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Está dicho que a mediados del siglo XVII, cuando los Rosacruces se retiraron a Asia, el hombre occidental perdió, sea ello entendido de forma literal o de forma simbólica, las relaciones regulares con el Centro del Mundo, depositario de la Tradición Primordial.1 Durante el Renacimiento, bien es verdad que determinados autores, de Cusa, Ficino, de la Mirándola, Bruno y otros, atestiguan en sus obras el legado tradicional pero éstas quedan básicamente reducidas a escasos e incluso perseguidos grupos, al haberse apoderado del pensamiento occidental, desde todas las perspectivas, una nueva concepción del ser y del universo. El humanismo, que reduce la realidad intelectual a una suerte de racionalismo individualista encerrado "en él mismo", deviene negador de cualquier relación del ser con su Principio, que es la esencia misma del Conocimiento Tradicional. Es muy significativo que toda la eclosión supuestamente artística y religiosa del Renacimiento, que parece debiera haber religado al hombre nuevamente al verdadero intelecto, produzca en realidad no tan solo un arte narcisista y formal y una religión dogmática, separadora y desposeída de su simbólica fundamental, sino que sea incluso el punto de partida de un nuevo modelo social: el Mundo Moderno, el primero en la historia, como atestigua René Guénon, constituido con ausencia del Principio.2 Inmediatamente después, el racionalismo postulado por Descartes impulsa esta supuesta nueva filosofía que niega expresamente todo lo que es de orden suprarracional y con ello cualquier posibilidad trascendente del ser, que es limitado así al campo de la razón. Si el Conocimiento Tradicional venía transmitido a través de un espacio simbólico, arquetípico, y esencialmente ordenador del ser, la ciencia moderna se entronca en esta concepción humanista del individuo y se suscribe a un discurso físico, fragmentado, puramente racional, contingente y transitorio que niega la trascendencia intelectual del conocimiento. La ciencia moderna auspicia desde su óptica el nacimiento de numerosos movimientos; el evolucionismo que desarrolla la tesis de la evolución de las especies, el naturismo que niega todo lo que está más allá de la naturaleza, el cientifismo que relativiza la ciencia a indefinidas formas particulares, el materialismo que da preponderancia al ámbito material, y tantas otras.3 Desposeído el hombre de una visión sagrada de la existencia, todos los lazos sociales pierden su vinculación con la dimensión tradicional. Los oficios ven desvirtuados su sentido simbólico y ritual, convirtiéndose también en pasto de la especulación del individualismo moderno. Además, se produce en este tiempo el germen que dará nacimiento posteriormente a la psiquiatría, cuyos planteamientos inciden igualmente en limitar al ser al ámbito de lo racional (e incluso de lo infrarracional) y de su propia biografía, invirtiendo así la esencia intelectual de la simbólica en aras de un marco únicamente psíquico, mecanicista y limitado a él mismo. Simultáneamente a este proceso, el campo de cultivo que se sembró en el Renacimiento fomentó una religión mística y sentimental que arraigó en una Iglesia dogmática y penalizadora sometida a los más diversos vaivenes temporales. La religión conlleva en sí el sentido de aplicar y preservar en las estructuras sociales el Pensamiento Tradicional.4 Estructuras sociales a las que precisamente "religa", aunque sea a ciertos niveles, a una concepción sagrada del ser y del universo. En la medida en que la religión se independiza del Principio que la sustenta, y se torna influenciada y configurada por cuestiones morales, políticas, jurídicas y sentimentales, es cuando se desvincula de su propia jerarquía espiritual, perdiendo autoridad y deviniendo de ámbito estrictamente humano, lo que es en sí la negación de su esencia tradicional. Esta nueva concepción de la religión incubó enormes malentendidos. Si ya en el Renacimiento se trama el protestantismo,5 que no es otra cosa que el individualismo considerado en su aplicación a la religión, más tarde, durante los siglos XVIII y sobre todo XIX, el discurso evolucionista da soporte a todo tipo de elucubraciones y corrientes pseudo-espirituales: la reencarnación entendida como una supuesta reincidencia de la misma individualidad en el estado humano, el panteísmo que identifica la naturaleza a la Deidad, y entre tantos otros los espíritas, los fenoménicos y los teosofistas, que incorporan a sus tesis el sincretismo al querer unir oriente y occidente en una nueva religión de carácter mundial. Este movimiento, que nació en el siglo XIX, ejerció una enorme penetración al aprovechar las deficiencias imperantes en la Iglesia Católica de aquel tiempo, aunando sus concepciones con ciertas suposiciones sobre la metafísica oriental y una idea particularizada e invertida de la magia cristiana, conformando así una especie de budismo esotérico6 de corte fervientemente contra-tradicional, cuyos postulados incubaron este enorme hipermercado espiritualista que es hoy "La Nueva Era". También el campo iniciático se ve en occidente atrapado en el devenir de los tiempos. Prácticamente desaparece el Compañerazgo, engullido por una visión progresista y mercantil del ser y de la sociedad, y la propia Masonería olvida su origen operativo y se torna especulativa, enzarzándose además poco después casi todas las logias en supuestas legitimidades, ignorando así su propia razón de ser. Cabría una exhaustiva explicación de hasta qué punto, con el devenir de los tiempos, esta alteración de lo intelectual por lo racional invierte el orden en que hasta entonces lo humano estaba integrado. Sería la historia misma del mundo moderno. Sirvan estas líneas para considerar que cuando, como nos dice Guénon, en el siglo XIV, y más especialmente en el XVII, se produce en occidente la ruptura de relaciones con el Centro del Mundo, depositario de la Tradición Primordial, los efectos y consecuencias de esta ruptura se expanden y multiplican por doquier, abarcando a todas las estructuras sociales, hasta tal punto que a inicios del siglo XX no queda prácticamente vestigio de una concepción tradicional de la existencia. Por ello, la ruptura con el Centro del Mundo no debe ser
entendida como una leyenda o un aforismo cualquiera. Cuando occidente deja
de reconocer la idea de Principio, deja de reconocer dicha idea en el ser,
al que identificará a partir de entonces con el indefinido girar
de una especie de "individualidad encerrada en ella misma", la cual, sin
un centro reintegrador, quedará atrapada en su propia periferia
incesante.
Además, más allá de determinados datos y fechas, las referencias particulares de Guénon prácticamente no existen, pues corresponden a la impecabilidad de un hombre que desapareció en su obra, y cuyo ámbito personal quedó absolutamente al margen de ésta. Y no fue ello por negación de este ámbito. Hemos tenido ocasión de acceder al trabajo de Jean Tourniac Propos sur René Guénon, en el cual se reproduce cierta correspondencia despachada por Guénon, en contestación a un joven estudiante europeo, y en ella apreciamos, al igual que en los pocos aspectos conocidos de su vida familiar, hasta qué punto Guénon era en su vida diaria, una persona humana y sencilla, simple como dicen algunos biógrafos, distanciado de cualquier postura afectada o pretenciosa. También constatar que existe entonces una tendencia considerable a presentar a Guénon como un hombre pío y bondadoso, una suerte de bonachón espiritual. Esto no es así, pues Guénon vehiculó una obra de supremo rigor intelectual y de orden completo, hasta tal punto que enmarcó de nuevo la doctrina tradicional, defendiéndola con una impersonalidad abrumadora del acecho de todas las individualidades que la abordaron. No es posible presentar a alguien de esta talla intelectual y de este arrojo y claridad en preservar más allá de él mismo la doctrina metafísica, como un hombre de esta o aquella condición. Precisamente, si una condición intelectual define a René Guénon es la de hallarse por encima de las condiciones exteriores, y en todo caso si las hubiera esto en nada habría afectado a su obra, que restituye a occidente el conocimiento tradicional e inmutable, el cual es ignorado por el hombre moderno, enzarzado en el espejismo de construir una imagen individual del mundo. Cabría, desde esta perspectiva, contemplar la obra de Guénon desde dos puntos de vista: 1) Atemporal. La transmisión nítida, clara y lejos de añadidos de la Doctrina Tradicional, que en su simbólica perenne y a través de las diferentes formas tradicionales referidas a etnias, culturas, geografías y ciclos diversos, es la revelación permanente y arquetípica a la humanidad del Principio Uno. 2) Temporal. El compromiso del autor con su tiempo histórico y con la realidad intelectual de occidente, que convertido en pasto de la más diversa desviación individualista ha conformado una suerte de nueva espiritualidad racional y contingente al margen por completo de su propia Tradición. René Guénon, entonces, más allá de falsas personalidades en uno u otro sentido (recordemos sus palabras: "Si continúan molestándonos con la personalidad de René Guénon acabaremos algún día por suprimirla del todo"), aborda una por una la naturaleza de estos movimientos, y con un rigor intelectual intachable aclara a la luz de la tradición la verdadera identidad y el alcance de sus desviaciones, que en realidad han sumergido a occidente en las brumas de este fin de ciclo. No hay en esta identificación esclarecedora que ofrece Guénon del pensamiento moderno el menor añadido o estado de opinión particularizada, no hay tampoco atisbo de acritud o de reiteración, no hay preferencias. Lo que hay es una voz cabal certera, responsable en su humanidad de testificar el olvido del hombre occidental de su propia Tradición. Y si parte de su obra está específicamente dedicada a refutar vigorosamente estos movimientos, sobre los que hemos incidido, es porque el acecho de estas desviaciones tradicionales es el acecho al ser humano mismo, y si el ser humano es el depositario del legado tradicional, es a través de la afirmación, y también de la negación, de lo que no es este legado tradicional, que él se conforma y conforma el mundo. Quisiéramos considerar ahora unas cuantas circunstancias que nos parecen interesantes y clarificadoras, y que en pocas palabras nos situarán ante la controversia con que los pensadores actuales reciben la obra de Guénon. El Sr. Sérant en su libro René Guénon, que ha sido pormenorizado en ciertos puntos por el Sr. Tourniac, apunta: "La doctrina de Guénon no es menos idealista que las doctrinas modernas que él condena. Si las doctrinas modernas tienden hacia una idealización de lo humano, la doctrina de Guénon tiende a la inversa, a un idealismo de lo divino y si el idealismo de lo humano engendra el mito del futuro, el idealismo de lo divino engendra el mito del pasado". Estas palabras del Sr. Sérant contienen tres aspectos que en realidad son uno sólo, y que queremos observar: la doctrina no es de Guénon, es tradicional. No es idealista ni no idealista, es "en sí misma", arquetípica y original, recibida por el primer hombre "ab origine" y con él todos los hombres, y no engendra el mito del pasado, bien al revés revela el misterio del presente en su constante rememoración. Si anteriormente citamos al Renacimiento y sus consecuencias, es porque es a partir de aquel momento que el hombre, obsesionado por "humanizar" lo que le sobrepasa y por ejercer un pretendido dominio desde el ámbito individual, auspicia todo tipo de interpretaciones que en realidad no exceden la esfera más burda del ser. El tema de Tradición y tradicionalismo ha sido exhaustivamente tratado por Guénon: el hombre moderno, presto a encajar toda suerte de proyecciones individuales en un cosmos figurado de reciente creación, sustituye en el tiempo la idea de tradición por la de tradicionalismo, que no representa más que una suma de costumbres sociales referidas a un origen popular, y que así recogidas, invierten el sentido intelectual de la tradición, a la que pretenden convertir en un recuerdo sentimental de los hábitos de nuestros ancestros y a una suma de fiestas populares generalmente folklóricas o gastronómicas desposeídas de cualquier aspecto ritual. No son asuntos gratuitos pues remiten al ser humano a un origen figurado que no es más que una vaga idealización proyectada en las más diversas formas. Y es de meditación obligada y parte implícita en el discurso de cualquier interesado en el conocimiento tradicional, discernir acerca del ámbito y naturaleza de estas desviaciones, provengan de donde provengan. Porque con la idea intelectual se operan numerosos malentendidos y numerosas atribuciones. Lo simbólico es inafectado por lo individual, pero han existido siempre un buen número de supuestos pensadores que desde una arrogada legitimidad intelectual han abordado y pretendido matizar la doctrina tradicional desde posturas no sólo individuales, sino arrogantes y confundidoras. Autores cristalizados en su propia biografía, que con el tiempo se atribuyen rango espiritual y pretenden discursar sobre lo que pertenece a un ámbito distinto al de sus propias especulaciones emocionales y mentales. En los últimos años el desdichado tema de Frithjof Schuon ejemplifica este tipo de desviaciones que se producen frecuentemente.
Dicha desvinculación, a través de la cual el individuo se hace un fin en sí mismo, es lo que llamamos individualismo. Leemos en Guénon: "Entendemos por individualismo la negación de todo principio superior a la individualidad, y por consiguiente la reducción de la civilización en todos sus dominios a los elementos puramente humanos; se trata pues, en el fondo, de lo mismo que en la época del Renacimiento fue designado por el nombre de humanismo, que es lo que caracteriza propiamente a lo que hemos llamado el punto de vista profano. Todo esto, en suma, no es sino una sola y misma cosa bajo denominaciones diversas".7 Continúa más tarde Guénon: "La negación de la Tradición es también individualismo. Quien dice individualismo dice necesariamente rechazo a admitir una autoridad superior al individuo, así como una facultad de Conocimiento superior a la razón individual".8 Quede claro que no se trata aquí de una estigmatización de lo individual. Lo individual es inherente al estado humano, y además el soporte para acceder a los múltiples estados del ser y a su trascendencia en el No-Ser. Entiéndase igualmente que la cotidianidad, afectos, ocupaciones, preferencias, color o país, de estas o aquellas individualidades a ellas conciernen y a su particular acomodo, y no son del ámbito que aquí nos ocupa. La individualidad entendida como separación se produce cuando estas formas individuales toman rango propio, invierten la jerarquía natural e ignoran su relación con el Principio, deviniendo un fin en sí mismas. A esta separación del hombre de su Centro Primordial se refiere míticamente la expulsión de Adán del Paraíso Terrestre, arrastrando así fuera de él al conjunto de toda la humanidad. Sin embargo, relata René Guénon en su libro El Rey del Mundo que más tarde Seth volvió a entrar en el Paraíso Terrestre recobrando para el ser humano la vinculación con el Centro Primordial, si bien habiendo sido el hombre expulsado de él, lo que Seth estableció en realidad fue una imagen del Paraíso, es decir del Centro que conservó íntegramente la Tradición Primordial.9 El Paraíso Terrestre simboliza el Centro del Mundo, sobre el cual se levanta el Arbol de la Vida o Eje universal. En efecto, es en el Centro que se proyecta el Eje del Mundo, que une cielo y tierra, figurando en numerosas tradiciones rodeado de círculos concéntricos atravesados en su centro por el mismo eje, a través de los cuales el ser humano asciende verticalmente, recorriendo sus múltiples estados hasta desatar el nudo que lo mantenía sujeto a su condición, luego de lo cual abandonará el cosmos para fundirse con la Identidad Suprema. Este es por ejemplo el sentido del viaje espiritual de Dante, relatado en La Divina Comedia.10 Leemos en Guénon: "Por eso las representaciones del 'Eje del Mundo' son tan frecuentes e importantes en todas las tradiciones antiguas; y el sentido general es en el fondo el mismo que el de las figuras del 'Centro del Mundo', salvo quizá en que evocan más directamente el papel del Principio inmutable con respecto a la manifestación universal".11 Incluso en sánscrito, antigua lengua sagrada de la tradición hindú, la palabra Vajra reúne en su etimología la síntesis simbólica de dos términos, pues significa a la vez diamante y rayo; diamante como significado del centro, y rayo como significado del eje.12 Todas las formas tradicionales tienen su representación simbólica del centro y del eje,13 y todas ellas concurren en la unidad del Pensamiento Tradicional. El graal y la lanza en el cristianismo, el loto y la montaña en el hinduísmo, el cuenco y el bastón con que los patriarca zen realizaban la transmisión, la piedra sacrificial y la escalera de Jacob en el judaísmo, el trono y el árbol budista, la rosa y la cruz, el agujero y la estaca, o totem, de los indígenas y pueblos arcaicos, el paraíso y el árbol de la vida, y tantas otras. Así, cada forma tradicional alude a través de la simbólica del centro y el eje a la auténtica identidad del ser humano, transmitiendo la influencia espiritual que hace regular y posible la iniciación en los Misterios. Los "pequeños misterios" implican la restauración al centro primordial de la individualidad humana y corresponden al hombre verdadero. Los "grandes misterios" tienen por dominio el conocimiento metafísico, que está más allá de la individualidad humana y corresponden al hombre trascendente. Leemos en Guénon: "De todo ello resulta que la posibilidad de extravío subsiste en tanto que el ser no está aún integrado en el 'estado primordial', pero que cesa de existir desde que ha alcanzado el centro de la individualidad humana, y es por eso que se puede decir que con el acabamiento de los 'pequeños misterios' ya está virtualmente liberado, aunque sólo lo pueda ser efectivamente cuando haya recorrido la vía de los 'grandes misterios' y realizado finalmente la 'Identidad Suprema' ".14
Sí recordaremos de nuevo que nació en 1886, recibiendo en 1912 la iniciación islámica, donde tomó el nombre de Abdel Wahed Yahia ("El Servidor del Único"), cuya fe profesó hasta su muerte en 1951 en El Cairo, donde vivió los últimos veinte años de su vida. Todas las fuentes coinciden en señalar La Vida Simple de René Guénon, escrito por Paul Chacornac, como una biografía correcta. Guénon y Chacornac habían colaborado conjuntamente en la revista Le Voile d'Isis, que a mitad de los años 30 devino Etudes Traditionnelles, y que aún hoy se publica. Mencionar también el profundo respeto que Guénon mostró siempre a la obra de Ananda K. Coomaraswamy, al que cita como referencia con cierta frecuencia y distinción, y cuya claridad intelectual fue y sigue siendo un certero soporte para la correcta transmisión de las doctrinas hindúes y para tantos otros aspectos del Conocimiento Tradicional. Respecto al legado de René Guénon, constatar que es de tal alcance que queda más allá de cualquier consideración particular: la identificación certera del Mundo Moderno; la transmisión de la doctrina metafísica oriental a la que Guénon dedicó fervorosamente buena parte de su obra; la restitución del sentido esotérico del cristianismo; la constatación y verificación de la posibilidad iniciática en occidente con innumerables estudios sobre ella; la consideración profunda del esoterismo en el Islam; la meditación certera y universal de la Simbólica Perenne inherente a todas las formas tradicionales; la trasmisión de la doctrina de los ciclos y de los estados múltiples del ser; y, en fin, tantos otros estudios que devuelven el sentido auténtico de la Doctrina Tradicional al ser humano. Su obra ha suscitado en occidente controversia e incomprensión, y ha sido groseramente interpretada. Si nos preguntaran íntimamente los motivos, contestaríamos que la simbólica, en sí inafectada por lo individual, sobrepasa la posibilidad de filósofos y pensadores modernos al uso, que acostumbrados a hacer hipótesis desde todas las perspectivas de la forma individual, no encuentran en la Tradición marco alguno para considerar lo que les excede. |
NOTAS | |
1 | Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada. |
2 | La Crisis del Mundo Moderno. |
3 | Ibid. |
4 | Ibid. |
5 | Ibid. |
6 | El Teosofismo, historia de una pseudo-religión. |
7 | La Crisis del Mundo Moderno. |
8 | Ibid. |
9 | El Rey del Mundo, cap. V. |
10 | El esoterismo de Dante. |
11 | Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada. |
12 | Ibid. cap. LII. |
13 | Ibid. |
14 | Apreciaciones sobre la Iniciación, cap. XXXIX. |
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