VIVOS VOCO, MORTUOS PLANGO,
FULGURA FRANGO
Llamo a los vivos, lloro a los muertos, deshago las tempestades dice, soberbia, la inscripción de la campana: todo un programa de vida, una presencia continuada dentro de la vida comunitaria, tiene la campana que así se autodefine y resume, lapidaria, su tarea. La campana Eulalia de la Seo de Barcelona dice:
Hoy, nos lamentamos de la falta de espíritu comunitario, sin darnos cuenta de que, cuando la comunidad quiere extenderse demasiado lejos, se disgrega. La comunidad ha de estar limitada -¿por el sonido de una campana?- a escala humana, para que todo el mundo se conozca. Esto ya lo advirtieron Platón y Aristóteles al hablar de la polis o política y la democracia. Hemos sustituido la campana por la radio, la tele y el diario; nos llegan noticias de muy lejos, de todas partes, pero no sabemos quién vive en el piso de arriba, ni quién allí se muere, ni qué tiempo hace. ¿No sería hora, ahora que lo podemos hacer todo, de recuperar la función social de la campana? ¿No pueden los ayuntamientos, en sus munificentes presupuestos, asignar un sueldo o dos de campanero para disfrute de jóvenes y parados? El beneficio, para la comunidad local, sería incalculable. Sería una inversión en infraestructura que costaría muy poco y se notaría -podríamos decir que se oiría- mucho. La vida comunitaria se vería reforzada, incorporada otra vez en el toque de la campana. No se trata de que todo el mundo pudiera repicar campanas, una costumbre que fue privada en 1885. Antes había sido costumbre que todo el mundo pudiera repicar las campanas a su gusto, mediante una retribución. Sobre todo, para manifestar la alegría y la satisfacción, o simplemente por el gozo de sentir el sonido de las campanas, se ponían de acuerdo con el campanero para que, aparte de los toques de costumbre, lanzara las campanas al vuelo toda una tarde o toda una mañana, o en un número determinado de horas. Es cierto que esta costumbre podía llegar a ser muy molesta; pero, si lo era, ¿porqué fue abolida en 1885 y no antes? Me parece muy significativo del cambio de mentalidad, como lo fue en mi juventud la prohibición -para mí personalmente siniestra-, del Ayuntamiento de Porcioles, de prohibir los organillos en las calles de Barcelona. Hemos querido ser tan modernos y postmodernos que lograremos convertir Barcelona en Nueva York, cuando, en Nueva York, la gente se neurotiza. No tan sólo de pan vive el hombre, ni de trabajar, ni de ganar. Vive de ideales y de poesía, de música y de sonido, y de consideración a los (y de los) otros. ¿Qué mejor escuela de relación con los otros que los instrumentos públicos en los espacios públicos? En este sentido, hay que remarcar la política acertada de mis colegas y compañeros -de promoción- Serra y Maragall: tolerar a los músicos mendicantes en las calles de Barcelona. Ahora es necesario que este principio lo entiendan los alcaldes de las poblaciones de toda Cataluña, y que comiencen por restaurar las campanas y vuelvan a lanzarlas al vuelo. La campana no es, solamente, un instrumento religioso. Es, eminentemente, comunitario. Los toques lo demuestran. Incluso, los toques religiosos eran aprovechados para regular la vida profana, como lo señala Joan Amades: era normal levantarse al toque de maitines; el toque de ángelus del mediodía servía para detener el trabajo e ir a comer; y el de oración, para retirarse al anochecer. Personalmente, he vivido esta experiencia en el monasterio de Poblet, donde lo que es profano y lo sagrado se interpenetran con armonía de plenitud: mi trabajo en el scriptorium era guiado por el sonido de la campana; la hora de comer y de cenar me eran anunciadas con los toques de oración previos. ¡Qué delicia la de abandonar el reloj y dejarse ir en el océano sin límites del tiempo, guiado por el sonido del badajo! Recuerdo otro momento, también cerca de un monasterio; esta vez era el monasterio Zen, de Tasahara, en California, cuando caminábamos perdidos por el bosque inmenso y despoblado de Los Padres, sobre Monterrey, buscando el monasterio budista. No se veían señales de vida en ninguna parte: sólo la polvorosa carretera desierta. De repente, el sonido sutil de la campana oriental, tocada de lado por un ariete, nos reveló la proximidad del cenobio. Qué alegría, al sentir aquella llamada etérea y delicada que anunciaba la serenidad y la acogida de un grupo humano en el despoblado. La campana oriental se toca por fuera, con un ariete de madera que golpea perpendicularmente una campana cilíndrica, alta y estrecha. El sonido es, comparado con el sonido de las nuestras, como el aroma del incienso de sándalo es al olor de la mirra. ¡Qué lejos me quedaba, aquella sutileza del Zen, el día que oí, en lo alto del campanario de Cervera, las siete campanas al vuelo! Seis hombres grandes y forzudos tiraban de las cuerdas de la campana mayor -cuatro toneladas y media- hasta hacerle dar la vuelta completa. No era tan sólo el ruido impresionante, sino también la energía cinética de aquella masa de bronce lo que cautivaba con su aliento poderoso. Parecía que aquella cosa tuviera que desbaratarse y caernos encima. El efecto es colosal; pavoroso para el neófito. Pero, ¡qué embriaguez de sonido y movimiento, de fuerza y exaltación! Tirar de la cuerda y dejarla ir en el momento justo; estirar y sentir el golpe brutal del badajo, y volver a tirar con todas las fuerzas, para aumentar el vuelo imparable de la mole de bronce, volteando por encima de las cabezas. Pregunté al viejo campanero -un hombre frágil con ojos de luz- que me repicara el toque de tiempo. Este toque, llamado toque de trueno, de nube o de tempestad, tenía la finalidad de romper las tempestades, como ahora se hace con los cohetes. El principio es el mismo; el sonido es una onda expansiva que perturba el aire pues se transmite por sus moléculas; y una determinada onda de sonido podía dispersar las nubes y alejar el granizo. El toque es una salmodia, una especie de encantamiento penetrantemente prolongado, como invocando a las deidades de la lluvia. Me conmueve especialmente al principio, con los dos golpes solos, repetitivos, como un camino, paso a paso, hacia la tempestad. Paso a paso, poco a poco, entra una tercera, y después una cuarta campana. Hay que imaginar el estallido de los truenos y el bramido de la ventada, el cielo gris sombrío, amenazador; y el toque que lo desafía y lo aplaca. Sobre el toque a cuatro campanas, suena el agudo angustiado de la pequeña, que llama a la gente para que suba a ayudar al campanero a tocar seguido y con fuerza. Este toque de tempestad es mi preferido. Quizás es el más completo, el más vivo, el más preñado de fuerza ancestral: un desafío a Zeus tronador. Por tocar a tiempo, los campaneros recibían cada año una gratificación, cuya importancia dependía de las tempestades sufridas. A más granizadas, menos cobraban los campaneros. Cuando la cosecha, pasaban por las casas de labor a cobrar en trigo, cebada, vino y aceite. Otros toques civiles eran el de fuego, el de fiesta, el de llamada, el de somatén, toque de queda, toque de pescado, la campana de la sangre para anunciar una ejecución, y aquel toque que tiene un nombre tan literario: el "seny"* del ladrón, para prevenir al vecindario de un robo y reclamar ayuda para agarrar al culpable. ¿La palabra "seny", viene de campanario? Aparece también en relación con los relojes. En 1387, en la Seo de Barcelona se contrataron dos hombres, los cuales, guiados por un reloj de arena, tocaban las horas con un mazo de cobre en la campana del campanario. En 1392, se determinó hacer grande, bello i notable "seny"; el "seny" o "alarotge" son los nombres arcaicos que aparecen en los documentos. ¿Tener "seny", pues, significaba ir como un reloj? En 1444, el capítulo de la Seo de Vic, juntamente con los consejeros de la ciudad concordó con el maestro Johan de la Pedra, habitador de la villa de Palamós, de hacer un reloj con todo su arte, contrapesos y provisión y otras cosas de dicho reloj, con lo cual se tocan las horas por ellas mismas bien y afinadamente. ¡He aquí el reloj mecánico en funcionamiento! ¿Es por eso que el "seny" viene de Vic y su filósofo fue Balmes? Hacer un reloj de hierro por el seny de las horas y de los cuartos es otra acepción de la palabra dentro del contexto de la medida del tiempo. La medida del tiempo: ¡cuestión inmensa! En mi modesta opinión, el cambio fundamental del mundo antiguo hasta la mentalidad moderna lo produjo y simbolizó el reloj mecánico. En China, además de la clepsidra, tenían un reloj de olores. Carlo Cipella, el historiador, me mostró el que había adquirido en un anticuario de San Francisco: es una plancha metálica perforada por un surco sinuoso; este canal se llena de polvillo de perfume hasta una señal y, a partir de ésta, se cambia el perfume hasta la próxima señal; y así diversos tramos de perfume hasta el fin. Se enciende hasta llegar a cada señal establecida en el reloj; evidentemente el tiempo que tarda el fuego en consumir cada perfume es una medida de tiempo exacta y conocida. El paso del sándalo al jazmín, señalaría el mediodía; el cambio del loto al cedro, la entrada de la oscuridad. ¿Se puede imaginar el cambio que supone la aparición del reloj mecánico? Este reloj es el símbolo del mecanicismo, el paradigma de la máquina con la cual todas las máquinas se regulan y a la cual todas se someten. Sin el reloj mecánico, con segundos y minutos, la noción de eficiencia industrial no podría existir. La clepsidra es un reloj de contemplativos; el reloj de olores, un reloj de estetas; el reloj mecánico es un reloj de trabajadores y mecánicos. El mundo moderno comenzó en el siglo XIV, con la introducción de los relojes mecánicos en los campanarios y torres de las horas. La mano imprecisa del campanero ya no matizó el "seny" y la medida del tiempo: la máquina precisa marcó implacable, su paso exacto. Y a partir de eso algún bárbaro pudo afirmar: Time is money. Aquí es donde se produjo el fin del mundo antiguo y el inicio de la edad moderna y del mundo en que vivimos. La utilidad ancestral de las campanas fue mágica y ritual antes que musical; en Exodo, 28 y 39, se habla de pequeñas campanas de oro en las vestiduras del sacerdote, cuya función era la de protegerlo contra espíritus maléficos. En el templo de Dendera, en Egipto, los sacerdotes de Hator llevaban cascabeles en las sandalias como amuletos protectores; la capa de Conrad, abad de Canterbury, llevaba 140 campanitas de plata. La Iglesia cristiana adoptó la creencia, normal en la antigüedad, de que el sonido del metal alejaba espíritus y demonios; el toque de muerte tenía por origen el propósito de apartar del agonizante los espíritus malignos. En Japón, la campana servía como guía de los muertos. Las campanas más antiguas han sido encontradas en Cnosos (Creta): son del 2000 a.C., y son de arcilla; en China, unas campanas de bronce datan del 1400 a.C., y en Afganistán, del 1000 a.C. En una capitular de Carlomagno, del 789, se habla del bautismo de las campanas, a las cuales se daba un nombre y un motto, como el maravilloso: Vivos voco, mortuos plango, fulgura frango. En los monasterios, llamaban a los monjes a oración a las horas canónicas: maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas. La fundición de campanas era un arte guardado en los monasterios. Todavía hoy se puede presenciar en la fundición Barberí de Olot, el trabajo mágico de fundir una campana. El molde se prepara cuidadosamente y a medida, hecho con arena refractaria. Antes, se ponía en el medio cera, que se fundía; ahora se deja vacío el espacio que tomará el bronce. El horno de fusión activado con gas-oil licúa los pedazos de cobre y estaño -78% y 22%, normalmente- los cuales se ponen en un recipiente de hierro con refractario que se transporta hasta el molde. Por una abertura se vierte la aleación incandescente de los dos metales (una lengua, verdosa, y otra, rojiza) hasta llenar el molde; se quema papel, para eliminar gases que dejarían burbujas dentro de la campana y estropearían todo el proceso. Todavía se trabaja a ojo -un ojo sabio y experimentado por generaciones de oficio. Si la campana no sale buena, hay que repetir todo el proceso, comenzando por preparar moldes nuevos. La fundición es un ambiente mágico: duro, oscuro, mineral, volcánico; pero de repente, los resplandores del fuego del horno iluminan el rostro del maestro que remueve la aleación desde arriba, y el rincón oscuro se transfigura en una pintura de Rembrandt, tanta es la calidad de la luz dentro de la envoltura de tiniebla. Decir que es infernal, sería excesivo: es tan sólo un espacio y un instante mágicos. El hecho de fundir es rapidísimo y los artesanos se juegan en dos minutos la labor de semanas. Las campanas que se fundían iban destinadas a Miami; parece ser que los americanos, a pesar de la avanzada tecnología, no son capaces de hacer una campana. Cuanto más vamos, más volvemos: de Miami a Olot concretamente. No creo que las bauticen con el ritual tradicional: vestidas de blanco y ornadas de flores, ungidas, inciensadas y nominadas, mientras los oficiantes cantan salmos, rezan plegarias y entonan cantos gregorianos. Tampoco el campanario, en Miami, no será aquello que representó, en los alrededores del año 1000, el campanario románico del Pirineo. Para mí el campanario es la torre prodigiosa de Bescarán, aislada del pueblo, cerca del cementerio. Es un edificio cuadrado, de piedra, con ventanas coronadas de arcos, que se van abriendo más amplias a cada piso, para dar agilidad ingrávida a la construcción. De estos campanarios toscos, pero elegantísimos, hay otros: el de Santa Coloma en Andorra; el de Coll de Nargó. Son campanarios de montaña donde todo un mundo remoto, cándido y severo, se congrega alrededor de las piedras; un mundo sencillo y austero, del cual hemos perdido el alma. No son tan sólo unos monumentos religiosos ni hitos de cementerio: son el testimonio petrificado y airoso de una gente acostumbrada a la soledad, morenos o claros, que relucen con nobleza, llenos de verdes ondulantes como los prados de los valles y los picos suaves de la carena. El campanario románico fue el símbolo de un mundo recóndito y equilibrado, un mundo regido por el toque familiar y acogedor de la campana. Más tarde vendría el campanile de ciudad, la maravillosa fantasía multicolor de Giotto en Florencia, el campanile de mármol blanco, de Pisa, o el de ladrillo rojizo, en Venecia. Torres de filigrana ziguradas hacia el cielo, polifonía de mármoles y colores fueron el canto del cisne de la campana, antes de verse automatizada con el reloj mecánico. En Venecia, tenemos la muestra famosa: los dos campaneros de guardia han sido convertidos en robots mecánicos, que golpean con mazos dorados las horas y los cuartos. El campanario ha sido el símbolo de la comunidad: ha ordenado, con campana y "alarotge", el "seny" de las labores y los días. Después se convirtió en símbolo de reaccionarismo, hito de las iras anticlericales. Para mí, siempre ha sido un artefacto mágico, punto de unión entre el cielo y la tierra, entre el espíritu y la materia. Y me parece una claudicación fácil, al materialismo y a la comodidad, la de sustituir campanas por altavoces y cintas magnetofónicas. La resonancia mágica, penetrante de la campana, ha de salir del bronce: no de los carbones con que fue fundida. Hay una escuela de jóvenes campaneros, en Cervera: que se creen más en Cataluña. Y, si los curas no lo pueden hacer, que sean los ayuntamientos los que doten los salarios para campaneros. El tiempo del anticlericalismo del campanario ya ha periclitado: acabemos también con la pesadumbre anticlerical contra las campanas. Y si, pues, nuestra tradición es campanas al vuelo, no hace falta copiar los carrillones nórdicos, sino reparar y lanzar al vuelo las grandes campanas catalanas, sostenidas con madera de roble. Luis Racionero |
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* | N. de T.: Seny: palabra catalana que actualmente se traduce por juicio, sensatez, cordura. |
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