SYMBOLOS
Revista internacional de 
Arte - Cultura - Gnosis
 
 
  [RENE GUENON]
PSICOLOGIA

Capítulo XXI
LA CREENCIA
(resumen mecanografiado)

Aunque la creencia sea, como hemos dicho anteriormente, un fenómeno de orden emotivo, hay motivo para estudiarla aquí, en razón del papel importante que juega en el juicio, en el cual constituye la segunda de las tres fases que hemos distinguido.

Tenemos pues que estudiar ahora el paso de la idea a la creencia en la verdad de lo que la mente piensa. Este estudio no puede estar separado enteramente del de la tercera fase del juicio, o sea de la afirmación, ya que la mente pasa lo más a menudo de la creencia a la afirmación: se trata siempre, por supuesto, de la afirmación interior, bien se exprese después mediante palabras o bien no sea expresada.

Se puede definir la creencia como una adhesión de la mente a lo que ella considera como la verdad, pero importa precisar que esta adhesión difiere de la adhesión plena y completa que comporta la certeza, ya que es necesario distinguir la creencia propiamente dicha de la certeza, así como de la duda pura y simple. El fenómeno de la duda se produce cuando hay razones iguales para creer y para no creer: la adhesión de la mente se halla entonces suspendida y no puede resultar de esto afirmación alguna.

La creencia comprende todos los grados de lo que los antiguos llamaban la opinión, o sea todos los grados intermedios entre la duda y la certeza: se produce cuando hay razones más fuertes para admitir algo que para rechazarlo, pero las razones para admitir lo contrario o algo diferente pueden ser todavía bastante fuertes, y pueden evidentemente serlo más o menos. Mientras que la creencia comporta pues una indefinitud de grados que van de un estado muy cercano a la duda a un estado muy cercano a la certeza, esta última no es susceptible de más o menos: estamos seguros de algo o no lo estamos, no se puede estar más o menos seguro de algo.

Se puede decir que hay certeza cuando las razones para creer superan definitivamente a las razones para no creer, o también cuando no hay en absoluto razones para no creer; es necesario señalar que desde el momento que la certeza existe no se trata ya de creer, en el sentido propio de esta palabra, puesto que debemos distinguir esencialmente la certeza de la creencia.

No tenemos que ocuparnos aquí de la legitimidad de la creencia, ni de los fundamentos de orden lógico sobre los cuales se puede basar su justificación, sino únicamente buscar en qué condiciones psicológicas se produce este fenómeno.

La creencia consiste en cierta manera en conceder a una idea derecho de ciudadanía en nuestra mente, o sea entre otras ideas: la posibilidad de la creencia es pues la posibilidad para una nueva idea de armonizarse con lo que creemos ya. Sucede sin embargo algunas veces que una idea nueva expulsa a ciertas ideas antiguas, pero hace falta generalmente, para que esta idea nueva sea recibida, que se armonice con otras ideas antiguas, y este caso se explica por una especie de lucha entre las ideas, siendo la victoria la de la más fuerte. Pero ¿de dónde viene la fuerza de las ideas? Para unas, de que son esenciales para la mente, para otras, de que por efecto del hábito devienen como si fueran esenciales.

El primer caso es el de las ideas propiamente racionales, el segundo el de las ideas que nos son impuestas por la experiencia. No habría que inferir de aquí que la creencia no sea más que un mecanismo; tras este mecanismo, que puede tener de hecho una parte en el establecimiento de nuestras creencias, hay una lógica: la fuerza pertenece a las ideas que se presentan con una claridad y una evidencia que arrastra la adhesión de la mente.

Aun cuando se trata de una realidad de hecho, la legitimidad de la creencia en el hecho puede deducirse de consideraciones racionales: por ejemplo cuando se trata de un hecho psicológico, se puede establecer su realidad mediante un razonamiento, y, aun cuando este hecho sea ilusorio, la existencia de la ilusión como tal es también una realidad.

Cuando un hecho psicológico es afirmado como signo de una realidad exterior es por las razones que desarrollamos cuando probamos la necesidad de tal realidad exterior, que corresponde a este hecho; nos haríamos una idea muy inexacta de esta fuerza de las ideas, de la que hablamos, si entendiéramos por esto algo análogo a lo que llamamos la intensidad de las sensaciones. Queremos hablar aquí de la fuerza de una idea impuesta por la razón o bajo su control; la fuerza de la ligazón de las ideas puede algunas veces hasta hacernos renunciar a una supuesta evidencia sensible, puede destruir los prejuicios más enraizados, los hábitos interiores más inveterados.

Si hablamos de la fuerza de una idea en este sentido, no hay ningún peligro de confundir la causa de la creencia con un impulso ciego, y por consiguiente no hay tampoco ninguna razón para decidirnos por el escepticismo. Sin duda no hay más que las ideas que sean fuertes: ahora bien, hay ideas a las cuales elementos no intelectuales, sentimientos sobre todo, dan una intensidad que no es más que una falsa claridad y que puede ilusionarnos, pero no es menos cierto que la causa directa de la creencia es siempre la claridad con la que se nos aparecen las ideas a las cuales damos nuestra adhesión.

Se puede objetar a la tesis que acabamos de exponer que parece que implica la existencia de un principio según el cual la intensidad de una idea sería un signo de su verdad. Si fuese así, nada nos garantizaría que una idea que admitimos ahora no sea nunca vencida por otra idea más intensa, y entonces la mente no tendría derecho a creer que lo que juzga naturalmente verdadero sea verdadero en sí.

Hay en esto algo que es justo en parte, ya que, teóricamente al menos, es ciertamente imposible mostrar la equivalencia de la intensidad de una idea y de su verdad; pero no hay que olvidar que no se trata, en todo esto, más que de la creencia y no de la certeza, y esta distinción hace que no haya ningún inconveniente en acordar que una idea, en la verdad de la cual se cree, pueda ser rechazada posteriormente, ya que la creencia, al contener siempre una parte de duda, es en cierta manera un estado provisional en el cual la adhesión de la mente no es nunca completa.

Hablando rigurosamente, habría que decir que una idea que es objeto de creencia es contemplada no como absolutamente verdadera, sino únicamente como probable.

No es ésta una aptitud escéptica, aun a propósito de la simple creencia, ya que es necesario reconocer al mismo tiempo que prácticamente los grados más elevados de la probabilidad equivalen casi a la certeza, como lo muestra especialmente lo que permiten obtener las ciencias de hechos.

Volveremos sobre este punto en lógica, a propósito de la inducción.

Completaremos esta exposición mediante la indicación sumaria de algunas teorías relativas a la creencia. Spinoza trata de explicar la creencia diciendo que toda idea tiende a afirmarse: esta afirmación no puede aceptarse sin restricción, ya que la inteligencia no tiene tendencia, propiamente hablando, y toda tendencia debe ser atribuida a la emoción o a la voluntad.

Además, esto es más bien constatar el hecho de la creencia que explicarlo.

Taine dice que la creencia acompaña a toda idea que no es contradicha, y añade que cuando una idea no es admitida es porque hay contradicción entre ella y algo que creemos ya; esto es verdad en muchos casos pero no explica el hecho de que algunas veces una idea expulse a otra. Hume explica este último hecho refiriendo la creencia a la intensidad de una idea, pero no indica la causa primera de la creencia, que es el valor lógico reconocido, con razón o sin ella, por la mente a una idea, bien sea directamente bien sea comparándola con otras ideas.

Descartes ha visto en lo que llama la evidencia esta causa primera de la creencia, pero para él hay en la creencia un acto de voluntad, mientras que nosotros no hemos admitido esta intervención de la voluntad más que en el hecho de la afirmación. Descartes parece pues no haber distinguido con bastante claridad estas dos fases; en cambio, debemos darle la razón cuando reconoce a nuestros sentimientos una influencia considerable sobre nuestras creencias.

Spencer, hablando de la imposibilidad de dudar, describe en cierta manera una consecuencia de la evidencia: la imposibilidad de creer lo contrario de una proposición es el signo de su evidencia, y ésta constituye su fuerza o intensidad. Debemos por otra parte añadir que no nos es posible discutir completamente aquí la concepción cartesiana de la evidencia, ya que esta concepción se liga a la cuestión del criterium de la verdad, que no depende de la psicología.

Traducción: Miguel Angel Aguirre
 
Capítulo XXII
EL RAZONAMIENTO
 
Presentación
René Guénon
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