SYMBOLOS

Revista internacional de
Arte - Cultura - Gnosis

ALGUNAS INDICACIONES SORPRENDENTES
DE QUE LOS MÍTICOS CAMPOS ELÍSEOS
ESTABAN EN LA POLINESIA*

FELICE VINCI
ARDUINO MAIURI

Sumario: Por extraño que pueda parecer a primera vista, en la Polinesia no escasean las pistas que parecen avalar antiguos contactos con las poblaciones caucásicas, tales como la presencia de megalitos y la apariencia física de algunos de los nativos que hallaron los primeros exploradores europeos, por no hablar de mitos, leyendas, costumbres, nombres y características de deidades, y hasta cuentos tradicionales que recuerdan curiosamente a la Ilíada y la Odisea. En este contexto, que parece delinear una civilización marinera prehistórica que se extendía por doquier en tiempos muy antiguos, ciertas características peculiares que los poetas griegos atribuyen a las Islas de los Bienaventurados y a los Campos Elíseos parecen ser típicas de la Isla de Hawai al punto de que sugieren una localización precisa de esos lugares míticos, por extraño que parezca, allí mismo.

Palabras clave: Campos Elíseos, Islas de los Bienaventurados, Hawai, Polinesia, Radamantis, Cronos.

En este artículo pasaremos revista en primer lugar a varias pistas de distinta naturaleza que parecen atestiguar la veracidad de antiguos contactos entre las culturas del Viejo Mundo y las de la Polinesia sobre los cuales se dispone de una nutrida literatura basada en testimonios de exploradores (desde finales del siglo XVI) y de etnólogos, que han recopilado una ingente cantidad de evidencias relativas a los mitos, las leyendas, las costumbres y el folklore de las culturas autóctonas de los diversos archipiélagos dispersos en la inmensidad del Océano Pacífico. A continuación intentaremos poner de relieve algunos indicios sorprendentes en el sentido de que los míticos Campos Elíseos se ubicaron en una isla precisa de la Polinesia, utilizando para ello una metodología consistente en un nuevo examen crítico de las fuentes clásicas y, en particular, de los testimonios contenidos en las obras de autores como Homero, Hesíodo y Píndaro.

Para comenzar, observemos que hay restos megalíticos impresionantes dispersos por las islas de la Polinesia cuyas afinidades con monumentos similares desperdigados por otras partes del mundo resultan a menudo sorprendentes. Pensemos, por ejemplo, en las enormes construcciones realizadas con grandes bloques de basalto de Nan Madol en las Islas Carolinas, cuya área arqueológica tiene una extensión de 18 km2 sobre un centenar de islotes artificiales que están conectados entre sí por una densa red de canales. Además, entre los monumentos polinesios más llamativos también se encuentra el imponente trilito de Tonga (Figura 1), el que incluso ha sido comparado con Stonehenge.


El Trilito de Tonga

No menos sorprendente resulta una frase del relato de uno de los primeros encuentros de europeos con polinesios ocurrido en 1595 en una de las islas Marquesas: en cierto momento aparecieron “unos cuatrocientos hombres altos, fuertes, indios de tez casi blanca. (…). Muchos de ellos son rubios” (Surdich, 2015, p. 50). Encontramos una confirmación de estas inesperadas características europeas de algunos polinesios nativos en las notas de Louis-Antoine de Bougainville, el navegante francés que desembarcó en Tahití en 1768: “Hombres de seis pies de altura y aún más. Nunca he conocido hombres tan bien formados y proporcionados (…). Nada distingue sus rasgos de los de los europeos” (Surdich, 2015, p. 171). Esto está en consonancia con el hecho de que entre los marquesanos, el 7,2% de los hombres y el 9,5% de las mujeres tenían ojos azules (Polinesiani, 1935).

A los restos megalíticos y a los rasgos de los pueblos se suman los relatos, las costumbres y las estructuras sociales: en la Polinesia encontramos los mitos de la Torre de Babel y del Diluvio (Caillot, 1914, p. 10), y lo que es también sorprendente es el nombre de los Ari'i (o Ali'i), los nobles, a quienes se consideraba descendientes de los dioses polinesios (Guiart, 1962, p. 145). En cada clan había un jefe llamado Ari'i rahi, “jefe (rahi) de los nobles (Ari'i)”, término compuesto por dos raíces bien conocidas: la primera indica la “superioridad”, o la “fuerza”,1 mientras que la segunda corresponde al latín rex y al gaélico rígh, “rey”. Análogamente, en un mito polinesio muy similar al de Orfeo, el nombre de Kura (una niña muerta que su esposo logra traer del más allá, ver Eliade, 1983, p. 394) se parece mucho al griego kourē, “niña”. Pero también el kavu, el “sacerdote” (Guiart, 1962, p. 46), es casi homónimo al koes (kaves en lengua lidia), el sacerdote griego de los ritos cabirios (Kérenyi, 1979, p. 161), un nombre que también se puede comparar con el hebreo cohen y el nórdico godhi; todo ello sin mencionar la conocida fórmula de saludo aloha, que es muy similar al nórdico alu y al latino vale.

En este contexto, llama también la atención que el nombre de la danza polinesia llamada hula, o hura, se asemeje mucho al griego choros, “danza”, por no decir que en Tahití, el nombre de la danza típica local es ‘Ori Tahiti, donde ‘Ori es idéntico a choros. Pero lo que nos deja aún más asombrados es que el hula va acompañado de canciones tradicionales llamadas mele, nombre que es casi idéntico a la palabra griega melos, “canción” (de ahí “melodía”).

¿Y qué decir de las Holua, carreras tradicionales de descenso de las laderas en trineos de madera? Se supone que es el recuerdo de una época en la que los antepasados de los polinesios vivían en regiones donde había pendientes nevadas muy largas.

El caso de Hina, la gran diosa polinesia ligada al mar y a la luna que en muchos aspectos se corresponde con Ino Leucothea, diosa marina que en la Odisea salva a Odiseo de una tormenta, da mucho que pensar asimismo. Por ejemplo, tal como Ino se le aparece a Odiseo en forma de pájaro (Odisea V, 337), Hina también “desciende a la tierra en forma de pájaro” (Prampolini, 1954, p. 424). Además, Hina se corresponde con Ino también por el hecho de que hina-hina en lengua polinesia significa “blanco” (Martin, 1817, p. 364),2 lo cual recuerda a Leucothea, la “diosa blanca”. Asimismo, en las Islas Hawai la diosa del fuego y de los volcanes se llama Pele, nombre idéntico al del volcán Pelée en Martinica (cuya catastrófica erupción de 1902 ha conservado su celebridad).

También observamos que el dios polinesio de la agricultura, la fertilidad y la paz, aunque también guerrero, se llamaba Rono, Lono o Rongo (según el dialecto). Era hijo de Vatea, el dios del cielo, y de Papa, la madre tierra. Su figura corresponde a la de Saturno, dios que según el mito introdujo la agricultura en el primitivo Lacio y fue el rey de la pacífica edad de oro; pero estaban relacionados con él igualmente los juegos de gladiadores e incluso los sacrificios humanos. El correspondiente de Saturno en la mitología griega es Cronos, el cual también tenía una dimensión agrícola originalmente y era hijo del cielo (el dios Urano) y de la tierra (Gaia), del mismo modo que Rono.

Y además hay que tomar nota de la dimensión oceánica de Cronos, quien dio su nombre al mar Cronio, es decir, al Atlántico norte; por otra parte, Cronos fue relegado por Zeus “a los límites de la tierra y el mar” (Ilíada VIII, 479). En este punto es natural preguntarse si la asonancia entre Cronos y Rono-Lono es sólo una coincidencia.

Todo esto parecería indicar la posibilidad de antiguas navegaciones oceánicas a las que los polinesios estaban acostumbrados desde tiempos anteriores a la llegada de los europeos. Por otro lado, esto también lo consideró posible Enrico Turolla a partir de un polémico pasaje de Platón que hace una referencia explícita a los contactos marítimos con un continente situado al otro lado del Atlántico “que en verdad, con razón, con absoluta certeza puede llamarse continente” (Platón, Timeo, 25a). Llaman mucho la atención estos tres adverbios consecutivos con los que Platón proclama con gran énfasis la existencia de un continente más allá del Atlántico desconocido en su tiempo; esto llevó a Turolla a suponer que lo que el filósofo había escrito en los diálogos Timeo y Critias sobre una isla atlántica que en tiempos muy antiguos hubiera sido dueña de los mares podría ser digna de fe (Turolla, 1964, p. 142).

Además, un trabajo reciente sobre el megalitismo europeo aboga por una “tecnología y navegación marítimas avanzadas en la era megalítica” (Schulz Paulsson, 2019). Ésta se vio favorecida por un clima más cálido que el actual: nos referimos al “óptimo climático postglacial” entre el VI y el III milenio a. C., cuando el Mar Ártico era navegable durante el verano. Esto hizo que viajar entre el Atlántico y el Pacífico fuera mucho más fácil que ahora a través de una ruta polar que evitaba rodear el muy lejano y traicionero Cabo de Hornos, situado en el extremo sur del continente americano y considerado un auténtico “cementerio de barcos” por sus vientos embravecidos, olas enormes, corrientes, icebergs, bancos rocosos y aguas heladas.

Pero ahora centremos nuestra atención en un tipo de monumento típico de los polinesios: nos referimos a los marae, o malae, lugares sagrados en un espacio abierto frente al mar con una plataforma rectangular pavimentada en piedra y un perímetro marcado con altas piedras, mientras que en el centro o a un lado hay erguido un monolito, también considerado sagrado. Aquí tenían lugar los antiguos cultos de la sociedad polinesia, antes de la llegada de los europeos, asociados a ceremonias religiosas, sociales y políticas: reuniones, entronización de líderes, recepción de invitados, ritos y ágapes rituales.

Todas estas características de los marae parecen reflejar la descripción del lugar de reunión donde los feacios, llamados por Homero nausiklytoi, “famosos por sus naves” (Odisea VII, 39), se reunían en asamblea: “Allí está su lugar de reunión alrededor del bello templo de Poseidón, adornado con enormes piedras enclavadas en lo profundo de la tierra” (Odisea VI, 266-267). En efecto, con motivo de la reunión para celebrar la llegada de Ulises, su rey Alcínoo “encabezó el camino que lleva al lugar de reunión de los feacios, el que fue construido para ellos cerca de las naves. Allí llegaron y se sentaron uno junto al otro sobre las piedras pulidas” (Odisea VIII, 4-7). Durante esta asamblea, que tuvo lugar precisamente junto al mar –como podemos deducir de la indicación “cerca de las naves”– se celebró una danza de jóvenes (Odisea VIII, 262) que estuvo acompañada por la música del bardo con la cítara. Y aún hoy en día los polinesios realizan sus danzas tradicionales durante las ceremonias de bienvenida que tienen lugar en los marae, unas ceremonias igualmente caracterizadas por discursos refinados y canciones tradicionales (esto es, los mele mencionados anteriormente), exactamente como los feacios homéricos lo hicieron con Odiseo.

Examinemos ahora la figura de Longopoa, o Longapoa, un mítico navegante polinesio cuyas aventuras para regresar a su isla (Gifford, 1924, pp. 139-152) recuerdan singularmente a las de Odiseo. En ellas encontramos al gran abismo del fin del mundo que se traga a los barcos (éste corresponde a Caribdis, lo que no tiene sentido en el contexto polinesio, pero la descripción de la Odisea recuerda al Maelstrom, el notorio remolino que desencadena periódicamente la marea atlántica frente a las islas Lofoten, ver Vinci, 2013 y 2017); el monstruo “tan grande que pesca ballenas y tiburones” (la Escila homérica); la llegada a la casa de Sinilau (Calipso); las lágrimas del náufrago que anhela volver a su isla sin tener un barco, e incluso la tela tapa (un tejido tradicional polinesio producido a partir de la corteza de ciertos árboles de cuya confección manual la diosa Hina era patrona), que debe devolverse al mar y que recuerda al velo de Ino (la que es idéntica a Hina, como dijimos antes). Por cierto, la raíz del nombre tapa se puede encontrar en Homero (tapēs), en latín (tapetum), en italiano (tappeto), en alemán (Teppich), en noruego (teppe) y así sucesivamente.

No menos sorprendente es el hecho de que entre las leyendas sobre Hina haya una –en la que su nombre es “Hina de Hilo”–3 que la caracteriza como una especie de Helena de Troya raptada de su legítimo marido por uno de sus pretendientes con el consiguiente estallido de una guerra, lo que tantas convergencias tiene con los hechos de la Ilíada. Esta leyenda sería publicada por el rey hawaiano Kalakaua bajo el título de “Hina, la Helena de Hawai”. Entrando en detalles, Hina de Hilo era la mujer más hermosa de Hawai. Se casó con un rey poderoso, pero fue secuestrada por el hijo de otro rey que había llegado a Hilo (una ciudad de Hawai, la isla más grande del archipiélago del mismo nombre) en una canoa y que luego se llevó a Hina a una fortaleza. Esto provocó una guerra: los partidarios de su esposo llegaron con una flota de 1.200 embarcaciones y ocuparon varios kilómetros de costa con sus barcos y tiendas de campaña hasta que, después de muchos hechos dramáticos y sangrientos, conquistaron la fortaleza y trajeron a Hina de regreso a casa, de donde había estado ausente durante casi dieciocho años (Kalakaua, 1888, p. 14). Los paralelismos con los acontecimientos de la guerra de Troya son sorprendentes, incluso en la referencia a esos dieciocho años: de hecho, según la Odisea, Helena y Menelao regresaron a Esparta sólo “en el octavo año” después del final de la guerra (Odisea IV, 82), la cual había durado diez años.

También llama la atención la analogía entre las lanzas de los héroes homéricos y las de los guerreros polinesios: estas últimas, llamadas ihe, podían ser de dos tipos y uno de ellos era muy largo, de 16 a 20 pies, es decir de 5 a 6 metros (Kalakaua, 1888, p. 69). De manera similar, la lanza se llamaba egkhos en el mundo homérico (nombre similar a ihe), donde también había un tipo de gran longitud llamada “lanza de sombra larga”. El poeta indica cuánto medía la de Héctor: once codos, es decir de más de 5 metros (Ilíada VI, 319).

Examinemos ahora un pasaje de Hesíodo donde, inmediatamente después de nombrar a los héroes que cayeron luchando en Troya, el poeta afirma que “a los demás, Zeus, el hijo de Cronos, les dio una vida y una morada aparte de los hombres y les hizo morar en los confines de la tierra. Y viven sin ser afectados por la pena en las Islas de los Bienaventurados, sobre la orilla del Océano de remolinos profundos; héroes felices para quienes la tierra dadora de grano produce frutos dulces como la miel que florecen tres veces al año, lejos de los dioses inmortales, y Cronos gobierna sobre ellos” (Hesíodo, Trabajos y días, 168-174).

Para Homero, Cronos también se encuentra “en los confines de la tierra” (Ilíada VIII, 478). Este autor recoge en la Odisea una profecía hecha a Menelao: “No es tu destino morir en Argos (...) sino que los inmortales te lleven a los Campos Elíseos y a los confines de la tierra, donde mora el rubio Radamantis y la vida es mucho más fácil para los hombres: nunca hay nieve ni invierno ni tormenta, y el océano envía permanentemente las ráfagas del Céfiro de soplo estridente para refrescar a los hombres” (Odisea IV, 561–569). En definitiva, los legendarios Campos Elíseos, el paraíso pagano reservado a los hombres virtuosos, estaban situados en los confines de la tierra, en las Islas de los Bienaventurados que desde la antigüedad se han intentado localizar en vano.

En cuanto al nombre de Radamantis, Rhadamanthys en griego, se corresponde con el término islandés ráðamanður, líder, “persona eminente”, y el danés rådmand, “consejero”, que se adapta muy bien a la imagen del juez en el más allá esbozada por Platón en la Apología de Sócrates y en el Gorgias. Y dicho sea de paso, este nombre nórdico atribuido a un personaje de la mitología griega mencionado por Homero parecería referirse a un contexto sumamente arcaico, anterior al descenso de los antepasados de los helenos al Mediterráneo.4

Se ve enseguida que en ese cuadro aparentemente idealizado de los Campos Elíseos donde se sitúa a “Radamantis el rubio” aparece un viento fresco “de soplo estridente”; es una nota muy concreta y realista que parece indicar un lugar preciso en la tierra, y ciertamente no el más allá. Llegados a este punto, y teniendo en cuenta que el relato polinesio correspondiente a la historia de Helena y Menelao transcurre en las Islas Hawai, donde el clima ofrece las condiciones más agradables para el hombre, es natural preguntarse si la llanura elísea podría estar situada en una de esas islas.

De hecho, el clima de las islas hawaianas se caracteriza precisamente por los vientos alisios que descienden de las regiones septentrionales más frías de América del Norte. Son considerados el “aire acondicionado natural” de esas islas, donde se perciben como una brisa agradable, fresca y refrescante que sopla durante la mayor parte del año. Además purifican el aire, eliminando cualquier rastro de emisiones volcánicas o contaminación industrial. Soplan sobre todo en verano, incluso más del 90% del tiempo, refrescando agradablemente las islas cuando la temperatura tiende a subir.

También es muy importante subrayar que los vientos alisios hawaianos traen lluvia a las laderas de barlovento de las islas, donde la vegetación tropical es más exuberante. Esto explica por qué Homero da el nombre de Céfiro al buen viento que refresca a Radamantis y a los otros hombres afortunados que viven en los Campos Elíseos: en otro pasaje de la Odisea, el poeta se afana en señalar que el Céfiro es el viento “que siempre trae lluvia” (Odisea XIV, 458).

Después de señalar que los vientos alisios recibieron su nombre en inglés [trade winds] de los “comerciantes” [traders] que fueron los primeros en dar la vuelta al mundo en la edad moderna, utilizándolos para viajes relacionados con sus negocios, observemos ahora que el primer puerto que encuentra un velero propulsado por estos vientos alisios frescos al zarpar de América del Norte es precisamente la bahía de Hilo en la isla de Hawai, ¡adonde regresó la “Helena de Hilo” después de 18 años (Kalakaua 1888, p. 67)! ¿Podría estar aquí la llanura elísea “de los confines de la tierra” a la que Menelao estaba destinado a ir según la profecía de la Odisea?

Se puede encontrar una confirmación en Olimpíacas II de Píndaro, texto en el cual Radamantis aparece junto a Cronos “donde la brisa del océano sopla alrededor de la Isla de los Benditos y flores doradas brillan en hermosos árboles” (Pindaro, Olimpíacas II, 70–73). De hecho, esas “flores doradas” que florecen en los árboles podrían aludir al hibisco hawaiano (Hibiscus Brackenridgei, ver Roberts Hawaii, 2023), un arbusto que produce una flor dorada, grande y hermosa, con un diámetro de 10 a 15 cm, y que fue seleccionada como flor oficial del estado de Hawai en 1988.


El hibisco amarillo hawaiano

También conocido como pua aloalo en hawaiano, el hibisco amarillo es originario de las Islas Hawai. Estos llamativos arbustos se pueden encontrar en grupos o creciendo individualmente en ramas, con algunas plantas que se elevan entre 3 y 15 pies de altura.

No sólo eso: en los versos siguientes, Píndaro subraya que esas flores doradas son “para los que entrelazan sus manos con coronas y guirnaldas según los rectos consejos de Radamantis” (Píndaro, Olimpíacas II, 74-75), ofreciéndonos así una imagen deliciosamente “hawaiana” en la que Radamantis se presenta incluso bajo la apariencia de un maestro de danza.

Por otra parte, en el folklore hawaiano hay un patrocinador masculino de la danza hula: Ku–ka–ohia–Laka (Beckwith, 1940, p. 40), el dios del baile hula y de la construcción de canoas. Se asocia con el árbol ohia lehua, cuyas flores se utilizan para la decoración de altares durante las representaciones. También la diosa del hula se llama Laka: se dice que es ella la que provoca el movimiento de la bailarina (en cuanto al nombre Laka, en algunos dialectos polinesios figura también como Lata o Rata, palabra que se puede comparar con la raíz del nombre de Radamantis).

En este punto, proponemos agregar Radamantis al nombre científico del hibisco hawaiano amarillo; el resultado natural de tal yuxtaposición sería Hibiscus Brackenridgei Rhadamanthi.

También vale la pena reflexionar sobre el hecho de que el nombre de las “Islas de los Bienaventurados”, Makarōn nēsoi, que es común en la literatura griega de Hesíodo en adelante, es casi idéntico a Makali‘i, el nombre con el que se llama a las Pléyades en las islas de Hawai. De hecho, considerando que en los dialectos polinesios las consonantes líquidas, L y R, son a menudo son intercambiables, Makali‘i parece casi idéntico al griego makaroi (“los Bienaventurados”), que es el caso nominativo de makarōn.

Asimismo, considerando que las Pléyades son centrales para el calendario polinesio tal como lo fueron en el calendario de la antigua Mesopotamia (hay aquí otro punto de contacto con las culturas antiguas del Viejo Mundo), se podría suponer que las Islas Hawai en su conjunto eran consideradas una proyección de las Pléyades sobre la tierra de manera similar a lo que hemos verificado en algunos trabajos anteriores relativos a las siete colinas de Roma y de otras ciudades antiguas (Vinci y Maiuri, 2017, 2019, 2021; Nissan et al., 2019, pp. 104-124; y sobre este tema específico, Maiuri y Vinci, 2022). También hay que tener en cuenta que el archipiélago de Hawai está formado por 137 islas y que, de ellas, sólo las siete más grandes están habitadas (a saber, Oahu, Maui, Hawai, Kauai, Molokai, Lanai y Niihau).

Del mismo modo, se debe subrayar que la fiesta hawaiana tradicional del Año Nuevo, Makahiki –nombre derivado de Makali‘i hiki, el ascenso de las Pléyades– está dedicada a Lono-Rono. Esto se corresponde con la relación entre Cronos y las Pléyades mencionada por Plutarco cuando recuerda que, en el mundo oceánico al que estaba relegado Cronos, cada treinta años se celebraba una gran fiesta con motivo de la entrada de la estrella de Cronos (es decir, el planeta Saturno) en la constelación de Tauro (Plutarco, De facie in orbe Lunae, 941c), es decir, cuando se produce la conjunción entre Saturno y las Pléyades (siendo consideradas estas últimas las estrellas más importantes de Tauro, al punto que también era llamado “el mes de las Pléyades”, ver Verderame, 2016, p. 110). En cuanto al planeta Saturno, éste tiene un ciclo de treinta años; recordemos al respecto que, en el mundo egipcio, “Ptah lleva desde los inicios el título de Señor del Ciclo de los Treinta Años, es decir, del período de Saturno”, y que “en China, Saturno era la Estrella Imperial” (de Santillana y von Dechend, 2003, p. 239).

En suma, no faltan razones para suponer que la Isla de los Bienaventurados de la que habla Píndaro era la isla de Hawai (sobre la que reina Rono, es decir, Cronos “en los confines de la tierra”), en donde se puede identificar a la llanura que mira a la bahía de Hilo (Figura 3) con los Campos Elíseos.


La bahía de Hilo en la isla de Hawai

La llanura de Hilo también podría corresponder a los Campos de Juncos o Campos de Cañas (sekhet-iaru), el paraíso egipcio donde reina Osiris. Es aquí donde, según la mitología egipcia, llegan tras un largo y arriesgado viaje en barco las almas de los hombres virtuosos que han superado la prueba del “pesaje del corazón”. En este sentido, hay que tener en cuenta que dos de las deidades polinesias más importantes, Horo (que era la deidad principal y el dios de la guerra en Tahití) y Raa (el dios del Sol), tienen nombres idénticos a los dioses Horus (una de las deidades más significativas del antiguo Egipto) y Ra (el dios egipcio del Sol), por no decir que “la momificación se practicaba, en algunos casos, también en Polinesia” (Guiart, 1962, p. 13). No menos sorprendente es el hecho de que el calendario polinesio, basado en 12 meses de 30 días más 5 días adicionales (Kalakaua, 1888, pp. 156-157), sea idéntico al egipcio (Clagett 2004), y que los polinesios llamaran al alma del hombre y al espíritu de los ancestros ko y bao (Guiart 1962, pp. 80-81), nombres casi idénticos al ka y el ba de los antiguos egipcios.

Aún sobre los Campos de Juncos egipcios, también cabe señalar que los bosques de la isla de Hawai, favorecidos por el suelo volcánico y el clima perennemente templado, son muy ricos en vegetación de todo tipo, incluyendo el junco gigante (Arundo donax), que crece hasta 10 cm al día alcanzando una altura de varios metros. Prospera en zonas costeras, en humedales, junto a arroyos, acequias y ríos, formando incluso matorrales impenetrables; pero también existen otras variedades de cañas, como el bambú (dicho sea de paso, por una extraña coincidencia, muy cerca de la bahía de Hilo existe un lugar particularmente agradable llamado Isla de Reed [junco en inglés] donde, según una leyenda, los antiguos Ari‘i tenían su terreno de juego y vivía un rey local).

Todo esto también parece corresponder a la inscripción de una estela dedicada a Osiris que nos ha legado Diodoro Sículo: “Mi padre es Cronos, el más joven de todos los dioses, y yo soy el rey Osiris, el que hacía expediciones por toda la tierra (…). No hay lugar en el mundo habitado donde Yo no haya llegado” (Diodoro Sículo I, 27, 5). Todo ello podría ser el último recuerdo de hechos atribuibles a una época anterior a la primera dinastía egipcia, correspondiente por lo tanto a la era megalítica, que ha dejado huellas impresionantes en casi todo nuestro planeta (aquí no nos referimos sólo a restos materiales sino también a mitos, leyendas y folklore como el mito del Diluvio y la idea de construir ciudades sobre siete colinas que se encuentran dispersos en casi todas partes). En cualquier caso, este pasaje de Plutarco conecta directamente a Cronos y Osiris, lo que hace aún más evidente la conexión entre los Campos Elíseos de la mitología griega y los Campos de Juncos egipcios.

En conclusión, después de haber constatado la importancia del megalitismo en Polinesia y la presencia de hombres de aspecto europeo (ya atestiguada por los primeros exploradores) –por no citar las llamativas analogías del folklore, las tradiciones, las costumbres, los mitos, las leyendas y los rasgos de las divinidades locales con circunstancias y situaciones similares (si no idénticas) en el mundo clásico y en los poemas homéricos–, lo que ha surgido a partir del personaje de Radamantis y del dios Cronos (el que, además de tener muchas características en común con el polinesio Rono-Lono-Rongo, tiene una dimensión oceánica en la mitología y a menudo se relaciona con los “confines de la tierra” y con las Islas de los Bienaventurados) parece indicar que estas islas pueden ser identificadas en el mundo polinesio, concretamente en el archipiélago de Hawai.

De hecho, los Campos Elíseos parecen corresponderse con la hermosa llanura que se extiende alrededor de la bahía de Hilo en la isla de Hawai, refrescada por los típicos vientos alisios de estos lugares y embellecida por las flores doradas del hibisco hawaiano. Es este último el que todavía adorna el cabello de los descendientes de las muchachas que en la antigüedad entrelazaban “sus manos con coronas y guirnaldas según los rectos consejos de Radamantis”.

También está claro que este tema fascinante requiere de más corroboración, investigaciones y conocimientos de futuros académicos.

En cualquier caso, es en la Polinesia donde después de muchos años parece posible encontrar al Radamantis de rubia cabellera, que quizás se haya vuelto un poco gris, en su ventosa isla situada “en los confines de la tierra”.

Trad. Marc García

NOTAS
* La versión original en inglés de este trabajo, remitido por sus autores a SYMBOLOS, ha sido publicada en el nº 9 de la Athens Journal of Mediterranean Studies, ATINER, Atenas, 2023.
1 Cf. sólo como ejemplo el comparativo areiōn, “mejor”, y el superlativo aristos, “el o lo mejor” [en griego].
2 En el dialecto de Tahití, la palabra hinahina significa “pelo blanco”.
3 Hilo es una ciudad que se asoma a la hermosa bahía del mismo nombre en la isla de Hawai (que es la más grande del archipiélago; de hecho, también se la llama la “Isla Grande”).
4 Además, según una controvertida hipótesis expuesta y debatida en una conferencia celebrada en la Universidad della Sapienza de Roma en 2012, el propio mundo homérico sería anterior, y no posterior, al descenso de los antepasados de los helenos al mar Egeo y al origen de la civilización micénica. En tal caso, se remontaría al menos a la primera mitad del segundo milenio antes de Cristo y habría tenido como escenario original la zona báltico-escandinava, cuyas características geográficas, morfológicas y climáticas podrían explicar todas las contradicciones que se encuentran en la localización mediterránea tradicional (Vinci, 2013). Esto está corroborado por la asombrosa afinidad de la civilización micénica con la Edad del Bronce nórdica, al punto de haber llevado a un arqueólogo a definir esta última como “una variedad nórdica específica y selectiva de la alta cultura micénica” (Kristiansen y Suchowska-Ducke, 2015, p. 371). Todo esto también es consistente con el hecho, señalado por todos los estudiosos, de que la civilización descrita en los poemas homéricos es más rústica y arcaica que la civilización micénica. En pocas palabras, esta hipótesis parecería capaz de explicar todos los innumerables absurdos del mundo homérico en el contexto tradicional mediterráneo así como las dificultades para insertar el mundo homérico en un contexto histórico definido y esclarecer su relación con la civilización micénica.


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