Robert Fludd, "Monocordio Cósmico" Anatomiae Amphitheatrum, 1623 |
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Sin
duda, haber oído las Armonías Secretas, la Música
de las Esferas o el Canto de los Angeles es algo maravilloso, pero lo que
queremos aquellos que todavía estamos encadenados por nuestros oídos
a la tierra, es oír esas músicas por nosotros mismos, lo
mejor que podamos, y con este fin no necesitamos místicos ni teóricos
sino compositores y ejecutantes.
El papel del compositor y del ejecutante es evidente después de lo que ya se dijo: ellos son los alquimistas que ayudan a transmutar la Tierra haciendo que la substancia de ésta y las almas resuenen con ecos de la música celestial. Al hacerlo, estos ecos terrenos también se vuelven audibles en el Cielo, y la brecha que los separa se reduce un poco más. Este es el logro de la Gran Obra de la alquimia musical que, como la alquimia propiamente dicha, apunta a la redención de toda la Naturaleza al igual que a la reunión del Hombre con su Yo Superior. A fin de emprender esta labor, el verdadero compositor, como el alquimista, no elige su profesión: lo convoca a ella un llamado que no puede ser ignorado. Una de las señales de ese llamado es que el compositor estará doblemente dotado: de destreza y de memoria. No sin razón fue llamada Mnemosyne, la Diosa de la Memoria, madre de las Nueve Musas. La Memoria de la que ella es patrona no es la memoria de todos los días, que recuerda cosas del pasado, sino el poder de recuperar otros modos de ser, recordando de dónde venimos, quiénes somos realmente, y hacia dónde vamos. Algunos creen que se trata de una memoria que se reabastece cada noche, cuando, al estar profundamente dormidos, nuestras almas vuelven a visitar los mundos superiores. Pero la memoria sola no basta para hacer a un artista. Mnemosyne es la madre de las Musas, pero quien las dirige es Apolo, el dios del orden y de la belleza, quien por sobre todos empuña el arco y la lira. Es triste pensar en artistas bien intencionados de todos los géneros que procuraron reproducir sus recuerdos sin la bendición de aquél. Es probable que su experiencia haya sido intensa, e incluso genuinamente mística, pero cuán tediosos son su verso extático, su arte cósmico o su improvisación musical. Esto es para ellos la encarnación misma de arrebatos inolvidables, pero a otros les parece pomposo, pretencioso o inepto. Esas personas nunca podrán entender por qué el mundo no los escucha. Por otra parte, están los que, dotados por Apolo, carecen de Memoria. Todo les resulta fácil: pueden pintar cualquier cosa, y crear palabras o notas como quieran. Pero en vano duermen profundamente: retornan de su sueño con su visión atada todavía por los horizontes de la Tierra. Tal vez encanten a la mente, cautiven los sentimientos y despierten a los espíritus ctónicos, pero jamás agitan al Espíritu inmortal. Esos artistas tienen pronta fama; a diferencia de los aficionados a lo cósmico, ellos disfrutan de una armonía de fines y medios, y dentro de los límites que han escogido alcanzan una clase de perfección que es afín a la del maestro artesano que trabaja con sustancias terrestres. Mientras ocultistas como Steiner y Leadbeater exponían sus teorías sobre los mundos superiores, Marcel Proust también estudiaba estos temas en su obra magna, A la recherche du temps perdu. Este libro trata sobre el Tiempo y la Memoria, pero también sobre la relación de los quehaceres externos más profanos -el sexo y el ascenso social en el París fin-de-siècle- hasta las profundas corrientes del destino y la existencia humanos. Proust muestra frecuentemente su intención filosófica en el primer tomo, La ruta de Swann, alertando al lector para que lea los siguientes con el mismo espíritu, y nunca más explícitamente que en los pasajes relacionados con la música. Estos pensamientos de Swann yo los uniría con la teoría de los ocultistas acerca de los tesoros que se hallarán en el sueño profundo: Sabía que su recuerdo del piano falsificaba aún más la perspectiva con que veía la música y que el campo abierto al músico no es un miserable pentagrama de siete notas, sino un teclado inmensurable (pero desconocido casi en su totalidad), en el que tan sólo aquí y allí, separadas por la densa oscuridad de sus espacios inexplorados, unas pocas entre los millones de claves, claves de ternura, de pasión, de coraje, de serenidad, que lo componen, difiriendo cada una de todas las restantes como un universo difiere de otro, habían sido descubiertas por ciertos grandes artistas que nos prestan el servicio de mostrarnos, cuando despiertan en nosotros la emoción correspondiente al tema que han creado, qué riqueza, qué variedad yace oculta, desconocida por nosotros, en esa grande e impenetrable noche negra, de descorazonadora exploración, de nuestra alma, que nos hemos contentado en considerar como carente de valor, yerma y vacía.1 (Las bastardillas son mías.)
pertenecía nada menos que a un orden de criaturas sobrenaturales a las que jamás hemos visto pero a quienes, a pesar de ello, reconocemos y aclamamos arrobados cuando algún explorador de lo invisible procura los medios y la insta para que descienda del mundo divino al que él tiene acceso y brille un breve instante en nuestro firmamento.2 (Las bastardillas son mías.)
Los artistas, compositores o poetas reales son pocos, y con esto me refiero a los que tienen abundantes dotes relativas al recuerdo del reino de las Ideas y a la aptitud para expresarlo. Ellos tienen el privilegio de concebir la progenie de los Dioses, llamada por los alquimistas el Huevo Filosófico. A la hora señalada, estos niños divinos son exhibidos para que todos los contemplen, encarnados en cuerpos de pintura, de mármol, de aire vibrante. Durante un tiempo, estas sustancias experimentan una verdadera transmutación, volviéndose transparentes ante realidades de un orden superior. La pintura puede durar unos pocos siglos, el mármol y las palabras unos pocos milenios. Pero las entidades musicales son más refractarias: tan pronto nacen, con la imprescindible ayuda del ejecutante que oficia como comadrona (o, para continuar con la analogía alquímica, que oficia como soror mystica), se esfuman. Una y otra vez, tienen que ser conjuradas para que regresen a la tierra y comparezcan en el altar del teatro, del estudio, o de la sala de estar. Ningún arte tiene más estrecho paralelo con aquellos ritos religiosos que, como la misa, exigen constante re-presentación. Sin embargo, aunque para la mirada exterior la música parece terminar tan pronto como ha resonado el último acorde y los celebrantes se han dispersado, no es esto lo que ocurre. En un plano sutil, se ha creado también algo que permanece como una flor exquisita suspendida sobre el santuario. Podemos percibirla en el silencio que necesariamente sobreviene tras la ejecución musical. Los clarividentes nos aseguran que ellos la ven, pero que el sonido de los aplausos puede destruirla. ¡Qué pena!, raras veces tenemos el placer de inhalar en silencio su plena fragancia, a menos que esto sea en nuestro hogar -donde, en cambio, raras veces disfrutamos representaciones en vivo de los máximos intérpretes. El escritor francés Camille Mauclair, que era muy sensible a estas cosas, describe los gritos, pataleos y aplausos de un auditorio enfervorizado como los gruñidos de las bestias salvajes ante Orfeo.4 Empero, reconoce que se trata de un medio triste pero necesario del que la audiencia se vale para volver a ingresar en la vida común y corriente después del éxtasis musical, y también de un modo del que ella dispone para obligar a los ejecutantes a que reconozcan su "música" y se vuelvan seres meramente humanos otra vez. De todos modos, las vibraciones musicales nunca se pierden por completo: aunque se dispersen, seguirán vibrando eternamente a través del cosmos. Mauclair también escribe sobre esto, en un ensayo sobre "Ocultismo musical", diciendo que "Todas nuestras sinfonías vuelven a componerse en mundos desconocidos, como si esto tuviera lugar en fonógrafos prodigiosos y si, como me gusta creerlo, crean música en otros planetas, es muy posible que un día nos envíen sus ecos."5 En este caso se plasma nuevamente una idea antigua: la de la música humana que es escuchada por los ángeles (ver Escuchando las armonías secretas), de acuerdo con la equiparación convencional de las esferas planetarias con los estados celestes del ser. Habría material para otro libro si examináramos todo lo que nos dicen los compositores como prueba de que ellos también entienden que su inspiración se origina en otro plano. Hallaríamos amplia corroboración por parte de los compositores de la época del Romanticismo, de los que citaremos especialmente a los siguientes: Cuando compongo, siento que me estoy apropiando ese mismo espíritu al que Jesús se refirió a menudo.6 (Brahms).
Tal vez aquello esté retornando en la actual reacción del neo-romanticismo y del "postmodernismo". Cuando Karlheinz Stockhausen (nacido en 1928) habla de sus propios orígenes en la estrella Sirio, que según dice es el origen de todos los grandes compositores, está después de todo enteramente de acuerdo con la Tradición Hermética. Equivale a decir que la música máxima no sólo deriva de la música de los planetas (que se refleja en nosotros en el nivel psíquico o astral) sino de la Octava Esfera y de más allá: de los reinos de la Inteligencia pura. ¿Quién puede decir que determinados compositores no son criaturas de un tipo superior que voluntariamente han encarnado como humanos a fin de obsequiar a la Humanidad? No importa que su vida personal no esté siempre a la altura de las más elevadas normas morales: no es tarea de ellos la de ser dechados de moralidad. Hay otras almas que pueden haber encarnado con esa finalidad: a esas almas las llamamos Santos, ¡y no esperamos de ellos que sean grandes artistas! Todas las artes han tenido sus avataras, especialmente en periodos de rápido cambio, como los últimos mil años. No es tan sólo la cadena del desarrollo terrestre lo que puede explicar que de pronto hayan aparecido las catedrales góticas, la polifonía para cuatro voces de Perotin, o las obras de Shakespeare y J. S. Bach, cualquiera que sea la interpretación de esto como efectos de alguna causa conocida. Hay que ser un "puro ingenuo" para penetrar en las nieblas de la erudición reduccionista y percibir el milagro que está ahí para que todos lo vean. Pero, si milagros semejantes sólo pueden ser producidos por seres suprahumanos que descienden sobre la tierra, o si también pueden ser la obra de aquellos que se las han ingeniado para transponer los portales del Cielo, no me gustaría decirlo. Hay tres niveles principales de inspiración musical y artística. El más elevado es el nivel "avatárico" que tiene una función histórica que se añade a su valor intrínseco, o que a veces hasta lo supera. Las obras de tales compositores sirven, dentro de su propio campo, como las visiones de los santos que están en meditación y que se convierten en iconos religiosos. Llegan a ser objetos de contemplación para todo compositor posterior, siendo re-interpretados e imitados constantemente, tal como, por ejemplo, la pintura de Jesús y su madre, atribuida originalmente a San Lucas, llegó a ser el modelo de todos los cuadros de "La Virgen y el Niño" posteriores a aquélla. En las civilizaciones que cambian lentamente, como las de la Antigüedad o las del Oriente, una sola revelación es suficiente para sostener y nutrir toda una época de creatividad. De ahí en adelante, esos avataras son celebrados como reveladores divinos o semidivinos de la sabiduría: Hermes, inventor de la lira; Jubal, "el cual fue padre de todos los que tocan arpa y flauta" (Génesis, 4:21); Sarasvati, diosa hindú del saber, la cual tocaba la vina; el Emperador chino Fo-Hi, "descubridor de la música" e inventor del laúd. A continuación de éstos pueden ubicarse los fundadores humanos, pero sin embargo casi míticos de las épocas musicales históricas, como Timoteo, el innovador griego contemporáneo de Platón; San Gregorio Magno, a quien en un tiempo se atribuyó todo el canto gregoriano; Ziryab (siglos VIII-IX), que tocaba el laúd en las cortes de Bagdad y Córdoba, y "recibió de los espíritus sus mejores melodías";12 y el Maestro Perotinus de Nôtre-Dame (c. 1200), creador de la primera polifonía para cuatro voces. Cada uno de ellos dejó grabado permanentemente su sello en la música de su civilización. En todas las culturas, salvo la del Occidente post-medieval, la tarea del artista creador consistió en trabajar dentro de las formas tradicionales que aquellos maestros le legaron, plasmándolas más o menos adecuadamente según se lo permitieran sus propias aptitudes. Quien pinta íconos, por ejemplo, copia reiteradamente la mejor imagen que puede encontrar de la Virgen y el Niño, teniéndola ante sí real o imaginariamente. Los monjes que componían los cantos "gregorianos" escuchaban interiormente, en sus almas, una fuente musical: una especie de improvisación mental que puede poner en práctica cualquiera que haya cantado lo bastante. En el mejor de los casos, se trata de una inspiración del segundo grado. El spiritus que se inhala es el hálito del arquetipo: ese es el elemento de la Memoria. Así un artista puede refrescar su memoria cada noche en el sueño profundo, pero para ponerla en acción cada mañana necesita los modelos de aquellos que, poseyendo una visión aún más clara, le precedieron y crearon el estilo o los modelos según los cuales él trabaja. En este segundo nivel -y esto nada tiene de denigrante- quien hace canciones de ningún modo difiere de quien fabrica laúdes: cada uno es un re-creador que sigue un modelo ya revelado. En suma, las artes y las artesanías son sinónimas. ¿No reverenciamos incluso hoy en día a nuestro modo (asignándoles un precio) los violines del artesano Stradivarius, tal como lo hacemos con las obras de Corelli o Vivaldi, artistas contemporáneos de aquél? Stradivarius no inventó el violín (no sabemos quién lo hizo: seguramente fue una de las revelaciones avatáricas) pero fue capaz de ceñirse estrictamente a la forma arquetípica de ese instrumento y, con una destreza que linda con lo alquímico, insuflar esa forma en la materia. En la época en que Stradivarius era un joven, Jan Vermeer de Delft realizaba una labor parecida. Su prima materia no era madera sino pintura, y su recuerdo no era el de una figura y un sonido sino el de cierta cualidad de la luz. Sin embargo, también él fue un artesano que trabajó dentro de una tradición vieja y aceptada, que fue capaz de elevar a un plano trascendente. El tercer grado de inspiración no es estrictamente hablando una inspiración en absoluto, porque ya no tiene conexión con la Memoria. Ya me referí a ella como la creatividad que procede solamente del propio ego del creador, de los modelos que él ve alrededor de sí en el mundo, y de su mente subconsciente (no superconsciente). Después de tomar como ejemplo a Vermeer, podría citarse ahora el ejemplo de su contemporáneo Jan Steen, quien pintara divertidas escenas de taberna y cuadros de desastres domésticos. La historia de las artes en Occidente es en gran medida la de este tipo de inspiración, porque, según parece, ha sido la tarea especial de nuestra civilización desarrollar el ego del individuo, lo cual es el origen, por igual, de nuestras glorias y de nuestros problemas. Para quien contempla o recibe la obra de arte, la contemplación de objetos bellos debería despertar (parafraseando a Platón13) la memoria y, finalmente, la percepción de la Belleza Inteligible que es su fuente. Esta es la finalidad ulterior del arte y de la artesanía por igual. En las artesanías tradicionales eso se logra por medio de símbolos, como los dibujos geométricos o los emblemas animales en telas o alfarería, o los elementos masónicos, cuyo significado se revela en iniciaciones artesanales. En las "artes" tradicionales -que son en realidad aquellos oficios empleados al servicio de la religión- los símbolos son patentes, aunque no todos por igual apreciarán lo que aquéllos significan. El único arte musical de esa clase es, en Occidente, el canto llano, cuyos símbolos son suministrados por las palabras. He estado considerando a las artes y a su inspiración tal como se las halla en las sociedades tradicionales, dejando para más adelante el caso especial de su desarrollo en el Occidente moderno. Pero ahora que vamos a analizar la experiencia del oyente, la distinción resulta menos necesaria. Después de todo, las personas no son muy diferentes en sus necesidades y deseos, en todo tiempo y lugar que las observemos. Hay determinadas necesidades que la música satisface mejor, pero puede tratarse de música de muchas clases. Efectúo la primera división de acuerdo con las tres regiones del ser humano: vientre, pecho y cabeza. Toda cultura desarrollada tiene una música que apunta a cada nivel. Hay música visceral, que suele llevar la marca de un fuerte ritmo que nos hace sentir físicamente enérgicos (la marcha militar) o que despierta nuestra sexualidad (el baile del harén). A continuación, está la música del corazón y de sus emociones, con el mal de amores siempre en lugar destacado, puesto que ésta es la emoción más fuerte que podemos experimentar, con la excepción de la aflicción por la pérdida de un ser querido. En tercer lugar, está la música que moviliza el pensamiento: el pensamiento del experto que entiende lo que ocurre en la mente del compositor o en las actuaciones del ejecutante y sigue eso con desapasionado interés. Tal como aparecen en el diagrama de Robert Fludd (ver pág. siguiente) estas tres regiones corporales corresponden a los tres reinos macrocósmicos de los elementos, los planetas y los ángeles, por lo que, de una manera humilde, estas experiencias musicales corrientes ejercitan el cuerpo, el alma y el intelecto. Esto es verdad, al menos en un grado, ya sea que nos involucremos con la música conscientemente o no. El oyente pasa distraído mucho tiempo, de manera accidental, como cuando su mente divaga durante un concierto, o por propia decisión, como cuando uno escucha música de fondo para alguna actividad que ocupa el primer plano, como por ejemplo, leer, ver una película, cenar, trabajar, etc. La elección de la música de fondo, como los especialistas en música por cable y partituras de películas saben, es un asunto delicado aunque la gente ni siquiera repare jamás en ello. Para una película debe intensificar el estado de ánimo predominante, luego ser dirigida al plano visceral o al emocional. Para otros propósitos debe ser moderada, familiar en el estilo, constante en el humor. Opera a través de la mente inconsciente para armonizar al ser, y esto tiene un significado literal, pues el hecho de que resuenen armonías constantes y un ritmo regular tiene un efecto equilibrado y regularizador sobre el cuerpo y la psiquis. Cuando se usa la música como un trasfondo de lecturas u otras actividades mentales, sirve para dar a los cuerpos emocional y físico algo para que se armonicen, de modo que no obstruyan el campo que la consciencia desea. En lo que atañe a la música que oímos a la hora de comer, ella contribuye a la armonía psíquica cubriendo embarazosos intervalos en la conversación, mientras sus ritmos ayudan a que el cuerpo digiera sus alimentos. También se ha sabido durante siglos que la música ayuda a la gente a trabajar, y cuanto más aburrido y desagradable sea el trabajo, con mejor disposición se lo acepta. Los autores clásicos mencionan los cantos de los esclavos en las galeras; en la actualidad, las duras faenas que se realizan en las fábricas se alivian con música por cable especialmente ideada para ello. Si a los obreros de una fábrica se les deja trabajar en silencio, es muy probable que todos se sientan prontamente a disgusto y molestos con su labor, que envidien a aquéllos cuyas fortunas están ayudando a amasar y hagan pausas frecuentes para charlar. La música por cable proporciona una solución inteligente a este problema atacando simultáneamente en dos planos. Subconscientemente, vuelve a ofrecer un ejemplo de regularidad y armonía con los que el cuerpo del obrero y su psiquis se sintonizan naturalmente. Conscientemente, proporciona imágenes, que suelen ser de naturaleza agradablemente romántica, que mantienen ocupadas a la imaginación o a la fantasía. Por ello, las versiones de populares canciones de amor que se emiten constituyen la mejor música para las fábricas, tal como los romances de estrellas de cine y princesas constituyen el material de lectura de mayor popularidad. Crean una niebla de suave erotismo en la que el día de trabajo pasa rápida y fácilmente. Incluso en ambientes más elevados que las fábricas, el uso más corriente de la música es para alimentar la fantasía. Aunque no se den cuenta de esto, la mayoría de los que asisten a un concierto son mucho más "espectadores" que oyentes. La música crea escenas, acontecimientos, viajes e imágenes en su imaginación, actuando como una especie de sinestesia menor (función ésta que ya mencionamos en Las armonías secretas), en la que los tonos son transmutados directamente en visiones). Algunos tipos de música invitan explícitamente a este nivel de audiencia por medio de un título extra-musical. La época romántica desde Berlioz (Symphonie fantastique) hasta Debussy (La Mer, etc.) fue el apogeo de aquella música: antes de esa época, era una curiosidad (las músicas de batalla del Renacimiento, las Sonatas Bíblicas de Kuhnau, etc.); luego, más bien algo embarazoso. Sin embargo, fuera de Europa es todavía la norma. En la música tradicional del Lejano Oriente, las composiciones son, en su mayoría, declaradamente descriptivas o evocativas, y habitualmente de escenario natural: Patos volando sobre un lago iluminado por la luna, El primer crisantemo, Pasos de noviembre, etc. Lo mismo puede decirse de la poesía y la pintura chinas y japonesas respecto de ese asunto, en el que, de manera parecida, las escenas de belleza natural sirven tanto para calmar y revitalizar el alma como para llevar un mensaje filosófico al intelecto. Sin embargo, no tiene por qué haber un título para que el oyente interprete la música. Los occidentales, en general, prefieren elegir por sí solos sus imágenes melódicas. Además, hay muchos otros factores que contribuyen a ello, aparte de la música. Nuestra imaginería interna puede combinarse con pensamientos acerca de lo que corrientemente nos preocupa en casa o en el trabajo: podemos pasar el concierto decidiendo cómo redecorar la cocina, o en conversaciones imaginarias con colegas, y sin embargo, es probable que digamos luego: "Sí, fue una noche estupenda y la música fue hermosa". Alternativa -o adicionalmente, pues todos estos modos de "escuchar" pueden ser ejercidos a la vez en un mismo evento- el foco de la atención y la fantasía puede hallarse en la atmósfera del decorado, especialmente cuando es distinto del de una sala de conciertos corriente: el esplendor de una iglesia o de un palacio rococó, la santidad y la resonancia de una catedral gótica; o la presencia de la naturaleza en presentaciones al aire libre. Tal vez se trate de las demás personas allí presentes: la persona a la que amamos, el grupo de amigos, o hasta el personaje famoso que está en la otra fila. Aproximándonos ahora a la presentación musical en sí, el oyente tal vez preste atención, en primer lugar, al ejecutante o ejecutantes. Ciertos individuos e incluso ciertos grupos llevan consigo un aura tan imponente que su propia presencia es la realidad que más se siente, con total independencia de la música. Las personas irán para oírlos (o en realidad para verlos y sentirlos) sin importarles lo que toquen o canten, sabiendo que la experiencia será intensa. En un plano levemente superior, tal vez, puede que sea la personalidad del compositor con lo que nos encontremos. Varios de los grandes compositores han llegado a ser figuras heroicas y ejemplares para nuestra cultura, siendo al mismo tiempo individuos a los que uno puede profesar un amor y un respeto profundos. Las personas se identifican especialmente con los que han tenido una vida de sufrimiento y la han trascendido en su música. No hay que ir muy lejos para hallar ejemplos de consunción, sordera, ceguera, pobreza, soledad, rechazo, locura, o preferencias sexuales que la sociedad proscribe. Pero en cada caso su música se eleva sobre todo lo demás como el Elixir curativo extraído de la noche oscura del alma. Otro grupo, no necesariamente aparte, pero sí más pequeño, está constituido por aquéllos cuyos logros creativos superan meramente los límites humanos, y fue a éstos a los que me referí anteriormente como a los "avataras" entre los compositores. Sólo cuando escuchamos la música concentrados y sin interrupciones -sin que nos importen las imágenes buenas o malas presentes- ingresamos en una fase comparable y complementaria con el tercer plano de la creatividad antes mencionado. Ésta es la clase de creatividad que procede solamente del ego y de la habilidad del compositor, y por ende sujeta a su propia estructura psicológica. Entonces, el oyente comparte la personalidad de aquél, para mejor o para peor, por medio de reacciones que vuelven a encuadrar en las tres divisiones principales: visceral, emocional, y mental, o en las de música del cuerpo, música del corazón, y música de la cabeza). La música del cuerpo es fuertemente rítmica y regular, por lo tanto se parece a la constitución física misma. Se la siente mejor participando realmente en el movimiento y el gesto, ya sea en la disciplina perfecta del ballet clásico, el ingrávido giro del vals o las orgiásticas contorsiones de la danza popular y salvaje. Incluso sin ello, el oyente pasivo experimentará alguna reacción. Por ejemplo, el ritmo obstinado y fuerte del rock 'n' roll eleva el ritmo de las pulsaciones y de la respiración, y quien lo escucha reacciona siguiendo esa cadencia con sus pies o con sus manos. De hecho, algunas personas reaccionan de este modo ante cualquier música o no reaccionan para nada. Pero en las formas más refinadas de la música del cuerpo, la respuesta no tiene lugar en el cuerpo físico sino en el cuerpo sutil; para ser preciso, en el linga sharira o cuerpo etéreo a través del cual los movimientos de la voluntad se transfieren al vehículo físico. Éste es el lugar propio de aquellos sentimientos empatéticos de levedad y gracia que uno experimenta en el ballet. Como vehículo sutil, es capaz de movimientos e impulsos que, en la persona que no está preparada, probablemente no se concretan en el nivel físico. Ese cuerpo baila con el bailarín, quien es diferente de las personas comunes y corrientes al haber logrado la unanimidad de ambos vehículos. La música del corazón se apodera de la persona a través de las emociones, que no tienen su asiento en los vehículos físico o etéreo (aunque puedan afectarlos) sino en el kama rupa o vehículo de las pasiones y los deseos. Substituye nuestras emociones de todos los días con anhelos que las reemplazan, y con penas y alegrías artificiales para las que ha sido siempre cultivado el arte. Puesto que éste es el centro de la mayoría de los sistemas de estética musical, y de la experiencia de la mayoría de la gente, casi no es necesario hablar de esto aquí. Sin embargo, es también importante considerar si las emociones que se generan son ennoblecedoras o degradantes. Si son felices o tristes es una cuestión incidental. Cuando actúa positivamente, la música del corazón ayuda a refinar nuestras propias emociones poniendo de manifiesto las de personas mejores que nosotros. Si exhibe las emociones de personas que son peores, entonces el hecho de que nos las muestren constantemente puede hacer que, en lugar de ello, nos parezcamos a ellas. La música de la cabeza se percibe en el kama manas, en la "mente inferior". En este caso, la música se transmuta en pensamientos, que suelen ser de naturaleza visual pero que distan mucho de las vanas fantasías antes descriptas. Éste es el coto exclusivo del músico experto, el connoisseur en el sentido de que es sabedor de lo que está sucediendo. La música puede experimentarse como si se extendiera en el espacio interior, con sus diferentes tonos y texturas separados como en una partitura. A menudo, la imagen de un teclado, o la sensación de nuestras manos en un instrumento, aparecen como una ayuda para su entendimiento. Las palabras también explican las armonías y las formas en el lenguaje del análisis musical. La emoción empatética es suplantada por el intelecto crítico (usando aquí el término intelecto en su sentido inferior, el más habitual): la facultad que ve, pesa y juzga al trabajo o al ejecutante. En este caso, los pensamientos conexos también tienen su lugar, que comprende la música en su contexto histórico o en relación con otras obras del compositor. Los musicólogos son, por lo general, más afectos a este plano de audición, y para algunos tipos de música es la única respuesta adecuada. Los compositores se han deleitado periódicamente en su capacidad técnica para plantear y resolver rompecabezas musicales. Desde luego, un compositor está haciendo esto todo el tiempo, hasta cierto punto, pero yo me refiero a los esfuerzos de los virtuosos, como por ejemplo, el rondó de Guillaume de Machaut Ma fin est mon commencement, en el que la segunda parte de la música es la primera parte interpretada en sentido inverso, o la tradición canónica que rige desde los compositores de la Holanda de fines del siglo XV hasta el Arte de la Fuga de J. S. Bach. Cuando el compositor nos regala abiertamente una obra sumamente ingeniosa, la reacción acertada es apreciarla como tal, lo cual significa considerarla íntegramente como aquél la creó. Lo mismo es de aplicación en las composiciones en serie de autores modernos que, evidentemente, son las que ocupan el primer lugar y más se raciocinan. En la década del 50 y en la del 60 era muy corriente que esos compositores explicaran cómo habían elaborado sus composiciones, usando mapas, diagramas y tablas, de modo que, a su vez, sólo podían raciocinarlas los pocos que tenían la paciencia para seguirlos (habitualmente, otros compositores que tenían similares intenciones). Esta actitud nació del descubrimiento de las intrincadas estructuras que gobiernan las obras de la Segunda Escuela Vienesa (Schoenberg, Berg, Webern). El deseo de descubrir estructuras secretas se remonta, por lo menos, hasta Albert Schweitzer, quien a principios de siglo reconoció los significados simbólicos incorporados en la música de J. S. Bach. La música de Schumann, según Eric Sams,14 contiene mensajes cifrados. Bartók y Debussy aparentemente usaron conscientemente la Sección Aurea o "Divina Proporción" (la razón matemáticaf, ó 1:1'618+), sin duda por razones filosóficas tanto como psicológicas.15 En otras disciplinas hay búsquedas paralelas de esquemas: numerológicos en la poesía (Dante, Spenser, etc.) y geométricos en la pintura y la arquitectura. El descubrimiento por John Michell16 de un Canon antiguo y universal de medida, de base cosmológica y aplicable a todas las actividades creadoras, pone de manifiesto la forma original y ejemplar de tal "Legitimidad". Pero nada sugiere que el uso adecuado de una catedral gótica o de un preludio de Debussy sea el medirlos. Como este último dijera, una vez que la obra está completa, puede tirarse el andamio. Escuchar con una combinación de reacciones corporales, emocionales y mentales puede ser una experiencia extremadamente rica y beneficiosa. Constituye la cima en la actitud de escuchar, perteneciente al "tercer grado", en la que el compositor recibe el cumplido de una atención total, aunque en ella las facultades superiores de quien escucha no estén todavía involucradas. Necesitamos otro modelo a medida que avanzamos hacia los modos de escuchar que se comparan con el segundo grado de inspiración, como ya lo definimos. Así como son mayoría los compositores que jamás conocen este grado de inspiración, de igual manera son mayoría los oyentes que jamás sospechan que exista. Antes de abordar la difícil tarea de tratar de explicar esto, me adelantaré a la pregunta del lector y le diré que no creo que haya forma alguna de escuchar que corresponda al primer grado de la inspiración creadora, ese grado extraordinario que he llamado avatárico, por la sencilla razón de que, por encima del segundo nivel, el "escuchar" como tal cesa, y la actividad que lo sustituye es de la naturaleza de la meditación mística o filosófica. Esto ya no necesita apoyo musical alguno, aunque como hemos visto en Escuchando las armonías secretas la música puede ser útil como preludio para ello. El nuevo modelo consiste en un refinamiento del esquema cuerpo-emoción-intelecto (o vísceras-corazón-cabeza). Se basa en tres de los centros sutiles del individuo, conocidos por todas las tradiciones esotéricas pero más corrientemente relacionado con el sistema hindú de los siete chakras. Los involucrados aquí, en orden ascendente, son: 1) el anahata chakra, vinculado con el corazón en el cuerpo físico y llamado a menudo el Centro Cardíaco; 2) el vishudda chakra, también conocido como el Centro Laríngeo; y 3) el ajna chakra, situado entre la zona interciliar y llamado el Tercer Ojo. Cuando escuchamos música -y debe ser música de un adecuado grado de inspiración- con nuestra consciencia enfocada deliberadamente en el Centro Cardíaco, podemos entrar en una octava más alta de la emoción, que supera la de la música corriente del corazón. Las que entonces sentimos ya no son las emociones humanas que la música del corazón representa sino las cualidades del sentimiento que subyacen en esa representación: el rostro que está detrás de la máscara. Estas son las cualidades cósmicas del sentimiento, que están más allá de la alegría y la pena: las experimentamos como dilatación y contracción, tensión y distensión en transformación constante, sin paralelo con los cinco sentidos externos pero que hallan un eco en los signos astrológicos del Zodíaco. En la música occidental son transportadas principalmente por la armonía, pero naturalmente esta dimensión de la experiencia no está ausente de formas inarmonizadas, como por ejemplo, el canto llano o la música oriental; está aquí presente como el centro tonal de gravedad, con el que todos los otros tonos se relacionan como sentimientos específicos. Aquí, como siempre, debe asumirse la convención de un lenguaje, y puesto que los lenguajes verbales difieren, no podemos esperar normalmente sentir una perfecta empatía con estilos musicales que nunca aprendimos. En consecuencia, el occidental debe prestar atención a la armonía. Aunque todos los grandes compositores han sido maestros de esta dimensión, algunos han tenido un genio especial para revelarla. Son compositores como Chopin y Wagner quienes, al mismo tiempo que dominan la más amplia gama armónica, pueden dar, aún a las progresiones más sencillas, un aspecto de profundo significado. Podríamos tomar como ejemplo los acordes con los que Wagner despierta a Brünnhilde en Siegfried, acto III, escena 3ª: mi menor, do mayor, mi menor, re menor. ¿Qué significan estos sencillos acordes? Tan pronto los analizamos o verbalizamos, se pierde la magia. Ni siquiera significan que Brünnhilde se está despertando: esa es una traducción de la música al lenguaje inferior del drama. A semejanza de la Columna de Cristal de la leyenda celta, ya mencionada anteriormente [ver Escuchando las armonías secretas, Cuadernos de la Gnosis Nº 6], encarnan su propio significado, y quien escucha al Corazón no tiene necesidad de explicaciones. El Centro Laríngeo (vishudda chakra) está tradicionalmente conectado con la creación artística y el uso de la voz, órgano creador primordial tanto de los seres divinos como de los humanos. Por eso no es sorprendente hallar su clave en la melodía. Si escuchamos mientras nuestra consciencia está situada en la garganta, la laringe puede en realidad reaccionar sin emitir sonidos como si estuviéramos cantando la melodía, tal como las dilataciones del anahata chakra pueden sentirse físicamente alrededor del corazón. Uno debería tratar de detener esta reacción natural porque tiende a exteriorizar la melodía en un espacio imaginario de notas altas y bajas, además de que es posible que nuestra reacción se deteriore hasta convertirse en un mero canturreo. Espaciar la melodía induce fácilmente a que se la observe, lo cual es característico de la música de la mente. Para evitar esto, la persona que escucha no debe observar la melodía sino más bien identificarse con ella como un hilo dorado que se devana a lo largo de toda la pieza y proporciona un vehículo para su viaje a través del tiempo. Asimismo, la melodía no debe ser representada de ninguna otra forma que no sea ella misma. Al escuchar de este modo, nos aproximamos muchísimo a la límpida fuente de la inspiración melódica que el compositor escuchó y de la que pudo abrevar. Se trata de una experiencia de la misma naturaleza que la del Tiempo. Finalmente, podemos situar nuestra atención en la zona interciliar, cerrando los ojos como se debe durante todos estos ejercicios, a menos que seamos adeptos de la meditación. Ahora estamos "mirando" nuevamente la música, pero en este nivel más elevado no hay nada de lo visual en ella. La visión del Tercer Ojo (ajna chakra) es más afín a la intuición. Es una concentrada atención en la que no hay selectividad, gracias a la cual podemos fusionarnos y llegar a identificarnos con la música misma. Entonces, el estado normal, el de la consciencia atada al ego, es suplantado por el estado de la música. Esta autoabsorción total en el sonido conduce a que se dé en nosotros el estado primordial del Universo, que, como Marius Schneider describiera elocuentemente, es de naturaleza musical y temporal, no visual ni espacial. Schneider escribe en muchos pasajes17 acerca de las fluidas Aguas primordiales cuyo murmurante o rugiente sonido es la primera cosa creada. Sólo después brilla una luz en la oscuridad subacuática (¡el Rheingold!), portadora de la primera dualidad: la distinción entre luz y oscuridad y, por analogía, entre el bien aparente y el mal aparente; y la primera creación en el espacio, la dimensión de los encuentros, separaciones, y conflictos inevitables. El estado de la música está, al menos potencialmente, más allá de estos, como lo está el de la persona que se ha asimilado a él. Según las palabras del antiguo Libro de los Ritos chino: Cuando uno ha dominado la música completamente, y regula el corazón y la mente como corresponde, entonces el corazón natural, correcto, gentil y honesto se desarrolla fácilmente, y con este desarrollo del corazón llega la alegría. Esta alegría prosigue hasta ser una sensación de reposo. Este reposo continúa durante mucho tiempo. Las personas que se hallan en este reposo constante llegan a ser una especie de Cielo. Similares al Cielo, su acción es parecida a la del espíritu. Similares al Cielo, se cree en ellos sin necesidad de palabras. Similares al espíritu, se los respeta con temor reverencial, sin ningún asomo de rabia. Esto es lo que ocurre cuando, mediante el dominio de la música, uno regula la mente y el corazón.18
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NOTAS | |
1 | Marcel Proust, Swann's Way, trad. C. K. Scott Moncrieff, Nueva York, Heritage Press, 1954, pp. 362 ss. |
2 | Ibid., pp. 363 ss. |
3 | Ibid., pp. 365 ss. |
4 | Camille Mauclair, La Religion de la musique et les héros de l'orchestre, París, Fischbacher, [1938], p. 114. |
5 | Ibid., p. 89. |
6 | Arthur M. Abell, Talks with Great Composers, N. York, Philosophical Library, [1955], pp. 13 ss. |
7 | Ibid., p. 86. |
8 | Ibid., p. 138. |
9 | Ibid., p. 122. |
10 | Ibid., p. 144. |
11 | Ibid., p. 162. |
12 | H. Hickmann and W. Stauder, Orientalische Musik, Leiden, Brill, 1970, p. 24. |
13 | Symposium, 210 d-e. |
14 | Ver referencias en The New Grove Dictionnary of Music and Musicians, ed. S. Sadie, Londres, Macmillan, 1980, bajo 'Sams, Eric'. |
15 | Ver Roy Howat, Debussy in Proportion, a Musical Analysis, Cambridge, Univ. Press, 1983. |
16 | John Michell, Ancient Metrology, Brístol, Pentacle Books, 1981. |
17 | Ver especialmente su ensayo en Joscelyn Godwin, ed., Cosmic Music: Three Musical Keys to the Interpretation of Reality, trad. M. Radkai, West Stockbridge, Mass., Lindisfarne Press, 1987. |
18 | Li Chi, XVII, III, 23. (The Lî Kî or Book of Rites, trad. James Legge, Sacred Books of the East, vol. 28, Oxford, Clarendon Press, 1885). |
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