Señor Presidente,
Al tomar hoy la palabra ante vosotros conforme a lo que es costumbre, me siento, lo confieso, un poco incómodo al pensar en las trágicas circunstancias en las que vivimos desde hace ya tres años y que deberían, parece, apartar de nuestro ánimo cualquier otra preocupación. Asimismo, experimento un verdadero escrúpulo, y como una necesidad de excusarme y justificarme, aún incluso, y quizá sobre todo, ante mis propios ojos. El momento, en efecto, ¿es para discursos? y ¿es lógico aceptar la tarea de pronunciar uno, cuando se está convencido, como yo lo estoy, de la perfecta inutilidad de todos estos despliegues de elocuencia más o menos sonora, para la que ciertas solemnidades constituyen ocasión habitual? Pero hay costumbres a las que, no teniendo el poder de cambiarlas, está uno forzado a someterse; y, si al menos este discurso pudiese tener como resultado, bastante paradójico en apariencia, convencerles de la vanidad de esa elocuencia a la que acabo de aludir, creo que no habríamos perdido el tiempo en absoluto. Se ha dicho, sin duda bromeando, que el lenguaje fue dado al hombre para disfrazar su pensamiento; pero esto encierra una verdad más profunda de lo que pudiera suponerse a primera vista, a condición, no obstante, de añadir que este disfraz puede ser inconsciente e involuntario. En efecto, la función esencial del lenguaje es la de expresar el pensamiento, es decir la de revestirlo de una forma exterior y sensible, por medio de la cual podamos comunicarlo a nuestros semejantes, en la medida al menos, en que sea comunicable: y es bajo esta restricción que quiero llamar más particularmente vuestra atención. ¿Puede decirse que la expresión sea alguna vez adecuada al pensamiento?, y ¿no es cualquier traducción, por su misma naturaleza, forzosamente infiel? "Traduttore, traditore", dice un proverbio italiano bien conocido, que aunque parezca un poco un juego de palabras por su extrema concisión, no por ello es menos justo, y hasta tal punto que es extremadamente difícil y raro encontrar en dos lenguas diferentes, e incluso bastante cercanas la una de la otra, dos términos que se correspondan exactamente, de tal modo que cuanto más una traducción quiere ser literal, a menudo más se aleja del espíritu del texto. Y si esto ocurre cuando se trata simplemente de pasar de una lengua a otra, es decir de cierta forma sensible a otra forma de la misma naturaleza: de cambiar de alguna manera el vestido del pensamiento ¿cómo no será todavía más difícil hacer entrar en las formas estrechas y rígidas del lenguaje ese mismo pensamiento, que es esencialmente independiente de cualquier signo exterior y radicalmente heterogéneo respecto a su expresión? Para comprender hasta qué punto el puro pensamiento debe verse por ello disminuído, reducido y como esquematizado, sólo hace falta un instante de reflexión, a menos que se parta de las ilusiones de ciertos filósofos que, cegados por el espíritu de sistema, han creído que el pensamiento entero podía y debía encerrarse en una especie de fórmula concebida según el tipo matemático. Lo que es cierto, por el contrario, es que lo que expresan las palabras o los signos no es nunca la totalidad del pensamiento, que éste contiene siempre en sí mismo una parte inexpresable, luego incomunicable, y que esta parte es tanto mayor cuanto más elevado sea el orden de este pensamiento, puesto que más alejado está entonces de cualquier figuración sensible. Lo que podemos confiar a nuestros semejantes no es pues nuestro pensamiento mismo, sino sólo un reflejo más o menos indirecto y lejano de él, un símbolo más o menos oscuro y velado; y es por ello que el lenguaje, vestido del pensamiento, es también forzosamente y por el mismo motivo, su disfraz. Pero, que el lenguaje sea un disfraz del pensamiento, supone evidentemente que hay un pensamiento escondido detrás de las palabras: ¿es siempre así para todos los hombres? Se puede estar tentado de dudarlo, y de preguntarnos si, para algunos, las palabras mismas no llegan a ocupar casi por completo el lugar de un pensamiento ausente. ¿No hay demasiados que, incapaces de pensar verdadera y profundamente, llegan sin embargo a darse la impresión a sí mismos, y a veces a los demás, de que son capaces de hacerlo, encadenando con más o menos habilidad y arte palabras que no son más que formas vacías, sonidos que, aun ofreciendo tal vez un conjunto armonioso, están en cambio desprovistos de significación real? Ciertamente, el lenguaje rinde al pensamiento grandes y preciosos servicios, no solamente suministrándonos un medio de transmitirlo en la medida de lo posible, sino también ayudándonos a precisarlo y permitiendo definírnoslo mejor a nosotros mismos, y hacerlo consciente de una manera más clara y completa. Pero al lado de estas ventajas incontestables, el lenguaje, o mejor, su abuso, da lugar a graves inconvenientes, el menor de los cuales no es el verbalismo que ahora mismo os denunciaba, verbalismo cuya deplorable manifestación es lo que se ha convenido en llamar elocuencia. En efecto, nos equivocaríamos extrañamente, si nos imagináramos que el éxito de los más reputados oradores es debido, la mayoría de las veces, en verdad, a la precisión o a la elevación de las ideas que expresan. No es necesario tener ideas para ser elocuente, y tal vez eso sea más bien un obstáculo, sobre todo cuando quiere uno dirigirse a la muchedumbre; ya que, hay que reconocerlo, la gran masa de los hombres tiene impresiones más que ideas, y esta es la razón de por qué se deja subyugar tan fácilmente y arrastrar por palabras que, de ordinario, son tanto más sonoras cuanto más vacías de sentido, y por ello tanto más aptas para ocupar el lugar del pensamiento en aquellos que no lo tienen. También, el poder del orador, y más especialmente el del orador popular es, casi exclusivamente, un poder de orden físico: los gestos, las actitudes, los juegos de la fisonomía, las entonaciones de la voz, la armonía de las frases, esos son sus principales elementos. Con respecto a esto, el orador tiene más de un punto de similitud con el actor: lo que importa, es mucho menos lo que dice que la manera cómo lo dice. Se dirige a las facultades sensibles de su auditorio, a menudo también a sus sentimientos o a sus pasiones, a veces a su imaginación, pero muy raramente a su inteligencia. Y esta función preponderante de los medios físicos en el arte, iba a decir en el juego, del orador, nos explica por qué los discursos de aquellos que han ejercido mayor influencia en la muchedumbre, cuando los leemos, nos parecen de una sorprendente insignificancia, de una desesperante banalidad. También por ello es tan raro que un mismo hombre reúna dones tan diversos como los del escritor y el orador: el escritor, que no tiene a su disposición los mismos medios exteriores, necesita cualidades de otro orden, quizás menos brillantes, pero también menos superficiales y más sólidas en el fondo. Y además la obra del orador solamente tiene su razón de ser en una circunstancia determinada y pasajera, mientras que la del escritor debe tener normalmente un alcance más duradero. Al menos debería ser así, pero desde luego hay escritores cuyas frases no contienen más pensamiento que las de los oradores de los que acabo de hablar, y mucha de la literatura que en suma no es más que mala elocuencia, y que, fijada sobre el papel, ya ni tiene los encantos artificiales que podría prestarle una dicción agradable o sabia. Y naturalmente, al atacar la elocuencia verbal, incluyo también con el mismo título, a toda esta vana literatura. Ahora bien, ¿cuáles son las causas que dan nacimiento a este verbalismo hueco y estéril? Sin duda son bien complejas, y no querría enredarme en un estudio demasiado profundo de esta cuestión. Puede ser que, entre esas causas, las haya que sean inherentes a la naturaleza humana en general, o más particularmente al temperamento de ciertos pueblos o de ciertas personas; pero también se trata de una cuestión de educación. Como los atenienses en otro tiempo, los franceses tienen generalmente la reputación de experimentar un gusto exagerado por la elocuencia, algunos dicen que por la palabrería. Y en esta crítica que nos dirigen incluso nuestros mejores amigos, hay algo de verdadero. Debería decir más, había algo de verdadero, ya que hoy en día, felizmente para nosotros, parece que las cosas hayan cambiado un poco; pero enseguida volveré a este tema. Acabo de deciros que, en este aspecto, se comparaba fácilmente a los franceses con los atenienses; ¿hay que admitir para explicarlo que nuestro temperamento nacional se parece extrañamente al de los antiguos griegos? No lo creo. Más bien creería que tal similitud que no se funda en ninguna comunidad de raza, se justifica solamente por la influencia exagerada y demasiado exclusiva que la civilización helénica ha ejercido sobre la nuestra, es decir que es mayormente el producto artificial de una cierta educación. Seguramente, no hay que desconocer ni despreciar lo que han hecho los Griegos en diversos dominios. Pero tampoco hay que creer, en un exceso de admiración que a veces raya en el fanatismo, que no hay nada que valga fuera de lo que han hecho, ni negarse a ver, al lado de sus méritos que son muy reales, sus defectos que no lo son menos, y uno de los más notables es precisamente la fastidiosa tendencia al verbalismo. Este defecto es netamente sensible hasta en los más grandes de entre ellos; y en el mismo Platón, tal vez el tipo más representativo de la mentalidad helénica, la dialéctica demasiado sutil, para quien la examina con toda imparcialidad y evitando dejarse impresionar por la belleza de la forma, a menudo aparece como si en el fondo no fuera más que un divertimento bastante vano, que descansa mucho más sobre las palabras que sobre las ideas, y que no podría conducir a ninguna conclusión verdaderamente profunda. He hablado de la belleza de la forma; es que los griegos, no hay que olvidarlo, antes que nada eran artistas, lo eran en todo lo que hacían, y llevaban al extremo el culto a la forma, en detrimento de la profundidad y de la extensión del pensamiento. Se podría decir incluso, sin ninguna exageración, que no concebían nada más allá de la forma y de sus limitaciones, hasta tal punto que para ellos acabado y perfecto eran términos sinónimos. Sin duda, no hay que descuidar ni desdeñar el arte en sí mismo; pero hay que saber poner cada cosa en su lugar, y no permitir a este culto a la forma, legítima cuando no sobrepasa ciertos límites, invadir el dominio del pensamiento puro, ni por otro lado, reaccionar sin medida en el dominio de la acción. Y no obstante, ¿no es esto lo que se ha hecho demasiado tiempo, bajo la influencia y a imitación de la civilización griega o greco-latina? Y muchos de nosotros, aquéllos al menos cuya cultura fue casi exclusivamente literaria, ¿no tienen todavía que lamentar el haber recibido una educación por entero verbal, que encontraba su completa expresión en el "discurso en latín", ejercicio que hoy ha caído en el olvido? Podemos lamentar la tendencia que empuja a algunos a abandonar por entero el estudio de la antigüedad; pero el conocimiento real y exacto de esta antigüedad es algo bien distinto de esa retórica pueril, que apenas consistía más que en una reunión de fórmulas copiadas servilmente o aprendidas de memoria, y aplicadas indistintamente a todos los asuntos. En lugar de que la idea fuera independiente de la palabra, como debe serlo naturalmente, era la palabra la que, al contrario, se hacía independiente de la idea y usurpaba su lugar. Sin embargo, los franceses nunca han abusado de la elocuencia como los griegos, y ella nunca ha llegado a absorber la totalidad de su existencia nacional. La Grecia antigua ha muerto a causa de este abuso; Francia no morirá por lo mismo. Ya hemos probado suficientemente que felizmente éramos capaces de otra cosa que disertar, y continuamos probándolo cada día. Y es precisamente eso lo que muestra el carácter bastante artificial que tenía para nosotros este gusto por la elocuencia. Las circunstancias, si bien no lo han hecho desaparecer completamente, lo cual era imposible de una sola vez, al menos lo han relegado rápidamente a un último plano. Podemos decir, sin exagerar, que hemos conseguido así una verdadera victoria sobre nosotros mismos, sobre nuestras antiguas costumbres. Y estas victorias tienen su importancia, pues son una condición de las otras, de las que debemos conseguir sobre el enemigo. La elocuencia ya no está de moda, y es fácil darse cuenta de que ha perdido su prestigio. Desde el comienzo de esta guerra, en efecto ¿qué es lo que más ha llamado la atención de las conciencias? La proclama de Galliéni a los parisienses, el orden del día de Joffre cuando la batalla del Marne, el de Pétain en Verdún. Algunas líneas bien sencillas dicen netamente lo que quieren decir, sin grandes palabras, sin rodeos y sin adornos inútiles, sin vanas fraseologías. Y es esto lo que permanecerá, creedme, y lo que dejará una impresión mucho más duradera que los mejores discursos de los políticos, algunos de los cuales están no obstante llenos de un indiscutible talento. La elocuencia ha recibido un golpe del que quizás no se repondrá jamás, y no cabe lamentarlo. No nos dejemos engañar más por las palabras, como nos ha sucedido demasiado a menudo; sepamos de ahora en adelante, en todos los dominios, mirar las realidades de cara, verlas tal y como son. He aquí seguramente una de las primeras lecciones que deberemos extraer de los acontecimientos actuales, si no queremos haber sufrido en vano. ¿Perdieron nuestros heroicos soldados la menor
parte de su tiempo en discursos y en declaraciones? No, puesto que tenían
mejores cosas que hacer y lo sabían bien: "Res, non verba".
Lo que esperábamos de ellos, son actos, no palabras, y no nos han
defraudado. Y vosotros también, queridos Alumnos, cuando llegue
el momento de dejar este Colegio, tendréis mejores cosas que hacer
antes de perder el tiempo en juegos de elocuencia: algunos, tal vez, todavía
tendrán que ocupar su lugar junto a sus mayores. Pero lo cierto
es que todos, incluso los más jóvenes, tendréis que
cumplir otros deberes, otra tarea sin duda más oscura pero no menos
necesaria, para reparar las ruinas que esta larga y terrible lucha habrá
acumulado, y para ayudar a los gloriosos supervivientes a recoger y hacer
fructificar todas las consecuencias de su victoria. Todavía habréis
de luchar en otro terreno, ya que la mayoría de vosotros, probablemente
seréis hombres de acción. Parece ser, hoy más que
nunca, que el dominio del pensamiento puro debe permanecer como patrimonio
de un pequeño número, y quizás es bueno que así
sea, si es verdad que la especulación y la acción normalmente
van bastante mal juntas. Para estar preparados para actuar cuando sea necesario,
y sea cual sea la forma en que ejerzáis vuestra actividad, os tendréis
que convertir en hombres en toda la acepción de la palabra, más
deprisa y pronto que los jóvenes de algunas generaciones que precedieron
la vuestra, cuando no había tantos vacíos que rellenar en
tantos puestos de la nación. Trabajad pues en ello desde ahora mismo,
queridos Alumnos, preparaos, con todas las fuerzas de vuestra inteligencia
y vuestra voluntad, para la función que la patria tendrá
derecho de exigiros próximamente. Habituaros sin demora a encarar
seriamente el futuro, meditando los ejemplos de heroísmo que os
dan vuestros mayores, ejemplos que os incitarán a no faltar jamás
a vuestro deber, sea cual sea, igual que ellos no faltaron al suyo en medio
de pruebas que están entre las más temibles que la humanidad,
en ningún tiempo, haya atravesado, y cuyo recuerdo hará que
vuestra tarea sea más fácil y menos dura. Traducción:
Antonio Guri.
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NOTA | |
* | Reproducido en la revista Etudes Traditionnelles, noviembre-diciembre 1971. |
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