cosmovisión medieval
J. Publicio, Oratoriae artis epitome, Venecia 1482
 
SOBRE LA PARADOJA DE LA SUBJETIVIDAD HUMANA EN HUSSERL: ¿UNA APERTURA AL ESOTERISMO?
EMILIO SAURA
En los & 53, 54 y 55 de la Krisis (parte III, sección A), Husserl aborda un problema decisivo para la comprensión de la intersubjetividad: ¿Cómo una parte integrante del mundo, la subjetividad humana, puede constituir al mundo entero como su formación intencional? 

Nos encontramos ante una paradoja que surge, de un lado, del "sentido común" (la "evidencia" que se hace presente en la actitud natural) y, de otro, de la constatación del "teórico desinteresado". Por eso nuestro autor se pregunta: "¿Acaso no puede llegarse a una 'epojé' universal? ¿Podemos contentarnos con semejante estado de cosas? ¿Puede satisfacernos la idea de que Dios ha creado el mundo, dentro del cual están los hombres, a quienes ha dotado de una conciencia, de una razón capaz de conocimiento y del más elevado conocimiento, el científico?" Esto puede ser una verdad para la visión ingenua que caracteriza a la religión positiva, pero el filósofo no puede quedarse ahí. El misterio de la creación, como el de Dios mismo, es una parte constitutiva de dicha religión. Sin embargo, para el filósofo la simultaneidad de las dos proposiciones: "subjetividad en tanto que objeto en el mundo" y "sujeto de una conciencia para el mundo" plantea un problema, para cuya solución no bastan las apelaciones a la tradición filosófica ni las deducidas de la actitud científica, pues, para el fenomenólogo, el mundo extrae su sentido de nuestra vida intencional. 

¿Cómo resolver la paradoja? Hasta ahora el ego no había sido tratado en toda su profundidad. Se echaba de menos el cambio de significación del ego en otros egos, en "todos nosotros", faltaba el problema de la constitución de la intersubjetividad en tanto que un "todos nosotros" a partir de mí en incluso "en mí". Ahora surge con motivo de la pregunta irrenunciable: ¿Quiénes somos nosotros en cuanto sujetos constituyentes del mundo como sistema polar, como formación intencional de la vida en común? 

Evidentemente, el término "nosotros" no puede tomarse aquí en el sentido natural-objetivo. La evidencia "aquí hay un hombre dentro de tal círculo social, entre gente que se conoce, etc." se disuelve en las cuestiones de las que es portadora. 

¿Pero los sujetos trascendentales constituyentes del mundo son hombres? Husserl afirma que en la "epojé" y en la pura mirada sobre el polo egológico nada humano se muestra, ni alma, ni vida del alma, ni hombres reales psicofísicos. Todo ello pertenece al fenómeno, al mundo como polo constituido. 

Todavía seguimos, pues, prisioneros de la paradoja. La actitud ingenua no era correcta, a causa del olvido de nosotros mismos: la "epojé" soy yo el que la lleva a cabo e incluso si hay varias personas, nada varía el hecho de que están englobadas en el fenómeno "mundo", el cual, en mi "epojé", es exclusivamente un fenómeno mío. Esta crea una soledad filosófica de un tipo singular y en la cual no estoy aislado. El ego alcanzado en la "epojé" (el mismo de Descartes, convenientemente corregido) no se llama "yo" sino por un equívoco, debido, es verdad, a su esencia misma, pues cuando me expreso no puedo hacerlo de otro modo. Por eso es un error metodológico saltar directamente a la intersubjetividad trascendental sin pasar por el ego-origen, el de mi "epojé", que no puede perder su singularidad indeclinable. A esta indeclinabilidad no se opone la aparente declinabilidad que comporta construir la intersubjetividad a partir de sí, para "posteriormente" incluirse en ella como miembro privilegiado. En el curso interior de su vida constitutiva original, el ego constituye una primera esfera objetiva, la esfera "primordial" y, a partir de ella, la "percepción del otro", de otro ego que es para sí como yo para mí. 

¿Cómo se lleva a cabo la constitución del prójimo? De un modo análogo a como el yo presente constituye en sí al yo pasado. Sólo a partir del ego y de sus funciones trascendentales se puede poner de manifiesto el "mundo para todos". Sólo así podremos adquirir una comprensión última del hecho de que cada ego trascendental de la intersubjetividad (en tanto que co-constituyente del mundo) haya de ser necesariamente constituido como un hombre en el mundo, el hecho, por tanto, de que cada hombre sea "portador de un ego trascendental", no a la manera de una parte real o de una capa de su alma, sino como auto-objetivación del ego trascendental. 

A propósito de esto surge otra cuestión, relacionada con la patentización de dicho ego. Es verdad que todo hombre que efectuase la "epojé" podría conocer su ego último. Sin embargo, sería una ingenuidad atribuir sin más a toda la humanidad la misma metamorfosis acaecida en mí. Se impone, pues, una reducción al ego absolutamente único que funciona en última instancia. 

En efecto, el referente primordial es el mundo, un mundo que extrae su validación de una autoconfirmación constante. El método exige, pues, que el ego cuestione sistemáticamente a partir de su fenómeno-de-mundo-concreto y se sumerja en el indecible abismo de sus fundamentaciones-de-validez: el ego viene dado en la "epojé", pero como "concreción muda" a explicitar siempre de nuevo. 

En este avance sistemático lo que se nos da en primer lugar es la correlación mundo-subjetividad trascendental, objetivada en la humanidad. Pero entonces surgen nuevas preguntas: ¿Son también los perturbados mentales objetivaciones de los sujetos? ¿Y los niños? ¿Y los animales? ¿Y los vegetales? ¿Y los seres vivos en general (al fin y al cabo, de manera indirecta, constituirían una vida en comunidad en el sentido espiritual)? Lo cual hace aflorar, primero para la humanidad, luego para los demás seres, problemas como el de la generatividad, el de la historicidad trascendental, el del nacimiento y la muerte, etc. En cuanto al problema del "inconsciente" (el sueño sin ensueños, la pérdida de la conciencia y otros), es seguro que se trata de acontecimientos del mundo pre-dado y que han de ser constituidos. No hay problema que no pueda ser patentizado desde la fenomenología (también el del lenguaje, verdad y razón fenomenológicos y no sólo naturales). 

Esto permite igualmente comprender el sentido de la exigencia de una apodicticidad del ego y de todos los conocimientos trascendentales adquiridos sobre este fundamento. Cuando se ha alcanzado el ego se toma conciencia de que estamos en una esfera de evidencias tras la cual carece de sentido apelar a otra instancia. En definitiva, toda evidencia es el título de un problema, menos la fenomenológica, que lleva en sí su propia validación. 

Por eso es ingenuo atacar a la fenomenología considerándola como un "cartesianismo", como si el "ego cogito" fuese una premisa de la que se dedujese el resto de los conocimientos. No se trata de asegurar la objetividad, sino de comprender. Ninguna ciencia aclara nada: deducir no es clarificar. El saber científico no nos otorga ningún conocimiento realmente clarificador de la naturaleza, pues no tematiza su sentido trascendental. Ello no menoscaba en modo alguno la grandeza de su genio creador, como tampoco el ser del mundo objetivo que aparece en la actitud natural queda disminuido por el hecho de ser retrocomprendido, por así decirlo, desde la esfera absoluta, en la cual adquiere su verdadero ser. Sólo así podremos evitar falsas interpretaciones derivadas de una teoría naturalista del conocimiento o de una lógica que no se comprende a sí misma. 

Nos hallamos, pues, ante un abanico de cuestiones en el que, de un modo casi inextricable, se entrecruzan casi todos los motivos fundamentales de la fenomenología. En concreto, es el cambio de significación del ego en otros egos, la constitución del "todos nosotros", el hilo conductor de una problemática enormemente rica, de cuyo alcance nos haremos eco brevemente, a la vez que señalamos algunas direcciones en las que podría resultar fecunda. 

Si, como dice Husserl, el vocablo "nosotros" no puede tomarse aquí en su aceptación natural-objetiva (a la pura mirada fenomenológica nada humano se muestra), es claro que el pronombre denota aquí una óptica referida a la fuente misma de toda validación. El lugar al que nos lleva la "epojé" no se llama "yo" sino por un equívoco debido a las necesidades del lenguaje. Ahora bien, esto supone ir más allá de concepciones subjetivistas a las que con frecuencia nos sentimos inclinados y que han encontrado un caldo de cultivo favorable desde los comienzos de la modernidad. 

Tropezamos aquí con una costumbre derivada de la actitud natural y que consiste en abordar las cuestiones radicales desde consideraciones no originarias, cuales son las que privilegian la "diferencia", la "situación" y, en definitiva, el "punto de vista", algo que, evidentemente, será superado en la desconexión. Sería un error metodológico (y el mismo Husserl lo señala) acceder directamente al "nosotros" trascendental sin pasar por el ego que efectúa la "epojé", sin reconocer su singularidad. Pero el carácter indeclinable de ésta no es otro que el de un punto de partida, de una base que resulta justamente de la puesta entre paréntesis de la subjetividad natural. A esta actitud "especular" por la que relativizamos el yo natural y lo desplazamos a segundo término la llamamos yo trascendental en la medida en que se lleva a cabo a partir del yo natural-objetivo que me encuentro pasivamente siendo. Ello equivale a nombrar al "espectador" con el nombre de lo que había antes del "espectáculo" propiamente dicho, el cual no se daba hasta el momento y mientras permanecíamos en la actitud natural. Por consiguiente, si el yo natural-objetivo era un ámbito necesitado de clarificación, el yo trascendental es el acceso a la esfera desde la que deviene posible toda validación. Ya la discriminación entre el "espectador" y el "espectáculo" supone una transmutación del yo natural en fenómeno-de-ser, en yo objetivo. Ahora bien, contemplado desde el yo natural (si es posible hablar así), el yo trascendental aparece como una auténtica subversión de la existencia cotidiana y mecánica. Por lo cual, desde esta perspectiva se tiende a concebirlo, bien como una negación del yo natural, bien como una intensificación o ampliación del mismo. En este sentido, el propio Husserl, que levanta acta de esa "concreción muda" que es el ego trascendental, parece no haber percibido con claridad este extremo, dejándose influir por lo que llamaríamos la reactividad del yo natural. 

¿En qué consiste la discriminación entre el "espectador" y el "espectáculo" a que aludíamos antes? A primera vista, en la distinción no separativa entre el "testigo" último y el mundo intencionalmente vinculado a él. Pero la esfera en que nos introduce la "epojé" exige ser explicitada en sus diferentes niveles, el más profundo de los cuales es justamente aquél donde surge la percepción del prójimo, constituido en un modo análogo a como el yo presente constituye en sí al yo pasado. Y así, a partir del ego y de sus funciones trascendentales será factible la constitución del "mundo para todos" que, en un primer momento, aparecía únicamente como "mundo para el ego". El "mundo para todos" evidenciado a través de la constitución del prójimo se presenta así como una constatación de que la desconexión operada por mí daba acceso a un ámbito universal, no subjetivo, por más que la puesta entre paréntesis del yo natural ya lo asegurarse. Y es que, a la inversa de lo que ocurría en la actitud natural, caracterizada por un subjetivismo babélico, en la actitud trascendental la intersubjetividad se impone, primero como un "nosotros en mí" y luego como un "nosotros" sin más, basado en el reconocimiento del otro como co-constituyente del mundo. 

Así, pues, mientras que en la actitud natural se da por supuesta una fragmentación del mundo en multitud de egos, el acceso al ámbito trascendental comporta la superación de dicha perspectiva, de tal manera que, desde el primer momento, nos adentramos en la esfera de un "nosotros" universalmente válido, para, a continuación, constituir un "nosotros" especificado. Se sustituye, pues, la división caótica entre los egos de la actitud natural por una coordinación entre los mismos, basada en el reconocimiento de su ser-solidario. Y ello sobre el terreno de la universalidad ganada en la "epojé". 

Ahora bien, como señala el propio Husserl, no hay que confundir la constitución de la intersubjetividad desde el ego trascendental surgido en mí con la emergencia efectiva de la misma en cada uno de los miembros de la humanidad. Todo hombre es "portador de un ego trascendental", pero es necesario efectuar la adecuada reducción para alcanzarlo. Y ello nos plantea algunas cuestiones realmente cruciales. 

La primera de ellas se formula así: ¿Hasta qué punto afecta al hombre consciente del ego trascendental la metamorfosis acaecida en los otros? En la medida en que la constitución del "nosotros" se lleva a cabo desde el ego trascendental consciente de sí y no desde la actitud natural, es lógico postular una intersubjetividad que incluya la reciprocidad. Es decir, todo hombre se integra propiamente en el "nosotros" en la medida en que llega a desarrollar el "germen" trascendental del que es portador y deviene capaz de constituir el mundo desde sí. En este sentido, la emergencia del ego trascendental en una persona induciría algo así como una resonancia en los demás hombres, la cual contribuiría a despertar las virtualidades trascendentales contenidas en ellos. Pero, a la vez, su conciencia trascendental, al encontrar eco en los otros, experimentaría un fuerte impulso en su caminar hacia la comunidad trascendental plenamente clarificada y fundamentada en la reciprocidad. Lo cual nos llevaría preguntarnos sobre las condiciones de posibilidad de semejante comunidad, por el momento, utópica.  

Se nos impone, pues, la tarea de clarificar el sentido último de tal comunidad desde el ego que funciona como referencia radical. ¿Cuál es la índole del mismo? Evidentemente, se trata del ego trascendental que tiene frente a sí el mundo objetivo global, en el cual ha quedado constituida la humanidad. Dado el carácter utópico de aquella comunidad, parece adecuado anticipar, en lo posible, su estructura, conforme a la reciprocidad que la constituye. Mientras no se haga efectiva esa reciprocidad, tan sólo podremos hablar de un desideratum e intentar describirlo mediante la extrapolación de los caracteres esenciales del yo trascendental. Frente al subjetivismo y relativismo del yo natural, la actitud trascendental se define por su neutralidad y por su capacidad de afrontar el "espectáculo" de una humanidad aparentemente inmersa en el puro "en sí". Por tanto, una humanidad en donde cada uno de sus miembros ejerciese activamente el poder de constitución elevaría a la enésima potencia el sentido del mundo aprehendido en mi "epojé", necesariamente "parcial", aunque absoluto (¿algo así como la relación del infinito al transfinito?). Esta sería, por tanto, la comunidad trascendental auto-objetivada en la humanidad y que, al margen de consideraciones teológicas, otorga al mundo su sentido último. Y aquí el término "comunidad" no denota algo así como la suma de los egos trascendentales o su abolición a través de una fusión "mística", sino más bien la integración de su diversidad en una unidad que los mantiene en equilibrio. 

Hasta ahora hemos presentado una visión prospectiva de la intersubjetividad, la cual debe ser completada por la óptica retrospectiva y fundante; de otro modo no seríamos fieles al espíritu de la fenomenología, que nos remite en última instancia al mundo "dado de antemano". Justamente por eso cabe plantearse la siguiente pregunta: ¿Qué estructura ha de tener el mundo vital para hacer posible la emergencia en mí del ego trascendental? ¿Acaso puede concebirse siquiera dicho surgimiento sin una intersubjetividad previa y subyacente que desde siempre constituye al mundo y cuya intencionalidad funciona a pleno rendimiento? Inmediatamente nos vienen a la mente referencias como el Intellectus agens aristotélico, el Hombre universal del esoterismo (no entramos a matizar su contenido en las distintas tradiciones) o el del principio antrópico avanzado por algunos físicos, cada una a su nivel. 

Pero continuemos con la elucidación fenomenológica del problema, la que mejor responde a su íntima esencia: para no incurrir en un realismo que concebiría el "nosotros trascendental" como simple reflejo de la globalidad del mundo o en cualquier especie de subjetivismo idealista, hemos de mantenernos fieles al punto de partida y pensar la intersubjetividad como la esfera primordial a la que cada hombre se incorpora plenamente por la "epojé" trascendental, de tal manera que el emparejamiento "espectador-espectáculo" se inserta de antemano en el "nosotros" constituyente. Así, el acceso de cada hombre concreto al yo trascendental deviene inconcebible a menos que admitamos la intención pedagógica del mundo constituido desde siempre por la humanidad. Así queda cerrado el círculo de la comprensión fenomenológica, de manera que la distancia que separa al ego trascendental presente de una subjetividad pretérita, primigenia, es simétrica de la existente entre dicho ego y un "nosotros" futuro, utópico. Semejante proporción expresa también la estructura del tiempo presente y su condición intermediaria, a la vez diferenciadora e integradora. 

Surge entonces otra cuestión igualmente relevante: ¿Es posible despertar al ego trascendental objetivado en la humanidad? Supuesta la constitución del prójimo, es lógico admitir su capacidad para acceder por sí mismo a la esfera trascendental. Dejando a un lado ciertos casos (los perturbados mentales, por ejemplo) sobre los que el propio Husserl plantea sus dudas, el resto de las personas, lo que consideraríamos la humanidad normal sería susceptible de realizar la "epojé" y de alcanzar, al menos en principio, la experiencia trascendental. Bien es verdad que habría que admitir varios grados dentro de la misma, caracterizados por la diversa comprensión y explicitación del nuevo ámbito. 

Para nosotros, la cuestión del despertar se reduce a un problema de desarrollo conciencial cuyas diferentes etapas delinearemos brevemente, a sabiendas de que en el espacio del presente artículo no podemos pasar de una descripción abstracta y formal. 

Puesto que el punto de partida de toda evolución es el mundo de la actitud natural, habría que hablar, en primer lugar, de una fase de identificación exagerada con dicho mundo, una identificación que viene a romper el precario "equilibrio" que caracteriza a la vida natural. Conectada con la absorción en los intereses más triviales o con los excesos de la actitud positivista o cientifista (para ceñirnos a la posibilidades más habituales), semejante ruptura comporta una sensación de extravío, de exilio en la mera facticidad que, por reacción lógica, busca ser compensada mediante una huida de ese ámbito. Ello desencadena un movimiento pendular que oscila entre la identificación con un polo "objetivo" y la reclusión en una "interioridad" vacía, que se define como simple rechazo de aquella "objetivación". 

Conviene, sin embargo, hacer constar que el punto de partida de aquel desarrollo que nos conduce hacia la emergencia del yo trascendental puede ser también una retracción ante el mundo, una identificación con la "subjetividad" enclaustrada. En tal caso, la reacción nos llevaría a afirmar la polaridad contraria. 

Lo importante es comprender que el citado movimiento de vaivén adquiere en cada persona su peculiar ritmo, de tal manera que en unos predominará el período de identificación con la "objetividad" y en otros tendrá la primacía la fase "subjetiva". Una alternancia que podríamos detectar asimismo en ámbitos más globales, incluido el de la historia de la filosofía, como se desprende de algunos análisis de Husserl. El propio equívoco que, con frecuencia, se cierne sobre la fenomenología, desgarrada entre dos interpretaciones opuestas, es para nosotros un signo que atestigua hasta qué punto el movimiento pendular de que hablamos es decisivo en el despertar del yo trascendental. 

Por consiguiente, cualquiera que sea el punto de partida en el proceso del despertar, lo fundamental es una especie de dialéctica entre ambos polos, "subjetivo" y "objetivo" de la actitud natural. Habría que matizar más y señalar diversas variantes en el afrontamiento "interioridad"-"exterioridad": en primer lugar, la relación entre una "subjetividad" exacerbada y una "objetividad" minimizada; cabría después un afrontamiento entre "subjetividad" reducida a la mínima expresión y "objetividad" exaltada; la tercera posibilidad se definiría por la relación entre "interioridad" y "exterioridad" igualmente maximizadas; por último quedaría el encuentro entre ambos polos, pero en su mínima expresión. Todas estas fases pueden darse en una misma persona antes de la emergencia del yo trascendental. No obstante, lo normal es que en cada hombre predomine una de las cuatro, aún cuando todas estén presentes en uno u otro momento del proceso. Y sólo cuando la tensión alcanza su nivel disruptivo brota la chispa de la "epojé" que nos abrirá el campo trascendental, otorgándonos la comprensión de la justa relación yo-mundo, indisociable de la intencionalidad. 

Es el tránsito de la yuxtaposición "sujeto-objeto" o "interioridad-exterioridad" a la unión indisoluble "espectador-espectáculo". Aquí está la clave de todo, aunque todavía quede por determinar la intensidad con que se vive dicho vínculo o el grado de profundización en el mismo, cuestiones que habría de desarrollar una fenomenología genética, cuyo campo pertinente sería la conexión entre las cuatro posibilidades antedichas y el surgimiento efectivo de la experiencia trascendental (para quien esté familiarizado con la simbólica astrológica, semejante problemática evocará inmediatamente la cuestión de las relaciones entre el eje de la "Luna negra" y el del "Sol negro"). 

En cuanto al modo concreto de vivir dicha experiencia, ya aludíamos más arriba a los diversos grados en que podía hacerse presente. Distingamos al respecto dos niveles fundamentales: uno, el más elemental, en que el vínculo "espectador-espectáculo" es percibido de manera exterior y pasiva, por así decirlo; otro, caracterizado por la unión interior y activa entre ambos polos, los cuales permanecen, sin embargo, distintos. En el primer caso cabe hablar de una primacía de la reducción trascendental; el segundo se definiría por un movimiento de retorno. Si el primero adviene al hombre sobre la base de una intersubjetividad previamente dada y de una intención pedagógica del mundo, el segundo implica una integración consciente de dicha intersubjetividad y, por consiguiente, una constitución activa de la misma. Aquél se experimentaría, por tanto, como el despertar propiamente dicho al estado de "vigilia" que es el ámbito trascendental; éste, como la plena vivencia de ese nuevo estado y, por consiguiente, la capacidad radical para constituir cualquier realidad desde la intersubjetividad trascendental. El primer nivel sería, pues, como una toma de contacto con la esfera trascendental, mientras que el segundo supondría un aclimatamiento a la misma: la expresión husserliana "concreción muda" podríamos interpretarla entonces como esta necesidad de familiarizarse con la experiencia trascendental, para explicitarla progresivamente (y aquí el lector avisado percibirá la conexión entre ambos niveles y los dos "extremos" del eje de los nodos lunares, para continuar con el simbolismo astrológico). 

Así quedaría establecido el puente entre el mundo natural y el ámbito trascendental, de tal manera que el primero encontraría su sentido y finalidad en ser ocasión y base de despegue para el segundo, siempre bajo la atracción de una intersubjetividad constituyente previa, a cuyo encuentro va el hombre que despierta. La paradoja de la subjetividad, es decir, que una parte integrante del mundo pueda constituir al mundo entero como su formación intencional, se resuelve, por tanto, cuando, más allá de las oscilaciones arriba señaladas entre "objetividad" y "subjetividad", contemplamos ese mundo del que formamos parte como el "umbral" de la esfera constituyente. "Umbral" en el doble sentido que le atribuye la simbología: lugar de acceso custodiado que no puede trasponerse sin más y entrada efectiva a un determinado ámbito. Y es que la consideración normal de ese mundo del que forma parte la subjetividad humana difícilmente sale de una visión desequilibrada del mismo. Son necesarias muchas oscilaciones entre "interioridad" y "exterioridad" para comprender que en dicho mundo se sitúa también el umbral de la esfera trascendental. Y, en este sentido, se hace posible el contacto entre un mundo en el que la subjetividad humana se encuentra exiliada y su "verdadera patria", el lugar desde el que se constituye el "espectáculo" del mundo. Como tal contacto, participa de la índole de ambas orillas y, por consiguiente, es un puente desde el que se abre a nuestra mirada el yo trascendental y su auto-objetivación, así como el impulso que va de uno a otra y viceversa en un movimiento circular que se intensifica sin fin y en el que toda apertura a una constitución futura nos remite a una intersubjetividad previa que la sostiene. Aunque, para hablar con más precisión, habríamos de referirnos a una espiral cuyas mitades ascendente y descendente no son otra cosa que las dimensiones de ida y retorno sin cuyo reconocimiento explícito dejaríamos de ser fieles al espíritu de la fenomenología y a sus logros mayores.  

Para terminar debemos preguntarnos por el impulso que recorre la espiral. Si el nexo de unión entre ambas riberas, la natural y la trascendental es algo así como el "escenario" en que se verifica el tránsito de una a otra, el impulso sería indisociable de la "epojé" que lo efectúa, la cual hace posible el acceso al binomio "espectador-espectáculo". Y así, semejante impulso no gana la ribera trascendental sino para volver a la otra, consciente de que su vida es un equilibrio entre dos polos. La paradoja de la subjetividad humana no es simplemente el título de un problema, sino la condición de toda fenomenología que merezca ese nombre. Sin embargo, el paso del ámbito natural al trascendental inaugurará un proceso que encontrará en aquél la "materia" a transmutar y el lugar de su máxima prueba. Más allá de la visión del binomio antes señalado, el yo trascendental y, en él, la intersubjetividad, tendrá, pues, ante sí la tarea de constituir las diferentes realidades de un mundo aparentemente postergado, a sabiendas de que, directa o indirectamente, su actividad llevará como efecto concomitante el despertar de otras auto-objetivaciones del ego. Y, de esta manera, la citada paradoja, que señala la irreductibilidad entre dos ámbitos, encierra en sí el dinamismo que impulsa a la fenomenología y hace posible la comprensión radical que ella propugna. 

 
G. van Vreeswyck, De Groene Leeuw, Amsterdam 1674
 
Estudios Generales
Home Page