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BEATRIZ RAMADA |
Voy a presentar al mundo,
Gilgamesh. Siglo VIII a. C. Louvre. Así comienza la historia del rey de Uruk, Gilgamesh, cuyo nombre parece significar “El Antiguo (aún está) en la plenitud de su vida”2. De manera circular evoca que el destino designado a los hombres en “la noche de los tiempos” está inscrito en su corazón; de forma análoga, aquellos escribas reiteraron este gesto salvaguardando su memoria a través de grafías inscritas en arcilla… La epopeya de Gilgamesh –del cual se dice que por su nacimiento era “dos tercios dios y un tercio hombre”– es de una riqueza simbólica tan grande que el análisis detallado de cada una de sus posibles interpretaciones excedería por su extensión el cometido del presente artículo; más si cabe, al tener en cuenta el carácter fragmentario de las tablillas encontradas, y sobre todo el misterio de una civilización, la mesopotámica, desconocida en buena parte para nosotros, aunque ha llegado lo suficiente para reconocer su vínculo con la Tradición Primordial que se revela a través de sus mitos y cosmogonía. Volviendo a los orígenes, la más arcaica de estas culturas es la sumeria. Las gentes de este pueblo, de origen desconocido, se denominaban a sí mismas “cabezas negras” (sag-gig-ga) y se consideraban originarias de Melukhkha, la tierra negra,3 designación que es una clara referencia al Misterio y al Secreto, el lazo que une a todo aquello que puede considerarse tradicional o perteneciente al ámbito metafísico.
Reconocemos que el presente artículo apenas será un pequeño acercamiento a esa riqueza simbólica de la que hablamos, pero de alguna manera integrado al resto de artículos del monográfico dedicado a Mesopotamia por la revista SYMBOLOS. Trataremos al menos de esbozar algunas ideas que nos aproximen a estos ancestros de los que somos herederos, y que probablemente por el momento cíclico final en que nos encontramos, se han puesto de actualidad en nuestro pensamiento, en este viaje de retorno al origen, lo que más allá de cualquier divagación tiene alcances insospechados al ubicarnos en un punto central de nuestra propia historia o civilización. La versión de la epopeya tal como ha llegado en su forma más completa es la babilónica-ninivita, escrita por lo tanto en acadio, lenguaje semita. Existen sin embargo diversos testimonios escritos que la hacen proceder de la cultura sumeria, cuya lengua no ha podido ser emparentada con ninguna familia lingüística, del mismo modo que se desconoce el origen de esta civilización. De la “versión” sumeria, la más arcaica, sólo quedan de forma fragmentaria unas pocas tablillas que narran algunos de los mitos que luego encontraremos más o menos adaptados en la trama del ciclo heroico. Siguiendo con las fuentes, se habla de un legado oral que en algún momento tomó forma escrita y cuya elaboración abarca todo el lapso temporal de lo que se denomina la historia de Mesopotamia. Seguimos aquí fundamentalmente la versión babilónica de las tablillas encontradas en la famosa biblioteca de Asurbanipal, aunque también se han tenido en cuenta otras versiones, y muy especialmente, por su carácter simbólico, las que proceden de las tablillas sumerias.5 Anotar que los antiguos babilonios se referían a la epopeya con el nombre de “Ciclo de Gilgamesh” y que, según los escribas de la antigüedad, consistía en veinte cantos de alrededor de trescientos versos cada uno. En la forma más completa hoy se conservan 12 tablillas. ¿Quién es Gilgamesh? Su nombre aparece en una “lista real sumeria” (redactada a comienzos del II milenio a. C.) como el quinto soberano de la primera dinastía que habría ejercido el poder en Uruk tras el Diluvio. Se encuentra entre los personajes que según los sumerios “habían descendido del cielo”. Este descenso del cielo es análogo a la realización de un destino que tiene relación con una función determinada, la de manifestar el orden celeste o la ley emanada por el Principio en un momento preciso del ciclo, idea muy vinculada con lo que los hindúes entendían por avatar, o sea un descenso directo del Espíritu en el seno del mundo manifestado. El fundador de la dinastía, según esta misma lista, es Meskiaggasber, hijo de Utu, el dios del Sol considerado como la gran lámpara de cielo y tierra, titular de la justicia y dotado del don de la profecía. Gilgamesh de Uruk pertenece a esta dinastía solar, lo cual guarda estrecha relación con el simbolismo tradicional de la auténtica realeza. Es el dios Sol, según la mitología sumeria, quien tiene la prerrogativa de investir a los hombres con dicha función. Como el mismo Sol, el rey tiene ese carácter central para su ciudad, vehiculando el orden celeste en la tierra a través del poder temporal con que ha sido investido, siempre supeditado al poder espiritual del que depende y extrae su sabiduría. René Guénon en su libro El Rey del Mundo habla de la herencia de la antigua dinastía solar, la cual hacía remontar sus orígenes a Vaiwasvata, el Manu, el Legislador Primordial y Universal del ciclo actual. Igualmente indica que esta función
Gilgamesh es considerado hijo de Lugalbanda7 y de la diosa Ninsuna la Búfala. El nombre del héroe, al igual que el de su padre Lugalbanda –quién también protagoniza una serie de viajes míticos o iniciáticos análogos a los de Dumuzi, el amante de la diosa Inanna– aparece en esta lista precedido del signo cuneiforme de la “estrella” (el ilu) que acompañaba regularmente a los nombres de divinidades. Dicho signo también es empleado cuando se refieren a Enkidu, el amigo de Gilgamesh, o a Humbaba, el “demonio-guardián” al que ambos se enfrentan en el “Bosque de los Cedros”, morada secreta de los dioses. Nos detenemos en este punto para destacar el carácter divino que la cultura mesopotámica otorga al héroe, cuya apoteosis se produce tras su muerte, al ser designado por la Asamblea de los dioses como “regente” y “gran juez de los muertos”, función que es propia de Utu, dios tutelar y benefactor del rey de Uruk.8 Gilgamesh de Uruk es, pues, un ser de naturaleza divina y humana, cuyo destino está en relación con su función real; en tanto que rey es emisario del Legislador primordial, y aunque tome una forma humana, su búsqueda de la Vida va mucho más allá de la perpetuación de una existencia individual particular, tal como podría verse si se hace una interpretación meramente psicológica y dual del texto, que por otro lado nos llevaría a preguntarnos ¿para qué serviría?, ¿qué es lo que se pretendería perpetuar? Vemos más bien en esta gesta la expresión de una función arquetípica dentro de un ciclo que incluye simultáneamente el “tiempo” mítico de carácter intemporal encarnado en ese personaje y su proyección en el devenir; además, también se refiere al peregrinaje del viaje iniciático, que se hace presente en el corazón del hombre, al conectarnos con el centro interno del que emana el aliento de Vida, y cuya realización es tan actual como lo era en el momento en que fue narrada o escrita esa epopeya por aquellos ancestros que nos precedieron. Gilgamesh, junto a todos los personajes de la narración, encarna determinadas potencias de carácter cosmogónico, cuyas hazañas y pruebas tienen un carácter mítico en el sentido cabal del término, es decir, el de una dramatización del símbolo por la cual el Ser se reconoce a sí mismo a través de las coagulaciones y disoluciones que se producen en un Cosmos vivo y en permanente movimiento, sin negar ni excluir nada. En la epopeya, y en general en la tradición a la que pertenece, no es posible establecer esa dualidad a la que estamos tan acostumbrados por nuestra mentalidad que distingue siempre entre “lo bueno” y “lo malo” con respecto a las acciones y lo efectos resultantes, o al talante de los personajes, sean dioses u hombres. La epopeya Trataremos de relatar en forma sintética el argumento de la epopeya, deteniéndonos en aquellos aspectos que se nos han revelado como especialmente significativos.
El comienzo de la epopeya nos da idea de la posición central que este rey tuvo para la cultura sumeria; partícipe de la Inteligencia divina, es el encargado de revelar lo oculto y es también el legislador que al construir las murallas de la ciudad de Uruk ordena un espacio que de este modo es ritualizado, reiterando el orden celeste en la tierra, lo que deriva en el esplendor y florecimiento de la ciudad y de su cultura, entendida ésta como la vivencia de la inmanencia de lo divino por parte de todos sus habitantes, de aquí que el centro de la ciudad sea el santo Eanna dedicado al dios Anu y a la diosa Inanna. Más adelante del fragmento aquí citado, se dice que la base de la ciudad fue construida por los siete sabios.
Estos seres y sus funciones son análogos a los siete rishis de la tradición hindú. Guardan estos primeros versos muchos misterios que quizás no podemos develar debido al desconocimiento de ciertos símbolos hoy olvidados, pero en cualquier caso es posible reconocer en ellos un discurso iniciático, un lenguaje que apela e invoca a la inteligencia del corazón. Tras la presentación del rey, de su función y de la ciudad de Uruk, comienza la narración de las hazañas y hechos míticos en los que participa Gilgamesh. Los habitantes de Uruk interpelan a los dioses por los excesos de su rey. Sus lamentos son recogidos por el señor del firmamento Anu, quien ordena a la diosa primordial Aruru (Ninhurgag) que cree con la ayuda de Enki un ser capaz de enfrentarse a Gilgamesh. A partir de un poco de arcilla, siguiendo el modelo designado por el cielo, amasa y moldea en la estepa un ser, Enkidu, igual en fuerza a Gilgamesh, el único capaz de poner coto a las provocaciones del rey de Uruk. Tal criatura, creada a partir de arcilla por designio de Enki, fue llamada Enkidu (su nombre mismo parece derivar del dios, o sea hijo de Enki: Enkidu) y como caído del cielo (“como un bloque venido del Cielo”) habitaba en la estepa y convivía con los animales como uno de ellos. La estepa queda fuera del espacio de la ciudad, es un ámbito desconocido asociado a las entidades ctónicas, y por tanto, con la pureza de la naturaleza salvaje. Por estar más allá de los límites conocidos, es una región misteriosa y en ocasiones hostil, descrita por momentos como un desierto y el lugar donde habitan los animales salvajes. Un incidente con un cazador será el que motive que Gilgamesh tenga noticia de aquel ser extraordinario, Enkidu. A fin de hacerle venir a Uruk para conocerle es enviada una hermosa hieródula, Shamkhat o Lalegre en sumerio. Hasta que no se produce el encuentro, Enkidu ha vivido en estado “salvaje”, pero cuando conoce a la hieródula, hace aflorar en él su instinto sexual y al yacer juntos despierta su naturaleza esencial, su parte divina; es por ello que se dice que a través de esta unión adquiere inteligencia. Con este hecho se actualiza un gesto prototípico, la hierogamia sagrada, la unión o cópula del cielo y la tierra, a la que estos personajes en su forma humana representan, más allá de sus propias individualidades, simbolizando los dos principios sagrados opuestos que se complementan. Las hieródulas al servicio de la diosa Inanna vivían su existencia como un rito reiterado, conscientes de su función como símbolos de la feminidad primordial, a la cual también se puede denominar sophia, capaz de despertar el deseo de unión con el Espíritu, gracias al Amor.11 Enkidu, tomando conciencia de sí mismo, accede al requerimiento del rey y es conducido a la ciudad cercada de Uruk.
Enkidu, una vez en la ciudad, reprobará a Gilgamesh sus desmanes y comenzará una lucha que acaba con el reconocimiento mutuo de un igual. A partir de este momento comienza su amistad inquebrantable que les lleva a compartir su destino, participando juntos en la realización de hazañas que siempre están relacionadas con el plan divino trazado por los dioses, a quienes tienen presentes constantemente e invocan su protección para salir victoriosos. En la primera de ellas, de la que sí se conserva una versión sumeria, han de enfrentarse con el demonio-guardián del Bosque de los Cedros, descrito también como el País de los Vivos, morada exclusiva de los dioses ubicada en la estepa, o sea que permanece fuera del ámbito conocido, lo que implica un peregrinar de los héroes por una serie de pasajes siempre simbólicos en los que cada etapa es precedida por una señal que Gilgamesh recibe en sueños (cuando aparecen los sueños en la epopeya guardan siempre un significado profético) y que Enkidu interpreta. El guardián de aquel lugar es el gigante de Khumbaba, hijo de la diosa primordial o de Enlil según las versiones, al que los dioses habían dotado de los “siete Fulgores” que le daban un poder sobrenatural, capaz de aterrorizar y alejar a cualquiera. En una lucha titánica lo acaban matando, muerte que más tarde será reprochada por los dioses a Enkidu y le traerá consecuencias funestas. Tras la muerte del gigante, los héroes talan uno de los árboles, de los Cedros sagrados, el más alto destinado a confeccionar una puerta para el templo de Enlil en Nippur. Más tarde han de enfrentarse con el Toro Celeste, aventura de la que también se conserva una versión sumeria. El Toro –enviado por Anu por exigencia de la diosa Inanna para vengar el desdén con el que Gilgamesh la había tratado al rechazarla como amante– está causando la muerte de centenares de hombre de Uruk arrojándolos con sus embestidas hacia brechas abiertas en la ciudad. La diosa Inanna –en la versión sumeria– le prohíbe administrar justicia en su templo, el Eanna. De alguna manera los héroes han transgredido la voluntad divina, y de este modo han atraído la desgracia a su ciudad y es necesario una reparación. La figura mítica del Toro Celeste parece estar relacionada con la constelación de Tauro y su muerte en manos de los héroes estaría señalando el inicio de la era de Aries.13 A partir de este momento se produce una inflexión en la epopeya. Tras un sueño premonitorio, Enkidu conoce su muerte inminente decretada por los dioses, la cual sume en un dolor indescriptible al rey de Uruk que abandona todo para comenzar su búsqueda de la Inmortalidad. Vestido con pieles, yerra por la estepa abriendo caminos desconocidos que lo conducen “más allá” del lugar donde nace el sol… para ir al encuentro de su antepasado Utanapishti, el hombre sabio salvado por los dioses del Diluvio, el cual, según el sabio caldeo Beroso, junto a su esposa, hijo y piloto del barco (arca) se vuelven invisibles tras abandonar la nave, pues habían ascendido al cielo. Los dioses le habían concedido la Vida, salvaguardando así la simiente humana de la catástrofe. De él se decía que posteriormente habría restituido los ritos y era calificado como “señor del sacrificio”, otorgándole así una función sacerdotal y real. Sus pasos llevan a Gilgamesh a la mítica montaña Mashu o montañas gemelas,14 lugar por donde nacía y se ponía el sol en los dos horizontes opuestos: oriente y occidente, representación de las dos posiciones extremas del sol que simbolizan la vida y la muerte, rigiendo el equilibrio del cosmos, y cuya alternancia permite la existencia sobre la tierra. Los guardianes de esa región, los hombres-escorpiones creados por la diosa primordial, permiten el paso al héroe al reconocer en él su naturaleza divina. Penetrando en ese ámbito, se sumerge en la oscuridad más absoluta para traspasar el umbral que le permita, tras un largo recorrido, llegar al jardín de Utu, repleto de árboles con frutos de brillantes piedras preciosas, imagen del centro o Paraíso. No se detiene en este punto, que podemos relacionar con el carácter central del sol y la Belleza, sino que el viaje continúa porque no es ésta su meta, sino alcanzar el Misterio que simboliza la Vida verdadera. Gilgamesh, para lograr este destino, debe aún atravesar las Aguas de la Muerte sin tocarlas, tal como se lo indica la tabernera divina, de nombre Siduri, –entidad divina, hierofanía de la diosa Inanna– tras escuchar de Gilgamesh sus peripecias y el motivo de su viaje y su petición de información sobre cómo hallar el camino que conducía al País dónde vivía Utanapishti.
Sirviéndose de ciento veinte pértigas, el rey de Uruk consigue cruzar las aguas de la Muerte sin ser arrastrado por ellas y llegar al encuentro de Utanapishti, uno de los reyes antediluvianos, monarca de Shuruppak, una de las cinco ciudades anteriores al Diluvio. Los dioses habían decretado el fin de la humanidad que se había multiplicado en exceso; el dios Enki, sin embargo, avisa a aquel rey para que construya su nave y pueda salvarse de la gran inundación junto con su familia. Una vez retrocedieron las aguas, fue llamado “el lejano”, pudiendo asistir al consejo de los dioses donde se le concedió el don de la Vida y del aliento eterno, siendo transportado a la tierra de los vivientes. Cuando se encuentra con Gilgamesh, le recuerda que ha sido decretado por los dioses la mortalidad de los hombres desde su nacimiento, y que todo es cambio y transformación en la creación, instándole a que acepte la Voluntad divina y su función y destino como rey.
El rey de Uruk es entonces sometido a una serie de pruebas por las que es regenerado.
No era el destino de Gilgamesh permanecer durante su existencia en el “País de los Vivos” sino cumplir su función como rey y legislador de su ciudad Uruk, asumiendo como tal que todo ha de ser entregado y que el destino está decretado por los dioses como emisarios de una Voluntad que excede cualquier pretensión a nivel humano, aunque sea la de trascendencia. No obstante, a instancias de la esposa de Utanapishti, éste revela a Gilgamesh la existencia de una planta milagrosa que proporciona la eterna juventud –no la inmortalidad– y que se hallaba en el fondo del mar. Gilgamesh, deseoso de hacerse con aquel gran regalo, (la planta era conocida como shibu issakhir amelu, “El anciano se rejuvenece”), logra obtenerla para llevarla a los ancianos de Uruk. Sin embargo, durante el regreso a su ciudad, y mientras hace un alto en el camino para bañarse y refrescarse, una Serpiente se apodera de la planta, dejando su piel tras de sí.
Hasta aquí la epopeya de Gilgamesh, que acaba con el recorrido del rey y el barquero alrededor de las murallas de Uruk, ciudad cuya base fue asentada por los “Siete Sabios”. Existe una misteriosa duodécima tablilla –según los historiadores un añadido posterior, que sin embargo recoge un mito sumerio– en la que vuelve a aparecer la diosa Inanna, el rey de Uruk y Enkidu. En la versión arcaica comienza describiendo la cosmogonía sumeria:
Posteriormente se habla de la existencia en una plantación, en la ribera del Éufrates, de un cierto árbol, un huluppu, al que el viento del Sur arranca y la diosa Inanna recoge transplantándolo a su jardín con la idea de utilizar su madera, más tarde, para fabricarse un trono y un lecho. Este árbol es una imagen del Cosmos, con sus raíces subterráneas, su tronco y sus ramas constituyendo su cuerpo, y sus hojas y flores aéreas apuntando hacia el cielo, lo cual puede equipararse a los tres niveles cósmicos. Al plantar en su jardín aquel árbol, Inanna, diosa del amor y la guerra, reúne las 3 fuerzas o poderes cosmogónicos: las raíces símbolo del inframundo, el mundo intermediario y el cielo. Sin embargo, una temible Serpiente (“que no conoce ningún encanto”) se refugia entre sus raíces; el pájaro gigante Imdugud, águila con cabeza de leona “que decreta los destinos y pronuncia la palabra”, anida en su cima con sus polluelos, y un Demonio femenino (Lilith) se ha ubicado entre las ramas. Inanna recurre en vano a Utu, el dios del Sol, para que los expulse de ahí. Pide luego ayuda a Gilgamesh y éste corta el árbol, da muerte a la Serpiente, lo que hace que el pájaro mítico lo abandone y envía a la diablesa al desierto, para después entregarle la madera del árbol a la diosa. Parte de ésta se la cede la diosa al propio rey para que se fabrique unos instrumentos, los cuales, según parece, figuraban como emblemas y talismanes del poder soberano. Pero éstos caen en el infierno y Enkidu se ofrece a ir a buscarlos, desoyendo los consejos del rey que teme sea retenido en ese ámbito. Tras suplicar a los dioses para que Enkidu pueda retornar, a éste sólo le es permitido mostrar su sombra durante unos instantes al rey, quien lo interroga sobre lo que allí ha visto. Con sus respuestas, Enkidu describe un lugar lúgubre en el que el destino de los difuntos depende de cómo han realizado su función durante su vida. No se han encontrado, si es que existen, tablillas que continúen con el relato. Para finalizar el artículo, recogemos aquí del relato sumerio la muerte de Gilgamesh. Apenas se conservan doscientos versos. El rey de Uruk, gravemente enfermo, comparece en un sueño ante la gran Asamblea de los dioses, quienes le recuerdan sus aventuras y le explican que una vez muerto se convertirá en “regente” y “gran juez de los Difuntos”, residiendo con los ancestros en el centro oculto del mundo. |
NOTAS. | |
1 | Jean Bottéro, La epopeya de Gilgamesh. El gran hombre que no quería morir. Ed. Akal Oriente, Madrid, 2004. |
2 | Ibíd. |
3 | En un artículo de René Guénon sobre el simbolismo de los pueblos que se autodenominaban así, “cabezas negras”, se dice: “(…) Por lo demás, si se considera que las expresiones de ese género tuvieron un uso tan extenso en el espacio y en el tiempo como hemos indicado (…)”, ello obedece a cuestiones bien profundas que el autor sigue exponiendo: “Es sabido que, en su sentido superior, el color negro simboliza esencialmente el estado primordial de no-manifestación (…). Sólo cabe preguntarse cómo un símbolo de lo no-manifestado es aplicable a un pueblo o país. Para comprender de qué se trata, ha de recordarse que los pueblos mencionados más arriba son ‘aquellos’ que se consideran a sí mismos como ocupantes de una situación ‘central’. (…) Podría decirse, pues, que el centro es ‘blanco’ exteriormente y con respecto a la manifestación que de él procede, mientras que es ‘negro’ interiormente y en sí mismo. Este último punto de vista es, naturalmente, el de los seres que, por una razón como la que acabamos de mencionar, se sitúan simbólicamente en el centro mismo”. René Guénon, Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada. Ed. Paidós Orientalia, Barcelona, 1995. |
4 | Samuel Noah Kramer, La historia empieza en Sumer. Alianza Editorial, Madrid, 2010. |
5 | En este artículo seguiremos dos versiones de la epopeya: la de Federico Lara Peinado, Poema de Gilgamesh. Ed. Tecnos, Madrid, 1998; y la de Jean Bottéro, La epopeya de Gilgamesh. El gran hombre que no quería morir, ibíd. |
6 | René Guénon, El Rey del Mundo. Ed. Paidós, Barcelona, 2003. |
7 | El rey Lugalbanda es protagonista de varios mitos de carácter iniciático y considerado igualmente de naturaleza divina. Los historiadores nos narran que encontrándose el rey en un lejano país desea volver a Uruk, su ciudad; para conseguirlo ha de ganarse la amistad del pájaro-Imdugud, el cual decreta el destino y pronuncia la palabra que nadie puede transgredir. Esta ave mítica vuelve a aparecer en la misteriosa tablilla XII de la epopeya que estamos tratando. |
8 | “En un poema sumerio que relataba la muerte y descenso a los infiernos de Urnammu, mostraba a este rey difunto frente al divino Gilgamesh en persona, convertido en ‘regente’ y ‘gran juez de los muertos’, pues tal era la función que se le había asignado entre los dioses”. Jean Bottéro, La epopeya de Gilgamesh. El gran hombre que no quería morir, ibíd. |
9 | Ibíd. |
10 | Ibíd. |
11 | Invitamos al lector a leer el artículo publicado en el sitio web Ateneo del Agartha, integrado en el Anillo Telemático de Symbolos: Mireia Valls, Mujeres sin miedo. Ménades, brujas, prostitutas sagradas y comadronas, https://www.ateneodelagartha.com/1.textos/2.Mujeres-sin-miedo.html# |
12 | Jean Bottéro, La epopeya de Gilgamesh. El gran hombre que no quería morir, ibíd. |
13 | Ver acerca de este tema el artículo de Marc García, “Mesopotamia en el Manvántara”, en este mismo número de Symbolos. https://symbolos.com/n58verano2020/mesopotamia/8.mesopotamia-en-el-manvantara/0.mesopotamia-en-el-manvantara.htm |
14 | “Del universo en su conjunto los antiguos mesopotámicos (…) lo veían como un inmenso esferoide hueco cuya parte superior, luminosa, formaba el ‘Arriba’ o ‘Cielo’ y correlato inferior y oscuro, el ‘Abajo’ o ‘Infierno. En su diámetro máximo, lo seccionaban una especie de isla central, la Tierra, con su equivalente inferior, el Apsû, capa de agua dulce, y rodeada por el agua salada del Mar. En ambos extremos, oriental y occidental, de este sistema, parece que imaginaban unas altas montañas, para sostener la bóveda celeste y, sobre todo, sendos orificios que permitían el paso desde el espacio de Abajo al espacio de Arriba y viceversa. Por la mañana, el Sol salía por oriente para seguir su curso diurno en el cielo, y por la tarde, entraba por Occidente para seguir un recorrido nocturno inverso que le conducía, al alba, de nuevo a su punto de partida. El orificio occidental creemos que estaba precedido de un espacio denominado el ‘río infernal’”. Jean Bottéro, La epopeya de Gilgamesh, ibíd. |
15 | Ibíd. |
16 | Ibíd. |
17 | Ibíd. |
18 | Federico González, En el vientre de la ballena. Textos alquímicos. https://www.simbolismoyalquimia.com/alquimicos/LXVI.htm |
19 | Samuel Noah Kramer, La historia empieza en Sumer, op. cit. |
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