más bien de conocimiento puro y de 'ciencia sagrada', la que no por tener ese carácter sagrado (el cual ciertamente no es monopolio de la religión como algunos parecen creerlo equivocadamente) es menos esencialmente ciencia,..." (Aperçus sur l'Initiation, cap. XI: "Organizaciones iniciáticas y sectas religiosas"). Ver la Adenda a nuestro artículo anterior: "Esoterismo y Fin de Ciclo (3): Algunas expresiones del esoterismo actual", donde se encuentra una selección de citas de Guénon referidas a la diferencia entre Religión y Metafísica. |
2 | "…y la unidad misma, a su vez, no es un principio
absoluto y que se basta a sí mismo, sino que es del Cero metafísico
que extrae su propia realidad. "El Ser, no siendo sino la primera determinación,
la determinación más primordial, no es el principio supremo
de todas las cosas; no es, lo repetimos, mas que el principio de la manifestación,
y se ve por ello cómo queda limitado el punto de vista metafísico
por aquellos que pretenden reducirlo exclusivamente a la sola 'ontología';
hacer así abstracción del No-Ser, es propiamente incluso
excluir todo aquello que es lo más verdadera y puramente metafísico."
(R. Guénon, Los Estados múltiples del Ser, cap. V:
"Relaciones entre la unidad y la multiplicidad").
Algunos autores sobre Cábala confunden Kether con En Soph, o lo asimilan en razón de su monoteísmo que excluye toda posibilidad que no esté incluida en el Ser Universal como es el caso de Leo Schaya. Esta confusión existe desde casi los comienzos de la doctrina de las sephiroth. Así, Yosef Ghikatilla hacía esa misma asimilación en el siglo XIII. Esto se debe según G. Scholem a que "El Zóhar distingue claramente entre dos mundos que representan a Dios. En primer lugar, un mundo primario, que es el más profundamente oculto de todos, imperceptible e ininteligible para todos salvo para Dios: es el mundo del En-sof. En segundo lugar, otro mundo, ligado al primero, que posibilita el conocimiento de Dios y del cual dice la Biblia: 'Abre las puertas para que yo pueda entrar'. Es el mundo de los atributos. En realidad, los dos forman uno, del mismo modo que –para usar un símil del Zóhar– el carbón y la llama; el carbón existe también sin la llama, pero su poder latente no se manifiesta más que en la luz de ésta. Los atributos místicos de Dios son como mundos de luz en los que se manifiesta la naturaleza oscura del En-sof." (Las grandes tendencias de la mística judía, Ed. Siruela, Madrid 1996, pág. 230). En todo caso se está equiparando a la Unidad, primera determinación, al Cero metafísico, es decir la Ontología a la verdadera materia de la Ciencia Sagrada. Esta actitud respecto a que no hay otra cosa que la Unidad elimina tanto la pluralidad de nombres divinos, como la Suma Posibilidad, a la que se determina, convirtiéndose esto en un monismo radical. Empero, Kether, la Corona, está sobre la cabeza del Hombre Universal, como perteneciendo a la vez tanto al plano cósmico más elevado como a lo que está más allá de él. Igualmente hay que subrayar que para los occidentales de hoy la única forma de conocer En-Soph, es a través de Kether, la Unidad, el mayor de los Símbolos que se polariza dando lugar a la tríada, es decir a los tres Principios supremos, capaces de desencadenar cualquier manifestación en todos los planos o mundos lo cual definitivamente rebasa lo religioso. Agregaremos que para el Hinduismo esto se traduce en la diferencia entre Îshwara y Brahma (ver R. Guénon, El Hombre y su Devenir según el Vêdânta, Ed. Traditionnelles, París 1997); en el caso del Taoísmo ver aquí mismo al final de la Adenda de este capítulo las diferencias entre el Tao con nombre y el Tao sin nombre. En la Tradición Precolombina a esta instancia de la Deidad se la llamaba el Dios desconocido (ver F. González, Los Símbolos Precolombinos: Cosmogonía, Teogonía, Cultura, Ed. Obelisco, Barcelona 1989). Ver la ADENDA al final de estas notas para algunas otras citas análogas de R. Guénon, que no son exhaustivas. También, Paul Vuillaud, La Kabbale juive, Tome I, IX.I: "L'Infini (En-Soph)", Editions d'Aujourd' Hui, Plan de la Tour (Var) 1976. |
3 | Recordemos, de paso, que en cierta época
de su carrera, para aquéllos que no lo conocían personalmente,
Guénon era un autor hinduista, tal el caso de René Daumal,
entre otros, quien vivía en París contemporáneamente
con nuestro autor. Igualmente ténganse presentes las referencias
de Guénon con respecto a la Tradición Hindú y a su
pureza con respecto a las otras, y su referencia a que estaba viva y se
solía –como al Taoísmo– considerársela muerta. Actualmente
algún crítico ha deslizado su opinión al afirmar generalizando
que ve en las personas que han recibido una influencia de la obra de Guénon
unas características propias emanadas de fuentes hindúes,
de las que el propio Guénon era vocero (Nelly Emont, Revista ARIES
Nº 8, diciembre 1988, comentado en SYMBOLOS
Nº 1, pág. 185). Tiene razón este autor, salvo que desconoce
que la misma esencia está presente en la totalidad de las tradiciones
–incluso en las religiones (hasta en el Islam donde Ibn Arabí la
expresa con claridad: este autor establece que entre el Ser y el No-Ser,
o sea la Nada, existe un Sublime Intermediario que mira a la vez hacia
el Ser y hacia la Nada, o No-Ser) aunque a veces no se explicite, y en
las formas iniciáticas que no constituyen una religión, como
la Masonería y tantas otras– cuando se profundiza en ellas y se
supera el nivel de la deidad creadora tomada como la última instancia
de la posibilidad de Conocer.
El No-Ser, el verdadero Infinito (para la Cábala Hebrea: En-Soph [ ], o Ayn [] = "Nada", o sea, nada de lo que pudiera ser algo), da plena fe de ello. |
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