SYMBOLOS
Revista internacional de 
Arte - Cultura - Gnosis
 
 
  [RENE GUENON]
PSICOLOGIA

Capítulo XXIV
LA SENSIBILIDAD I. GENERALIDADES
(resumen mecanografiado)

Hablando de la distinción de las facultades psicológicas, hemos indicado ya la irreductibilidad de los hechos que vamos a tener que estudiar ahora, a los hechos intelectuales por una parte y a los hechos volitivos por otra; no volveremos pues sobre este punto.

El nombre de sensibilidad tiene el inconveniente de prestarse a un equívoco, porque, según su derivación, es susceptible de designar a las sensaciones, que se vinculan al dominio de la inteligencia, lo mismo que a los sentimientos, que constituyen la sensibilidad en el sentido en que la entendemos aquí. Sería pues más preciso decir sentimentalidad, si a esta palabra no se la tomara de ordinario en una acepción algo diferente; también valdría quizás mejor todavía emplear preferentemente el término emotividad, pero a condición de especificar que no se entiende por esto exclusivamente las emociones agradables o desagradables, o asimismo el placer y el dolor.

El sentimiento, en razón de su carácter extra-intelectual, es más oscuro y más difícil de estudiar que los hechos que dependen de la inteligencia, y esta es una de las razones por las que hemos comenzado la psicología por el estudio de las facultades intelectuales. Además, conviene tener en cuenta la complicación que resulta del vínculo que existe incontestablemente entre el sentimiento y el organismo, y es muy difícil determinar el papel que puede jugar la inteligencia en el origen del sentimiento.

Como definición preliminar, se puede decir que la sensibilidad está constituida por hechos como el placer y el dolor, el deseo y la aversión, y todos los otros hechos que son más o menos semejantes a estos: esta definición es suficientemente clara pero tiene el fallo de no ser ni distinta ni explicativa. Encontramos bastante a menudo la sensibilidad definida mediante el placer y el dolor, de donde derivarían todos los otros hechos afectivos, pero este punto de vista es muy discutible, ya que si sucede en efecto en la mayoría de los casos que el placer y el dolor preceden al deseo y a la aversión, no se puede generalizar desmedidamente, y a veces el deseo y la aversión parecen, al contrario, preceder al placer y al dolor, los cuales serían entonces el efecto de aquellos en lugar de ser su causa. Se podría entonces estar tentado de definir la sensibilidad a la vez por el placer y por el deseo, por el dolor y por la aversión, pero esta definición no es completa; por ejemplo el asombro es ciertamente un hecho afectivo pero no es ni placer ni dolor, y, por otra parte, el sentimiento de la espera es muy diferente del deseo y de la aversión.

Es necesario pues definir la sensibilidad de manera que hagamos entrar en ella hechos de este género; para eso se puede decir que la emotividad es el conjunto de nuestras tendencias, entendiendo por ello todos los impulsos primitivos o adquiridos, necesidades e inclinaciones, así como los sentimientos propiamente dichos. Pero además hay que tener cuidado de que se puede hablar también, en un sentido diferente, de tendencias de la voluntad: todo esto muestra lo difícil que es dar una definición precisa de la emotividad.

No estudiaremos especialmente aquí más que las emociones que son los sentimientos en el sentido propio de esta palabra, las pasiones y las inclinaciones.

La palabra pasión era, en el siglo XVII, sinónimo de emoción, pero vale más dar a esta palabra su sentido ordinario, o sea emplearla para designar propiamente las inclinaciones muy vivas, sobreexcitadas por una razón cualquiera, ya sea esta razón de orden mental o de orden simplemente fisiológico.

Lo que llamamos ahora inclinación es, en suma, no algo que existe aparte en nuestra mentalidad, sino más bien una cierta dirección de nuestra vida afectiva, y podemos tener tantas inclinaciones como deseos y aversiones.

El conjunto de todas las emociones que pueden referirse a un cierto deseo o a una cierta aversión constituye una inclinación; las pasiones se clasifican por las inclinaciones, de las cuales no son en cierta manera más que una forma intensificada.

Para clasificar las inclinaciones, podemos considerar las facultades que hay en nosotros y contar tantas inclinaciones como hay usos de estas diversas facultades, después considerar el mundo en el que vivimos y distinguir a este respecto inclinaciones egoístas, altruistas, morales, religiosas; pero el punto de vista en que nos situamos entonces no es otro sino el de la propia actividad humana, y esta clasificación tiene más bien una simple utilidad práctica que un interés teórico verdadero.

Las emociones forman, según lo que acabamos de decir, el contenido real de toda inclinación; vamos a indicar las principales clasificaciones que han sido dadas de ellas.

Bossuet distingue lo que llama pasiones irascibles y pasiones concupiscibles, pero esta distinción tiene poco fundamento, ya que la cólera puede no ser en realidad más que la continuación de un deseo no satisfecho. Para él, por otra parte, todas las pasiones (entendidas en el sentido de emociones) tienen como fondo el amor; sin embargo el amor no es más que una forma de las emociones entre otras, y esta opinión sería quizás más verdad si por pasión entendía las inclinaciones.

Finalmente, distingue once pasiones primitivas, de las cuales diez son opuestas dos a dos, que son: la alegría y la tristeza, el deseo y la aversión, el amor y el odio, la esperanza y la desesperanza, el temor y la audacia, y por último la cólera.

Descartes no propone más que seis pasiones –hoy diríamos seis emociones–: la admiración o sorpresa, la alegría, la tristeza, el amor, el odio y el deseo.

Sin entrar en una crítica detallada de esta clasificación, señalaremos que es bastante singular no conceder aquí un sitio a la aversión que se opone al deseo, como el odio al amor y la tristeza a la alegría.
Señalaremos también el papel atribuido por Descartes a la admiración, que es para él lo que nosotros
llamaremos más bien asombro.

Para Spinoza hay tres pasiones fundamentales: hay primero una tendencia que él define como el deseo de perseverar en nuestro ser y de acrecentarlo, y esta tendencia da a luz dos emociones primitivas que son la alegría y la tristeza. En esta concepción, la alegría es el sentimiento del paso de una perfección menor a una perfección mayor, o del acrecentamiento del ser; inversamente la tristeza es el sentimiento del paso de una perfección mayor a una perfección menor, o de una disminución del ser. Además, hay que señalar que la explicación de toda la vida afectiva es por la asociación de los sentimientos, aunque Spinoza no emplea esta expresión. Si un deseo fundamental para él explica los primeros placeres y los primeros dolores, todos nuestros deseos posteriores se explican a su vez por los placeres y los dolores ya experimentados.

Ciertos psicólogos han querido clasificar las emociones en agradables y desagradables: lo cual es una distinción muy poco profunda y que no enseña nada sobre la naturaleza de las emociones en sí mismas.

Otros distinguen emociones excitantes y emociones deprimentes, lo cual supone implícitamente que la emoción fundamental es el deseo de la actividad; pero además hace falta que esta actividad sea conforme a nuestra naturaleza para serle agradable.

Sin querer formular aquí una teoría general sobre la naturaleza de los hechos emotivos, indicaremos simplemente, para terminar, que podemos distinguir a propósito de estos hechos las causas que son más bien de orden intelectual y aquellas otras que son más bien de orden biológico.

Los sentimientos cuyo origen se explica por medio de las ideas no son menos netamente diferentes de éstas en cuanto a todos sus caracteres esenciales.

Por otra parte, los hechos afectivos normales deben explicarse en parte fisiológicamente, y para todo lo que es anormal o mórbido, la explicación, aquí como en cualquier otra parte, es casi enteramente fisiológica.

Añadamos finalmente que los sentimientos más fundamentales pueden verosímilmente ser contemplados como hechos psicológicos primitivos, o sea irreducibles a cualquier cosa que sea ajena al orden emotivo: no habría que dejarse arrastrar por una necesidad exagerada de simplificación a reducir enteramente ciertos órdenes de hechos a otros, lo cual sería puramente artificial.

De todo esto parece resultar que no hay motivo para que busquemos clasificar las emociones de otro modo más que mostrando cómo las más complicadas proceden de las más simples bajo la influencia, por una parte, del juego de la asociación de ideas, y por otra parte, de los impulsos que provienen de nuestro organismo.

Traducción: Miguel Angel Aguirre
 
Capítulo XXV
LA SENSIBILIDAD II. EL PLACER Y EL DOLOR
 
Presentación
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