SYMBOLOS
Revista internacional de 
Arte - Cultura - Gnosis
GLOSA SOBRE EL SIMBOLISMO PRECOLOMBINO *
ROSA Mª QUILEZ DOMINGUEZ
Esquema:
I. Introducción
    I.I: La ciencia simbólica
    I.II: El mundo precolombino
    I.III: Diferencias fundamentales entre el modo de pensamiento tradicional y el modo de pensamiento actual
      I.III.I: Respecto al símbolo y lo sagrado
      I.III.II: Respecto al conocimiento: La iniciación
      I.III.III: Respecto al arte y la ciencia
      I.III.IV: La incomprensión de las culturas precolombinas
II. El simbolismo precolombino
    II.I: Cosmogonía y teogonía
    II.II: El centro y el eje
    II.III: El hombre y la cultura
    II.IV: La dualidad: Energías descendentes y ascendentes
    II.IV: La dualidad: Energías descendentes y ascendentes
    II.V: Algunos símbolos fundamentales
      II.V.I: Símbolos numéricos y geométricos
      II.V.II: Simbolismo constructivo
      II.V.III: Plantas y animales sagrados
      II.V.IV: El sentido del tiempo y los calendarios mesoamericanos
III. Reflexiones finales
       

I. INTRODUCCION

La obra de Federico González sobre el Simbolismo Precolombino es, sobre todo y ante todo, una obra sobre Simbología, ya que el autor estudia el tema y nos lo presenta desde el punto de vista de la Ciencia Simbólica, preservándonos así del formato mental propio de este momento que nos ha tocado vivir, el cual actúa sobre nuestra manera de pensar y de concebir intelectualmente como un filtro que impide la comprensión de todo aquello que no encaje en su horma, sobre lo cual ejerce presión para deformarlo o eliminarlo, a fin de que ese molde en sí mismo prevalezca sin ser cuestionado.

Y esto es, en verdad, lo que celebramos, sumándonos así al espíritu festivo y de profundo gozo de este número de la revista SYMBOLOS: que un cuerpo simbólico, como el de las culturas precolombinas sea visto por el intelecto de un científico de la simbólica, quien nos va a guiar en su estudio y comprensión, remarcando lo esencial, poniéndonos en el ángulo adecuado para distinguir los matices significativos, enseñándonos a establecer las relaciones necesarias para aprehender el mensaje de estas culturas, mientras nos instruye sobre los fundamentos de esta ciencia y su aplicación práctica en nuestra personalísima relación con los símbolos.

Trabajar sobre la obra de Federico González nos permite el placer del verdadero descubrimiento, descubrimiento de la unidad y el origen común, de la auténtica naturaleza del hombre y del cosmos. Es inútil querer decir lo mismo con otras palabras, porque el autor domina el arte de la Gramática, la Lógica y la Retórica, razón por la cual la que suscribe se ha centrado en entresacar del texto original* frases y párrafos que, hilvanados de nuevo, se entretejen con un diseño reducido, un "resumen", reconociendo de antemano que nada de aquel texto original sobra o carece de importancia. Por el contrario, afirmamos que EL SIMBOLISMO PRECOLOMBINO de Federico González constituye una lección magistral de simbólica, verdadera obra de referencia en esta materia y guía fiel de todo aquel que quiera conocer la naturaleza del símbolo y, por lo tanto, su propia naturaleza.

I. I. La ciencia simbólica
La Simbología estudia los símbolos de las distintas culturas y civilizaciones, comparándolos entre sí, destacando y remarcando sus coincidencias, como medio para comprender cualquier símbolo en particular. Nos enseña a mirarlos y a leer su lenguaje, a recibir el mensaje que encarnan, a tomar conciencia de la unidad que se expresa en ellos y en la propia naturaleza, en la que todo está enlazado expresando en ideas análogas la idea creadora original. Nos enseña a reconocer en la reiteración rítmica de los ciclos las leyes de la alternancia de la bipolaridad, aspir-expir original que signa la obra creada.

La Simbología afirma que todas las civilizaciones tienen un origen común, la Tradición Unánime, atemporal e inespacial y de origen no humano, de la que derivan, como ramas de un tronco común. De este origen mítico provienen todas sus manifestaciones culturales, la fundación de sus ciudades (si son sedentarios) y el nombre de sus habitantes, respondiendo así a una idea arquetípica de la que derivan los modelos culturales, religiosos, políticos y sociales, los usos y las costumbres. Este origen común explica las asombrosas similitudes que las diferentes culturas y religiones presentan, las cuales, lejos de ser casuales, están evidenciando una Cosmogonía arquetípica, un modelo del universo, que aparece de modo unánime, revestido de diferentes ropajes según el tiempo y lugar. Las similitudes de las distintas tradiciones en cuanto a su cosmogonía y ontología manifiestan una única realidad universal intuida (revelada) por todos los hombres de todos los lugares y tiempos, la cual manifiesta la verdadera naturaleza del ser humano y del cosmos.

Por ello, las culturas precolombinas, su estudio y comprensión, pueden servirnos a cualquiera, en cualquier momento, como vehículo para aprehender y conocer esta Tradición Unánime universal, o, lo que es lo mismo, la Cosmogonía arquetípica, y esto no como un fin en sí mismo, lo cual sería tratar a esta ciencia como un objeto de consumo más, sino para, comprendiendo el acto creador (Cosmogonía), comprender al Ser (Ontología) y desde Él, si los dioses lo permiten, acceder al No Ser (Metafísica).

La Simbología difiere esencialmente de la historia, incluso de la historia de las religiones, ya que la Simbología estudia el símbolo (el mito y el rito) no como un elemento más del devenir que cumple una función significativa en un espacio y un tiempo, sino como aquel elemento que siempre, en cualquier momento y lugar y por lo tanto aquí y ahora, cumple una función mediadora entre este plano sensible en el que se manifiesta y la idea arquetípica que lo ha generado y de la cual viene a ser su cuerpo visible. Es esa idea arquetípica, que el símbolo manifiesta y a la vez oculta, lo que interesa al simbólogo, el cual aspira a encarnarla mediante la comprensión del símbolo, utilizándolo como vehículo entre distintos planos de una realidad que es única y sagrada.

De la mano de la Simbología podemos hacernos idea de lo que es verdaderamente un símbolo y de lo que es un conjunto de símbolos en acción, ordenando la totalidad de las acciones cotidianas de una sociedad tradicional, las cuales no han perdido la íntima relación con su origen ni han dejado de ser sagradas desde su fundación, justamente por la acción mediadora de estos símbolos, mitos y ritos entre su espacio y tiempo y aquella otra realidad arquetípica de la que provienen.

En una sociedad tradicional, toda expresión o manifestación es simbólica, es un símbolo, una señal perfectamente relacionada con el resto de los símbolos y manifestaciones, componiendo entre todos un conjunto, un lenguaje sagrado que revela a estos seres humanos educados en su lectura las directrices religiosas y sociales que dan lugar a su cultura, mostrándoles una unidad, un universo perfectamente integrado por la armonía de sus partes, un ingenio gigantesco en el que todo está comprendido y que incluye a cada uno de sus seres y manifestaciones otorgándoles un sentido sagrado. Esto es así porque el símbolo es el puente entre la manifestación sensible y su origen, entre este plano de realidad y aquel otro plano invisible del que proviene. Es esta naturaleza mediadora lo que le otorga un valor sagrado, valor que es igualmente común al mito (hecho ejemplar que organiza la existencia) y al rito (símbolo en acción). Los tres abarcan la totalidad de la vida de una sociedad tradicional, no quedando nada fuera de ellos.

Para la Ciencia Simbólica el símbolo es la encarnación a nivel sensible de las energías que lo han conformado, siendo su cuerpo su manifestación. Existe una correspondencia total entre ambos planos, manifestado e inmanifestado, siendo, en función de las leyes de la analogía, lo menor símbolo de lo mayor. En él se han complementado, haciéndose una, sus dos naturalezas aparentemente opuestas, lo que le convierte en un conector, un cohesionador, un religador. En este sentido, todo es un símbolo, ya que todas las cosas, incluido el ser humano, son significativas y revelan en sí mismas su origen metafísico. Así pues, los símbolos, los mitos y los ritos no se inventan: están dados y se revelan en el mundo y en el hombre, el cual es a su vez un símbolo de la totalidad del cosmos. 

Es una característica de todos los símbolos que para su comprensión deben ser enseñados y aprendidos. No pueden ser abordados por un pensamiento racional, sino analógico y asociativo, capaz de percibir la correspondencia entre los fenómenos, seres y cosas, capaz de evidenciar los parentescos entre todo lo manifestado, las similitudes que atraen y propician la fusión y las oposiciones cuyas tensiones se equilibran y complementan sin destruirse. Nada es casual, sino que todo responde a un orden establecido por una voluntad superior, que, aunque misteriosa, se revela al hombre en el interior de su conciencia, siendo para él la auténtica realidad, una realidad en la que todo, sin excepción, está incluido y relacionado por leyes de atracción y repulsión. Es en el corazón del hombre, por su naturaleza mediadora entre cielo y tierra, donde se da la conciliación de las contradicciones, encarnando así él mismo los principios universales de los que depende la vida. 

I.II. El Mundo Precolombino
Las grandes civilizaciones mesoamericanas conocidas actualmente surgen desde la antigua tradición tolteca. La América precolombina es un complejo mosaico de culturas desde Canadá hasta la Patagonia, en diferentes estados de desarrollo (nacimiento, crecimiento, madurez, decadencia y desaparición), algunas de ellas ya extinguidas. Independientes e integradas entre sí, estas culturas convivían y formaban un conjunto, un organismo vivo y cambiante. Sus sociedades se agrupaban en familias, muy próximas entre sí o muy aisladas, algunas de ellas sometidas por otras más fuertes militarmente, intercomunicándose por el comercio o la guerra, e influyéndose mutuamente de forma permanente. Eran nómades, seminómades o sedentarios. Agricultores, cazadores, pescadores, recolectores, pastores o habitantes de grandes ciudades. Pueblos en constante movilidad, presentando tantas similitudes algunos de ellos, a pesar de su distancia en el tiempo o en el espacio, que se puede pensar en orígenes comunes. Sus reacciones al propio hecho de la conquista fueron distintas.

Cuando los españoles llegaron a América encontraron dos grandes imperios (el imperio aparece como un momento álgido en una cultura y, sin embargo, está marcando su inexorable descenso): los aztecas y los incas, quienes dominaban gran parte del continente. Ambos estaban muy militarizados y se hallaban en su apogeo guerrero y social mientras, y precisamente por ello, otros muchos pueblos a los que pudieron dominar fácilmente expiraban como grupos autónomos, desangrados en guerras continuas, lo que constituía una debilidad que los europeos supieron utilizar en su beneficio. Este estado de decadencia de los pueblos americanos en aquel momento histórico fue determinante en la conquista europea, la que marcó definitivamente su final, tal como, por otra parte, había sido profetizado por sus sacerdotes. 

Este dominio imperialista de unos pocos sobre otros muchos, se dio con gran respeto y libertad religiosa, ya que sus concepciones cosmogónicas eran similares, provenientes de un origen común, transmitido por civilizaciones ya extinguidas o absorbidas por el imperio correspondiente. Muchos pueblos, no obstante, se mantenían fuera de estas dos potencias. Se calcula que en el momento de la conquista vivían en el continente más de cien millones de personas (número que descendió a la mitad en los primeros años de la conquista), organizadas en miles de centros y subcentros independientes. Hablaban mucho más de cien familias de lenguas distintas. Podemos imaginar la variedad y riqueza de razas, costumbres, lenguas, creencias, viviendo en la diversidad de hábitats que se dan de norte a sur de América: gigantesco organismo, vivo y dinámico, en constante cambio, en el que se habían sucedido desde tiempos míticos las civilizaciones, sucumbiendo unas y floreciendo otras; perfecto engranaje de distintos ciclos acoplados entre sí, emanados todos de un tronco (centro/eje) probablemente común, como hijos nacidos de la misma madre, distintos aunque hermanos, siendo en los aspectos esenciales de sus culturas iguales, y diversos en los substanciales. Independientes entre sí y a la vez cohesionados en una unidad perfectamente diferenciada del resto de las civilizaciones del planeta precisamente por la similitud y correspondencia de sus símbolos, análogos y referidos a la misma Cosmogonía prototípica, lo cual, por otra parte, se explica, como ya se ha dicho, por el origen común de las estructuras arquetípicas, que son las mismas en todo tiempo y lugar. 

Los conquistadores pudieron percibir el orden, riqueza y esplendor de estas culturas, su estructura económica, política, militar y social, la variedad de sus manifestaciones culturales, sus escrituras pictográficas, ideogramáticas o jeroglíficas, sus historias míticas representadas por masas de actores, bailarines, cantantes, recitadores, músicos, con su escenografía y vestuario correspondientes, participando en el ritual y encarnando las diferentes energías de los espíritus y númenes, teatralizando su cosmogonía en espacios sagrados reflejo de la ciudad celeste y ordenando la totalidad de su existencia mediante sus complejos calendarios.

Los europeos encontraron y prácticamente destruyeron estas sociedades sin intentar ni poder comprenderlas, atentos principalmente al enriquecimiento y expansión política que la conquista les suponía, incapaces de leer el lenguaje simbólico de sus culturas. La mentalidad europea negó todo lo que no comprendió de los pueblos precolombinos: su concepción de la vida, del tiempo y del espacio y del propio hombre fue abolida. Se asumió no obstante un rol civilizador y evangelizador, que aseguró todavía más el hecho de no prestarles la atención debida que hubiera permitido captar el conocimiento que sus costumbres, organización y ritos guardaban y podían legar a la humanidad. A esto se añade que las propias culturas precolombinas en general y las dominantes incas y aztecas en particular, se encontraban al igual que la europea misma, en su fase de decadencia por razones cíclicas. 

I.III. Diferencias fundamentales entre el modo de pensamiento tradicional y el modo de pensamiento actual

I.III.I. Respecto al símbolo y lo sagrado
Encontramos en las culturas prehispánicas un reconocimiento del símbolo como idea-fuerza idéntica a lo simbolizado. Cuando diferentes seres o cosas transmiten la misma idea se produce una identidad entre ellos (ejemplo: el peyotl y el venado, relacionados con el principio del sacrificio y la sangre, la muerte y la regeneración), articulándose así un sistema de correspondencias simbólicas que constituyen un lenguaje de imágenes completamente comprensible para la mente analógica, concibiéndose así toda la manifestación como sagrada. 

Ejemplo de ello es la borrachera sagrada por ingestión de bebidas alcohólicas fermentadas o la ingestión de drogas alucinógenas, habituales en sus ritos, con la finalidad de promover el conocimiento y establecer contacto con los dioses. Su poder mediador, ingeridos ritualmente, posibilita el acceso a la realidad metafísica y a la consciencia de la misma, así como una mayor comprensión de la realidad física, extensión material de aquélla. Este efecto es conseguido por su capacidad de provocar una ruptura de nivel, sacando al sujeto de su tiempo-espacio habitual y ubicándolo en el centro de sí mismo, desde donde puede realizar otra lectura de la realidad, la cual aparece así como más real, verdadera y verificable interiormente.

De la misma forma, nos costaría comprender sus fiestas religiosas: eran ceremonias en las que participaba la comunidad entera, psicodramatizando la Cosmogonía y la Teogonía mediante danzas y cantos rituales. O sus juegos y deportes, de intención ritual y metafísica. El mismo concepto de guerra no tiene nada que ver con el actual. Constituía también una actividad sagrada mediante la cual se combatía el mal, encarnado en los adversarios, a los cuales nunca se pretendía aniquilar, pues la propia concepción de la polaridad supone no excluir a los opuestos, reconociendo la complementariedad y la necesidad mutua. Este mismo concepto es extensivo a la caza, la cual es igualmente un rito que aúna al cazador y su víctima, constituyendo el acercamiento, acoso y abatimiento un acto ceremonial. 

Igualmente, los sacrificios humanos y las torturas rituales han sido especialmente difíciles de comprender, olvidando que se han practicado en todos los pueblos arcaicos y en todas las sociedades: egipcios, griegos, romanos, celtas, germánicos, precolombinos, etc., sustituyéndose con idéntico sentido, periódicamente, al hombre por un animal o especie vegetal. La muerte ritual hace pasar al individuo, tocado por la fortuna, a conformar parte del ejército divino que acompaña al sol en su triunfante recorrido.

Esta idea sagrada de la vida, verificada en todas las tradiciones de las que se tenga noticia, es, paradójicamente, conocida actualmente en el mundo moderno por muy pocos y negada por las concepciones de este mismo mundo. El hombre actual niega el plano espiritual y su causalidad respecto al material, único que reconoce como real. Se considera que Dios es un concepto creado por el hombre, por lo que la idea de Dios se humaniza y reduce a aquello que podemos comprender. Y se considera que cada pueblo o religión tiene un Dios distinto, de su propiedad, que tiene una personalidad individual y distinta. Por el contrario, las sociedades tradicionales han afirmado unánimemente la relación jerárquica entre el creador y su criatura y han reconocido a la deidad a través de los símbolos, especialmente de los números (expresión de las ideas arquetípicas siempre presentes) y de los astros, (encarnaciones de los principios eternos).

I.III.II. Respecto al conocimiento: La iniciación
La iniciación es una realidad compartida por todos los pueblos en todas las épocas, un hecho evidente con el que se han encontrado todos los estudiosos del hombre o de la antigüedad, lo cual hace obvia su importancia. 

Este hecho cultural unánime marca la vida del aprendiz que accede a ella y establece el paso de un estado de conocimiento a otro, de un plano de la conciencia, o de una manera de ser en el mundo, a otra, que no lo concibe de la misma forma. Es decir, de lo profano a lo sagrado.

Para una sociedad tradicional, el Conocimiento es de origen no humano, revelado al hombre. La Enseñanza mediante la Iniciación en los misterios va encaminada a la obtención del Conocimiento a partir del cual se reproduce en este plano la Cosmogonía y se articula la vida colectiva e individual. Este Conocimiento no es cuantitativo, ni memorístico, ni acumulativo, ni lineal. Es un conocimiento sintético, vivencia de la esencia y la totalidad. No se le asocia al progreso, al logro o a ningún tipo de propiedad personal, ni a ninguna clase de invento o descubrimiento. 

Hay distintos tipos de iniciaciones: algunas se producen a determinada edad, o en determinada época del año, siendo colectivas y llegando a participar de ellas todo el pueblo (las relacionadas con los ritos del año nuevo, las de la pubertad). Otras son graduales y sucesivas, para los llamados al Conocimiento en planos cada vez más altos y profundos, buscando la realización de otros estados del Ser Universal, los cuales son enseñados de maestros a discípulos por mediación de símbolos, mitos y ritos secretos y actuantes, que describen y reactualizan los misterios cosmogónicos, posibilitando que estos se vivifiquen y den acceso a la comprensión del mundo y del hombre, al Conocimiento y la Sabiduría.

La iniciación supone siempre la muerte a un plano de conciencia, a un grado de experiencia, y la resurrección a otro plano más universal y está ligada a la idea de autosacrificio en relación a las pruebas que deben vencerse en los ritos de iniciación. Estos ritos evocan efectivamente una muerte y una resurrección, y ejemplifican de manera cierta el viaje post-mortem del alma, viaje que supone un descenso al inframundo, del cual emerge el iniciado renovado, con una percepción regenerada de la realidad. En este viaje hay que pasar determinadas pruebas, destacando unánimemente en toda América el cruce de un río y un puente. Está íntimamente relacionada con los ritmos naturales y en especial con los ritos agrarios y todos los mitos y símbolos vinculados con la naturaleza, en particular con el ciclo de las estaciones, ya sean dos o cuatro, que repite cíclicamente la muerte y la regeneración.

Los iniciados han gobernado a los pueblos por su conocimiento, sabiduría y aptitudes, promoviendo y diseñando las culturas. La iniciación toma diferentes formas según la naturaleza de los individuos y los pueblos y la época cíclica en que estos viven. Hay iniciaciones sapienciales, guerreras y artesanales. Pero el civilizador, el educador, el iniciador es, en verdad, el numen que se revela al ser humano al que todo hay que enseñárselo, el dios educador mediante cuya intervención lo sagrado irrumpe en lo profano.

Comprender a los pueblos arcaicos pasa por reconocer el hecho de la Iniciación como un acontecimiento unánime en todas las culturas, que establece un intercambio entre dioses y hombres por medio de la colectividad iniciada y de la intervención de aquellos pocos llamados especialistas de lo sagrado (hombres de conocimiento, sabios, magos, chamanes, sacerdotes, jefes, adivinos, brujos, hechiceros, curanderos, yerberos, etc.), en virtud de sus conocimientos.

I.III.III. Respecto al arte y la ciencia
A diferencia del punto de vista contemporáneo, cualquier manifestación artística tradicional no tiene un valor personal, ni fijado por ningún crítico o comercio de ninguna clase. Es anónima y su mayor interés radica en el hecho de que es la expresión de un concepto. Así, todas las expresiones artísticas conforman una sinfonía de significados que se interrelacionan entre sí, dando lugar a la cultura, en la que sus hijos, los seres humanos particulares, se realizan, pues en ella se encuentra la suma de todas las posibilidades individuales.

Desde este punto de vista, las obras de arte son simbólicas, testimoniando las ideas mediante la manufactura de objetos artísticos en la medida en que son fieles al arquetipo original. Pero el valor de la obra no está en el goce estético que produce, ni en su utilidad o cualquier otra consideración material, sino en su posibilidad evocativa que, mediante su contemplación, abre al hombre las puertas a la percepción directa de la belleza. Para que esta percepción le resulte posible al hombre contemporáneo, debe comenzar por considerar al mundo como obra de arte, al universo como el objeto de diseño más perfecto y la manifestación artística más acabada y completa, el gesto artístico por excelencia, la expresión total del artista creador. 

La cultura y el arte son conjuntos de símbolos que revelan por su intermediación la posibilidad de la realización metafísica, de lo suprahumano y supracósmico. Los símbolos vivos representan ideas-fuerza y energías capaces de actualizarse por nuestra comprensión. Cualquier manifestación cultural está así cargada de significado: la organización social, económica y política, los usos y costumbres, la tecnología, las concepciones astronómicas son formas de su arte. El arte conjuga las acciones que conforman la cultura de una sociedad tradicional, reveladas al hombre (en sus sacerdotes, chamanes, jefes en general) quien es, por ello, el recreador-artista.

La visión del mundo de las culturas precolombinas interrelaciona todas las cosas, todo está englobado en un universo solidario del que se participa y en el que se influye por medio del rito mágico del arte, ya sea de forma individual o colectiva. Rito, magia y arte, son sinónimos. De la misma forma, en una sociedad tradicional no hay diferencia entre arte y ciencia. Ambas son dos maneras de conocer y manifestar lo conocido mediante aquellos símbolos que revelan al hombre los secretos del cosmos y la naturaleza. La ciencia de los precolombinos no es inductiva, como la actual. Es deductiva, como la de todos los pueblos tradicionales. De la unidad derivan todas las demás estructuras, que se van armando respondiendo a un plan invisible y unánime. Su ciencia es Ciencia Sagrada, basada en los principios universales que les habían sido revelados por los antepasados míticos, principios a partir de los cuales deducían los fenómenos observables. En la agricultura se aúnan de manera extraordinaria ciencia y arte.

Tampoco hay diferencia esencial entre las diversas artes, diferencia que es meramente formal, al igual que ocurre con las distintas doctrinas y culturas tradicionales, donde las deidades son idénticas y designan iguales principios a pesar de tener diferentes nombres y atributos.

Los números son módulos, cifras conocidas por igual por todos los pueblos, que designan realidades trascendentales y metafísicas y constituyen la ciencia de las proporciones y por tanto de la armonía y la belleza expresadas por el arte de la aritmética, ciencia de los ritmos y los ciclos, la cual desemboca en la perfección, que no es otra cosa que la correspondencia entre la idea arquetípica y el acabado final de la obra material, mediante el conocimiento del hombre-artista. El verdadero artista es, pues, un mediador entre los diferentes planos de realidad, capaz de revelar a su pueblo los misterios de la creación, emulando siempre al Demiurgo, con el que se identifica. De ahí que las artes y artesanías hayan sido consideradas por las sociedades tradicionales como formas rituales de aprendizaje y conocimiento.

Todas las manifestaciones simbólicas son artísticas, capaces de transmitir las energías ontológicas del cosmos y de recrearlas, modificándolo: el tatuaje, la pintura corporal, los útiles de caza y pesca, la cestería, las cerámicas, los tejidos, las construcciones, las ceremonias multitudinarias con sus vestidos y tocados, la orfebrería en oro y los objetos de jade, los útiles cotidianos, la escritura maya, los juegos rituales, las obras de ingeniería en caminos y obras hidráulicas, las pictografías, los adornos, la poesía y su tradición oral, la música. El arte tradicional es entretenido, alucinante, cómico, ligero, grotesco. Incluye la risa, con su poder catártico y el juego, produciendo ambos rupturas de nivel que facilitan la comunicación entre diferentes planos.

I.III.IV. La incomprensión de las culturas precolombinas
Las tradiciones prehispánicas se descubrieron en un momento en que Occidente en general había ya cortado con su propia tradición, que perduró hasta los comienzos del Renacimiento italiano prolongándose hasta el siglo XVIII y continuando de forma oculta desde entonces. Con este corte, se despoja al símbolo de su valor como intermediario marchando hacia una ruptura sin precedentes con los principios universales, a los que se opone el moderno concepto de progreso, sostenido ideológica y filosóficamente por los "ismos" que encuadran el pensamiento dominante: el materialismo, el racionalismo y el evolucionismo y sus inevitables hijos: la revolución industrial, la producción como un fin en sí misma, el consumo y la deshumanización técnica. El hombre actual considera esta moderna ideología como universal, y le resulta imposible situarse en el contexto de otras culturas, a las que niega su validez, considerándolas atrasadas y primitivas por carecer del moderno concepto de progreso.

El hombre precolombino resultó al conquistador un hombre sin un concepto claro y completo de Dios (cosa que justificó el fanatismo y la utilización de todos los medios de coacción y coerción necesarios para conseguir su evangelización), lo cual se dedujo del hecho de que carecía de un nombre concreto para la Deidad, a la cual, sin embargo, nombraba a través de las diversas deidades intermediarias. Desconectados, como se está remarcando, de su propia tradición, los conquistadores no reconocieron la correspondencia de este modelo con el sufismo islámico o con la cábala hebrea, contemporáneas de las propias civilizaciones que estaban descubriendo. Percibieron en el indígena una elevada religiosidad, pero "desviada", no llegando a comprender su reconocimiento de la presencia de lo sagrado y lo mágico-telúrico en todo objeto, fenómeno o ser capaz de transmitir la energía de lo divino. Y esto especialmente en la naturaleza, a la que consideraban justamente como huella de lo sobrenatural (de aquello que se encuentra más allá de lo natural) que se expresa precisamente a través de ella. Confundieron su respeto por los símbolos naturales y su reverencia permanente por las diferentes manifestaciones del Ser Universal con animismo, politeísmo e idolatría.

Se consideró que las lenguas precolombinas no habían prosperado por no haber alcanzado una escritura fonética. No se atribuyó, por ignorancia, a las representaciones ideogramáticas y jeroglíficas la riqueza, la sutileza y a la vez, la sencillez y la facilidad de comprensión que las caracteriza, sólo accesible para los pueblos que las vivían. Estas representaciones tienen un poder y una función educadora, ya que promueven operaciones mentales asociativas y amplían las posibilidades intelectuales de los individuos y sociedades que las utilizan. En este aspecto hay que aclarar que los alfabetos fonéticos son mucho más limitados que otras formas de escritura de asociaciones múltiples (pictografía, ideografía), ya que recrean constantemente un mundo de analogías mientras que aquellos siguen una secuencia lógica y lineal cada vez más solidificada. Todas las escrituras han sido en su origen ideogramáticas, degradándose fonética y alfabéticamente de forma progresiva coincidiendo con el cambio cíclico de las sociedades y el paso de un predominio de la mente analógica (intuitiva, sintética, con la que se aprehende directamente) a la mente racional (analítica y lógica, con la que se aprende de forma indirecta).

Se consideró que los indios americanos no tenían historia, señalándose este hecho como un atraso. Efectivamente, no la tenían, al modo occidental, ya que no les interesaba lo sucesivo, fragmentado e individual, sino lo simultáneo, viviendo un presente indefinido, que se regeneraba constantemente tal como quedaba manifiesto en ciertos acontecimientos cíclicos. 

Cuando los españoles llegaron a América encontraron un continente habitado de norte a sur por diversas culturas que tenían muchas cosas en común entre ellas y con la misma religión cristiana: la idea de un Ser Superior, un dios creador y la de una deidad civilizadora y salvadora; el mito de un dios héroe nacido de una madre virgen; el mito del diluvio y el de la existencia en el pasado de una raza de gigantes; la similitud de algunos de sus rituales con los sacramentos cristianos (la confesión, el bautismo, el matrimonio y la comunión) y, sobre todo, la presencia incuestionable del símbolo de la cruz, el cual constituye el esquema cosmológico fundamental de estas culturas, ya que sus brazos representan las cuatro posibilidades de expansión horizontal desde un centro en el que se recibe la energía vertical (alto-bajo), la cual se irradia, por la propia expansión de la cruz, en la totalidad del espacio. 

Los conquistadores no pudieron o no supieron advertir estas semejanzas claves entre ellos y sus conquistados, y se limitaron a destacar aspectos poco relevantes y "chocantes" a sus ojos. Los vencidos debieron adaptarse a las condiciones del vencedor, impuestas en función de sus intereses inmediatos: los soldados buscaban oro y riquezas; los sacerdotes, conversos y fieles. Los indígenas hallaron la manera de profesar la fe católica preservando sus ritos: adoptaron el signo de la cruz, la Virgen María pasó a simbolizar a la tierra virgen y a la energía pasiva, asimilaron los santos a sus dioses, siguieron practicando los sacramentos de forma cristianizada y sus ceremonias se realizaban ahora dentro de las iglesias. Los españoles adoptaron muchos menos elementos de la cultura americana, mayoritariamente comida y algunas palabras.

En definitiva, los conquistadores tuvieron la oportunidad de evidenciar unas similitudes que no hacen más que poner de manifiesto que los símbolos y mitos de todas las culturas son los mismos y no puede ser de otro modo pues expresan ideas universales recibidas de la misma Tradición, cuyo origen escapa y se remonta más allá del concepto de historia. Similitudes que fueron recogidas por unos pocos cronistas, quienes llegaron a concebir relaciones con el judaísmo o incluso a suponer que aquellos indios habían sido ya evangelizados.

Podemos suponer que los funcionarios, soldados y religiosos que llegaron a América no tenían el conocimiento esotérico de los símbolos de su propia cultura y religión, a los cuales conocían de forma externa, piadosa. Por ello, les fue de todo punto imposible comprender el valor simbólico indígena, demonizando sus ritos y mitos, lo que llevó a la destrucción, por ignorancia, de la práctica totalidad de la sabiduría precolombina, perdiéndose así en grandísima medida la pista de la estructura de pensamiento que hizo florecer la vida en el seno de estas culturas, las cuales, por otra parte, se encontraban, por razones cíclicas, en momentos decadentes de su propia cultura: muchos de ellos tampoco recordaban el valor mediador de sus símbolos, saber que quedaba, en el mejor de los casos, en manos de unos pocos sabios. La pérdida que la conquista ocasionó es irreparable y de una magnitud sobrecogedora, ya que se destruyeron civilizaciones con una sabiduría y refinamiento equiparables a los de las más notables del mundo, con peculiaridades únicas por la original expresión de algunas ideas en su seno.


II. EL SIMBOLISMO PRECOLOMBINO

II.I. Cosmogonía y teogonía 
Para los precolombinos ni el tiempo es lineal ni el espacio es algo fijo y acabado; por el contrario, están vivos, recreándose constantemente como elementos dinámicos de la manifestación, por la perpetua actividad de los espíritus que los generan y conforman. Se recrean y regeneran porque permanentemente se crean y destruyen como lo manifiesta el propio ciclo diario del sol y el ciclo anual de las estaciones, estableciéndose así el equilibrio que todo lo sostiene y mantiene: es la ley del ritmo universal que hace girar al cosmos sobre su centro inmóvil donde mora Ometéotl, Dios uno y dual. En este punto central se concentra la energía descendente-ascendente entre los dos polos de un eje, la cual se desdobla horizontalmente en parejas de opuestos-complementarios, parejas de funciones que dan forma a la dialéctica del cosmos y sus armoniosas tensiones. El centro se mantiene inmutable, lugar de conciliación de los opuestos y de comunicación axial con otros planos o mundos, tanto celestes como infernales, superiores e inferiores. Pero su expresión cuaternaria determina las cuatro direcciones del espacio, los cuatro elementos, las cuatro fases del tiempo.

Estas ideas son el fundamento de la teogonía y cosmogonía náhuatl y se encuentran, con variaciones, en toda la tradición americana.

Todos los fenómenos de la naturaleza, presentes en la fauna y la flora, toda la manifestación, es sagrada, todo se da en el drama cósmico del que el hombre es protagonista, en una escala descendente, de lo más sutil a lo más denso, de los principios universales a las aplicaciones particulares y concretas, de lo aéreo a lo sólido, mediante estructuras idénticas que garantizan las mismas características prototípicas en todos los planos, realidad simbolizada en las relaciones paternofiliales entre las deidades del cielo y las de la tierra.

Para los náhuatl nacer en la tierra es descender de la morada celeste original para vivir una existencia ilusoria, la cual culminará y encontrará su sentido con un ascenso a los cielos.

La manifestación dual de un solo principio se ha simbolizado de forma universal y también en las antiguas culturas americanas, en la presencia de los gemelos, a veces enemigos que suelen guerrear, a veces amigos que comparten aventuras, expresando la atracción y repulsión de aquello que siendo de naturaleza común tiene que vivir dramáticamente separado en dos géneros que perpetuamente se contraponen y asemejan en una danza en la que todo es simbólico y significativo.

Desde el centro, la energía única, el uno, se desdobla y conjuntamente con la segunda, el dos, progrede indefinidamente generando la serie numérica, expresión de todo lo numerable. Esta idea se encuentra en muchos mitos, como por ejemplo el hijo de la pareja creadora, quien re-crea el mundo por su acción regeneradora, siendo educador y héroe salvador, engendrado a imagen y semejanza de sus padres de quienes hereda la naturaleza y los atributos divinos, los cuales él expresa en el plano de la creación y quien puede ser emulado por aquellos que siguen sus enseñanzas. Su sacrificio y regeneración constituyen el punto central de todas las culturas precolombinas.

II.II. El centro y el eje
Hay dos conceptos básicos en la cultura azteca, maya e inca: la idea de cuatro puntos cardinales o cuatro direcciones del espacio, que se expanden desde un punto central que marca un eje vertical alto-bajo en el que se conjugan las energías del cielo y de la tierra. Ambos conceptos son básicos en los mitos fundacionales, en el concepto de centro desde el que se irradia la capacidad generadora y desde donde se extienden las posibilidades expansivas de un pueblo en las cuatro direcciones. Está presente igualmente en la construcción de las cabañas, chozas y templos. En todas estas manifestaciones se destaca la relación entre centro, eje, corazón, espacio sagrado, iniciación, regeneración, nueva vida, realidad, frente a caos, indeterminación, reiteración, esclavitud, mundo profano. 

El eje realiza la intermediación entre cielo y tierra. Cualquier verticalidad lo simboliza, especialmente el árbol, la montaña, la pirámide y por excelencia, el hombre.

Para las civilizaciones precolombinas, el mundo era un plano cuadrado limitado por el mar, el cual se fundía con el cielo en la línea del horizonte. Por debajo de este plano, sostenido por columnas, dioses o gigantes, se encuentra el inframundo, el mundo de los muertos. Puede apreciarse la similitud con la concepción occidental del mundo, heredada de la tradición griega y sustentada de forma unánime por los primeros padres del cristianismo.

II.III. El hombre y la cultura
En contra de las actuales teorías evolucionistas, las culturas tradicionales sostienen que poco a poco fueron creándose las condiciones necesarias para que el hombre surgiera entero y completo. Su presencia coronó la obra creacional, dando sentido a las innumerables especies. La realidad del ser humano es una más de las modalidades de un Ser Universal de cuya integridad puede participar por estar dotado de conciencia. 

En el cosmos, todo está vivo y la vida entera es para la mentalidad indígena un rito continuo. No hay límite preciso entre el individuo y la naturaleza, ni entre lo natural y lo sobrenatural, por la interrelación de todas las cosas, también de dioses y hombres. Los hombres tradicionales no enfatizan su individualidad, más bien la universalidad de la que forman parte, participando en el devenir y en la trascendencia de un Gran Espíritu que se manifiesta en la naturaleza, que no es más que una imagen de lo sobrenatural. Es frecuente la idea de que formamos parte de un animal gigantesco que abarca la totalidad de las cosas. Los acontecimientos naturales, por su parte, muestran la naturaleza de los dioses y sus hazañas, todo ello vivido por el hombre tradicional como una unidad armónica en la que ningún hecho es aislado o insignificante, sino más bien asociado a familias de sucesos significativos, ubicados siempre en alguna pareja de opuestos cuya alternancia rítmica determina la vida. Pero el hombre sintetiza la totalidad, y el conjunto de las cosas y seres del mundo está ordenado a su servicio.

Las culturas tradicionales afirman la existencia de otras creaciones y otras humanidades, expresiones múltiples del mismo Ser Universal. Se habrían generado de forma espontánea o unas de otras, llegando a desarrollarse por sí mismas y posteriormente habrían experimentado el ocaso y la muerte, volviendo a renacer de otro modo. Para que este renacimiento se produzca, se ha de vivir un tiempo en la más negra oscuridad. De allí surge nuevamente el mundo.

El número cinco, básico en la cosmogonía precolombina (cuatro puntos cardinales más un centro) es también el número del hombre en la simbología occidental, además de representar al emperador, como mediador y gobernante en la tradición china. El hombre, símbolo del eje, imagen de lo vertical, es dual, dándose en él las tensiones de todos los opuestos: lo alto y lo bajo, lo celeste y lo terrestre, lo divino y lo humano, lo vertical y lo horizontal, lo sagrado y lo profano. Opuestos aparentemente, pues tienen un punto común donde se conjugan. Es su capacidad de conocer y comprender las energías celestes y terrestres, gracias a que se dan en su conciencia, en su espacio mental, lo que le capacita para escuchar los misteriosos designios divinos, que le son así revelados, y materializarlos en la tierra. Esta materialización, esta revelación de los modelos celestes que se concretan en la tierra por mediación del hombre, es lo que ha dado lugar a las culturas, que afirman su origen sagrado y su conocimiento de una realidad más elevada la cual se sitúa fuera del tiempo y el espacio, a la que se denomina Ciudad, Palacio o Templo Celeste, arquetipo de la ciudad, palacio o templo terrestre. Y el hombre, todo hombre, es una imagen visible de un Ser Universal, al que representa, que habita dentro de él, cuya vida y cuerpo en la tierra son ilusorios. Coexisten en él, pues, lo Real y lo ilusorio, y cada cultura ha dado predominio a uno u otro, (aunque es a cada hombre a quien corresponde esta elección): las sociedades tradicionales subordinan lo profano a lo sagrado, a la inversa que nuestra sociedad actual la cual prácticamente ha extinguido lo sagrado, no reconociéndole ya siquiera un significado y considerando esta abolición como un logro de progreso. Para el hombre tradicional, la realidad de lo sagrado se impone por sí misma y se percibe en la interioridad de la conciencia, donde se manifiesta como verdadera y absoluta. Frente a ella, las cosas pasan a ser símbolos del Ser Universal, soportes del conocimiento, con un valor relativo a esa función que les corresponde, por lo que este hombre tradicional y su comunidad pasaban toda su vida, incluyendo todas sus acciones privadas y públicas, recordando en cada acto su cosmogonía; es decir, vivían un mundo permanentemente sacralizado, continuo recuerdo mental y gestual del plano invisible, estableciéndose así, por mediación del hombre, un puente permanente entre la sustancia y la esencia, entre lo pasajero y lo eterno, entre lo mutable y lo inmutable, función que le corresponde como administrador de la creación.

La vida entera es una glorificación constante a la deidad, de la cual el hombre sabe que proviene. Ninguna idea o pensamiento se contrapone a éste, y la vida individual y colectiva, sus artes y oficios, sus juegos, su organización social, política y religiosa, su escritura, su calendario, toda la cultura, es un rito continuo y total.

El hombre, quien a través de los ritos de iniciación reitera el gesto creativo, asiste a la generación de un mundo luminoso y ordenado, siempre nuevo e intocado dentro de sí, que da validez y razón a su existencia. Es hijo de la madre tierra, fecundada por el cielo y se yergue reuniendo en sí ambos principios, lo que le hace capaz de retornar nuevamente al cielo, cumpliendo así la ley cíclica. Esta es la característica básica de la Unidad Arquetípica entre las distintas tradiciones y se encuentra, de una u otra manera, en todas las sociedades y en sus símbolos, sea cual sea el devenir de las mismas.

II.IV. La dualidad: Energías descendentes y ascendentes
Las energías descendentes y ascendentes se encuentran en constante movimiento en el plano intermediario, en la tierra, entre el cielo y el plano subterráneo, uniéndolos. Son los dioses, atributos de la unidad indisoluble la cual se manifiesta mediante emanaciones descendentes que tras conformar todas las cosas retornan a su origen en el ritmo alternado y cíclico de la energía universal. La deidad desciende, se humaniza. El ser humano, por medio de la invocación y el rito, se eleva, se diviniza. En términos teogónicos, la gracia es descendente, la oración y el sacrificio ascendentes.

Los polos cielo-tierra (o inframundo) limitan el universo, el cual no es sino un plano intermedio entre ambos, habitado por los hombres, los distintos seres de la naturaleza y, fundamentalmente, por los dioses. Los dioses más altos del cielo se comunican con la tierra por mediación de las deidades del plano intermediario, es decir, por los planetas y las estrellas, en especial el Sol, la Luna, Venus y las Pléyades, en estrecha relación con los númenes de la naturaleza y los fenómenos atmosféricos: el trueno, el rayo, el relámpago, la lluvia, el viento, el arco iris, deidades creacionales que vivifican y regeneran permanentemente este mundo, concebido como un gigantesco organismo.

Ya hemos dicho que para el pensamiento tradicional americano, la tierra es un plano cuadrangular que se prolonga en las aguas del mar y se une al cielo (aguas superiores) en la línea del horizonte. Los astros son representaciones celestes de la deidad, cuyo viaje invariable por el cielo marca y expresa las pautas del modelo cósmico. Son navegantes del océano sideral, apareciendo-naciendo por el horizonte oriental, desapareciendo-muriendo por el horizonte occidental. Cuando no son visibles, se considera que están transitando por el inframundo volviendo a aparecer después de haberlo recorrido y haber triunfado sobre la muerte. La misma tierra y la vida y costumbres de ciertos animales, reproducen este ciclo, por lo que son considerados sagrados: el salmón, el colibrí (y su hibernación), la mariposa, emparentados todos con las leyes de la construcción del cosmos, y la ejecución permanente del plan divino, que incluye una constante regeneración vital. Idea que se expresa también en la iniciación, la cual, mediante el mecanismo de la vida-muerte-vida, instaura en el hombre la posibilidad de la realización humana.

Quetzalcóatl, un equivalente americano de Hermes, es quizás el dios más importante del panteón indígena. Es hijo de la pareja divina y creadora surgida de la emanación omnipresente de Ometéotl. Encarna él mismo las energías ascendentes y descendentes y se le representa como una serpiente emplumada, unión de lo que repta y lo que vuela, de las energías de la tierra y el aire oponiéndose y batallando entre sí. Es símbolo de la energía axial bipolar alto-bajo, sintetizada en él mismo al que se le representa con el número cinco. Es una deidad intermediaria, muy vinculada al sol, al que precede en su recorrido diario anunciando el nuevo día. Es el constructor del mundo y su sostenedor, educador y psicopompo. Da la ciencia y dispensa el conocimiento de los misterios cosmogónicos y teúrgicos. Es salvador y liberador promoviendo la iniciación al Hombre Verdadero, al Hombre Arquetípico. Su vuelta mesiánica se espera en el continente americano. Simboliza al planeta Venus: recorre el mundo subterráneo y sale victorioso de las tenebrosas pruebas a que es sometido. 

II.V. Algunos símbolos fundamentales
Los pueblos arcaicos y tradicionales han utilizado fundamentalmente al símbolo como forma de comunicación, estableciéndose así una permanente relación entre el signo y la cosa simbolizada. Todos sus conocimientos se expresan de forma simbólica, pues los símbolos manifiestan de modo real y verdadero las energías que representan y de las que son mediadores. El símbolo es mágico, en virtud de la analogía que lo liga e identifica indestructiblemente con aquello que simboliza.

II.V.I. Símbolos numéricos y geométricos
Todas las sociedades arcaicas han dado especial importancia a los símbolos numéricos y geométricos, en especial al círculo y al cuadrado.

Los números y sus combinaciones tienen un potencial mágico. Sus relaciones activan energías de acuerdo a las propias leyes de la cosmogonía universal. Son conceptos de relación, que expresan ideas y cualidades. Esto fue conocido mediante revelación por los sabios de las culturas tradicionales, mientras que el hombre contemporáneo conserva sólo el valor cuantitativo de los mismos. Pero los números verdaderamente expresan ideas metafísicas sobre lo numerado o numerable, y la numeración es la medida armónica de todas las cosas y la forma en que ellas se relacionan entre sí. El número interviene activamente en las situaciones como componente de las mismas, signándolas con un sello conceptual y vital. El número es el signo de una cualidad, que él representa y fija, de un concepto que él expresa.

La aritmética tradicional se corresponde con la geometría y los números con las figuras geométricas. Números y figuras manifiestan conceptos idénticos, se corresponden y son análogos.

En los tres primeros números se sintetizan los demás. El 1 fecunda al 2, produciéndose el 3 y de él provienen los restantes. El binario es la unidad más su propio reflejo. La unidad más el binario forman la tríada, de la cual proceden todos los demás. De su correspondiente triángulo primordial derivan todas las formas. La progresión de los números se produce por la suma de la unidad a la energía del número precedente, transformando así su cualidad, pero permaneciendo siempre presente e inalterada toda la indefinida serie numérica.

La dualidad se halla representada de forma extensa en los mitos precolombinos. La pareja primordial representa las energías descendentes y ascendentes, la cual funda conjuntamente un centro del que irradiará la cultura de ese pueblo en el plano horizontal, centro que se representa por el número 1 y el punto geométrico, reflejos de la unidad metafísica original de la que provienen. En la concepción tradicional del binario, está incluido el mal, energía descendente, subterránea u horizontal, ya que las fuerzas contrarias no se excluyen. Entre ambas y mediante sus relaciones se establecen las emanaciones arquetípicas que al coagular dan lugar a la trama de la manifestación. 

La tríada primordial ha sido considerada siempre sagrada, es el arquetipo básico: todas las cosas manifestadas se generan por su multiplicación. Se produce de la amalgama de la unidad primordial con su propio reflejo siendo este hecho que designamos con la secuencia 1,2,3, simultáneo y eterno, procediendo de él todos los demás números, es decir, toda la manifestación.

El número 4 signa la primera manifestación, el plano creacional, limitado, gracias a lo cual pueden constituirse los seres y las cosas. Este plano se asimila al mundo en general y a la tierra en particular. El concepto metafísico del cuaternario se encuentra expresado de manera dinámica en la cruz inscrita en el círculo (la cruz equivale al círculo: una cruz en movimiento genera el círculo) y de manera estática en el cuadrado. Ambos, la cruz estática y el círculo en movimiento, simbolizan el mismo plano creacional, contracción y dilatación, lo sólido y lo aéreo, la tierra y el cielo. Son figuras complementarias, como lo son el plano horizontal y el eje vertical, el mundo y el hombre. Asimismo, el cuatro es el plano cuadrangular de base de la pirámide precolombina, sobre el que se superponen de forma escalonada distintos pisos, simbolizando una división vertical jerarquizada.

El cuaternario se refiere a las direcciones del espacio, a los periodos de tiempo, a los colores, a las etapas de cualquier manifestación. Fue el elemento conceptual común que permitió la fusión de las culturas americanas y las europeas. El simbolismo de la cruz es la estructura interna de la cosmología precolombina, hecho que fue inmediatamente escondido, tergiversado y negado por el cristianismo.

El cuadrado es la expresión geométrica simbólica del cuaternario. Ambos se hallan presentes, como una marca distintiva, en cualquier manifestación, la suma de las cuales constituye el cosmos entero. Su representación en el plano es el cuadriculado, la malla o red que contiene y fija los elementos dispersos, manteniendo la cohesión y el orden de la estructura, representación gráfica del entrecruzamiento continuo de la vertical con la horizontal.

Si a estos conceptos direccionales añadimos el de arriba-abajo, el círculo se convierte en esfera y el cuadrado en cubo, manteniéndose invariable la idea de un centro o un eje arquetípico, a partir del cual (y sólo a partir del cual) toda progresión es posible.

El 5 es el número del ser humano, centro virtual de la irradiación cósmica. El 5, multiplicado por el número de la tierra (4), da lugar al 20, la totalidad de las posibilidades manifestadas, medida o módulo mágico, común a varias culturas precolombinas.

Los cinco primeros números eran comunes a indígenas y cristianos, ya que la numerología indiana era vigesimal y por lo tanto también decimal, existiendo correspondencia entre ambas.

II.V.II. Simbolismo constructivo
Las sociedades tradicionales han construido su ciudad, símbolo de su cultura, como una imagen del orden cósmico: la ciudad terrestre es una imitación de la ciudad celeste y su estructura está tomada del arquetipo eterno. La ciudad celeste, precediendo a la terrestre se encuentra habitada por los antecesores míticos, ancestros que constituyen una genealogía simbólica, que no tiene que contraponerse con la histórica. La ciudad celeste es una patria de cuerpo espiritual (un espacio) en donde habitan los dioses y los difuntos (tiempo). Es común que las tradiciones se hayan considerado herederas en esta tierra de aquella ciudad del cielo y descendientes de sus moradores. Nuestro mundo es un espacio caótico e ilusorio que debe imitar a aquél, realidad arquetípica, para que la vida tenga algún sentido.

Tanto la ciudad celeste como los antepasados son aquí y ahora. El hombre es un vínculo entre dos realidades o mundos. Por la reiteración ritual del mito ancestral y por medio de los símbolos que lo revelan se puede realizar el pasaje de lo conocido a lo desconocido: ese es el propósito de toda enseñanza.

La ciudad terrestre reproduce los números y medidas que rigen el universo y manifiesta el plan divino ejecutado por los dioses. Queda establecida así una comunicación con lo celeste, de la que toda la comunidad participa, a través del centro o eje, que asegura el perpetuo fluir de las emanaciones que garantizan el orden, la cultura y la vida misma. La ciudad se organiza a partir de este centro en la horizontalidad de la comunidad social. El eje está simbolizado por el templo, o la casa cultual centro de la ciudad, o por el sacerdote, chamán o jefe de la comunidad, a partir del cual se estructuran todas las categorías. Es gracias al eje, comunicación viva entre el cielo y la tierra, que se produce la vida de una cultura.

En la América precolombina, el templo por antonomasia ha sido la pirámide escalonada de punta truncada, centro que alberga las energías verticales en las horizontales, estableciendo un espacio sagrado. El templo es la imagen viva del cosmos, punto de unión entre la tierra y el cielo, simbolizados en la pirámide por la base cuadrada y la triangularidad de sus lados. Si proyectamos en el plano la figura volumétrica de la pirámide escalonada obtendremos un pequeño cuadrado central, circundado por otra serie de cuadrados, desde lo interior a lo exterior, del centro a la periferia, de la unidad a la multiplicidad limitada. El ascenso, a su vez hacia el centro, configura un recorrido de retorno desde la manifestación a la inmanifestación, de la periferia al centro.

El templo, la casa cultual, es básicamente el espacio, el lugar en el que se recibe la iniciación en el conocimiento. Es un símbolo idéntico al de la montaña, que al igual que el hombre, son símbolos de la verticalidad y la comunicación axial, estableciendo la unión y la complementariedad del cielo y la tierra, unión que se realiza en el interior de la montaña, en la caverna y en el corazón del hombre. El propio hombre es él mismo un templo, microcosmos hecho a imagen y semejanza del macrocosmos (templo divino, casa de Dios) ambos realizados con leyes y planes análogos.

En la simbólica cristiana, este lugar central está representado por el sagrario. La caverna se asimila al tabernáculo o a la cripta.

II.V.III. Plantas y animales sagrados
En una sociedad tradicional todo es sagrado o mágico, pero ciertos símbolos animales o vegetales tienen una carga que los distingue como energías asociadas con determinadas deidades a las que representan, las cuales se manifiestan a través de ellos. Esta concepción se enmarca en la visión de la naturaleza como una teofanía, una manifestación de Dios a través de los seres y las cosas. La vida es un ritual, una trama de energías verticales y horizontales, espaciales y temporales que se entrecruzan, por lo que el mundo es un código en el que se puede leer mediante el lenguaje del cielo, de las plantas, de los animales, de los fenómenos de la naturaleza.

El árbol es el signo vegetal más claro. Símbolo axial, en su copa, tronco y raíz se encuentra la equiparación de los tres niveles aéreo, terrestre y subterráneo, el cielo, la tierra y el inframundo. El proceso de su cultivo, siembra, desarrollo y fructificación, forman un conjunto ligado con la idea de vida-muerte-resurrección, presente en todos los mitos y ritos agrarios. En las plantas se da la conjunción de los elementos: agua, aire, fuego, tierra. Los alimentos que producen se consideran también sagrados, fuente de vida para el hombre.

Los animales guardan en su interior algo de la pureza del que los creó y el hombre puede aprovechar su energía para establecer relaciones a su través con Aquel. Se establece así una afinidad hombre-animal-dios, en la que el animal participa de ciertos aspectos divinos y humanos. Entre el simbolismo animal el más frecuente es el complejo águila-serpiente-jaguar. El conjunto representa las energías cósmicas, interrelacionándose permanentemente, promoviendo el equilibrio armónico del mundo a través del desequilibrio y la desarmonía de sus partes, las cuales están en constante interacción, o lo que es lo mismo, en constante atracción y oposición. El águila representa lo aéreo, la serpiente la tierra y el jaguar las energías del inframundo. Los dioses del cielo y los del inframundo son los mismos, pero invertidos, ascendiendo y descendiendo por el mismo eje vertical.

La cultura del agro simboliza el ordenamiento del caos en la tierra. De esta forma, el maíz es el símbolo del fruto de la participación directa y activa del hombre en la naturaleza. Representa la perenne generación.

El sentido mágico de la vida se expresa para el indígena en la naturaleza. Los símbolos, mitos y ritos relacionados con la agricultura en general configuran una imagen de los pasos del proceso iniciático: preparación del adepto, descenso a los infiernos, pruebas, muerte, resurrección, crecimiento y fructificación, participando así en ambas ocasiones de un modelo universal válido para toda generación.

El simbolismo vegetal predomina en los pueblos sedentarios, cuyas artes son visuales, ligadas al espacio. Ligadas al tiempo son las artes de la poesía y la música y el simbolismo animal, predominantes en los pueblos nómades.

II.V.IV. El sentido del tiempo y los calendarios mesoamericanos
El tema de los calendarios mesoamericanos es uno de los más importantes dentro del campo de las culturas precolombinas. Traduce la forma de concebir el tiempo de los antiguos americanos, en relación con el espacio, las deidades, el paso de los astros y estrellas, los estados de la materia, los colores y los demás símbolos y elementos asociados que constituyen el universo indígena y que conforman su cosmogonía. Los calendarios mesoamericanos expresaban la ciencia de los ritmos y los ciclos, armonizaban el espacio y el tiempo por la magia exacta de los números, constituyendo el núcleo de todas las manifestaciones culturales colectivas e individuales, el eje de la vida de los pueblos y las personas, cuya existencia se articulaba por su ordenamiento. Albergaban en sí todas las ciencias y conocimientos y constituyeron por siglos la máxima expresión de estos pueblos.

El tiempo es medida, módulo, proporción que vincula las distintas partes del cosmos y un elemento de unión entre ellas. Pero, sobre todo, es la ley que al cumplirse indefectiblemente hace posible todo esto. Su presencia, manifestada en el movimiento, obedece a pautas y ritmos periódicos que ligan a los seres, los fenómenos y las cosas entre sí, estableciendo parámetros, analogías y prototipos que inmediatamente llevan a la idea de un mismo y único modelo universal. La manifestación de este modelo es la totalidad de lo posible, y su expresión más evidente la vida universal y la naturaleza como símbolo de esta. El movimiento es la proyección espacial del tiempo y, por lo tanto, una síntesis de ambos.

El tiempo es el elemento siempre presente sin el que la vida no sería posible. En una sociedad tradicional, el sentido del tiempo no es lineal: cada día es el primero de la creación y todo está tan nuevo y vivo que puede suceder cualquier cosa en cualquier momento. El tiempo se vivencia como eterno presente, como algo sobrenatural cargado de energías constructivas y destructivas. El hombre primitivo comprendió el mensaje de las revoluciones de los astros y estrellas, los cuales establecen unas pautas en el firmamento equivalentes a las de la tierra y los seres humanos. Sus ciclos obedecen a un plan universal que se refleja en todas sus partes. El total es el conjunto arquetípico, modelo que se repite de modo invariable y que se expresa por medidas, módulos simbólicos y numéricos que crean permanentemente el universo, para nuestro asombro. Los calendarios mesoamericanos hablan de este sistema de analogías que conforma el cosmos.

El mundo es una gigantesca obra de arte, en constante proceso de producción en la propia naturaleza, industria constante que en el ciclo de las estaciones simboliza el ritmo universal mediante el que se sucede la manifestación. El sol es el símbolo de la magia que subyace a este orden cíclico y rítmico del que depende la vida de los hombres, símbolo de la energía que a su vez lo ha conformado a él dotándolo de este poder ordenador y sostenedor de la vida en la tierra. Y la misma magia y el mismo simbolismo se expresan a través de cualquier manifestación de la naturaleza, la cual se convierte así en un lenguaje de símbolos y analogías, un conjunto armónico en cuyo centro se encuentra el hombre. El conocimiento de estas relaciones produjo los calendarios mesoamericanos que regían la vida individual y colectiva. 

Los calendarios eran los mecanismos que armonizaban el tiempo y el espacio, pautando toda la cultura y ordenando la vida de cada uno y de la colectividad. Incluían todos los órdenes de la vida, fusionando los diferentes planos por analogías, en completa correspondencia con la naturaleza de los fenómenos, los seres y las cosas. Estos calendarios eran la expresión más perfecta de su cosmovisión y se basaron en ellos para estructurar sus civilizaciones no quedando fuera de su influencia ninguna manifestación individual o colectiva.


III. REFLEXIONES FINALES

En El Simbolismo Precolombino, de Federico González, se sostiene el concepto de una civilización ideal, por corresponder exactamente con el modelo arquetípico ideado en la mente del creador, la cual es accesible al hombre original, justamente porque en su doble naturaleza, humana y divina, él tiene, por una parte, acceso a las ideas de la mente creadora y, por otra, puede ejecutarlas, materializarlas en este plano, en el que tiene su sustancia. Esta transmisión se recuerda en los mitos y ritos cosmogónicos y, además, ha sido acercada por dioses civilizadores, que han facilitado que adquiriera una forma particular adaptada a las circunstancias temporales y espaciales del grupo humano al que se transmitía. Y, desde ellos, por la vía iniciática, estos conocimientos acerca de la naturaleza real del Hombre mismo, del Mundo, de la Vida, se han ido conservando y transmitiendo, se han preservado los cuerpos simbólicos correspondientes a cada cultura y época, guardados y a la vez manifestados en los símbolos numéricos, geométricos, en las lenguas sagradas, en los símbolos astrológicos, arquitectónicos, en el calendario, celebraciones, artesanías y oficios, etc.

Si podemos ver claro que tanto los símbolos del Viejo Mundo como los del Nuevo, como los de todas las culturas, se refieren a una misma y única realidad, no solo entenderemos la unidad arquetípica de las tradiciones y su unánime visión del mundo sino que este acontecimiento se convertirá en un instrumento para abolir nuestros condicionamientos históricos y sus consiguientes concepciones mentales, produciéndose por este proceso una auténtica liberación de las perspectivas y los prejuicios impuestos, pudiendo escapar de las valoraciones tan gratuitamente aceptadas, preparándose así el terreno para cimentar un nuevo campo mental, un espacio donde la visión de nosotros mismos y del mundo pueda ser distinta, alcanzando a sabernos sujetos del Conocimiento, partícipes del cosmos, siempre vivo, misterioso y actual. Y esto es válido tanto para el hombre moderno occidental como para el americano tradicional, que puede, mediante este trabajo, que no es otra cosa que un trabajo consigo mismo, conciliar los opuestos de dos culturas aparentemente contradictorias, asimilando la herencia de ambas en el punto en que no se excluyen sino que se complementan.

Muchos son los pensamientos, las preguntas y las reflexiones que surgen de la lectura, el estudio y la asimilación de esta obra sobre Simbología en general y sobre el simbolismo precolombino en particular, hija de la Tradición, que nos llega de la mano de su autor, Federico González, la cual, puede ejercer en nosotros una influencia educadora, despertando y rescatando una forma de pensar, de ver, de relacionar, al modo usual de las sociedades tradicionales. La obra nos aclara conceptos básicos que para los protagonistas de una cultura tradicional no tienen razón de existir, siendo frecuente que no estuvieran expresados en sus vocabularios, debido a que son vividos de forma directa y no requieren una explicación intelectual. De forma sencilla y natural constituyen la vida individual y grupal, estando incluidos en la totalidad de sus pensamientos y acciones. 

Sin embargo, nosotros debemos efectuar un largo viaje de vuelta para reencontrar lo original y permanente, única forma de regenerar nuestro presente, encontrándonos a nosotros mismos y descubriendo el sentido de la vida. Hoy en día padecemos el mismo mal que aquellos conquistadores, agravado por el hecho de que somos culturalmente hijos del racionalismo, evolucionismo y positivismo, los cuales han dado lugar a un marco cultural caracterizado por la pérdida del concepto de lo sagrado y la mentalidad simbólica, la mecanicidad de la lógica formal, la literalidad y la aceptación de las elucubraciones científicas. Ante la imposibilidad de definir y cuantificar los atributos de la deidad, los númenes, de definir lo simbólico y lo sagrado, los valores que nuestra ciencia y nuestro concepto de progreso han impuesto nos obligan en el sentido más literal de la palabra a definir como animistas, infantiles, atrasadas y salvajes a estas sociedades primitivas y a sus panteones. Dios, los númenes, lo sagrado y los símbolos numéricos, geométricos y constructivos, en los que la deidad se manifiesta, pasan a ser falsos para el hombre moderno por no poder encajarlos en sus rígidos y limitados esquemas.

Esta limitación cultural de la que somos hijos, puede subsanarse justamente con el estudio y la meditación en los símbolos, cultura y pensamiento del hombre de la Antigüedad, mediante cuya comprensión podemos conocer la realidad que ha sido y es patrimonio del hombre, su herencia y su legado: la razón de ser de ellos y de la manifestación, el Conocimiento de otro mundo y otra vida, en la que esta existencia se halla incluida. Pero en la actualidad este aprendizaje requiere el desaprendizaje, el desapego de las viejas creencias y formas de pensar, que pueden irse destruyendo a la vez que la nueva manera de pensar se construye en nuestro interior, precisamente por la acción de este cuerpo simbólico y la labor educativa que ejerce en nosotros, despertando facultades dormidas y rehabilitando modos atrofiados de percibirnos a nosotros mismos y al mundo, reorganizando e invirtiendo nuestra deformada formación intelectual para que seamos capaces de revitalizar el pensamiento y los símbolos de la Antigüedad y de instaurar en nosotros el Conocimiento.

Es fácil observar las diferencias entre la concepción del símbolo en una sociedad tradicional y en la sociedad actual, para la cual aquél es un objeto más en la pluralidad de objetos analizables y consumibles, en último extremo creado o inventado por el propio hombre como una más de sus habilidades. Al no reconocerle su valor mediador, su potencia generadora y su razón de ser, nada ya nos une a nuestro origen, habiendo quedado el ser humano desconectado, perdido en la multiplicidad, identificado con su personalidad que le define individualmente y le diferencia del resto de individuos igualmente desconectados. Esta es la razón de la soledad personal, social y existencial del hombre actual, la causa de su angustia y su experiencia de alienación, de no ser él mismo ni saber quién es, perdido y abandonado, sin cohesión con nada ni nadie en este plano horizontal en el que todo se repite linealmente sin solución de continuidad, abocado a una extinción inexorable en el momento final.

Como una reeducación se presenta la obra de Federico González en este momento cíclico, no haciendo otra cosa que recuperar en nosotros una forma de pensar, de ver, de leer el lenguaje de la vida que, no sólo ha sido omitida en nuestra educación, lo cual se corregiría con cierto entrenamiento, sino que hemos sido educados en forma inversa, siendo necesario ahora hacer un movimiento contra corriente, si se aspira a despertar la verdadera inteligencia. Se requiere un gran esfuerzo para situarse en el ambiente de las culturas ajenas a la sociedad moderna. Pero el esfuerzo de concebir otro tiempo y de imaginar un espacio mental distinto al nuestro se verá recompensado por otra forma de ver el mundo que nos enlazará precisamente con las ideas originales que le dieron vida.

Para comprender una cultura, no basta con conocer su historia y sus manifestaciones. Aquellos integrantes de una tradición que comprenden el sentido de sus símbolos, mitos y ritos y su función mediadora, podrán entender la esencia de esa cultura: su idea del espacio, del tiempo, del número, el lenguaje y su pensamiento, y el sentido simbólico de todas sus acciones y manifestaciones. Precisamos tener una visión realista de la deformación de nuestro pensamiento en la actualidad como punto de partida para poder realizar la necesaria inversión que la Simbólica requiere para ejercer en nosotros su impacto educador. Y esa visión realista de nuestro propio filtro, resulta casi imposible, por efecto del propio condicionamiento, si no nos situamos en la perspectiva de la Filosofía Perenne, es decir, si no nos acogemos al pensamiento arquetípico no sujeto a fluctuaciones o influencias externas, que se expresa a través de símbolos en el seno de todas las sociedades. Esto es justamente lo que hace la Simbología, quien considera al cosmos y al hombre en su totalidad (pensamiento analógico) y considera simbólicas todas las manifestaciones, especialmente las culturales, las cuales actúan como un puente entre lo externo y lo interno, entre la existencia y la esencia, entre lo que perciben nuestros sentidos y la urdimbre invisible que sustenta nuestro mundo y es su razón de ser. En definitiva, entre lo exotérico y lo esotérico.

Las cosmogonías precolombinas constituyen una modalidad de la Cosmogonía Arquetípica, que se expresa en diferentes formas en función de las características de espacio, tiempo y costumbres, formas que velan y revelan su esencia única. La reconstrucción de estas culturas es posible, aunque difícil y laboriosa, uniendo los fragmentos dispersos en restos arqueológicos, crónicas de los conquistadores, testimonios, folklore, tejidos, cestería, etc. Pero es sobre todo por el reconocimiento de sus símbolos y mitos cosmogónicos y teogónicos, y de sus modelos del universo y sus estructuras culturales, justamente por su correspondencia con símbolos y mitos de otros pueblos, por lo que podemos, por analogía, intentar comprender su esencia. 

Las cosmogonías de cualquier cultura o tradición, y también las precolombinas, se mantienen vivas en sus símbolos y mitos, los cuales pueden ser, por su conocimiento e invocación, vivificados, actualizándose toda su energía potencial. Como cualquier símbolo verdadero, la potencia de los símbolos precolombinos se actualiza en quien es capaz de comprenderlos con el corazón.


NOTA
*

Este trabajo está basado íntegra y exclusivamente en el libro El Simbolismo Precolombino, cosmovisión de las culturas arcaicas, de Federico González, edición de 2004 (Kier, Buenos Aires). Se evita, por tanto, indicar las citas, pudiéndose encontrar el contenido total de este texto en dicha obra.


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Estudios Generales
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