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Capítulo XXIX |
Es importante, cuando se aborda la cuestión de la libertad, distinguir ante todo los diferentes sentidos de esta palabra y precisar que la libertad de la que vamos a hablar, a la que se llama también el libre albedrío, es esencialmente el poder de querer, o sea de determinarse sin impulso de ninguna fuerza extraña a la propia voluntad. No hay que confundir el libre albedrío entendido así con lo que podemos llamar la libertad física, o sea el poder de hacer lo que uno quiere, que es únicamente la condición del ejercicio exterior del libre albedrío y que puede ser suprimido sin que el propio poder de determinación sea por ello en modo alguno afectado. La libertad civil es el poder de hacer, sin ser molestado por los otros, lo que uno quiere, con tal que esto no sea contrario a los intereses de los otros: es una forma de la libertad física y se puede decir que es el uso del libre albedrío garantizado por la constitución social. La libertad política es el poder de influir en mayor o menor medida en la constitución de la sociedad en la que se vive: es, al menos teóricamente, la garantía de la libertad civil. Finalmente, se da a veces el nombre de libertad moral al estado de un hombre que no tuviese que luchar contra las pasiones: este estado ha sido contemplado por los estoicos y también por Spinoza como si constituyese el verdadero ideal moral. Establecidas estas distinciones preliminares, vamos a examinar sucesivamente los principales argumentos en pro o en contra de la libertad, entendida ahora exclusivamente en el sentido del libre albedrío. Las primeras pruebas en favor de la libertad son las pruebas sacadas de la conciencia: los que admiten la existencia de estas pruebas pueden apelar a la autoridad de Descartes y de Leibniz, según los cuales el espíritu humano se apoderaría inmediatamente de su propia libertad. Este argumento es fácilmente refutable, ya que, a menos que se confunda el poder de hacer lo que uno quiera con el poder de querer, es evidente que la conciencia psicológica puede apoderarse de la creencia en la libertad, pero no de la propia libertad. Por lo demás, para que esto fuera de otra manera, haría falta que el alma humana tuviese la intuición inmediata de su propia naturaleza, lo cual no es así y lo cual es por otra parte una imposibilidad metafísica. Para permanecer en el dominio psicológico, añadiremos simplemente esto: antes del acto, no se puede tener conciencia de que será libre, ya que no hay conciencia del futuro como tal; mientras se realiza, la conciencia de la libertad sería la conciencia de poder hacer otra cosa que lo que se hace, y tal conciencia es imposible; finalmente, después del acto, no se puede tener conciencia de haber podido hacer otra cosa mas que lo que se ha hecho. Por otra parte, si no hay conciencia de la libertad, no hay tampoco conciencia de su contraria, o sea de la necesidad: antes del acto, no hay conciencia de que se realizará necesariamente; mientras que se realiza, si el deseo que lleva a su realización es un objeto de conciencia, la fatalidad de este deseo no puede serlo; después del acto, se constata y se recuerda que el deseo ha acabado por ser muy fuerte, pero no se tiene ninguna prueba de que no sea uno mismo el autor de su fuerza. La conciencia es pues incapaz por sí misma de hacer conocer si se debe admitir la libertad o no admitirla. Spinoza pretende que nuestra creencia en la libertad es una ilusión que viene únicamente de que ignoramos los motivos que nos llevan a obrar y por los cuales estamos determinados: pero como observa el Señor Boutroux, si ignoramos esos motivos, nada nos autoriza a decir que si los conociéramos podrían explicar todo. Bayle razona poco más o menos de la misma manera que Spinoza cuando supone una veleta que el viento empujara siempre precisamente del lado en que ella quisiera ir y que concluiría en su libertad. De sobra se ve claramente aquí que confunde el poder de hacer lo que uno quiera con el poder de querer. En suma, si no se puede argumentar válidamente en pro o en contra de la libertad invocando a la conciencia, no se puede tampoco hacerlo sirviéndose de lo que falta a la conciencia. Fouillée cree probar la libertad diciendo que las ideas son fuerzas y que estas fuerzas actúan por propensión, así pues de distinto modo que las fuerzas físicas, cuya acción se traduce mediante movimientos o choques: pero en realidad, por diferentes que sean la propensión y la impulsión, tanto la una como la otra pueden entrar en una doctrina determinista, ya que no hay que confundir determinismo y mecanicismo. Todo determinismo no es forzosamente mecanicismo; puede igualmente haber inversamente teorías mecanicistas que admitan la libertad y tenemos un ejemplo de esto en el epicureísmo. Fouillée, creyendo excluir el determinismo, no lo excluye verdaderamente y es ciertamente insuficiente decir, como hace también, que la creencia en la libertad al actuar como una especie de sugestión, acaba por ser equivalente a la libertad verdadera. Otro argumento muy débil es el que consiste en observar que estamos gobernados a la vez por móviles, que son de orden sentimental, y motivos de orden intelectual, y en decir que los móviles y los motivos son muy diferentes para entablar lucha directamente, de manera que habría aquí sitio para un tercer agente, intermediario, que se decidiría por unos o por otros agentes, que sería la libertad. Por heterogéneos que sean realmente los móviles y los motivos, unos y otros no dejan de ser hechos psicológicos y debe de haber combinaciones entre ellos. La complejidad de los fenómenos es tal que los motivos no están nunca sin algunos móviles e inversamente; por otra parte, según lo que hemos dicho anteriormente, si se considera la deliberación como si fuera sobre todo una lucha entre ideas, esto mismo supone que estas ideas están acompañadas de sentimientos; por consiguiente, no se puede nunca contemplar, a no ser de manera completamente artificial, los móviles y los motivos como si actuasen completamente por separado. Por lo que se refiere a la argumentación sacada de las promesas, amenazas, contratos, penas, recompensas, los deterministas dicen por ejemplo que si el hombre se vincula mediante promesas, es porque no tiene confianza en su libertad, ya que el hecho de haber prometido le forzará a realizar lo que ha prometido. Los libertarios por su parte dicen que si se encadenara su libertad, sería una prueba de que se cree en ella. Ante todo la cuestión no es saber si el hombre cree en su libertad, sino saber si posee efectivamente la libertad; además, estos son argumentos que se puede utilizar tanto en un sentido como en el otro, y esto muestra suficientemente su escaso valor. Otro tanto se puede decir del argumento de las estadísticas: los deterministas dicen que si las cifras varían poco, esto prueba que en las mismas circunstancias los hombres hacen siempre las mismas acciones, por lo tanto que estas acciones están determinadas por las circunstancias; los libertarios y especialmente Renouvier responden invocando el cálculo de probabilidades, según el cual las cifras deberían al contrario variar en grandes proporciones, si no estuviesen mantenidas poco más o menos constantes por la intervención de un factor desconocido que sería precisamente la libertad. Añadiremos que hay a menudo estadísticas que son poco menos que imposibles o que son al menos muy poco precisas, y que por otra parte, de manera general, las estadísticas no prueban gran cosa, a pesar de las pretensiones de los economistas y de la mayoría de los sociólogos, que se esfuerzan por sacar de ellas leyes más o menos ilusorias. Todos los argumentos que acabamos de exponer son de orden psicológico y ninguno de ellos nos permite concluir en pro o en contra de la libertad, lo cual muestra que, en el fondo, esta cuestión de la libertad no es una cuestión psicológica. Hemos hallado, a lo sumo, en el fenómeno de la inhibición, la indicación de una posibilidad a favor de la libertad: lo único que podemos decir pues, manteniéndonos en este punto de vista, es que si encontramos en otra parte pruebas de la libertad, no hay nada en los resultados de la psicología que nos impida admitirlas. Pero por lo demás, si son pruebas verdaderas, deben de ser suficientes por sí mismas y si estuvieran en contradicción con ciertas conclusiones de la psicología o de cualquier otra ciencia, esto probaría simplemente la falsedad de estas conclusiones. Si quisiéramos permanecer estrictamente en el dominio psicológico, no deberíamos ir más allá, pero para no tener que volver en otro parte sobre esta cuestión de la libertad, examinaremos ahora argumentos de otro orden y por de pronto argumentos más propiamente científicos, tomando esta palabra en su acepción ordinaria. Los deterministas, pretendiendo hablar en nombre de la razón, dicen que no puede haber contingencias en la naturaleza, por lo tanto tampoco libertad, porque si las hubiera, la ciencia cierta no sería posible: sin duda, si la libertad existe, la ciencia y las previsiones que ella permite no pueden ser enteramente ciertas, pero nada prueba que deban serlo y esto no es la expresión de un principio de la razón, sino únicamente una afirmación completamente gratuita. Basta que el dominio de las ciencias de hechos sea eminentemente relativo, como lo es en efecto, para que no pueda ser cuestión de certeza absoluta; por otra parte, aún admitiendo el determinismo, la previsión no sería siempre cierta por ello, ya que la ciencia puede no acertar en muchos casos. Por otra parte, si el hombre es libre, puede servirse de su libertad para utilizar las leyes de las cosas sin que haya cambiado nada en estas leyes por el hecho de que las utiliza libremente. Los deterministas dicen también que si fuéramos libres, la libertad, debiendo obrar sobre el organismo, perturbaría el determinismo fisiológico y crearía una fuerza física nueva, lo cual sería contrario al principio de conservación de la energía. Según algunos libertarios, esta acción podría ejercerse sin la creación de una fuerza nueva, obrando únicamente la mente para cambiar la dirección de las fuerzas que ya existen. Otros observan que, como hay en las ciencias ciertas soluciones indeterminadas, debe haber en ellas también estados de indiferencia, y cuando se presentan varias soluciones posibles hay sitio para una determinación que viene de la libertad. En el fondo, todas estas discusiones son bastante vanas; primero, porque la cuestión de la acción de la mente sobre la materia no se plantea de esta manera más que en una concepción más o menos afín al dualismo cartesiano, que nada nos obliga a admitirlo; y después, porque el susodicho principio de la conservación de la energía, que se invoca aquí, no es un principio de la razón sino únicamente una ley física, relativa como todas las leyes físicas y que puede no ser rigurosamente verdadera más que a condición de generalizar en ella el enunciado y de hacer entrar aquí bajo el nombre de energía otra cosa además de las fuerzas físicas. Observemos por otra parte que no es en el dominio científico donde habría que situarse entonces, ya que no es sino desde el punto de vista metafísico desde donde podemos afirmar que nada de lo que es puede dejar de ser; pero una transformación o un cambio de estado no es una aniquilación y, al no representar el mundo físico en su conjunto más que un cierto estado de existencia, debe ser posible pasar de este estado a otro, aunque este paso escape evidentemente a los medios restringidos de investigación de los que disponen las ciencias experimentales, constituidas únicamente con la intención de estudiar un dominio netamente definido y delimitado. Esta observación sobre los límites en los cuales las ciencias físicas son válidas, nos lleva por otra parte a la cuestión de la libertad, ya que esta cuestión es también de aquellas que por su propia naturaleza sobrepasa el alcance de estas ciencias y que éstas no sabrían resolver en modo alguno. No debemos pues sorprendernos de que los argumentos que se ha querido extraer de las ciencias físicas no nos suministren ninguna conclusión en un sentido o en otro, y, como hemos visto anteriormente que pasa lo mismo con los argumentos psicológicos, podemos decir ahora de manera completamente general que la cuestión de la libertad no les incumbe a las ciencias de hechos. Antes de plantear la cuestión en su verdadero terreno, nos queda aún por hablar de un argumento de orden moral, que Kant ha sido el primero en formular cuando ha pretendido hallar en la idea de deber el elemento de una demostración de la libertad; Schiller ha formulado brevemente el pensamiento de Kant sobre este punto: "debes, luego puedes". Sin duda, sin la libertad no podría haber responsabilidad, y la idea del deber o de la obligación implica manifiestamente la de la responsabilidad. Se puede pues decir que ella postula la creencia en la libertad, pero nada nos autoriza a ir más lejos, y es posible que esta creencia sea ilusoria. Si fuera demostrada desde otro punto de vista del que lo es, habría que inclinarse, aunque esta demostración tuviera por efecto hacer que la moral fuese imposible. Kant, quien quería ante todo fundamentar la moral, no habría podido admitir que esto fuese así, pero si nos situamos fuera de esta preocupación especial que era la suya y examinamos las cosas con imparcialidad, su pretendida prueba moral de la libertad no aparece sino como un argumento puramente sentimental, que no prueba nada y que sobre todo no podría prevalecer contra la verdad. Descartado este último argumento así como los otros, parece que pudiéramos finalmente situarnos en el punto de vista metafísico, el único en el que la cuestión de la libertad puede recibir una solución; sin embargo encontramos todavía argumentos más teológicos que metafísicos contra la libertad, que se ha negado en nombre de la omnisciencia, de la omnipotencia y de la bondad de Dios. Así, se dice que no podemos hacer otra cosa que lo que Dios sabe que haremos: ¡es absurdo plantear la cuestión de esta manera e igualmente hablar de presciencia divina como se hace de ordinario, ya que no es en tanto que futuro que Dios conoce lo que es el futuro para nosotros! No hay futuro para Él como tampoco pasado, puesto que Él no está sometido al tiempo, y aquellos que hacen la objeción que acabamos de indicar, prueban simplemente con ello que no tienen ninguna noción de la eternidad. Por lo que se refiere a la omnipotencia, creer que es Dios quien hace todo aquello que hacemos es una extraña manera de concebirla; basta evidentemente que la existencia de seres libres sea una posibilidad para que deba estar comprendida en la omnipotencia divina. En cuanto a una pretendida oposición entre nuestra libertad y la bondad de Dios, no depende más que del orden moral y sentimental y no tiene metafísicamente ningún sentido. Todas estas dificultades no son en suma más que el resultado de una confusión entre el punto de vista metafísico y el punto de vista teológico, confusión de la que hay por otra parte muchos otros ejemplos, y, de manera más general, todas las dificultades relativas a la libertad vienen, como en muchas otras cuestiones, únicamente de que estas cuestiones están mal planteadas. Metafísicamente, la cuestión es de las más simples. Es necesario partir de la idea del Ser, al cual pertenecen los atributos de unidad y de simplicidad; como decían los escolásticos: "Esse et unum convertuntur", ahí donde hay unidad y simplicidad, hay necesariamente ausencia de toda coacción, ya que una coacción no puede provenir más que de la presencia de una multiplicidad en la que los elementos obran unos sobre otros. Ahora bien, la ausencia de coacción es precisamente aquello por lo que se define la libertad. Si ahora consideramos a los seres, ellos son participaciones del Ser, o sea que cada uno de ellos posee en una cierta medida y de una manera relativa los atributos que pertenecen absolutamente al Ser. Así, todos los seres deben participar de la libertad, que pertenece al Ser y ello en la medida en que participan de su unidad y de su simplicidad, puesto que la libertad es una consecuencia de ellas. Esta es la única prueba válida de la libertad, pero esta prueba es plenamente suficiente y se ve además que se aplica a todos los seres; por consiguiente la libertad humana se halla comprendida aquí como simple caso particular. Por otra parte, es importante observar que la libertad de los seres es susceptible de una indefinitud de grados, y ello porque para un ser cualquiera no puede tratarse más que de libertad relativa, lo mismo que de unidad relativa, al exigir la multiplicidad de los seres que la libertad de cada uno esté limitada por la de los otros. La unidad y la libertad absoluta no puede pertenecer más que al Ser universal, principio de todos los seres particulares. Estas observaciones permiten resolver con facilidad todas las dificultades que se podrían oponer a la concepción de la libertad así entendida, pero no nos es posible insistir más aquí sobre esta cuestión que es, lo repetimos, de orden metafísico. Nos queda por tratar sucintamente un último punto: la libertad en general y más especialmente la libertad humana, ¿debe ser concebida como la libertad de indiferencia, como lo quería especialmente Descartes, o como el libre albedrío propiamente dicho? La libertad de indiferencia consistiría en obrar sin motivo, y ciertos libertarios, en particular Reid, creen demostrarla así: no tenéis ninguna razón para hacer tal acción más bien que tal otra, si escogéis no obstante, es sin motivo, o sea libremente. Este razonamiento es falso ya que el caso que supone no puede ser realizado; en efecto para que se pueda afirmar que no hay verdaderamente ninguna razón para hacer tal acción más bien que tal otra, en necesario que las dos acciones consideradas no se distingan en nada, o que sean idénticas, lo que equivale a decir que no son sino una única y misma acción, y entonces no hay que escoger. Desde el momento que se trata de dos acciones realmente distintas, puede siempre haber una razón capaz de decidir nuestra elección, incluso si no nos damos cuenta claramente de ello: esta razón puede en ciertos casos ser de orden simplemente psicológico, como lo es por ejemplo el hecho de que un cierto movimiento es más fácil de ejecutar que otros y requiere un menor esfuerzo. Por otra parte, se considera ordinariamente que un acto es tanto más libre cuanto es más reflexionado: si un hombre obra, no diremos sin motivo alguno, pero sin motivo claramente consciente, se le contempla como un impulsivo y no se dice que es libre como se debería decirlo, si se admitiera la teoría de Reid. Así la libertad de indiferencia es imposible, ya que si no tenemos verdaderamente ninguna razón para decidirnos, no nos decidiremos nunca: esta es una aplicación inmediata de lo que Leibniz llamaba el principio de razón suficiente, según el cual nada sucede sin una causa, y cuyo valor, bajo esta forma al menos, no es seriamente discutible; y por otra parte, aunque esta libertad de indiferencia pudiese existir, no sería la verdadera libertad. Traducción:
Miguel Angel Aguirre
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