Quisiéramos dar inicio a esta reflexión proponiendo una primera distinción, a saber, la diferencia existente entre lo que es justo y lo que es necesario. La razón de semejante contraste se hace imprescindible toda vez que pretendemos adentrarnos en la clarificación del asunto que nos ocupará a continuación en un nivel sutil pero lo suficientemente poderoso como para determinar importantes cambios en la mirada de aquellos que nos adscribimos a la espiritualidad tradicional. Abordar el tema es de suyo complejo en un momento en que la cantidad de infatuaciones modernas hace cada vez más difícil llegar a las audiencias contemporáneas con un lenguaje en común desde el que sea posible dialogar, ante el desprecio ciego o la mera ignorancia al que nos hemos acostumbrado. Es esta la primera razón que nos mueve a declarar el distingo entre uno y otro término.
Vemos que lo justo, del latín iustus nos remite a aquello que es preciso, a lo que ocupa su debido lugar en consideración del obrar apegado a la razón y con la debida proporción o medida. Lo justo es entonces, aquello que se realiza en virtud de un equilibrio de precisión, en el momento, el lugar y la mesura adecuada. La justicia, como virtud y aplicación de lo justo hállase en ese punto preciso en donde a cada cosa se le otorga el lugar que le corresponde, ni más ni menos que esto. Por otra parte lo necesario, del latín necessarius nos conduce a una posición igualmente acertada pero diferente en cualidad. Así, lo necesario apunta a aquello que es menester de manera indispensable, y que se vuelve forzoso o inevitable en razón de su propósito o finalidad. Tener esta claridad desde un inicio habrá de favorecer la pertinencia de nuestra discusión, pues en una frase, hemos de proponer una visión de síntesis de las tradiciones por la que se hace justa una revisión crítica al pensamiento tradicionalista tal como se ha venido planteando hasta ahora, en la misma medida en que, según pensamos, fue necesaria la respuesta que el Perennialismo dio en su momento a la Modernidad en curso. Hoy, en un período de nuevas fugacidades, se nos habla de Post-Modernismo ante el fin de los metarrelatos y de toda noción de confianza en los grandes discursos sociales. Por ello una revisión general del planteamiento tradicionalista adquiere una preeminencia inusitada.
Decimos que la respuesta Perennialista a la Modernidad fue necesaria puesto que a comienzos de siglo XX la corrosión de las visiones tradicionales en materia de esoterismo habían transformado en inviable un retorno a las raíces espirituales de la cultura Occidental. René Guénon no alcanzó a vivir su terrible forja en el Concilio Vaticano Segundo ni en el “despertar” de la generación hippie a la moda orientalizante de los años ’70 con su sosa homilía en defensa de la “Nueva Era”. Nosotros heredamos aquello y mucho más. No obstante, nuestra posición no pretende parapetarse tras una trinchera discursiva sino más bien abrirse paso por una senda dialogante. De la necesidad hemos de dar un paso a la justicia; entablar un diálogo con el mundo es la única posibilidad de evitar un anquilosamiento esclerótico que huele a trasnochado y que solo puede radicalizar aún más la posición excluyente del interlocutor modernista. Si lo necesario fue dar una respuesta firme y vehemente ante lo que se asomaba sombrío hoy se hace justo realizar una introspección al propio pensamiento y al propio sentir para proponer lo que hemos querido denominar un Perennialismo Crítico, es decir, una perspectiva autorreflexiva que abra puertas de diálogo y que, tras el análisis, busque finalmente la tan ansiada síntesis. La autocrítica se perfila en esto como insoslayable porque todo diálogo requiere sine qua non la potencialidad de conceder a la contraparte para establecer el punto justo en donde el equilibrio permita el establecimiento de la concordia o al menos, de la cordura. La razón de este planteamiento se justifica desde un observado ensimismamiento y encierro del discurso perennialista, un constante rumiar interno que no ha sabido comunicar su mensaje al mundo quedándose como un puro reclamo entre los mismos de siempre, actitud que no logra elevar la voz en la palestra pública.
Veamos lo que ha ocurrido. Desde la publicación de la Introducción General al estudio de las doctrinas hindúes en 1921 es poco o nada lo que ha penetrado el pensamiento tradicional en la cultura dominante. Desde luego, el veto implícito en los ambientes académicos así como en las casas editoriales explican muchísimo tal desconocimiento. Sin embargo, no podemos dejar pasar el que haya sido escasa la respuesta ante las críticas a la obra Guenoniana en un lenguaje equivalente. Así, las posiciones que señalan que la obra de Guénon, como también la de otros pensadores de la Tradición, se queda fuera del ámbito científico por sus premisas y sus métodos no puede menos que descolocarnos. Pero en cualquier caso, no pareciera del interés de los escritores penetrar con sus ideas en el ámbito académico. El discurso Perennialista se orienta a una audiencia inmersa en la práctica y/o el estudio de la espiritualidad desde adentro más que desde el pupitre universitario. No sería en todo caso despreciable el intento porque las aulas constituyen un medio de discusión ideal y las cátedras de Religiones Comparadas ofrecen ciertamente una audiencia proclive a la postura dialogante. Hay quien ha definido nuestra visión como “reaccionaria” y quizás no sea del todo equivocado tal juicio. Hemos querido hacernos cargo de tal responsabilidad en razón de la necesidad, para establecer ahora el punto autocrítico y procurar lo que nos parece justo.
Nuestro axioma de base es la Tradición, la existencia de una Sabiduría Trascendente que aúna las religiones y las vías espirituales en un sentido metafísico. Pero esto nos plantea un desafío histórico, pues si asumimos la presencia de una Sophía Perenne hemos de explicar como ella, siendo trascendente, se manifiesta en lo inmanente de la historia, en la diversidad cultural y en las contradicciones, transformaciones y conflictos entre las diversas tradiciones. Hemos entonces de hacer una segunda distinción entre la Tradición y las tradiciones. Usaremos de la mayúscula para la primera y de la minúscula para las segundas a fin de evitar confusiones. La relación entre la Tradición, aquello que siendo perenne trasciende el dominio temporal y las tradiciones, insertas en la historia y sujetas al cambio es un asunto central a la hora de dar cuenta de la coherencia intelectiva de la proposición axiomática inicial. Pareciera que la gran variedad de dogmas y artículos de fe presentes en el mundo quisiera dar la autoridad al relativismo cultural en el que nos movemos a diario en la sociedad actual. En este proceso, vemos las acusaciones mutuas entre representantes de las tradiciones, afirmando la veracidad absoluta y la exclusividad tautológica de la propia vía espiritual, especialmente en lo que se refiere a las religiones del tronco Abrahámico. ¿Cómo respondemos ante el dogmatismo recalcitrante, a la negación de la Verdad Unitaria por sobre la verdad divisoria? Los Post-Modernos quisieran que admitiéramos de buena gana el postulado del pragmatismo, en donde todas las visiones son igualmente válidas por orden de sus consecuencias sociales en la historia local y situada. No será ese nuestro camino porque con ello se instala la negación de la metafísica para dar prioridad al mundo de las contingencias con lo cual toda espiritualidad se reduce a un asunto de identidad cultural históricamente emplazada con lo cual seguiríamos topando con la misma piedra. La Tradición constituye el referente trascendente del cual cada tradición es un reflejo históricamente emplazado, imperfecto y sujeto al devenir. Con ello reestablecemos la metafísica en todo su esplendor, pues junto a Platón afirmamos la preeminencia de la Idea por sobre la forma contingente. No es entonces necesario caer en el error post-moderno y reducir el dominio espiritual al dominio socio-histórico, pues en primera instancia es la Idea el noúmeno que da sentido y forma al fenómeno y no al revés. Plantear una inversión de las causas hacia los efectos solo puede revolver un poco más el estado deplorable de la ideología contemporánea. Pero recurriendo a la autocrítica, debemos admitir también que entre los apologistas del tradicionalismo hay quienes parecen más dispuestos al ametrallamiento que al diálogo franco entre pensadores. Recordemos que no es lo mismo Tradición que tradicionalismo. Aunque nos parecen aborrecibles los “ismos” se nos apuntan necesarios, que no justos, como artilugios del lenguaje que posibilitan la identificación de una determinada línea de pensamiento o acción. El problema radica en determinar con exactitud que es una tradición (con minúscula) y que no lo es. Si hemos señalado que una tradición es un reflejo temporal, históricamente situado, de la Sabiduría Perenne ¿cómo distinguimos un buen reflejo de un mal reflejo? Los ametralladores tradicionalistas buscan hacer agua en el barco del contrincante para establecer su análisis por encima del de los demás. Esto es peligroso debido a que el proceso histórico es el eje central para comprender el paso de transmisión, interrupción o distorsión de la Tradición en y a través de las distintas tradiciones. Pretender enconar una discurso por sobre los demás como el más conspicuo o peor aún, como el único reflejo de la verdadera Tradición en la historia humana es lo que nos parece excesivo e injusto, coqueteando peligrosamente con lo contra-iniciático como sucede con todo fundamentalismo. Sin considerar la verdad histórica de las tradiciones no es posible explicitar el nivel de fidelidad a la Sophía Perenne, porque todo reflejo fenoménico es un suceso histórico referido a un contexto social, cultural y político determinado. Lo mismo sucede con todo análisis de la cuestión moderna que pretenda hacer defensa de la Tradición. Creemos que en esto concedemos a los post-modernos suficiente como para poder entablar un diálogo fecundo. La cuestión de la Revelación como expresión histórica y temporal de lo Eterno e Inmutable queda así reestablecida. Si existe lo trans-histórico en la historia humana ello se expresa a través del dilema del exoterismo de las tradiciones ante lo Divino e inefable de la Tradición, manifestado de forma más coherente en su esoterismo, en donde la diferencia tiende a reducirse considerablemente, pero no del todo, puesto que seguimos moviéndonos en el nivel histórico que es donde se enuncia el dominio esotérico de una tradición particular. Recurriendo a las brillantes exposiciones de Mircea Eliade, diremos que cada tradición es una Hierofanía de lo Absoluto, limitada a su contexto pero capaz de trascenderlo por medio del símbolo. Si al lector esto ofrece alguna confusión, hemos de aclarar que si bien en un determinado punto del devenir histórico hay un descenso de lo Divino, diremos también de la Sophía, la transmisión (el tradere de toda traditio) es un proceso sujeto a los azares y errores propios de la especie humana, de nuestras faltas por acción y por omisión que ciertamente pueden degradar en grado sumo aquello que nos ha sido entregado por la Tradición. No obstante en todo genuino esoterismo siempre existe aquella chispa viva, ese fuego iniciático primordial que se aloja en el corazón del practicante y que puede llevarlo a la Experiencia Trascendente pese a las manipulaciones o corrupciones de una determinada vía o tradición, mientras esta no se haya desfigurado al punto de volverse irreconocible como tal. Esto es algo casi inevitable en todo proceso de transmisión.
De acuerdo a lo propuesto, un Perennialismo Crítico no puede rehusar lo justo, y para ello debemos hacernos cargo del proceso histórico en el seno de las tradiciones. ¿A quién podemos recurrir? ¿De qué manera? Se abre ante nosotros la posibilidad cierta de un puente. Los eruditos de la academia han realizado estupendos trabajos en lo que se refiere a situar la contingencia de las religiones y de los movimientos espirituales tradicionales. Es de nuestra opinión que el estudio histórico, arqueológico y cultural riguroso puede aportar muchísimo a la reflexión desde la Tradición. Entender, a guisa de ejemplo, cómo una tradición influyó, modificó o devino en otra desde el punto de vista histórico para nada puede quitar realidad a la noción de la Revelación, el verterse perpetuo de la Inefabilidad Divina en el mundo material. Pero para ello es imprescindible admitir la falibilidad de las tradiciones a favor de la Tradición, que no puede ser hurgada por los estudios históricos. Mas desde luego hemos de ser críticos también con dichos estudios buscando lo justo en ellos que pueda ser un efectivo aporte a nuestras reflexiones. Basta remitirnos a los trabajos de autores rigurosos en el campo de la Hermenéutica de la Religión como Mircea Eliade, Károly Kerényi, Gershom Scholem, Henry Corbin o Giuseppe Tucci.
Al hacer dialogar a las tradiciones notamos cómo las diferencias obedecen a cuestiones situacionales mientras permanece inalterable lo que acertadamente se ha denominado como la unidad primordial de las tradiciones. ¿Qué puerta podría ser más delicadamente hermosa para entrar a la mansión de la Sabiduría? Tristemente son escasos los encuentros ecuménicos entre el Este y el Oeste. Pero al estudioso no le significa gran esfuerzo concebir el diálogo desde la crítica textual o desde la investigación in situ. De ello lo que parece desprenderse es la existencia de dos dimensiones estrechamente ligadas, pero diferentes. Por un lado lo Simbólico, el elemento sacro e históricamente situado del que las múltiples tradiciones son emisarias y por el otro la Experiencia Trascendente, aquella manifestación de Unicidad que experimenta el sujeto en su vínculo con lo Divino y que se muestra esquiva al lenguaje convencional. La vinculación entre lo uno y lo otro es lo que explica el orden tradicional, la autenticidad de una tradición definida. Queremos subrayar el elemento Trascendental de la experiencia porque muchas veces no se da suficiente cuenta de él en los trabajos de los perennialistas. Comprometidos con el tradere de lo Simbólico olvidamos que su representación configura la cara exterior, sin embargo imprescindible, del dominio de la experiencia de lo Sagrado. Decimos experiencia porque la Tradición se actualiza o encarna cada vez en una vivencia concreta de la espiritualidad particular, i.e. subjetiva, de lo Absoluto. No podemos abstraer la Tradición hacia el plano de lo inasequible por medio de la desvinculación de la experiencia subjetiva encarnada en las tradiciones y especialmente en quienes las vivencian. De este modo toda genuina tradición estará ligada a la Tradición por medio de la Experiencia Trascendente de los individuos que la transmiten. Esto nos lleva nuevamente a plantear un Perennialismo Crítico, menos ingenuo y menos reduccionista, puesto que es necesario reconocer la tremenda complejidad de la vivencia espiritual en el homo religiosus. ¿Puede entonces una tradición específica estar muerta por la pérdida de dicha experiencia entre sus transmisores? La respuesta puede hallarse al contemplar el triste devenir de muchas Logias masónicas. Porque si lo tradicional solo se refiere a la perpetuación de un determinado status quo o bien de una forma concreta de Simbología histórica, entonces no queda más que reconocer la validez de cualquier forma de espiritualidad que tenga alguna antigüedad pues la conexión entre Tradición y tradiciones se reduce a una cuestión de desarrollo histórico y transmisión de formas y costumbres con lo cual estaríamos negando la base misma de la concepción Guenoniana de la Tradición. Pero no, lo tradicional es aquello que nos vincula con la metafísica, con lo trascendente, con el Origen Divino. Y en esto la misma Tradición es implacable: su juicio de realidad es la experiencia de trascendencia, no un mero chauvinismo religioso o cultural. En esto el rol principal lo interpreta la Iniciación. Es por intermedio de ella que el hombre tiene acceso a la experiencia de lo Sagrado Simbólico. La Iniciación otorga un marco referencial en el cual la experiencia trascendente puede darse con seguridad, sostenida en el símbolo tradicional y evitando al mismo tiempo el desborde psicótico, al menos parcialmente. La Experiencia Trascendente, sin el asidero del Símbolo, se vuelve algo inaprensible e intransmisible para el neófito, pese a lo cual el suscribir a la Iniciación no le garantiza en absoluto el lograr la experiencia trascendente en sí. En todo caso en las tradiciones espirituales sí se nos garantiza el contacto con la Tradición por acción de un genuino reflejo temporal de la misma, mas no una experiencia directa de lo Divino, hecho este que dependerá del candidato o de la Gracia Divina según como se lo quiera enfocar.
Sabemos que la relación entre lo Trascendente y lo Simbólico es lo que se halla roto en la modernidad. Las pseudo-iniciaciones son una viva muestra de ello. Ahora bien, nos enfrentamos en este punto al dilema de los nuevos movimientos espirituales surgidos a partir del siglo XVI. En particular nos interesa plantear el problema del misticismo Protestante a la luz de la Tradición. Sabemos que el asunto es peliagudo y puede causar irritación en más de alguno. Pero es preciso atenernos al proceso histórico tanto como a la Sophía Perenne para no ser injustos con él, pues su tremenda presencia en el mundo germánico y anglosajón le otorga un peso ineludible a la cuestión. Es innegable que también en el Protestantismo han existido luces espirituales imponentes. Se nos antoja impresentable rechazar de plano sus retoños espirituales por pertenecer a un tallo que se escindió de la tradición Católica en un movimiento de revuelta contra esta. No pretendemos resolver la cuestión Protestante, no al menos en este punto. Pero hemos de considerar algunas de sus figuras descollantes en las que pareciera atisbarse un fragmento de trascendencia, sino un bloque entero. El Protestantismo tiene un tufillo anti-tradicional pues obedece a la lógica de una modernidad en ciernes. Pero en él paradójicamente florecen ciertas figuras que nos dejan asombrados. Nombraremos sólo a un conocido par a fin de no excedernos: Jakob Böhme y Emanuel Swedenborg. Alejado como estaba de la Tradición, el Protestantismo, en su espíritu modernista, dio como fruto a estos dos curiosos, genuinos y prominentes iniciados. Si queremos creerle además a la leyenda no nos olvidemos del muy reformista y luterano movimiento Rosacruz, verdadero crisol espiritual europeo. ¿Cómo los explicamos? Parece ser que Swedenborg penetró en la Iniciación por el camino masónico pero ignoramos del todo el procedimiento de Böhme. Si la experiencia trascendente se ha dado en ellos, esperaríamos encontrar algo de vinculación al orden tradicional. Quizás deberíamos aceptar de una vez que es perfectamente posible encontrar brotes de la Tradición en el interior de un reformismo, aunque nos resulte una extraña admisión. Los hechos no dejan lugar a la especulación ni a las excusas. Lejos de pretender tener una respuesta completa, la cuestión está aún por dilucidarse. El problema parece pivotear en torno a la poca o nula resonancia que la Experiencia Trascendente ha tenido en la reflexión perennialista, como si no fuese ésta precisamente la médula misma y el sentido orientador de todo esoterismo. Queremos mostrar que la Iniciación es ante todo la transmisión simbólica de una experiencia unitiva con lo sagrado que debe ser realizada a posteriori por el iniciado. El norte sigue siendo la experiencia, aunque no se accede a ella si no es de manos de la verdadera Tradición. No vamos a confundir el histerismo moderno y los fenómenos psicosomáticos o psíquicos con la trascendencia. Ni pretenderemos igualar la experiencia trascendente al jueguito pueril de los llamados “estados alterados de conciencia”. Pero si que se hace preciso indicar con claridad la preponderancia de la vivencia mística como núcleo de la Tradición y del símbolo. Proceder sin considerarlo sería estar defendiendo nada más que una ideología hueca. Esto es lo que establecemos como justo.
Llegados a este punto se nos hace preciso abordar la cuestión de los senderos exotéricos y esotéricos en relación a la Experiencia Trascendente, pues en ambos sería posible llegar en última instancia a un cierto nivel de desarrollo espiritual. En esto juega un papel central la distinción, resaltada por Guénon, entre la Vía Mística (exotérica) y la Vía Iniciática (esotérica). De acuerdo con el autor de Apercepciones sobre la Iniciación, ambas serían mutuamente excluyentes e inclusive, llevarían a resultados totalmente distintos. No compartimos este juicio, pues existen casos patentes que muestran que en la realidad esto no ocurre así. Un ejemplo lo constituye el mismo Tasawwuf o “esoterismo islámico” en el que el mismo Guénon se hiciera iniciar en Egipto. En él, se mezclan como en un crisol la más devota de las vías del corazón con un sendero iniciático propiamente tal. Basta leer a Jelaluddin Rumi, Fariduddin Attar, Saadi o Yunus Emre y no puede menos que quedarnos en patente evidencia el misticismo explícito de sus más grandes y afamados exponentes. Guénon parece haber sido muy miope ante ello, quizás enceguecido por su criticismo exagerado a la mística cristiana, que parece haber comprendido mal, o en caso contrario, comprendió muy mal al Sufismo y su tremenda semejanza con la mística cristiana que le es anterior y en gran medida modelo. El diccionario de la Real Academia Española define misticismo como “Estado extraordinario de perfección religiosa, que consiste esencialmente en cierta unión inefable del alma con Dios por el amor, y [que] va acompañado accidentalmente de éxtasis y revelaciones”. No podríamos señalar una definición más precisa para el corazón mismo del Tasawwuf, un camino que busca a través de la fe y del amor divino llegar a la aniquilación en Dios (Faná fi’llah) para luego retornar al mundo y pervivir en Dios (Baqa bi’llah). ¿Hemos dicho aniquilación en Dios? Sí, al más puro estilo del misticismo cristiano, pues en esencia toda mística es la misma, sea cristiana o sea islámica. Pero si el Tasawwuf es una vía mística también es una vía iniciática, qué duda nos puede caber. Entonces ¿cómo afirmar que ambas sendas se excluyan mutuamente? El error de Guénon consiste en que no estuvo al tanto de que el misticismo es mucho más que simple pasividad o mero éxtasis emocional. Cuando Guenón hace referencia a la vía mística parece pensar en los santos católicos. Lo que en realidad sucede es que, para ser justos una vez más, existen a la sazón dos clases de misticismo, emparentados en la devoción y el amor pero separados en su cualidad y en su método. El primero, propio de figuras como San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Jesús se caracteriza por ser fuertemente afectivo y pasivo al que nos parece apropiado denominar como Misticismo Religioso para resaltar su condición exotérica. El segundo, presente en figuras como Ibn Arabi de Murcia o Ramón Llull tiende hacia lo intelectivo siguiendo un camino muy activo que llamaremos Misticismo Iniciático para subrayar su pertenencia al campo de lo esotérico. Estas dos formas, ambas reunidas en torno al amor a Dios pero divergentes en cuánto a procedimientos, representan también dos formas de amor distintas, una emotiva o αγάπη y otra intelectual o φιλία, ambas manifestaciones particularizadas del más difuso e instintivo ερως, no obstante, ambas formas del amor. Esto es lo que Guénon parece no comprender cuando se muestra injusto hacia el misticismo, debido a una imprecisión originada en un análisis insuficiente. Una vez aclarado esto, se despeja bastante más el asunto de Böhme y Swedenborg, en nuestra opinión verdaderos místicos iniciáticos. Se podrá argumentar en contra que no se sabe en qué tradición se insertaron ambos personajes. A esto respondemos recordándole al lector la iniciación espontánea en el Tasawwuf de los linajes Uwaisi, transmisiones de contacto vertical o puramente metafísico en donde no existe el eslabón material o corporal en la cadena iniciática. Si aceptamos que el Sufismo tradicional es una vía iniciática verdadera, hemos de aceptar al muy tradicional fenómeno de la Uwaisyah (que se origina en vida misma del Profeta Muhammed con Uwais al-Qarani) como método tradicional de transmisión espiritual e iniciación perfectamente ortodoxa. Los casos sobreabundan por lo que no aburriremos al lector, remitiendo al interesado a cualquier estudio docto sobre el fenómeno sufí.
Dios no tiene limitaciones. Puede manifestarse tanto al shivaíta como al luterano por igual. Podemos intentar exigirle que se mantenga exclusivamente dentro de los estrictos límites de las tradiciones genuinas, o de las ortodoxias religiosas, o dentro de lo que sea, pero es muy difícil que tal demanda sea satisfecha. Empero esto no niega el hecho de que para nosotros siempre será necesario contactar con una tradición auténtica para vincularnos a lo Divino, a menos que seamos nosotros los contactados directamente por lo Divino. Pese a esta posibilidad, la rara escasez de tamaño prodigio hace espinoso el aguardo. La vía iniciática, en vez de esperar pasivamente por ello lo buscará activamente a través de un método más o menos estructurado y sancionado por la tradición. De producirse finalmente la Experiencia Trascendente, tendríamos un misticismo iniciático florecido, una Gnosis.
Quisiéramos cerrar esta discusión con un breve homenaje a un lugar que atestigua de manera admirable el diálogo entre las tradiciones y el proceso histórico de transformación y encuentro sin perder jamás el contacto con la Tradición y que sirve de referente a lo que hemos señalado a lo largo de esta discusión. Nos referimos a la noble ciudad de Alejandría y en específico a su gran biblioteca, centro de estudios, templo de la sabiduría y ejemplo de armonía en el que se fraguaron muchas de nuestras tradiciones, incluido el Cristianismo como depositario de aquella Tradición Primordial. La síntesis dialéctica del Neoplatonismo y del Hermetismo no derivó en sincretismo ni en banalidad como en nuestros días, ni el coloquio en palabrería superflua cargada al mercantilismo. Las tradiciones egipcia, caldea, grecolatina, judía y cristiana confluyeron demostrando en los hechos la preponderancia de la unanimidad de la Tradición en un mutuo enriquecimiento. Osiris, Mitra, Dionisos y Cristo comparten todos un fondo arquetípico común que incluso a nivel de desarrollo histórico se hace evidente, a pesar de que los ignorantes lo hayan tildado de plagio o contaminación. Nada más lejos de la verdad. La biblioteca de Alejandría representa a nuestros ojos un modelo inigualable de lo que hemos tratado de mostrar en este breve artículo. Funcionó al amparo de la integración de la mentalidad helénica de la que somos herederos como cultura occidental. Pero pronto el fanatismo y las ambiciones políticas habrían de terminar con sus 700.000 volúmenes alimentando el fuego. Nuestro empeño es abrir los espacios para que una barbarie semejante no vuelva a ocurrir nunca jamás. Si hemos de dar voz a la Tradición en el mundo contemporáneo, tendremos que salir de nuestro enclaustramiento discursivo y abrir puertas y ventanas de diálogo. O la avalancha del post-modernismo acabará marginándonos y silenciándonos.
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