SYMBOLOS
Revista internacional de
Arte - Cultura - Gnosis
 

EL SIMBOLISMO DEL ORO
EN LA AMÉRICA PRECOLOMBINA

ALBERTO PITARCH



Balsa tunjo. Muisca, 600 - 1600 d.C. Oro. Museo del Oro, Colombia.

Hoy en día asociado con el poder, la avaricia, la vanidad y la codicia; también usado como moneda de cambio y valor seguro o como embellecedor de las casas de las familias más pudientes. Se le puede encontrar en las manos de las parejas que se prometen amor eterno o en los altares de las vírgenes que inundan la geografía cristiana; también en las cruces de la primera comunión y en los escaparates de las joyerías más elegantes. Todo ello resquicios y desviaciones de lo que una vez fue y de lo que realmente simboliza el oro.

El simbolismo del oro es universal. En el Antiguo Egipto era asociado a la carne de los dioses (y del Sol); en el Cristianismo a Jesús, a Oriente y a la Luz. Para los brahmanes simboliza la inmortalidad, y su carácter ígneo, solar y real a la luz celestial. En Extremo Oriente se vincula con el Conocimiento y en las culturas que poblaron los Urales se lo relacionaba con una serpiente primigenia, “Amo del oro”, que protegía y constituía el secreto más íntimo de la tierra. En la tradición griega evocaba a la fecundidad, el calor, el amor, la riqueza, el conocimiento, la radiación y el hogar de la luz.

En las culturas precolombinas no fue menos; asociado al vigor, al poder fecundante del Espíritu, a la luz y al calor del astro Rey, el oro jugaba un poder fundamental en muchos de sus ritos. Por su color se correspondía con el amanecer, la vida y la armonía que mana del Espíritu; por su brillo, con la expansión de las energías fecundantes que pueblan el cosmos y que devienen en el gran concierto cósmico, y por su materialidad aparece asociado a la incorruptibilidad, a la permanencia, a la eternidad y al poder de lo uránico coagulado en lo más profundo de la tierra. Teniendo esto en cuenta, no es de extrañar que el oro tuviera un papel principal en los ritos de muchas de las culturas americanas, siendo una de las piezas clave de las que se valía el chamán para establecer el contacto con otros mundos. Es decir, no era sólo visto en su coagulación formal (metal), sino que se consideraba como una energía actuante que bajo la forma modelada de animales ejercía también de psicopompo en el vuelo del alma hacia los mundos invisibles. Murciélagos, rapaces, pájaros, cangrejos, serpientes, ranas, cocodrilos, monos y jaguares eran los más representados, especialmente este último, que era considerado además como el guardián de la puerta. Del mismo modo, también era moldeado en forma de recipiente, receptáculo donde se colectaban, contenían, manducaban y ardían las sustancias naturales que eran usadas como coadyuvantes1 para trascender el mundo de los sentidos en favor de la elevación del alma en su encuentro con el Espíritu.

De las manos de los orfebres (agrupados en gremios iniciáticos) salían objetos rituales, funerarios y armas. Ninguno de estos objetos era concebido pensando en una durabilidad lineal (o generacional) sino que cada instrumento tenía su propio ciclo de vida circunscrito al rito en el que participaba. Las armas, por ejemplo, no sólo eran vistas como un utensilio operativo contra el enemigo, sino que también portaban la fuerza y la protección de aquello que estaban simbolizando, ya sea el poder del Sol (oro), de la Luna (plata) o de Venus (cobre). También existían vestimentas rituales que iban adornadas con oro; así cuando brillaba el arrebatador Sol del amanecer, todos los objetos y vestimentas de los allí presentes reflejaban su brillo en el plano horizontal, identificándose con su energía y creando un mosaico vivo de destellos que iluminaba todo el espacio visual. La lindeza aún era mayor cuando rodeando el fuego sacrificial, la música empezaba a sonar y los bailes acompasados de los participantes procuraban una danza luminar de la que emanaban figuras geométricas que iban apareciendo y desapareciendo conforme la danza iba avanzando, embriagando de belleza a todos los presentes.

En dichos rituales también se decoraban el cuerpo con pinturas usando pequeños rollos de cerámica2 que deslizaban sobre la superficie cutánea delineando un trazado que iba conformando una segunda piel, atavíos con los que participaban en los ritos de pasaje, verdaderamente transformadores. La piel jaspeada del jaguar y las escamas onduladas de la serpiente eran dos de los motivos más representados en sus rituales. Por lo que valiéndose de lo que estaba a su alcance, el hombre iba abandonando todo lo conocido e iba penetrando simultáneamente espacios más internos y desconocidos de Él mismo. A las pinturas corporales también se le sumaban las escarificaciones y los piercings; y así, paso a paso, el indígena dejaba de ser tal para transformarse en un animal extraordinario, un ser intermediario en el viaje de vuelta al Espíritu. Revestirse de oro, pues, representaba haberse identificado con lo que este metal simboliza, es decir, haber llegado al centro de sí mismo –tal como el Sol es el centro de su sistema–, así como haber alcanzado un estado de pureza e incorruptibilidad. Y ello todavía es posible hoy en día, pues es sabido que en las operaciones de alquimia interna dicho estado se identifica con la total pureza de aquél que desprendido de todos los falsos brillos y apariencias ha realizado en sí la plenitud de sus posibilidades humanas y está en condiciones de acceder a los estados suprahumanos.

Aunque ninguna de estas simbólicas fue comprendida por los conquistadores europeos, que atraídos por el oro como valor moneda3 y no por los objetos rituales a los que el metal daba forma, fueron incapaces de reconocer su sentido ritual ni el de la labor del conjunto de orfebres iniciados que lo trabajaban con esmero a la par que ellos mismos se iban transmutando. Tanta fue la ignorancia y avaricia que por ejemplo, en 1550, la Real Audiencia de la Santa Fé de Bogotá dictaminó que todas las manufacturas indígenas serían catalogadas en dos categorías. La primera, compuesta por objetos de oro y esmeraldas, fue destinada a la fundición y su gestión pasó a las distintas casas de moneda. La segunda, formada por objetos de piel, madera, conchas y huesos, fue decomisada y destruida por ser considerada demoníaca. Así, paso a paso, como en un ritual del horror, el racionalismo europeo, el sentimentalismo religioso y la incomprensión de la oficialidad fue aniquilando a las sociedades indígenas que todavía vivían inmersas en una constante sacralidad. El poder que el oro poseía como reflejo sagrado de una idea de origen primordial fue sustituido por un poder temporal (humano) desvinculado totalmente de su sentido primigenio y desprovisto entonces de cualquier realidad espiritual.

No se puede terminar esta breve nota sin mencionar un rito perteneciente al legendario reino dorado ubicado en las tierras de la actual Colombia, conocido como El Dorado. A este propósito, rescatamos uno de los primeros escritos donde se hace referencia a esta designación, firmado por el cronista colombiano Juan Rodríguez Freyle en Conquista i descubrimiento del Nuevo Reino de Granada de las Indias Occidentales del Mar Océano y fundación de la ciudad de Santa Fé de Bogotá (1636-1638), donde se narra el ritual de coronación de un rey. Para la lectura del texto cabe tener presente todo lo dicho hasta ahora, rescatar el poder embriagador del símbolo y penetrar el paisaje ideal que el cronista detalla más allá de sus prejuicios religiosos y su falta de comprensión.

Era costumbre entre estos naturales, que el que había de ser sucesor y heredero del señorío o cacicazgo de su tío, a quien heredaba, había de ayunar seis años, metido en una cueva que tenían dedicada y señalada para esto, y que en todo ese tiempo no había de tener parte con mujeres, no comer carne, sal, ni ají, y otras cosas que les vedaban; y entre ellas que durante el ayuno no habían de ver el sol; sólo de noche tenían licencia para salir de la cueva y ver la luna y estrellas y recogerse antes que el sol los viese; y cumplido este ayuno y ceremonias se metían en posesión del cacicazgo o señorío, y la primera jornada que habían de hacer era ir a la gran laguna de Guatavita a ofrecer y sacrificar al demonio, que tenían por su dios y señor. La ceremonia que en esto había era que en aquella laguna se hacía una gran balsa de juncos, aderezábanla y adornábanla todo lo más vistoso que podían; metían en ella cuatro braseros encendidos en que desde luego quemaban mucho moque, que es el sahumerio de estos naturales, y trementina con otros muchos y diversos perfumes. Estaba a este tiempo toda la laguna en redondo, con ser muy grande y hondable de tal manera que puede navegar en ella un navío de alto bordo; la cual estaba toda coronada de infinidad de indios e indias, con mucha plumería, chagualas y coronas de oro, con infinitos fuegos a la redonda, y luego que en la balsa comenzaba el sahumerio, lo encendían en tierra, en tal manera, que el humo impedía la luz del día.

A este tiempo desnudaban al heredero en carnes vivas y lo untaban con una tierra pegajosa y lo espolvoreaban con oro en polvo y molido de tal manera que iba cubierto todo de este metal. Metíanle en la balsa, en la cual iba parado, y a los pies le ponían un gran montón de oro y esmeraldas para que ofreciese a su dios. Entraban con él en la balsa cuatro caciques, los más principales, sus sujetos muy aderezados de plumería, coronas de oro, brazales y chagualas y orejeras de oro, también desnudos, y cada cual llevaba su ofrecimiento. En partiendo la balsa de tierra comenzaban los instrumentos, cornetas, fotutos y otros instrumentos, y con esto una gran vocería que atronaba montes y valles, y duraba hasta que la balsa llegaba a el medio de la laguna, de donde, con una bandera, se hacía señal para el silencio.

Hacía el indio dorado su ofrecimiento echando todo el oro que llevaba a los pies en el medio de la laguna, y los demás caciques que iban con él y le acompañaban, hacían lo propio; lo cual acabado, abatían la bandera, que en todo el tiempo que gastaban en el ofrecimiento la tenían levantada, y partiendo la balsa a tierra comenzaba la grita, gaitas y fotutos con muy largos corros de bailes y danzas a su modo; con la cual ceremonia recibían al nuevo electo y quedaba reconocido por señor príncipe.

De esta ceremonia se tomó aquel nombre tan celebrado del Dorado, que tantas vidas ha costado, y haciendas.


Fotografía del lago Guatavita en la actualidad.

NOTAS
1 Las sustancias sagradas eran consideradas como el alimento de los dioses, siendo las hojas de coca una de las que más se consumía. La coca es una de las primeras plantas domesticadas en el Nuevo Mundo –los primeros testimonios de su uso datan de hace 8000 años–; rica en vitaminas C, B1, calcio y hierro. Desde luego, que más allá de las limitaciones educacionales y de los usos actuales en las que pueda ser empleada en un mundo corrupto, bárbaro y pestilente, las hojas aportaban el complemento nutritivo perfecto ante las carencias alimentarias de algunas de las zonas donde habitaban los pueblos indígenas, además de evitar el sentimiento de hambruna y dotar de fuerza y vigor. O sea, que la sustancia aportaba la energía necesaria para que el chamán levantara el vuelo e iniciara las prácticas teúrgicas con las que procuraba el mantenimiento del orden universal.
2 Muy similares a los rollos mesopotámicos.
3 Entendido aquí el valor moneda únicamente en su valor cuantitativo, lo que según René Guénon en Autoridad espiritual y poder temporal se inició en el fin de la Edad Media cuando las casas de la moneda dieron la espalda al poder sacerdotal y, por tanto, al poder trascender la materialidad, que en la moneda estaba particularmente signado por los símbolos que le estaban sellados.
4 Desconocemos si esta misma ley se aplicó a otros territorios jurisdiccionales, aunque con ley o sin ella, la barbarie fue unánime a través del continente entero. Desde Alaska hasta Patagonia, el hombre occidental, verdadera bestia de este fin de ciclo, fulminó todas las culturas ancestrales que poblaban el riquísimo continente americano.

BIBLIOGRAFÍA
Federico González, El Simbolismo Precolombino. Cosmovisión de las Culturas Arcaicas. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2016.

Federico González, Las utopías renacentistas. Esoterismo y Símbolo. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2016.

Federico González, Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2013.

J. Chevalier, A. Gheerbrant, Diccionario de Símbolos. Ed. Herder, Barcelona, 1986.

Elisenda Vila Llonch, Beyond El Dorado. Power and gold in ancient Colombia. The British Museum, Londres, 2013.

El arte mochica del antiguo Perú. Oro, mitos y rituales. Obra Social "La Caixa", Barcelona, 2015.

Juan Rodríguez Freyle, Conquista i descubrimiento del Nuevo Reino de Granada de las Indias Occidentales del Mar Océano y fundación de la ciudad de Santa Fé de Bogotá. Disponible en línea en la Biblioteca Nacional de Colombia.

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