SYMBOLOS

Revista internacional de
Arte - Cultura - Gnosis

LAS SIETE CIUDADES DE ORO

ROBERTO CASTRO

Continuando con el tributo de SYMBOLOS a la América precolombina, queremos centrar este artículo en las crónicas de los conquistadores españoles que llegaron a las tierras del Nuevo Mundo que hoy constituyen los Estados Unidos de América.

En un inicio, el hilo conductor pretendía recorrer sólo esta área geográfica, pero tras el estudio de dichas crónicas, ponemos la atención en la motivación que encontraron algunos expedicionarios para explorar éstas y otras tierras: buscaban unas ciudades utópicas que llevaron a aquellos hombres a recorrer diversas regiones de América durante años. Unas urbes míticas con abundantes riquezas como el oro y la plata, con sus gentes viviendo en la Utopía.

Muchos de estos hombres se aventuraron a conquistar estos lugares desde una visión simbólica de esta Utopía, como el mismísimo Cristóbal Colón. Este aspecto tan desconocido de la historia, o mejor, esta lectura de tan extraordinarios acontecimientos que cambiarían el rumbo de todo un continente, la expone Federico González Frías en su obra Las Utopías Renacentistas. Dice en relación al Almirante:

En el descubridor se da una finísima intuición que pese a la equivocación –el llamar “Indias” a estas tierras por ejemplo– y los fracasos de todo tipo, da cierto; la locura como parte de la clarividencia.
Esto debía realizarse en un individuo, encarnar en una individualidad visionaria, de acuerdo a las pautas de los hados culpables del destino histórico que conformó lo que conocemos como Renacimiento e hizo que él descubriera –en correlación con los hallazgos experimentales científicos– América. Es decir, un mundo otro entrevisto en los contenidos del Alma Universal, alucinado por el propio fuego de sí mismo; su “furor”, como un estado de ebriedad anímico, fue el que movió a Colón a lanzarse a una aventura genial que lo tuvo como su protagonista.
Para el marino genovés la idea de mundos paralelos, o sea de otros espacios reales, que coexisten con nuestro mundo en el plano imaginal, los cuales deben por tanto tener una ubicación geográfica tangible, constituye el secreto que le es revelado en las escrituras. Pero al mismo tiempo está fascinado por su hallazgo, que físicamente se corresponde con su existencia mítica, metafísica. Y así escribe en la mar a sus majestades en 1493, a cinco meses de su descubrimiento:

… todas estas yslas son popularísimas de la mejor gente, sin mal ni engaño, que aya debaxo del çielo. Todos, ansí mugeres como hombres, andan desnudos como sus madres los parió, aunque algunas mugeres traen alguna cosita de algodón o una foja de yerva con que se cubijan; no tienen fierro ni armas, salvo unas çimas de cañas en que ponen al cabo un palillo delgado aguado; todo lo que labran es con piedras; (…)
En ninguna parte destas yslas e conoçido en la gente dellas secta ni ydolatría ni mucha diversidad en la lengua de unos a otros, salvo que todos se entienden; conoçí que conoçen que en el çielo están todas las fuerças, y generalmente en quantas tierras yo aya andado, creieron y creen que yo, con estos navíos y gente, venía del çielo; y con este acatamiento me rreçibían, y oy, en el día, están en el mesmo propósito ni se an quitado dello, por mucha conversaçión que ayan tenido con ellos; y luego en llegando a qualquiera poblazón, los hombres y mugeres y niños andan dando vozes por las casas: “Benid, benid a ver la gente del çielo”. Quanto tienen y tenían davan por qualquiera cosa que por ella se le diese, hasta tomar un pedazo de vidrio o de escudilla rrota o cosa semejante, quiera fuese oro quier fuese otra cosa de qualquier valor; los cavos de las agujetas de cuero ovo un marinero más de dos castellanos y medio; y destas cosas ay diez mill de contar.1

Sin embargo, fueron arribando otros muchos que carecían de esta visión; su mentalidad era tan profana como la del actual hombre moderno y su voracidad materialista insaciable. Estos hombres sólo buscaban el oro y las riquezas en el orden material, y muchos murieron en el intento o causaron matanzas y grandes calamidades a los pueblos indígenas que se fueron encontrando.

El oro, este preciado metal que simboliza la pureza y lo solar, provocó un choque entre la visión literal y profana de algunos españoles y la visión sagrada y simbólica que los indios aún conservaban en su cosmovisión, como así lo atestiguan las palabras del indio Comagre cuando éste entrega unos presentes de oro a Vasco Núñez de Balboa y sus hombres, que fueron de los primeros conquistadores de Centroamérica. Al hacer el reparto, entre ellos hubo riña y disputa y éstas fueron las palabras de Comagre:

Si yo supiera, cristianos, que sobre mi oro habíades de reñir, no vos lo diera, ca soy amigo de toda paz y concordia. Maravíllome de vuestra ceguera y locura, que deshacéis las joyas bien labradas por hacer de ellas palillos, y que siendo tan amigos riñáis por cosa vil y poca. Más os valiera estar en vuestra tierra, que tan lejos de aquí está, si hay tan sabia y pulida gente como afirmáis, que no venir a reñir en la ajena, donde vivimos contentos los groseros y bárbaros hombres que llamáis. Mas empero, si tanta gana de oro tenéis, que desasoguéis y aun matéis los que lo tienen, yo os mostraré una tierra donde os hartéis de ello.2

Lejos de aprender la lección de estas palabras y de recobrar la memoria del carácter simbólico que tiene este noble metal alquímico y todas las cosas de este mundo, esta última frase no hizo más que alimentar la leyenda de El Dorado y la ambición de estos hombres venidos de España de hacerse inmensamente ricos.

La primera expedición española por América del Norte fue la de Pánfilo de Narváez, que partió en 1528 con un contingente de 600 hombres, pero naufragaron en las costas de la actual Florida y sólo sobrevivieron cuatro de ellos. Uno era Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que nos dejó el testigo de sus desventuras en su crónica Naufragios y que es abordada por Pablo Río en su artículo “Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Del golfo de México a las cataratas de Iguazú” en el presente número de esta Revista. Antonio de Mendoza, virrey de Nueva España, el actual México, movido por este ímpetu de encontrar estos paraísos terrestres, y a partir precisamente de los rumores difundidos por aquellos cuatro supervivientes, preparó una nueva expedición dirigida por el fraile franciscano fray Marcos de Niza, que se llevó como guía a uno de los sobrevivientes: un esclavo africano al que apodaban ‘Estebanico el negro’. Estos náufragos explicaron que los indios a los que interrogaban sobre el origen de sus riquezas decían que provenían de una región muy lejana llamada Apalaches, donde había mucho oro.

La expedición patrocinada por Mendoza se topó con un pueblo nativo, que luego se supo que eran los indios Zuñi, y fray Marcos de Niza creyó que se trataban de los habitantes de una de las siete ciudades de oro, ya que el sol del atardecer bañaba sus casas con una resplandeciente luz dorada que las hacía parecer de oro, aunque en realidad eran de adobe. Este fraile denominó Cíbola a la región donde creyó que se encontraban estas siete ciudades míticas.

A su regreso a la capital mexicana, el fraile explicó lo que había visto y también las leyendas que, por el camino, muchos indios le habían contado, confirmando el mito de estas ciudades. Al oír el relato de fray Marcos, que decía que la ciudad era más grande que Tenochtitlan y que todas las casas estaban decoradas con oro, plata y turquesas, el referido virrey armó otra expedición que recibiría el nombre de “Las siete ciudades de Cíbola”, siendo nombrado su capitán general don Francisco Vázquez de Coronado por sus méritos militares hasta entonces y por su firme lealtad a la Corona. La crónica de esta nueva aventura fue escrita por dos de sus integrantes: Pedro Castañeda de Nájera –La Relación de la jornada de Cíbola– y el propio fray Marcos de Niza –Descubrimiento de las siete ciudades–. La expedición partió el 23 de febrero de 1540. Coronado atravesó el actual estado de Sonora y luego las tierras del actual estado de Arizona. Comprobó que las historias de fray Marcos de Niza eran falsas pero aun así decidió continuar hasta llegar al actual estado de Kansas.

“Coronado de camino hacia el norte”, óleo sobre lienzo de Frederic Remington, 1890.
El objetivo de la expedición era descubrir Cíbola, donde estaban ubicadas las siete ciudades de oro. Cíbola era una leyenda medieval que se originó a raíz de la invasión musulmana de la península ibérica en el año 700 d. C. Se decía que siete obispos partieron desde allí huyendo de la islamización incipiente para dirigirse hacia el oeste, cruzando el océano Atlántico, para fundar cada uno de ellos su propia ciudad. Al llegar al continente americano, los españoles supusieron que estos obispos fundaron sus respectivas ciudades en algún lugar de esas vastas tierras. Un gran defensor de esta idea fue fray Marcos de Niza.

Dicha expedición estaba formada por unos 300 soldados españoles, varios frailes franciscanos y unos 1.500 indios amigos que habían reclutado como refuerzo para superar con éxito a otras tribus que se fueran encontrando, como también hicieran Hernán Cortés y sus hombres para derrotar al imperio azteca. En su avance descubrieron el río Colorado. A Vázquez de Coronado y su gente les sorprendió la elevada estatura de los indios que se iban topando, aspecto éste de los gigantes de América ampliamente tratado en nuestro reciente trabajo “Los Gigantes y su simbólica” de los números 59 y 60 de esta Revista. Así lo relata Pedro de Castañeda de Nájera en su crónica Relación de la jornada de Cíbola:

Don Rodrigo Maldonado, que iba por caudillo en busca de los navíos de vuelta, trajo consigo un indio tan grande y tan alto que el mayor hombre del campo no le llegaba al pecho. Decíase que en aquella costa había otros indios más altos. (…)

Y habiendo caminado obra de ciento cincuenta leguas, dieron en una provincia de gentes demasiadamente de altos y membrudos, así como gigantes, aunque gente desnuda y que hacía su habitación en chozas de paja largas, a manera de zahurdas metidas debajo de tierra, que no salía sobre la tierra más de la paja.3

También dejó constancia de ello el propio virrey de la Nueva España don Antonio de Mendoza en una epístola que envió al cronista Gonzalo Fernández de Oviedo:

Y así lo dicen y se muestra en edificios antiguos y en nombres de lugares por donde vinieron. Y pues llegaron hasta Guazacualco con un señor que se llamaba Quezalcoatl no tengo a mucho que pasasen otros a León, lo que se me acuerda haber escrito. En este caso es que a mí me trajeron ciertos huesos y muelas de hombre tan grandes que la proporción seria de dieciocho o diecinueve pies de alto. Y estos dicen los naturales que fueron hasta cincuenta hombres, los cuales repartieron por diversos lugares y los mataron. No tenemos noticia del que haya gigantes si no es al Estrecho de Magallanes. Sospecho yo que aquellos vendrían de allí, porque de la parte del Norte yo no tengo noticia de gente tan grande, aunque la hay harto bien dispuesta.4

Las naciones que se fueron encontrando es lo que hoy se conoce como los indios Pueblo, que habitaban las tierras de los actuales estados de Arizona y Nuevo México.

Asombrosamente, estas leyendas de las siete ciudades de oro que ya traían de España, fueron corroboradas por los indios con los que se cruzaban, alimentando su motivación por encontrarlas. Lo cuenta así Pedro de Castañeda de Nájera en su crónica Relación de la jornada de Cíbola:

Capítulo primero. Donde se trata de cómo se supo la primera población de las Siete Ciudades y como Nuño de Guzmán hizo armada para descubrirla.

En el año mil y quinientos y treinta, siendo presidente de la Nueva España Nuño de Guzmán, hubo en su poder un indio natural del valle o valles de Oxitipar, a quien los españoles nombran Tejo. Este indio dijo que él era hijo de un mercader y su padre era muerto, pero que, siendo él chiquito, su padre entraba la tierra adentro a mercadear con plumas ricas de aves para plumajes, y que, en retorno, traía una mucha cantidad de oro y plata, que en aquella tierra lo hay mucho. Y que él fue con él una o dos veces y que vio muy grandes pueblos, tanto que los quiso comparar con México y su comarca. Y que había visto siete pueblos muy grandes donde había calles de platería. (…) Nuño de Guzmán juntó a casi cuatrocientos hombres españoles y veinte mil amigos de la Nueva España. (…)
El guía que llevaban, que se decía Tejo, murió en estos comedios y así se quedó el nombre de estas Siete Ciudades y la demanda de ellas hasta hoy día que no se han descubierto.5

Sorprende mucho que estas ciudades míticas no fueran encontradas por los españoles y que, al mismo tiempo, fuesen topándose con muchos indios que atestiguasen su existencia. Así lo relata fray Marcos de Niza en su crónica:

… hace un abra llano y de mucha tierra, en la cual me dijeron haber muchas y muy grandes poblaciones, en que hay gente vestida de algodón. Y, mostrándoles yo algunos metales que llevaba, para tomar razón de los metales de la tierra, tomaron el metal de oro. Y me dijeron que de aquel hay vasijas entre aquella gente del abra. Y que traen colgadas de las narices y orejas ciertas cosas redondas de aquel oro. Y que tienen unas paletillas de éI, con que raen y se quitan el sudor. Y como este abra se desvía de la costa y mi intención era no apartarme de ella, determiné dejarla para la vuelta, porque entonces se podría ver mejor. Y así anduve tres días por poblados de aquella misma gente, de los cuales fui recibido como de los del atrás y llegué a una razonable población que se llama Vacapa, donde me hicieron gran recibimiento y me dieron mucha comida, de la cual tenían en abundancia, por ser toda tierra que se riega. (…)

… porque había topado gente que le daba razón de la mayor cosa del mundo y que tenía indios que habían estado en ella, de los cuales me envió uno. Y este me dijo tantas grandezas de la tierra, que dejé de creerlas para después de haberlas visto o de tener más certificación de la cosa, y me dijo que había treinta jornadas, desde donde quedaba Esteban hasta la primera ciudad de la tierra, que se dice Cíbola. Y porque me pareció digno de poner en este papel lo que este indio, que Esteban me envió, dice de la tierra, lo quiero hacer, el cual afirma y dice, que en esta primera provincia hay siete ciudades muy grandes; todas debajo de un señor, y de casas de piedra y de cal grandes; las más pequeñas de un sobrado y una azotea encima, y otras de dos y de tres sobrados, y la del señor de cuatro, juntas todas por su orden; y en las portadas de las casas principales muchas labores de piedras turquesas, de las cuales, dijo, que hay en gran abundancia. Y que las gentes de estas ciudades andan muy bien vestidas. Y otras muchas particularidades me dijo, así de estas siete ciudades como de otras provincias más adelante, cada una de las cuales dice ser mucho más cosa que estas siete ciudades; y para saber de él cómo lo sabía, tuvimos muchas demandas y respuestas; y hallele de muy buena razón. (…)

Y así caminé aquel día, segundo día de Pascua, y otros dos días por las mismas jornadas que llevó Esteban; al cabo de los cuales, topé con la gente que le dió la noticia de las siete ciudades y de la tierra de delante. Los cuales me dijeron que, de ahí, iban en 30 jornadas a la ciudad de Cíbola, que es la primera de las siete; y decían que, además de estas siete ciudades, hay otros reinos que se llaman Maratta y Agus y Totontepec; quise saber a qué iban tan lejos de sus casas y dijeron que iban por turquesas y por cueros de vacas y otras cosas. (…)

Este día me vinieron tres indios, de los que llaman pintados, labrados los rostros y pechos y brazos; estos están en cerco a la parte del Este y llegan a confinar gente de ellos cerca de las siete ciudades. Los cuales dijeron que me venían a ver porque tuvieron noticia de mi, y entre otras cosas me dieron mucha noticia de las siete ciudades y provincias que el indio de Esteban me dijo, casi por la misma manera que Esteban me le envió a decir, y así despedí la gente de la costa; y dos indios de las islas dijeron que se querían andar conmigo siete o ocho días. Y con ellos y con los tres pintados que digo, me partí de Vacapa, el segundo día de Pascua Florida; por el camino y derrota que llevaba Esteban del cual había recibido otros mensajeros; con otra cruz del tamaño de la primera que envidándome prisa y afirmando ser la tierra, en cuya demanda iba, la mejor y mayor cosa que jamás se oyó. Los cuales mensajeros, particularmente, me dijeron sin faltar en cosa punto de lo que dijo el primero; antes dijeron mucho más y me dieron más clara razón. Y así caminé aquel día, segundo día de Pascua; y otros dos días por las mismas jornadas que llevó Esteban, al cabo de los cuales, topé con la gente que le dio la noticia de las siete ciudades y de la tierra de delante. Los cuales me dijeron que, de allí, iban en treinta jornadas a la ciudad de Cíbola, que es la primera de las siete; y no me lo dijo solo uno, sino muchos; y muy particularmente me dijeron la grandeza de las casas y la manera de ellas, como me lo dijeron los primeros. Y decíanme que, además de estas siete ciudades, hay otros reinos que se llaman Marata y Acus y Totonteac; quise saber a qué iban tan lejos de sus casas y dijéronme que iban por turquesas y por cueros de vacas y otras cosas; y de lo uno y de lo otro tienen en este pueblo cantidad; asimismo, quise saber el rescate con que lo habían y dijéronme que con el sudor y servicio de sus personas, que iban a la primera ciudad que se dice Cíbola, y que sirven allí en cavar las tierras y en otros servicios, y que les dan cueros de vacas, de aquellos que allí tienen, y turquesas, por su servicio. Y estos de este pueblo traen todos turquesas colgadas de las orejas y de las narices, finas y buenas, y dicen que de ellas están hechas labores en las puertas principales de Cíbola. Dijéronme que la manera del vestido de los de Cíbola es unas camisas de algodón, largas hasta el empeine del pie, con un botón a la garganta y un torzal largo que cuelga de él, y las mangas de estas camisas, anchas tanto de arriba como de abajo; a mi parecer es como vestido bohemio. Dicen que andan ceñidos con cintas de turquesas, y que encima de estas camisas, los unos traen muy buenas mantas y los otros cueros de vacas, muy bien labrados, que tienen por mejor vestido, de que en aquella tierra dicen que hay mucha cantidad, y asimismo las mujeres andan vestidas y cubiertas hasta los pies, de la misma manera. (…)

Y de esta manera anduve cinco días, hallando siempre poblado y gran hospedaje y recibimiento y muchas turquesas y cueros de vaca y la misma razón de la tierra; y luego me decían todos de Cíbola y de aquella provincia, como gente que sabía que iba en demanda de ella, y me decían cómo Esteban iba delante, del cual tuve allí mensajeros de los vecinos de aquel pueblo que habían ido con él, y siempre cargándome la mano en decir la grandeza de la tierra y que me diese prisa. (…)

Todos los de este pueblo andan encaconados con turquesas que les cuelgan de las narices y orejas y a ésta llaman cacona; entre los cuales venía el señor de este pueblo y dos hermanos suyos, muy bien vestidos de algodón, encaconados y con sendos collares de turquesas al pescuezo, y me trajeron mucha caza de venados conejos y codornices, y maíz todo en mucha abundancia; y me ofrecieron muchas turquesas y cueros de vaca, y jícaras muy lindas y otras cosas, de lo cual no tomé nada, porque así lo acostumbro a hacer después que entré en la tierra donde no tenían noticia de nosotros. Y aquí tuve la misma relación que antes, de las siete ciudades y reinos y provincias, que arriba digo que tuve; y yo llevaba de Cíbola y mejores y muchas más, y que es cosa muy grande y que no tiene cabo. (…)

Y así me volví a proseguir mi camino, y fui por aquel valle cinco días, el cual es tan poblado de gente lúcida, y tan abastado de comida que basta para dar de comer en él a más de trescientos de a caballo; riégase todo y es como un vergel, están los barrios a media legua y a cada cuarto de legua, y en cada pueblo de estos hallaba muy larga relación de Cíbola, y tan particularmente me contaban de ella, como gente que cada año van allí a ganar su vida. Aquí hallé un hombre, natural de Cíbola, el cual dijo haberse venido de la persona que el señor tiene allí en Cíbola puesta, porque el señor de estas siete ciudades vive y tiene su asiento en la una de ellas, que se llama Ahacus, y en las otras tiene puestas personas que mandan por él. Este vecino de Cíbola es hombre de buena disposición, algo viejo y de mucha más razón que los naturales de este valle y que los de atrás; dijome que se queria ir conmigo para que yo le alcanzase perdón. Informeme particularmente de él y dijome que Cíbola es una gran ciudad, en que hay mucha gente y calles y plazas, y que en algunas partes de la ciudad hay unas casas muy grandes, que tienen diez sobrados, y que en estas se juntan los principales ciertos días del año; dicen que las casas son de piedra y de cal, por la manera que lo dijeron los de atrás, y que las portadas y delanteras de las casas principales son de turquesas; dijome que de la manera de esta ciudad son las otras siete, y algunas mayores y que la más principal de ellas es Ahacus; dice que a la parte del Sureste hay un reino que se llama Marata, en que solía haber muchas y muy grandes poblaciones; y que todas tienen estas casas de piedra y sobrados; y que estos han tenido y tienen guerra con el señor de estas siete ciudades, por la cual guerra se ha disminuido en gran cantidad este reino de Marata, aunque todavía está sobre sí y tiene guerra con estos otros. Y asimismo dijo que a la parte de Sureste; está el reino que llaman de Totonteac dice que es una cosa la mayor del mundo y de más gente y riquezas y que aquí visten paños de lo que es hecho esto que yo traigo y otros más delicados y que se sacan de los animales que atrás me señalaron, y que es gente de mucha policía, y diferente de la gente que yo he visto.6

Estas ciudades míticas o lugares llenos de riquezas recibían otros nombres, como Quivira, Antilia, Paititi, la ciudad de los Césares o El Dorado. De hecho, El Dorado es, seguramente, la ciudad mítica más conocida de América por la cultura popular. Se creía construida enteramente en oro y se la ubicaba en un inicio en el antiguo Virreinato de Nueva Granada, la actual Colombia. Se creía que en aquel lugar existían abundantes minas de oro, y se contaba que el rey de los pueblos que lo habitaban era ungido con polvo de oro en la ceremonia de entronización y que, a su vez, éste se trasladaba con una gran balsa de juncos hasta el centro de una laguna sagrada donde arrojaba oro y esmeraldas para ofrendar a sus dioses. Hoy en día se sabe que este pueblo eran los muiscas y que este sagrado lugar era la laguna de Guatavita. Así lo describe el cronista Juan Rodríguez Freyle en su obra Conquista y descubrimiento del nuevo Reino de Granada:

En aquella laguna de Guatavita se hacía una gran balsa de Juncos, y aderezábanla lo más vistoso que podían (…) A este tiempo estaba toda la laguna coronada de indios y encendidas por toda la circunferencia, los indios e indias todos coronados de oro, plumas y chagualas (…) Desnudaban al heredero (…) y lo untaban con una liga pegajosa, y rociaban todo con oro en polvo, de manera que iba todo cubierto de ese metal. Metíanlo en la balsa, en la cual iba parado, y a los pies le ponían un gran montón de oro y esmeraldas para que ofreciese a su dios. Entraban con él en la barca cuatro caciques, los más principales, aderezados de plumería, coronas, brazaletes, chagualas y orejeras de oro, y también desnudos (…) Hacía el indio dorado su ofrecimiento echando todo el oro y esmeraldas que llevaba a los pies en medio de la laguna, seguíanse luego los demás caciques que le acompañaban. Concluida la ceremonia batían las banderas y partiendo la balsa la tierra comenzaba en la grita (…) con corros de bailes y danzas a su modo. Con la cual ceremonia quedaba reconocido el nuevo electo por señor y príncipe.7


Balsa de oro, cultura Muisca, Museo del Oro, Bogotá, Colombia.
De hecho, el término El Dorado, en general, se aplicó a todas las ciudades míticas de las leyendas que ya traían los españoles desde su origen y también de las que fueron alimentadas a oídos de éstos por los propios nativos americanos.

Fue la leyenda de El Dorado lo que impulsó a Núñez de Balboa a acabar descubriendo el Océano Pacífico y a Francisco Pizarro, Diego de Almagro y Hernando de Luque a conquistar el Imperio Inca en Perú. También a Sebastián de Belalcázar a conquistar Ecuador.

Eran unas ciudades nunca encontradas por estos conquistadores españoles, que se les aparecieron siempre como un espejismo, pues pertenecen a otro orden, invisible pero real. En cualquier caso, los seres atrapados en la literalidad, la avaricia y el afán de posesión no podrán conocerlas nunca. Se revelan en la conciencia en la más absoluta intimidad. Con la certeza de que dichas ciudades solares, de oro, son el reflejo de una realidad superior a la que simbolizan, ésta es su razón de ser.

El hombre siempre ha aspirado a esta realidad superior, a esta ciudad celeste análoga a una Edad de Oro que es el estado edénico del comienzo del ciclo de la Humanidad. Así nos lo transmite el Programa Agartha:

Podemos encontrar en las mitologías de los pueblos el recuerdo de un tiempo primordial; un paraíso perdido –o Edad de Oro– en el que el hombre vivía en perfecta armonía con el cosmos y la naturaleza, en ‘estado de gracia’ y perenne presencia del Espíritu. En ese illo tempore, que los hindúes denominan Satya Yuga, los hombres se identificaban con los dioses, y la verdad, como la montaña, era visible para todos. Fue de esos antepasados míticos que la humanidad heredó la cultura verdadera y los valores espirituales más elevados. Sin embargo, en razón de las leyes cíclicas ese tiempo fue seguido por otras edades, cada vez más restringidas, en las que se fue perdiendo, poco a poco, el estado virginal de los orígenes, los dioses cayeron y la verdad tuvo que ocultarse en el interior de la caverna, en el mundo subterráneo, y revelarse únicamente a unos pocos.8

Y resulta oportuno añadir este fragmento de otro acápite del Programa Agartha donde se alude también a dicha Edad de Oro:

La vinculación de la montaña con el Paraíso nos sugiere su carácter primordial, pues aquél, o su equivalente en cualquier tradición, se considera como el comienzo u origen mítico de la humanidad (la “Edad de Oro”), cuando todos los hombres sin excepción participaban del Conocimiento y la Verdad. El Paraíso era también la residencia de la Gran Tradición Universal, conservadora de la doctrina y de la sabiduría perenne, y toda montaña sagrada, como el Edén, es el símbolo del Centro del Mundo. Pero a partir de cierta época, y debido a las condiciones cíclicas adversas, el Conocimiento dejó de pertenecer a la totalidad de los hombres, quedando en posesión tan solo de unas minorías, las que para salvaguardarlo y mantenerlo a través de los tiempos, crearon las culturas tradicionales, conformadas por los ritos y símbolos sagrados. El Conocimiento se replegó en el interior de sí mismo, en el corazón de la montaña, es decir, en la caverna, un lugar que por su situación está oculto y protegido.
Por tal motivo el mundo “supra-terrestre” devino, en cierto modo, el “mundo subterráneo”. Se hizo invisible. Se ocultó, pero no desapareció. La oquedad oscura de la caverna sustituyó a la luminosidad de la cúspide de la montaña. La Verdad, que en los primeros tiempos era manifestada a los cuatro vientos y estaba en boca de todos, se convirtió en un secreto sólo percibido en lo más interno. La caverna (como el huevo) es también un símbolo del cosmos, un “Centro del Mundo” al igual que la montaña. Pero así como en ésta se manifiesta en todo su desarrollo y amplitud, a la vista de todos, en la caverna el Centro se mantiene invisible, virtual y potencial.
El templo es igualmente una caverna, aunque ésta se encuentra mejor representada por la cripta, situada en muchas catedrales debajo del Altar, es decir, sobre el mismo eje perpendicular que parte de la “clave de bóveda”, o sea de la sumidad. En la caverna sagrada se producen las hierofanías y se celebran los misterios de la Iniciación, lo mismo que las “revelaciones” y “apariciones” de la divinidad. Recordemos que Jesucristo nace en un establo, equivalente de la caverna. Por otro lado, el mismo esquema simbólico tradicional para representar a la caverna, es idéntico al del corazón y al de la copa, es decir un triángulo equilátero con el vértice hacia abajo, dando la imagen de un recipiente que recoge los efluvios espirituales.9

Y un último apunte del Programa Agartha acerca de esta Utopía que es la Ciudad de Oro:

Es la “Tierra de los Bienaventurados”, de los “Vivientes”, de los “Antepasados Inmortales”, a la cual, sin embargo, “no se puede llegar ni con naves ni carros, sino solamente por el vuelo del espíritu”. A este respecto nos dicen los maestros herméticos: “El Paraíso está aún en esta tierra, pero el hombre está lejos de él hasta que no se regenere”. Agartha es la gruta que se oculta en la montaña, ubicada en el mismo eje que la sumidad, como la cripta en el templo.10

Así pues, el último anhelo del hombre es hallar El Dorado. Consciente o no de ello, ha ido siempre en busca de su origen que es esa Ciudad de Oro, donde reside la Utopía y donde él moraba antes de la caída; aunque únicamente es a través de un proceso de regeneración espiritual completo que podrá encontrarla, resplandeciente, en su conciencia.
NOTAS
1 Federico González, Las Utopías Renacentistas. Esoterismo y Símbolo. Editorial Libros del Innombrable, Zaragoza, 2016.
2 Francisco López de Gómara, Historia de las Indias (1552). Editorial Casa de Velázquez, Madrid, 2021.
3 Crónica de la expedición de Francisco Vázquez de Coronado a las grandes praderas de Norteamérica. Miraguano Ediciones, Madrid, 2016.
4 Ibíd.
5 Ibíd.
6 Ibíd.
7 Juan Rodríguez Freyle, Conquista y descubrimiento del nuevo Reino de Granada, capítulo III de las Crónicas fantásticas de las Indias. Editorial Edhasa, Madrid, 2015.
8 Federico González y col., Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha. Revista SYMBOLOS nº 25-26, Barcelona, 2003.
9 Ibíd, acápite: La montaña y la caverna.
10 Ibíd, nota, págs. 203-204.
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