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La historia de la
vida del Buddha es bien conocida y sólo necesita resumirse brevemente;
su duración de ochenta años cubre la mayor parte del siglo
quinto a. C., pero las fechas exactas de su nacimiento y de su muerte son
inciertas. El príncipe Siddhattha, el único hijo del rey
Suddhodana del clan Sākiya y de su reina Mahā
Māyā, nació en Kapilavatthu, la ciudad
capital de Kosala, un distrito que se extiende desde el sur del Nepal al
Ganges. Al decir «rey» (rājā)
no debe olvidarse que la mayoría de los «reinos» del
Valle del Ganges en esta época eran realmente repúblicas
sobre las que presidían los «reyes»; el procedimiento
seguido en los claustros monásticos budistas corresponde al de las
asambleas republicanas y al de los gremios de oficios y consejos del pueblo.
Hasta el Gran Despertar Siddhattha es todavía un Bodhisatta, aunque éste es el último de los incontables nacimientos en los cuales él había desarrollado ya esas virtudes y conocimientos supremos que conducen a la perfección. En tanto que un Buddha, al «Despierto» se le llama a veces por su nombre familiar de Gotama o Gautama, y esto sirve para distinguirle de los otros siete (o veinticuatro) Buddhas anteriores, Buddhas de quienes él era, más verdaderamente, el descendiente lineal. Muchos de los epítetos del Buddha le conectan con el Sol o el Fuego, e implican su divinidad: él es, por ejemplo, «El Ojo en el Mundo», su nombre es «Verdad», y entre los sinónimos más característicos de Buddha (el «Despierto») están las expresiones de «Brahma-devenido» y «Dhamma-devenido». Muchos de los detalles de su vida son reflejos directos de mitos más antiguos. Estas consideraciones suscitan la pregunta de si la «vida» del «Conquistador de la Muerte» y «Maestro de Dioses y de hombres», que dice que nació y fue criado en el mundo de Brahma, y que descendió del cielo para tomar nacimiento en la matriz de Mahā Māyā, puede considerarse como histórica o simplemente como un mito en el que se han evemerizado más o menos plausiblemente la naturaleza y los actos de las deidades védicas Agni e Indra. No hay registros coetáneos, pero es cierto que en el siglo tercero a. C. se creía que el Buddha había vivido como un hombre entre los hombres. No nos proponemos examinar aquí el problema, y, aunque el escritor de esto está inclinado a la interpretación mítica, se harán referencias al Buddha como si se tratara de una persona histórica. El Príncipe Siddhattha fue criado en el lujo en la corte en Kapilavatthu y mantenido en total ignorancia de la vejez, la enfermedad y la muerte a las que todos los seres mundanos están naturalmente sujetos. Fue casado con su prima Yasodā, y tuvo con ella un solo hijo, Rāhula. Poco después del nacimiento de Rāhula los Dioses comprendieron que había llegado el tiempo de que Siddhattha «saliera» y emprendiera la misión para la que se había preparado en muchos nacimientos previos, misión que por el momento había olvidado. Se habían dado órdenes de que siempre que cabalgara por la ciudad desde el palacio hasta el parque del placer, ningún enfermo o anciano y ninguna procesión funeral podrían aparecer en público. Así lo había propuesto el hombre, pero los Dioses, asumiendo las formas de un hombre enfermo, de un hombre viejo, de un cadáver y de un Mendicante religioso (bhikkhu), aparecieron. Cuando Siddhattha vio a éstos, para él visiones extrañas, y supo por su cochero, Channa, que todos los hombres están sujetos a la enfermedad, a la vejez y a la muerte, y que solamente el Mendicante religioso se alza por encima a la aflicción que el sufrimiento y la muerte ocasionan a los demás, se conmovió profundamente. Al instante resolvió buscar y encontrar un remedio para la mortalidad que es inherente a todas las cosas compuestas, a todo lo que ha tenido un comienzo y que, por consiguiente, debe tener un final. Resolvió, en otras palabras, descubrir el secreto de la inmortalidad, y darlo a conocer al mundo. De vuelta a casa, informó a su padre de esta determinación. Como no pudo ser disuadido, el rey puso guardias en todas las puertas del palacio, y se propuso mantener a su hijo y heredero en casa por la fuerza. Pero por la noche, después de dirigir una última mirada a su esposa e hijo que dormían, llamó a su cochero y, montando su caballo Kanthaka, llegó a las puertas, las cuales fueron abiertas silenciosamente para él por los Dioses, y de esta manera se alejó. Esta fue la «Gran Salida». En la profundidad de los bosques el príncipe cortó su turbante real y su largo cabello, inapropiados para un Mendicante religioso, y despidió a su cochero. Allí se encontró con eremitas brahmanes, bajo cuya guía llevó la vida de un contemplativo. Entonces, dejándolos, se dedicó él solo al «Gran Esfuerzo»; al mismo tiempo una compañía de cinco Mendicantes devinieron sus discípulos, y le sirvieron, en la expectativa de que devendría un Buddha. A este fin practicaba ahora severísimas mortificaciones, y se llevó hasta el borde mismo de la muerte por hambre. Sin embargo, comprendiendo que la consecuente debilidad de sus poderes corporales y mentales no le llevaría al Despertar (bodhi) por cuya causa había abandonado la vida mundanal, tomó de nuevo su cuenco y mendigó su alimento en villorrios y poblados como otros Mendicantes. Ante esto, los cinco discípulos le abandonaron. Pero el tiempo de su Despertar había llegado, y de sus sueños el Boddhisatta sacó la conclusión, «Este mismo día devendré un Buddha». Comió alimento en cuyo interior los Dioses habían infundido ambrosía, y descansó durante el día. Cuando llegó la noche, se acercó al árbol Bodhi, y allí, en el centro de la Tierra, con su rostro vuelto hacia el Este, ocupó su sede, donde todos los Buddhas anteriores se habían sentado en el tiempo de su Iluminación; inmóvil, determinó permanecer así hasta que hubiera realizado su propósito. Entonces Māra (la Muerte) —el antiguo Ahi-Vṛtra-Namuci (el «Retentor») védico, vencido en el pasado por Agni-Bṛhaspati e Indra, pero nunca realmente matado— percibiendo que «el Bodhisatta quiere liberarse de mi dominio», no quería dejarle partir, y condujo a sus ejércitos contra él. Los Dioses estaban aterrorizados y huyeron presos de alarma; el Bodhisatta se sentó allí solo, únicamente con sus propias virtudes trascendentes como cuerpo de guardia. El asalto de Māra con armas de trueno y de rayo, de obscuridad, de inundación, y de fuego, y con todas las tentaciones representadas por las tres bellas hijas de Māra mismo, dejó al Bodhisatta literalmente inafectado e inmutable. Māra, incapaz de recuperar el trono que había reclamado, sólo pudo retirarse. Los Dioses regresaron, y celebraron la victoria del príncipe; y así cayó la noche. Entrando en estados de contemplación cada vez más profundos el Bodhisatta obtuvo sucesivamente el conocimiento de los Anteriores Nacimientos, el Conocimiento Divino, la Comprensión de la Originación Causal, y finalmente, en la aurora, la Plena Iluminación o el «Despertar» (sammā-sambodhi) que había estado buscando, y así, cesando de ser un Bodhisatta, devino un Buddha, el «Despierto». Un Buddha ya no está en una categoría, sino que es inconnumerable; ya no es «este hombre, fulano», ya no es alguien, sino uno cuyo nombre propio sería vano preguntar, y a quien sólo son apropiados epítetos tales como arahant («Digno»), Tathāgata («Verdadero-venido»), Bhagavā («Dispensador»), Mahāpurisa («Gran Ciudadano»), Saccanāma («Aquel cuyo nombre es la Verdad») y Anoma («Insondable»), ninguno de los cuales es la designación de un individuo. Son particularmente destacables los sinónimos explícitos «Dhamma-devenido» y «Brahma-devenido»; pues el Buddha se identifica expresamente con la Ley Eterna (dhamma) que él incorpora, y la expresión «Brahma-devenido» debe tomarse como implicando una teosis absoluta, aunque solo sea porque el Buddha ya había sido un Brahmā y un Mahā Brahmā en nacimientos anteriores, y porque, en todo caso, la gnosis de un Brahmā es inferior a la de un Buddha. Aquí y ahora, en el mundo, el Buddha había alcanzado esa Libertad (vimutti), esa Despiración (nibbāna = nirvāṇa), y esa Inmortalidad (amatam), cuya Vía hacia la cual proclamaría en adelante a todos los hombres. Pero ahora vacilaba, sabiendo que la Ley Eterna, cuyo portador había devenido, y con la cual se había identificado, sería verdaderamente difícil de comprender para los hombres de una inclinación diferente y para los hombres mundanales; estuvo tentado de permanecer un Buddha Solitario, saboreando para sí mismo los frutos ganados tan duramente de esta antiquísima gesta cuya meta había sido alcanzada al fin. Si hemos de formarnos una concepción del Nibbāna budista, será casi indispensable que comprendamos la cualidad de esta «saboreación»; era «la suprema beatitud del que había desechado la noción de "yo soy"»; del que «se había negado a sí mismo» en grado máximo, y del que así había «depuesto su fardo». Sin embargo, esta era la tentación última y más sutil de Māra, a saber, que sería una locura abandonar esta felicidad ganada tan duramente y retornar a la vida ordinaria para predicar una Vía a los hombres que ni escucharían ni comprenderían. Pero ante la vacilación del Buddha los Dioses se desesperaban; y el más alto de ellos, Brahmā Sahampati, apareció ante él, lamentándose de que «¡El mundo está perdido!» y aduciendo que había en el mundo al menos algunas gentes de visión comparativamente clara que escucharían y comprenderían su enseñanza. Por amor de ellos el Buddha consintió, anunciando que «las Puertas de la Inmortalidad están abiertas». Acordemente, decidió pasar los cuarenta y cinco años restantes de su vida natural «Girando la Rueda de la Ley», es decir, en la predicación de la Verdad liberadora y de la Vía que debe seguirse si se ha de alcanzar el propósito y el significado último de la vida («el fin último del hombre»). El Buddha fue primero al Parque del Ciervo de Benarés, a los cinco que habían sido sus primeros seguidores. Les predicó la doctrina de la Vía Media entre los dos extremos de la auto-indulgencia y de la auto-mortificación; la de la sujeción al sufrimiento que está en todos los seres nacidos, cuya causa —el deseo apetitivo (basado en la ignorancia de la verdadera naturaleza de todas las cosas deseables)— debe ser erradicada si ha de curarse el síntoma; y la del «Caminar con Brahma» que conduce al fin de la aflicción. Finalmente, les enseñó la doctrina de la liberación resultante de la plena comprehensión y experiencia de la proposición de que de todos y cada uno de los elementos constituyentes de la individualidad psico-física mutable, que los hombres llaman yo o mí mismo, debe decirse, «eso no es mi Sí mismo» (na me so attā) —una proposición que, a pesar de la lógica de las palabras, muy a menudo se ha tomado erradamente como significando que «no hay ningún Sí mismo». Los cinco Mendicantes obtuvieron la Iluminación, y ahora había seis arahants en el mundo. Cuando el número de arahants, «liberados de todos los lazos, humanos y divinos», hubo alcanzado a sesenta y uno, el Buddha les envió a predicar la «Ley Eterna» y el «Caminar con Brahma», y les facultó para recibir y ordenar a otros; así vino a la existencia la congregación (saṅgha) u orden de Mendicantes budista, compuesta de hombres que habían abandonado2 la vida del hogar y que habían «tomado refugio en el Buddha, en la Ley Eterna, y en la Comunidad». En su camino de Benarés a Uruvelā el Buddha se encontró con una partida de hombres jóvenes de excursión con sus esposas. Uno de ellos, que no estaba casado, había traído con él a su dama; pero ella había huido con algunas de las pertenencias de los jóvenes. Todos ellos estaban buscándola, y preguntaron al Buddha si la había visto. El Buddha respondió: «¿Qué pensáis vosotros? ¿No sería mejor que, en vez de a la mujer, buscarais el Sí mismo (attanaṁ gaveseyyātha)?» (Vinaya-Piṭaka 1.23, cf. Visuddhimagga 393). Esta respuesta, aceptada por los jóvenes, que subsecuentemente devinieron discípulos del maestro, es de la máxima significación para nuestra comprensión de la doctrina budista de la negación de sí mismo. Encontramos así al Maestro en quien se ha llevado a cabo el trabajo de anonadación de sí mismo, recomendando a otros que busquen al Sí mismo —una contradicción aparente que sólo puede resolverse si distinguimos claramente entre los «sí mismos» implicados— uno que ha de anonadarse, el otro que ha de cultivarse. En Uruvelā el Buddha residió por algún tiempo en la ermita de una escuela de adoradores del fuego brahmánicos, y llevó a cabo dos milagros notables: en el primero venció y domó a la furiosa Serpiente (ahi-nāga) que vivía en su templo del fuego; y en el segundo, cuando los brahmanes no podían partir su leña ni encender sus fuegos, hizo estas cosas con sus poderes supranormales (iddhi). El resultado final fue que el maestro brahman Kassapa y todos sus quinientos seguidores decidieron «Caminar con Brahma» bajo el Buddha, y fueron recibidos por él dentro de la Orden. El Buddha entonces prosiguió a Gayāsīsa, acompañado por todos aquellos que, hasta el número de un millar, habían devenido ahora sus discípulos. Allí predicó el famoso «Sermón del Fuego». Toda sensación, todo lo que es sensible (por ejemplo, la lengua y sus sabores, la mente y sus pensamientos), está en llamas —el fuego del apetito, del resentimiento, y del engaño (rāgo, doso,moho), del nacimiento, del envejecimiento, de la muerte, y de la aflicción. Este sermón es de particular importancia para la comprensión del Nibbāna («Despiración») en su sentido primario, a saber, el de la «extinción» de estos fuegos, los cuales —junto con la individualidad empírica (atta-sambhava) cuyo «devenir» (bhava) es estos fuegos— cesan de «tirar» cuando se retira su combustible. Es también de especial interés debido a su estrechísima correspondencia con Santiago III.6 donde «la lengua es un fuego… y pone en llamas la rueda del devenir» (), de la misma manera que, en el contexto budista, «la lengua está en llamas» (jivhā ādittā) y la «vida» es la «rueda del devenir» (bhava-cakka). En el contexto del Nuevo Testamento las fórmulas son más probablemente de origen órfico que budista, pero puede haber fuentes comunes más antiguas en el fondo de ambas formulaciones. El Buddha fue seguidamente a Rājagaha,
donde predicó al Rey Bimbisāra de Magadha
y a una asamblea de brahmanes y de hogareños, llamando primero a
Kassapa de Uruvelā a explicar porqué
había abandonado sus fuegos rituales. Una vez que Kassapa hubo dado
testimonio, el Buddha predicó, y toda la compañía
obtuvo el «Ojo para la Ley Eterna», es decir, comprendieron
que «todo lo que ha tenido un comienzo debe también tener
un final». No debe olvidarse nunca que esta fórmula aparentemente
simple, más familiar en la forma,
es efectivamente un epítome válido de la doctrina del Buddha y un medio suficiente (si uno está dispuesto a actuar acordemente a todo lo que ello implica) para el alcance de la Inmortalidad y la finalización de la toda aflicción. Su aplicación primaria es, por supuesto, a la comprensión y erradicación de las causas del «devenir» de todos los males mortales de los que es heredera la «individualidad» pasible: la extinción del apetito, del resentimiento y del engaño, y la consecuente detención del «devenir», son una y la misma cosa que la Despiración y la Inmortalidad, la Felicidad última (Saṃyutta-Nikāya 2.117, 4.251, 5.8; Suttanipata 1095). En el curso de sus peregrinaciones, el Buddha regresó a Kapilavatthu, su lugar de nacimiento; y acompañado por una hueste de arahants Mendicantes mendigó su alimento en las calles, donde fue visto desde las ventanas del palacio por la madre de Rāhula. Ante las protestas de su padre, el Buddha respondió que ésta había sido la regla de todos los Buddhas pasados. Suddhodana devino un discípulo seglar, y en su lecho de muerte devino un arahant, sin haber abandonado nunca la vida de hogareño. Mientras tanto el Buddha, acompañado por sus dos discípulos principales, Sāriputta y Moggallāna, y dando su cuenco de mendicante al rey para que lo llevara, visitó a la madre de Rāhula. Ella vino a él y juntó sus tobillos y puso su cabeza sobre los pies de él; y el rey le dijo que cuando ella hubo oído que su marido había tomado la túnica amarilla, ella también se vistió la túnica amarilla, y que comía sólo una vez al día y que seguía todas las reglas de vida del Buddha. La madre de Rāhula envió a su hijo a su padre, diciéndole que le pidiera su herencia, puesto que ahora era el heredero del trono. Pero el Buddha, volviéndose a Sariputta, dijo «Dale la ordenación monástica», y Sariputta así lo hizo. Rāhula recibió así una herencia espiritual. Pero Suddhodana estaba profundamente herido, y dijo al Buddha, «Cuando tú abandonaste la vida mundanal, ello fue una amarga pena, y así es también ahora que Rāhula ha hecho lo mismo. El amor de un hijo corta dentro de la propia piel de uno hasta la misma médula. Ruego que se conceda que en el futuro un niño no pueda ser ordenado sin el consentimiento de su padre y de su madre». A lo cual el Buddha consintió. Entre tanto, el príncipe mercader Anātha Piṇḍika había devenido un discípulo seglar del Buddha, y, habiendo comprado a gran precio el Parque de Jetavana en Sāvatthi construyó allí un magnífico monasterio, invitó al Buddha a establecer su residencia allí, y el Buddha así lo hizo, haciendo de éste su casa central para el resto de su vida. El Jetavana, ciertamente, es un «lugar nunca abandonado por ninguno de los Buddhas» (Comentario sobre Dīgha 424; Bndv. 298); y, naturalmente, el «Pabellón Fragante» (gandha-kuṭi), en el que el Buddha residió allí, devino el arquetipo de los templos Buddhistas posteriores en los cuales al Buddha se le representa por un icono. El Buddha no estaba siempre en la residencia efectiva; ésta era simplemente su casa permanente, y es en relación con esto como surge por primera vez la cuestión de una iconografía. Pues se formula la pregunta (en el Kālingabhodi Jātaka), de por cuál tipo de símbolo o de santuario (cetiya) puede representarse propiamente al Buddha, de manera que puedan hacérsele ofrendas en su ausencia. Su respuesta es que el Buddha sólo puede ser representado propiamente durante su vida por un Gran Árbol de Sabiduría (mahā-bodhi-rukka), y después de su muerte por las reliquias corporales; desaprueba el uso de iconos «indicativos», es decir, antropomórficos, llamándolos infundados e imaginativos. De hecho, es el caso que en el arte budista «primitivo» al Buddha se le representa solo «anicónicamente» por sus «rastros» (dhātu) evidentes, es decir, bien por un árbol Boddhi, por un «Pabellón Fragante», por una «Rueda de la Ley» (dhamma-cakka), por las Huellas (pada-vala–ja), o por un Túmulo relicario (thèpa), y nunca por una «semejanza» (paṭimā). Por otra parte, cuando, probablemente a comienzos del siglo primero d. C., el Buddha fue representado en la forma humana, es significativo que en su aspecto más típico la imagen no es realmente la semejanza de un hombre, sino que refleja el antiguo concepto del «Gran Ciudadano» (mahā-purisa) o Persona u Hombre Cósmico, y repite muy directamente el tipo establecido de la imagen de un Yakkha —Agathos Daimon, o Genio Tutelar. Esto concuerda con el hecho de que el Buddha es, él mismo, «el Yakkha a quien se debe el sacrificio», con la doctrina de la «Pureza del Yakkha», y con todo el trasfondo del culto pre-budista sākyano, licchavi y vajjiano de los Yakkhas, cuyo servicio ancestral el Buddha mismo había aconsejado a los vajjianos que no lo abandonaran nunca. Cuando era un Bodhisatta, una vez había sido tomado erradamente por el espíritu del árbol bajo el cual estaba sentado; y de la misma manera que el Buddha era representado en el Jetavana y en el arte budista primitivo por un árbol-santuario (rukkha-cetiya), así también eran representados los Yakkhas, en cuyos «templos» el Buddha amaba tanto permanecer cuando estaba de viaje. Todas estas consideraciones sólo son plenamente significativas cuando tenemos presente que el Yaksa (Yakkha) de los Vedas y Upanishads había sido originalmente una designación a la vez de Brahma como el principio de la vida en el Árbol de la Vida y del Sí mismo inmortal que habita esta «ciudad de Brahma» (brahma-pura) humana, de la que el Hombre, como «ciudadano», toma su nombre de Purusa; y que los epítetos de «Despierto» (buddho) y de «Brahma-devenido» (brahma-bhèto) son sinónimos reconocidos de Él que es llamado también el «Gran Ciudadano» (mahā-purisa), y a quien, al menos una vez explícitamente y a menudo implícitamente, se le iguala con el Sí mismo universal (Dīgha-Nikāya 3.84, passim). Por este tiempo el número de los discípulos había crecido enormemente, y había llegado a constar de varios cuerpos de Mendicantes (Bhikkhu) o Exilados (Pabbajita), no siempre «errantes» ya, sino a menudo residentes en monasterios que habían sido regalados a la comunidad por adherentes seglares ricos. Ya en el tiempo de vida del Buddha habían surgido cuestiones de disciplina, y las decisiones del Buddha sobre estos puntos son la base de la Regla (vinaya) —en lo que concierne a la residencia, vestido, alimento, conducta, actividades, admisión y expulsión— bajo la que vivían los Mendicantes. En la comunidad (saṅgha) como un todo tenía que encontrarse un número relativamente pequeño de maestros graduados (asekho) y un número mucho más grande de discípulos no graduados (sekho). Esta distinción es especialmente notoria en el caso del gran discípuloĀnanda, el propio primo carnal del Buddha, que devino un Mendicante en Kapilavatthu, en el segundo año de la predicación del Buddha, y que después de veinte años fue elegido para ser el asistente y confidente, mensajero y representante personal del Buddha y que, sin embargo, no fue apto para el «graduado» hasta algún tiempo después del deceso del Maestro. Ānanda fue el responsable de la admisión de las mujeres a la Orden Mendicante. Se nos cuenta que Mahā Pajāpati, la segunda esposa de Suddhodana, y la madre de leche del Bodhisatta después de la temprana dormición de Mahā Māyā, pidió la admisión en la Orden, pero para su gran aflicción le fue rehusada. Ella cortó su cabello, asumió la túnica naranja de un Mendicante, y junto con un séquito de otras mujeres sākyas buscó nuevamente al Buddha; todas estas mujeres, agotadas por el viaje y cubiertas de polvo, llegaron y esperaron a la puerta de su residencia en Vesālī. Ānanda se conmovió profundamente, y presentó su caso al Maestro, quien repitió por tres veces su negativa. Entonces Ānanda encaró el problema desde otro ángulo; preguntó, «¿Son mujeres, si abandonan la vida de hogar y viven acordemente a la doctrina y disciplina enseñada por el Encontrador de la Verdad, capaces de realizar los frutos de "entrar en la corriente", de devenir un "una sola vez retornador", o un "no retornador", o el estado de ser arahant?». El Buddha no pudo negarlo; y aceptó que hubiera una Orden de Bhikkunīs, junto a la de los Bhikkhus. Pero agregó que si las mujeres no hubieran sido admitidas a la Orden y a la práctica del Caminar con Brahma, la Verdadera Ley (saddhamma) habría permanecido un millar de años, mientras que ahora permanecería firme sólo quinientos. En su octogésimo año el Buddha cayó enfermo, y aunque se recuperó temporalmente sabía que su fin estaba cerca. Dijo a Ānanda, «Ahora soy viejo, mi viaje está cerca de su fin, voy a pasar de los ochenta años de edad; y de la misma manera que un carro gastado, Ānanda, puede ser mantenido en uso sólo con la ayuda de correas, así, pienso, el cuerpo del Encontrador de la Verdad puede ser mantenido en uso sólo con medicamentos». Ānanda quiso saber qué instrucciones dejaba el Buddha a los Mendicantes; el Buddha respondió que si alguien pensaba que la comunidad dependía de él, era incumbencia de él dar instrucciones, —«¿Por qué debería yo dejar instrucciones concernientes a la comunidad?». El encontrador de la Verdad había predicado la Ley plenamente, sin omitir nada, y todo lo que se necesitaba era practicar, contemplar y propagar la Verdad, tomados de piedad por el mundo y por el bienestar de los hombres y de los Dioses. Los Mendicantes no tenían que apoyarse sobre ningún soporte externo, sino hacer «del Sí mismo (attā) su refugio, de la Ley Eterna su refugio» —y así, «yo os dejo, yo parto, habiendo hecho del Sí mismo mi refugio» (Dīgha-Nikāya 12.120). Fue en Kusinārā, en la arboleda de Sāla del Mallas, donde el Buddha se tumbó para morir, asumiendo el «reposo del león». Una gran hueste de seglares, de mendicantes y de dioses de todos los rangos rodeaban el lecho, sobre el que Ānanda se mantenía vigilante. El Buddha le dio instrucciones concernientes a la cremación del cuerpo y a la erección de un túmulo (thèpa, dhātu-gabbha) para contener los huesos y las cenizas. A la visión de tales túmulos, erigidos para los Buddhas, para otros arahants, o para un Rey de reyes, muchas gentes se calmarían y serían felices, y eso llevaría a su resurrección en un cielo porvenir. Ānanda lloraba ante el pensamiento de no ser todavía un graduado. El Buddha le aseguró que había hecho el bien y que pronto estaría «libre de los flujos», es decir, que devendría un arahant; y encomendó a Ānanda a la compañía de los Mendicantes, comparándole a un Rey de reyes. «Todas las cosas compuestas son corruptibles; trabajad
en sobriedad vuestra meta»; éstas fueron las últimas
palabras del encontrador de la Verdad. Entrando a voluntad en cada uno
de los cuatro «estados» contemplativos más altos, emergió
del cuarto, y en adelante fue completamente despirado.3 La muerte del encontrador de la Verdad fue anunciada por Brahmā,
que comprendió que la muerte de todos los seres, incluso la del
Gran Maestro, es inevitable. Estas palabras bien conocidas fueron repetidas
por Indra:
Anuruddha, un arahant, pronunció un breve eulogio en el que señaló que «no hubo ninguna lucha palpitante para ese corazón firme, cuando el Sabio, el inmutable, encontró la paz». Ānanda fue profundamente conmovido; sólo los Mendicantes más jóvenes lloraron y rodaron sobre el suelo en su aflicción, clamando que «Muy pronto ha partido el Ojo en el Mundo ». Por esto fueron recriminados por los Mendicantes más viejos, quienes les recordaron que
El cuerpo fue cremado, y las reliquias, habiendo sido divididas en ocho partes, se distribuyeron a los miembros de los clanes, que erigieron ocho monumentos para contenerlas. Así, el Buddha, que mientras era visible para los ojos humanos, había poseído, pero no podía ser identificado, con todos o con ninguno de los cinco factores de la personalidad (Saṃyutta Nikāya 3.112), «quemó la vestidura de la sí-mismidad» (Anguttara Nikāya 4.312; cf. Vinaya Piṭaka 1.6). Desde hacía mucho tiempo había sido un Inmortal (Majjhima Nikāya 1.172; Vinaya Piṭaka 1.9; Itivuttaka 46, 62), innacido, inenvejeciente, impereciente (Comentario sobre Khuddakapātha 180; Comentario sobre Dhammapada 1.228). «El cuerpo envejece, pero la Verdadera Ley no envejece» (Saṃyutta Nikāya 1.71). «El cuerpo muere, el Nombre sobrevive» (Saṃyutta Nikāya 1.43, cf. Ṛg Veda 6.18, 7; Bṛhadaraṇyaka Upaniṣad 3.2, 12). «Su Nombre es la Verdad» (Anguttara Nikāya 3.346, 4.289). «La Verdad es la Ley Eterna» (Saṃyutta Nikāya 1.169); e incluso ahora puede decirse que «el que ve la Ley Le ve [a él] (Saṃyutta Nikāya 3.120; Milindapa–ha 73), por quien las Puertas de la Inmortalidad fueron abiertas» (Majjhima Nikāya 1.167; Vinaya Piṭaka 1.7). Traducción: Pedro Rodea |
NOTAS | |
* | Publicado por primera vez como Introducción a The Living Thoughts of Gotama the Buddha, The Living Thougths Library, Cassell: Londres, 1948. |
1 | Todas las referencias a las obras pali son a las ediciones de la Pali Text Society, excepto en los casos de los Vinaya y de los Jātaka, cuyas ediciones romanizadas fueron publicadas por Williams and Norgate, 1879-1883, y por Trübner & Co. (y Kegan Paul, Trench, Trübner & Co. Ltd.), 1877-1897, respectivamente. |
2 | Este abandono es literalmente una entrada en exilio (pabbajjā): pues el punto de vista budista, como el del Maestro Eckhart, es que esas pobres almas que se establecen en casa y que sirven a Dios allí, están erradas, «y nunca tendrán el poder de afanarse ni de ganar lo que esas otras que siguen a Cristo en la pobreza y el exilio». |
3 | Parinibbāyati; aquí en el sentido de «muerto», aunque no se usa a menudo en este contexto físico. |
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