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"René Guénon", nacido
el 15 de noviembre de 1886, muerto el 7 de enero de 1951, que llegó
a ser "Doctor traditionis" en ese intervalo... Se esperaría de nosotros
en vano que celebrásemos el hombre, el individuo Guénon.
No queremos ser ni coregas ni turiferarios de la individualidad de aquél
que no concedió ninguna importancia a su propia persona y para quien
"respecto a la doctrina, las individualidades no cuentan y no deben aparecer
jamás". Deseamos solamente asociarnos a los colaboradores de SYMBOLOS
-respondiendo a la invitación que nos ha hecho su Director- para
saludar una vez más la "venida" de un espíritu cuya obra
ha revelado la naturaleza providencial y la verdadera "bendición"
para nuestro mundo contemporáneo, especialmente para Occidente.
Los tiempos han cambiado, se nos dice, y René Guénon, lejos de ser el desconocido de antaño, ocupa ahora su lugar en los medios denominados "intelectuales", y hasta la Universidad le reconoce el derecho de ciudadanía. Es cierto que a la conspiración de silencio que sufrieron sus trabajos durante un cuarto de siglo le ha sucedido una notoriedad no siempre de buena ley, tal que algunos han podido lamentar que él fuera proyectado de esta manera sobre la "plaza pública". En efecto, el hecho de que se haya convertido en el objeto de tentaciones recuperacionistas evidentes no nos deja de inquietar. Se nos ha informado de que, gracias al año Guénon, ha nacido en el espíritu incorregiblemente "mercantil" de los marginales de la tradición la idea descabellada de lanzar un premio literario "René Guénon", cuyo objetivo evidente sería permitir a algunos Vaishas de la escritura desfilar periódicamente ante las luces de la actualidad, tal como se ve hacerlo a los autómatas de ciertos relojes astronómicos de nuestros pueblos, aunque jamás tendrían el encanto misterioso de éstos. Esta "OPA" irrisoria en contra de la Tradición, el Esoterismo y René Guénon está en pleno despliegue y no hace más que ilustrar la irreprimible degeneración de un medio en el cual lo que resta de una literatura que, poco más o menos, lo ha digerido o contaminado todo, cuenta con sobrevivir materialmente vampirizando metafísica, mística y religión. Se trata menos de una literatura soporte de verdades supra-humanas que de la utilización de éstas, violadas e incomprendidas, para finalidades mundanas y mercantiles. En la otra orilla tenemos a los irreductibles mudos de una intelectualidad cristiana que continúa sin conocer a René Guénon. Esta era la situación hace más de 30 años, época en que Jacques Maritain ejercía su imperio intelectual y teológico por completo, pero hoy es todavía así, como nos muestra el libro de Jean-Marie Domenach Enquête sur les idées contemporaines. En este libro, en el que el autor se ocupa de "hacer conocer las ideas que a menudo permanecen encerradas en círculos restringidos y que no obstante tienen, o pueden tener, una influencia determinante sobre la evolución de nuestra sociedad", se nos proponen muchos "pensadores", incluyendo los de la Nueva Derecha y los de la sociobiología, pero brilla por su ausencia René Guénon y el pensamiento tradicional. Nos hemos preguntado a menudo cuál habría sido el destino de la Iglesia Católica, y por tanto de Occidente, si en vez de Jacques Maritain hubiese sido René Guénon el "mentor" aceptado de los clérigos católicos. Qué habría sucedido con Occidente en los planos intelectual, religioso y político si la obra de René Guénon hubiese podido encontrar una esfera de influencia comparable a la que fue concedida a Maritain. E igualmente se puede preguntar -guardando las debidas proporciones- qué habría ocurrido con Occidente si Leibnitz hubiese podido dar una prolongación institucional a sus concepciones en materia de religión, de ecumenismo, de unión política europea. Por mal que le pese a esa gente, René Guénon existe para nosotros, y hasta tal punto que lo consideramos, en su misma obra, como el intérprete privilegiado de la Tradición una y perenne en nuestro tiempo. Diciendo esto, no tenemos la impresión de estar haciendo acto de guénonismo o de guénolatría. El hombre era transparente, y a lo que nos invita, después de él, es al redescubrimiento de los principios sin cuyo conocimiento -aunque sólo sea teórico- nuestra vida en este mundo parecería "una sombra que pasa, un pobre actor que se pavonea y se agita durante una hora sobre el escenario, y al que luego no se vuelve a escuchar jamás; es un cuento, explicado por un idiota, lleno de estrépito y de furia, que no significa nada" (W. Shakespeare en Macbeth). La triple cuestión fundamental que se debería plantear todo ser nacido a este mundo es: ¿Quién soy? ¿Cuál es mi causa? ¿Cuál es mi finalidad? La Tradición, bajo todas sus modalidades, le da medios proporcionados a su incapacidad de responder por sí mismo, y en los momentos de oscurecimiento en que aquélla escapa a la percepción de los seres surge entonces una inteligencia esclarecedora, un rayo de la Palabra; la obra de René Guénon es de este orden. Toda obra tradicional, y la de Guénon es ejemplar en este aspecto, comporta de hecho una exposición doctrinal que da cuenta de la realidad existencial en su doble movimiento de descenso y de subida. El "hálito" inspirador de una obra así, que simboliza la doble espiral, adoptará como tarea esencial expresar, al nivel que sea, la ley "que rige el conjunto de la manifestación universal"; para los seres individuales, la "formación" y la "transformación"; para los mundos, los días y las noches de Brahma, "catábasis" o marcha descendente y "anábasis" o marcha ascendente. Todo procede del Principio y todo debe ser devuelto a él so pena de incoherencia, la que caracteriza todo lo que produce o emprende el mundo moderno, el cual, por definición, no contempla las cosas si no es haciendo abstracción de toda noción de origen y de finalidad, no concibiéndolas en efecto más que bajo el ángulo del hecho bruto, desprovisto de toda orientación y de sentido. A la triple interrogación que indicábamos anteriormente, la Tradición -a través de la obra de Guénon- nos propone como esquema inteligible el doble arco del descenso y del ascenso, simbolizando ambos arcos el viaje que debe efectuar todo ser venido a la existencia. Por una parte, la manifestación en sí misma sufre una marcha descendente a través de sus diversos ciclos históricos, y nuestro mundo, por consiguiente, no puede hacer otra cosa que rodar cuesta abajo por esa pendiente, sin que por ello se dejen de producir "remisiones' cuando el desequilibrio ha alcanzado un punto de "crisis" máximo. En cuanto al ser humano, no hay para él más que una alternativa: adherirse a la marcha del mundo o desolidarizarse de ella. Claramente, el "hombre moderno" es aquél que no es sino uno con este mundo de innumerables rostros, luego quien se adhiere en la euforia de la inconsciencia al movimiento de catábasis. Por el contrario, el "hombre tradicional" huirá en espíritu de este mundo - en realidad esta fuga no es la suya; no es él quien huye, es este mundo el que, abandonándose a un destino cada vez más periférico y con la embriaguez de un progreso nunca tan exaltado como hoy, se aleja más y más del Axis Mundi. Desorientado, despolarizado, el "hombre moderno" huye cada vez más rápido hacia los confines de un estado del ser indiferenciado, homogéneo y caótico. La "Fuga saeculi" que es un criterio de tradicionalidad no es nada, a menos que esté transformada por la voluntad de remontar hasta la fuente original -no siendo los seres, en cierta manera, más que los accidentes de una substancia divina-, y no puede dejarse de traducir en el rechazo de la modernidad en tanto que ésta es precisamente "Fuga divinis", alejamiento respecto de lo Real por afirmación cada vez más fuerte de la contingencia y sumisión al tiempo. ¿Hay alguna imbecilidad más grande que el querer ser del tiempo de uno? En cuanto a la "fuga del mundo" en el sentido en que precisamente el mundo la entiende, no se puede hacer un reproche de ello a René Guénon. Que René Guénon se haya retirado y haya marcado distancias con respecto al mundo es algo cierto y, exigiéndolo la actividad contemplativa, caería por su propio peso; pero en cuanto a su obra, fruto de esta contemplación, ¿se puede negar que sea una herramienta privilegiada para quienquiera que desee comprender la naturaleza de la desviación que caracteriza al mundo moderno? Lejos de ser un refugio mental, toda su obra constituye una máquina prodigiosa capaz de dirigir la "gran guerra" (El-jihâdul-akbar: "la gran guerra santa") contra este mundo y sus insidiosas perversidades intelectuales. Qué otro recurso invocar para justificar doctrinalmente que la realidad está también y en primer lugar en lo supra-humano y en la metafísica; que la inteligencia no se reduce a lo mental, a la razón; que los mundos material y sutil dependen del mundo espiritual. Ante las carencias de una autoridad religiosa que ya no sabe, o ya no osa enseñar las verdades que se supone que Ella debe transmitir, habiendo hecho maravillas con una apologética que no fue sino un alineamiento sin gloria con las más aleatorias posiciones de la ciencia y de las ideologías de moda, sólo la obra de René Guénon, en efecto, sabe recordarnos los principios y las normas. ¿Quién además de él, aparte de Julius Evola y Fritjhof Schuon, ha sabido expresarnos con tanta fidelidad los rasgos y las finalidades de una humanidad tradicional? Para nosotros, René Guénon, piedra de toque intelectual, habrá permitido la separación definitiva que establece de una vez por todas la enemistad entre nosotros y el mundo moderno. Hay dos tipos de humanidad irreconciliables, aquella en que subsiste el espíritu tradicional y aquella en la cual predomina el espíritu moderno. Como ya hemos dicho, uno está exiliado en este mundo, mientras que el otro se encuentra perfectamente a gusto. Este está pegado a su medio ambiente, es de su tiempo e incluso le precede; aquél se siente en él como un perfecto extranjero. René Guénon nos habrá permitido tomar conciencia de esta dicotomía, conocer sus razones necesarias y suficientes. El hombre moderno es nuestro hermano de la sombra, el ser que se aparta de la norma creando por ello mismo su propia negatividad, un hijo pródigo que no posee interés más que por su eventual y siempre posible retorno al principio; una fraternidad verdadera implica esta condición. Pues, en efecto, ¿qué pueden tener en común los hombres de la tradición y los fanáticos de lo artificial, del maquinismo, de la informática? ¿Qué tienen ellos en común con esos seres pueriles lanzadores de artefactos espaciales, futuros conquistadores de espacios siderales, constructores de robots y urbanizadores de lugares lúdicos? ¿Hay una posibilidad de diálogo con los paladines de un mundo así, que fundamenta su potencia y su destino sobre finalidades exclusivamente humanas? Pero si es estúpido y pernicioso querer ser del tiempo de uno, como hemos recordado, hay lugar por lo demás para una cierta adaptación de todas las cosas requerida por las circunstancias, en el bien entendido que esta adaptación, legitimada por el estrechamiento del horizonte intelectual de la humanidad en su fase terminal, y conforme a la doctrina de las "Cuatro Edades", será sin embargo respetuosa con una criteriología tradicional metafísica, luego con la jerarquía de valores espirituales que dirigirán dicha adaptación. ¿No es lo que nos dice René Guénon? "(...) para dirigir eficazmente las acciones de los hombres, hay que recurrir forzosamente a medios que sean apropiados a su naturaleza; y cuando esta naturaleza es mediocre, los medios deben serlo también en una medida correspondiente, pues sólo es así como será salvado quien todavía pueda serlo en tales condiciones (...). En ello no hay ninguna desviación en realidad, sino solamente una adaptación necesaria; las formas tradicionales particulares deben ser adaptadas a las circunstancias de tiempo y espacio que determinan la mentalidad de aquéllos a quienes se destinan, puesto que es esto lo que constituye la razón misma de su diversidad, y ello sobre todo en su parte más exterior, aquélla que debe ser común a todos sin excepción y con la cual se relaciona naturalmente toda regla de acción (...)". (Initiation et Réalisation Spirituelle Cap. IX). Pero esta adaptación necesaria debe ser considerada como un "sacrificio", un descenso, un aminoramiento, y no como una mejora, tratándose de un "menos" y no de un "más". Proyectados como estamos en medio de un mundo insensato, René Guénon asume una función providencial para nosotros. Michel Vâlsan ha llegado a escribir: "Quienes han comprendido la obra de René Guénon saben que, a través de ella, las fuerzas espirituales de Oriente han ofrecido una ayuda providencial a Occidente con vistas a un restablecimiento tradicional que interesa a la humanidad en su conjunto". Hay que precisar que el Oriente en cuestión no es solamente el Oriente geográfico sino, sobre todo, el Oriente simbólico. Por supuesto, no se puede identificar a René Guénon con el "Polo" (El Qutb) de nuestro tiempo; su dimensión funcional no es la de un "legislador" ni una "Palabra" para una forma espiritual determinada. Su obra se dirige a todos los hombres, independientemente de toda limitación religiosa; pero no obstante, es posible una comparación en un cierto plano con un "Legislador", en el sentido de que su obra de carácter universal, inscribiéndose en nuestra época, no puede evitar ser, en su misma expresión doctrinal, una exteriorización sacrificial que se ha vuelto necesaria por las determinaciones cualitativas propias del fin de nuestro ciclo, fenómeno de exteriorización que se presenta forzosamente bajo los aspectos del "desvelado" y del "velado"; "es así como la palabra manifiesta y vela a la vez el pensamiento que ella expresa". Con más precisión, nos parece que se puede contemplar la función de Guénon como la de un discípulo de "Khezr". ¿No sería él uno de esos "enviados" que deben anunciar el "día de YHVH" según una modalidad diferente de la de Elías -"día de YHVH" profetizado por Malaquías-, uno de esos enviados cuya función es preparar el "gran tránsito" del ciclo presente a otro ciclo inaugurando la nueva Edad de Oro? Esta función para-eliásica se corresponde en la tradición islámica con la de los discípulos de Al-Khidr o Khezr. Muchos signos nos llevan a considerar a René Guénon como un espíritu precursor de la venida de "aquél que debe restablecer todas las cosas". Por otra parte, si se recuerda que a todo movimiento descendente corresponde de manera concomitante un movimiento ascendente, resulta claro que la obra de René Guénon es el apoyo proporcionado de las fuerzas de arriba a las fuerzas de abajo que están trabajando en la última fase de nuestro ciclo presente, a fin de asegurar el mínimo equilibrio requerido. Y si ser "discípulo de Khezr" es por ello mismo trascender exoterismo y dogmas, no destruyéndolos ni negándolos sino transponiéndolos, el universalismo de la obra de R. Guénon impide toda tentativa anexionista confesional: "René Guénon jamás se ha presentado especialmente en nombre del Islam, sino en nombre de la conciencia tradicional e iniciática de una manera universal" y, añade Michel Vâlsan, "tampoco somos nosotros quienes podríamos pretender restringir ese amplio privilegio de su mensaje". Pero ya que se acaba de mencionar el Islam, es oportuno señalar un él una inquietante deriva de mentalidad que lo somete progresivamente a las seducciones occidentales más aberrantes. La tentación ejercida sobre los musulmanes por la ciencia y las proezas tecnológicas de un Occidente mentalitario -el cual, nunca dejaremos de repetirlo bastante, engloba ahora a los pueblos geográficamente orientales, como hoy Japón y como mañana China-, esta tentación, decimos, se ejerce por igual allí donde menos se esperaría. Todo ocurre como si la sociedad islámica se hubiese internado en la vía que la conducirá progresivamente a una situación comparable a la que caracterizó ayer a la sociedad cristiana, cuando la "cristiandad" abjuró de hecho de su propia tradición por el plato de lentejas del humanismo, del individualismo, acarreando un cambio radical en sus preocupaciones y sus finalidades. No es con este rostro, hay que decirlo, ni tampoco con el rostro antitradicional del fundamentalismo como el Islam revela su respeto hacia la tradición, y plazca al cielo que ese Islam no sea el de la contra-terminalidad. Recordemos por otra parte las palabras del Profesor Askari1: " (...) Y creo firmemente que René Guénon es el guía intelectual del cual los musulmanes tienen hoy necesidad para hacer frente a las tentaciones y a las provocaciones de la civilización moderna, así como los hombres pertenecientes a todas la tradiciones". Entre tantas otras tentaciones que genera el mundo moderno, la de la unificación "ecumenista", planetarista, no es la menos temible. Pero aquí, de nuevo, el corpus doctrinal guenoniano nos garantiza contra todo riesgo de confusión y de disolución de las formas. La búsqueda de la unificación de la humanidad, la del ecumenismo a nivel del exoterismo, se inscribe en una óptica que no tiene nada que ver con la concepción tradicional de la unidad esencial. Por la Tradición se accede a un lugar intelectual a partir del cual, universalizándose la vista, todas las cosas reencuentran su lugar legítimo y uno se vuelve capaz de "concebir lo que supera las formas exteriores y constituye su principio superior" (J. Tourniac). Procediendo en todo según un enfoque y un método que se basan en lo "real", que conviene rememorar en primer lugar, la inteligencia de tipo tradicional sabe unificar todo lo que puede parecer contradictorio desde el exterior. Y si Guénon ha podido resensibilizarnos a ello es que su misma obra ha brotado de una fuente no humana. ¿Sería un atrevimiento considerar dicha obra, a semejanza de la de Ibn'Arabi, como la expresión de la Realidad comprendida según una modalidad que escapa a las dimensiones espacio-temporales, percibida sobre el plano del Alam Al-Mithal o mundo de la imaginación creadora del cual ha hablado Henri Corbin, y que con toda seguridad no tiene nada que ver con lo que Henri Bergson designaba con ese vocablo? Uno toca aquí el dominio del Simbolismo -dominio en el cual la aportación de René Guénon es fundamental- considerado como método de conocimiento y herramienta de investigación, perfectamente conforme, por sus disposiciones específicas, a la estructura ambivalente de toda realidad manifestada, al menos comprendida en tanto que tal, al margen de toda consideración moral, subjetiva y psicológica; que permite, por ejemplo, tener juntas pero bajo relaciones diferentes, y referidas a un principio común, la significación benéfica y la maléfica, el aspecto luminoso y el tenebroso del número 666, las dos caras de Metatron, o también ver la "semejanza singular" entre el Cristo (Mesías) y el Anticristo, entre El-Mesiha y El-Mesikh. Se verifica aquí la importante noción de composibilidad, la cual encuentra muy lógicamente su versión caricaturesca en nuestro mundo moderno, parodiada en el confusionismo ambiente en virtud del cual, en cualquier plano que sea, intelectual, cultural, religioso, todo está aprobado, registrado, vivido, consumido en la más total incoherencia y discontinuidad. Sea cual sea el optimismo beato de los modernos, sabemos que el destino de nuestra humanidad está sellado. Algunos que encuentran que esta declaración -no obstante ser rigurosamente guenoniana- es sin lugar a dudas excesiva y desesperante en demasía, se apoyarán en la autoridad de algunas ensoñaciones. No está prohibido soñar, aunque ello no sea una actitud verdaderamente tradicional; después de todo, René Guénon mismo, cuando escribía Autorité Spirituelle et Pouvoir Temporel o también Orient et Occident, no excluía totalmente que pudiese haber en Occidente un retorno hacia una concepción más normal de la vida social. Pero lo que no se debe perder de vista cuando se contempla esta cuestión es la absoluta necesidad de la condición mental previa, ella misma dependiente de la fase cíclica última del Kali-Yuga que se acaba. Ahora bien, lo menos que uno puede decir de la mentalidad que caracteriza a la humanidad actual, tomada en su conjunto, es que es contraria y tan poco preparada como es posible estarlo a restablecer una sociedad así inspirándose en principios metafísicos. No se ve cómo podría elaborarse una sociedad tradicional en lo práctico, lo social, lo político, si no hay simultáneamente en los individuos un anhelo proporcionado de tradición.2 Toda restauración tradicional implicaría, por ejemplo, que sea reintroducida la dimensión de lo "sagrado", o mejor, que sea reactivada en los seres la sensibilidad hacia lo sagrado. ¿Se puede imaginar a nuestra humanidad actual -materialista de hecho, encerrada en sus pseudo-certezas físicas, "embarrada" en sus enfoques psicológicos- no solamente capaz de abrirse a lo suprahumano, a lo espiritual, a lo metafísico, sino también de querer vivir esas realidades en lo cotidiano, con las consecuencias sociales que ello supone? Luego si el restablecimiento tradicional en el plano social no puede ser efectivo más que cuando "se habrá alcanzado el punto más bajo", son previsibles dos actitudes -ya las habíamos indicado anteriormente-: bien adherirse, colaborar con el proceso de descenso, vía en la cual se ha internado alegremente el prometeísmo técnico-vitalista; o bien desolidarizarse y situarse en la perspectiva de la "gran travesía" que lleva a la Salvación. Forman parte de la primera categoría aquéllos quienes, como acaba de formularlo un "intelectual" bien conocido, consideran que "descubrir la modernidad es saber que ya no podemos fundamentar nuestra acción sobre normas exteriores que estén garantizadas. Hemos partido hacia una aventura que no tiene origen o destino determinado; los modernos son aquéllos cuya ley es darse sus propias leyes".3 Pero si no puede haber posibilidad de recuperación para la humanidad tomada en su conjunto, ¿significa que están cerradas todas las vías de restauración personal para aquellos seres que pertenecen a la segunda categoría? Por supuesto, la fase iniciática propiamente dicha, salvo raras excepciones, está cerrada o en vía de estarlo4 de conformidad, por lo demás, con el momento cíclico que es el nuestro, sin lo cual ¿qué valor tendría el argumento del inexorable alejamiento en el tiempo y en el espacio del ciclo respecto al Principio y a los centros iniciáticos? Con seguridad, subsiste para algunos la posibilidad excepcional de obtener, sin vinculación a una organización iniciática, la "influencia espiritual" transmitida directamente por un maestro; para otros más escasos aún, esta "influencia espiritual" será obtenida y operará sin mediador exterior.5 Aparte de estas "excepciones" y de lo que la masonería todavía puede ofrecer en el plano simbólico y especulativo, ¿cuáles son las vías aún abiertas? Nosotros vemos dos: la vía propiamente exotérica y la vía del esoterismo teórico. "Además se puede inferir de las declaraciones hechas por René Guénon que un candidato a la iniciación no tiene oportunidad de comenzar un proceso de realización en esta vida más que a condición de haber agotado todos los recursos del exoterismo, y en particular, si es católico, a condición de haber superado con mucho el mínimo de caridad requerido para ser "salvado".6 No se puede decir mejor. En cuanto al conocimiento teórico de las doctrinas y de los principios metafísicos, es evidente que permite evitar confusiones y riesgos de "extraviarse en alguno de esos dominios intermediarios en los que no se está garantizando contra la ilusión", pues "es solamente en el dominio de la metafísica pura donde se puede tener una garantía tal, la cual, siendo adquirida de una vez por todas, permite acceder a cualquier dominio a continuación sin peligro".7 La adquisición de los datos teóricos "no es una tarea tan fácil para los occidentales; en todo caso, y jamás insistiremos bastante en esto, ella constituye la única preparación indispensable, sin la cual no se puede hacer nada, y de la cual dependen esencialmente todas las realizaciones ulteriores, de cualquier orden que sean".8 La importancia reconocida por René Guénon al conocimiento teórico de los principios metafísicos, y ello al margen de toda vinculación iniciática, parece demasiado a menudo ser perdida de vista por buen número de guenonianos. De ahí nuestra insistencia. René Guénon reconocía la intuición intelectual, no condicionada por las categorías racionales, incluso a los "místicos", tal como en este texto olvidado a propósito de San Bernardo: "El resolvía de un solo golpe las cuestiones más arduas, porque no procedía a través de una larga serie de operaciones discursivas; lo que los filósofos se esfuerzan en alcanzar por una vía desviada y como a tientas, él lo conseguía inmediatamente por medio de la intuición intelectual, sin la cual ninguna metafísica real es posible y fuera de la cual no se puede captar más que una sombra de la realidad".9 Para nosotros, René Guénon... es la respuesta a nuestros mayores interrogantes, sobre la existencia, el mundo y nosotros mismos. El nos habrá hecho evidente que la civilización occidental moderna, imbuida de sus "superioridades" en los dominios material, científico y técnico, desprovista de todo vínculo orgánico con lo sagrado y lo supra-humano, es una falsa civilización; y que a falta de poder reformarla, conviene reformarse uno mismo, pudiendo el resto darse por añadidura. El nos habrá hecho inteligible y comprehensible nuestro destino de hombre, devuelta la memoria de nuestro origen, que no es aquél que una ciencia presuntuosa y enana nos quiere asegurar, sino el que la tradición más cercana a la primordialidad siempre ha enseñado: nosotros no somos el producto nacido de un coito animal, nuestro origen es cósmico y metafísico, nuestro nacimiento al estado de hombre es una fase entre otras de un "Viaje" que tiene como punto de partida el Infinito y del cual el Infinito será la terminación. Nos parecen irrisorias las auto-satisfacciones de una tecnología ebria de potencia material; siniestra la "liberación" del hombre por el ordenador y la informática; temible el desafío lanzado al espacio; insoportable esta sociedad dicha de "comunicación" donde el lenguaje, vacío de todo contenido simbólico, no es más que un sistema de signos, de slogans, de etiquetas y de convenciones, bien apropiadas para un mundo donde no reinan más que incoherencia, discontinuidad, instantaneidad, donde se entrechocan miles y miles de acciones desordenadas y donde el hombre se gloría de no tener ni memoria, ni padre ni madre, ni genealogía, balbuceo pueril de lo que el espíritu de negación le inspira. "En el mundo de la discontinuidad, el error ya no es el acto erróneo del espíritu; no es más que un enunciado provisional, cuyo lugar puede ser ocupado, de un instante al otro, por otro enunciado. Ya no se pasa del error a la verdad, sino que se pasa de una provisionalidad a otra. Uno no se preocupa de que ese enunciado sea verdadero o falso, puesto que un enunciado no tiene duración. En el mundo de la discontinuidad, el mecanismo de la instantaneidad suprime la oposición entre error y verdad" (Max Picard, L'homme du néant, p. 80). En este mundo, con Oriente y Occidente confundidos, ya no hay verdad ni error; no hay más que palabras vacías de sentido, hechos brutos y seres incoherentes. "¿Hace falta concluir que el ciclo actual toca efectivamente a su fin, y que pronto veremos despuntar la aurora de un nuevo Manvántara? Se podría estar tentado de creerlo, sobre todo si se piensa en la velocidad creciente con la que se precipitan los acontecimientos; pero quizás el desorden no ha alcanzado todavía su punto más extremo, quizás la humanidad debe descender aún más abajo, en los excesos de una civilización totalmente material, antes de poder remontarse hacia el principio y hacia las realidades espirituales y divinas. Poco importa además: sea un poco más pronto o un poco más tarde, ese desarrollo descendente que los Occidentales modernos llaman "progreso" encontrará su límite, y entonces la "edad negra" finalizará; entonces aparecerá el Kalkin-avatâra, el que está montado sobre el caballo blanco, quien porta sobre su cabeza una triple diadema, signo de la soberanía en los tres mundos, y que tiene en su mano una espada flamígera como la cola de un cometa; entonces el mundo del desorden y del error será destruido y, por el poder purificador y regenerador de Agni, todas las cosas serán restablecidas y restauradas en la integridad de su estado primordial, siendo el fin del ciclo actual al mismo tiempo el comienzo del ciclo futuro. Los que saben que ello debe ser así no pueden perder su serenidad inmutable, incluso en medio de la peor confusión; por pesado que sea vivir en una época de turbación y de oscuridad casi general, no pueden ser afectados por ello en el fondo de sí mismos, y esto es lo que constituye la fuerza de la verdadera élite. Sin duda, si la oscuridad debe irse extendiendo todavía más y más, esta élite podrá, incluso en Oriente, quedar reducida a un número muy pequeño; pero basta con que algunos guarden integralmente el verdadero conocimiento para estar preparados, cuando se habrán cumplido los tiempos, para salvar todo lo que todavía podrá ser salvado del mundo actual, y que se convertirá en el germen del mundo futuro". (René Guénon: Etudes sur l'Hindouisme, p. 21). Traducción: Marc García
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NOTAS | |
1 | M. Mohammad Hassan Askari, Profesor en la Universidad de Karachi (Pakistán), fallecido en 1978. Este texto ha sido publicado por Michel Vâlsan en los "Etudes traditionelles" y además retomado en l'Islam et la Fonction de René Guénon (Les Editions de l'Oeuvre). |
2 | Además, es esto por lo cual finalmente René Guénon debió decidir no esperar nada de Occidente en este plano, y por supuesto, tampoco lo esperaría del Oriente occidentalizado de hoy en día. Pero después de todo, Dios en tanto que Absoluto excede toda limitación. |
3 | Afirmación cuyo contenido es propiamente una parodia de lo que constituye la naturaleza del ser en quien se ha restaurado el estado de "Hombre Verdadero". Sin llegar a ese punto de realización, la individualidad humana no tiene justificación para querer dar sentido y estructura a lo real según sus conveniencias pasajeras o sus fantasías mentales. Para desembocar en este mundo del sin-sentido habrá hecho falta una larga cadena de errores extraídos el uno del otro: el Humanismo, las Luces, el Racionalismo, el Positivismo, el Neo-espiritualismo, el Existencialismo. En su condición de hombre no-realizado, el individuo se debe esforzar en ser lo más conforme posible al orden humano y cósmico, conformidad en la cual consiste su "dharma". |
4 | Conviene precisar que no negamos la existencia material de estructuras iniciáticas, ni sus posibilidades rituales. Lo que decimos, siguiendo a René Guénon, es que estas organizaciones, al menos en Occidente, no ofrecen a sus adheridos más que una iniciación virtual y no operativa, sin transmisión de métodos, de técnicas que permitirían la actualización y la realización efectiva. |
5 | Este caso, completamente excepcional, es en efecto "como un último vestigio del estado primordial y de aquéllos que lo han perseguido antes del 'Kali-Yuga'" (René Guénon). |
6 | Yves Millet, en Les Cahiers de l'Homme-Esprit (1973). |
7 | René Guénon, en Orient et Occident, p. 211. |
8 | Orient et Occident, p. 178. |
9 | Saint Bernard. Editions Publiroc, Marsella (1929). |
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