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Los Inuit, popularmente conocidos como esquimales, habitaron las tierras colindantes al ártico norteamericano, donde todavía viven hoy en día distribuidos en las regiones que van desde Groenlandia hasta Alaska. Su origen se remonta a la mítica cultura de Thule –cuyo simbolismo axial recogió René Guénon en sus múltiples estudios–1 cohabitando con la antigua cultura de Dorset hasta llegar a sustituirlos como cultura predominante en la región. De la vasta extensión que ocuparon los inuit, nos focalizaremos en aquella cultura que se asentó en Point Hope, Tikigak para los nativos, en el noroeste de la actual Alaska. En cuanto al tiempo, nos centraremos en los primeros testimonios que se tienen de su tradición recogidos por los primeros etnógrafos que los fijaron por escrito, y que fueron transmitidos de forma oral a través de generaciones por los mismos habitantes de Point Hope. Como la pléyade de culturas que poblaban el continente americano antes de la llegada de los europeos, los inuit vivían totalmente inmersos en el medio que les envolvía, lo que incluía una Naturaleza viva que no era sino la expresión latente de la Divinidad, que se expresaba a través de los distintos seres, accidentes geográficos y fenómenos atmosféricos. O sea que se vivía en una sacralidad constante en la que cada momento del devenir era el gesto visible de una realidad superior; el rito era permanente, el mito presente y el símbolo actuante. Entre los ritos que tenían lugar destacaban el intercambio de presentes, los festivales ligados al calendario, las danzas de máscaras, los encuentros chamánicos, los juegos, la narración de mitos, las marionetas y una serie de solemnes ritos que tenían como punto central la ballena, cuya importancia era capital, expresión de la deidad que en su carnalidad les proporcionaba vestimentas, alimentos, materiales de construcción y materias primas con las que realizar los objetos rituales, o sea que en ella se concentraba la cultura Inuit al completo. Para garantizar la comunicación con los estados más altos y efectivizar el rito, la sociedad inuit contaba con diversas personas que hacían de intermediarios asegurando de este modo la transmisión de su tradición y facilitando así el contacto con lo sagrado, tales como los adivinos, curanderos, magos, clarividentes, niños con poderes (alma de) animales o artistas que impregnaban de magia los objetos que manufacturaban; todos ellos contribuían al descenso de las energías celestes al poblado. Sin olvidar al chamán, eje central de su cultura cuya iniciación iba desde las prácticas ascéticas hasta la caza, el desmembramiento por espíritus bestiales e incluso el aprendizaje del lenguaje de los animales. Cuando llegaba el momento de levantar el vuelo, los chamanes inuit no se valían de sustancias coadyuvantes, sino que lo hacía a través del ritmo del tambor, de la repetición del canto y de largas danzas que alargaban hasta la extenuación. Entre los cantos se distinguían dos categorías, los unipkaaqs, que narraban las leyendas, mitos2 y folclore situado en un tiempo otro (eterno presente), y los uqalaktuaqs que daban testimonio de los ancestros y su irrupción en el tiempo. El canto era omnipresente, no como un fin en sí mismo, sino que cada lugar, tiempo y ceremonia tenía asociada su propia historia que era entonada por cada uno de los miembros participantes antes de adentrarse en ella. Por ejemplo, si unos jóvenes iban a salir a cazar, primero consultaban los mitos ligados a aquel lugar, qué dioses lo regían, qué demonios habitaban o qué habían vivenciado los ancestros que les habían precedido, dando lugar así a una regeneración activa de las energías que conformaban la sociedad Inuit; por tanto, un canto perenne en el que pasado, presente y futuro se unían en un instante eterno. Adentrándonos ya en lo puramente musical, entre lo más característico de los Inuit está el canto de armónicos3 o gutural. Es conocido por ser una técnica vocal a través de la cual se ejecuta un timbre en el que suenan dos notas en frecuencias diferentes. Es decir, se trata de un canto polifónico que es ejecutado con un solo instrumento, la voz humana. Así, el pedal grave es producido a través de la garganta mientras que los armónicos agudos lo hacen gracias a la amplificación y resonancia. Por lo que la frecuencia de la segunda voz estará siempre bajo una relación exacta a la frecuencia base o primer armónico (H1); de este modo, si el canto pedal es producido en el primer armónico que corresponde al tono fundamental y posee una frecuencia de 33 Hz, los cantos agudos lo harán en proporción 33 x 2 (H2), 33 x 3 (H3), etc. Como se ha visto más arriba, en su origen el canto formaba parte activa del conjunto de prácticas rituales que englobaba la vida de los inuit, por lo que su ejecución era de gran importancia, pues en esencia se trataba nada menos que de poner en movimiento la naturaleza numérica del cosmos a través de la creación de ondas (sonoras-auditivas) que encontraban resonancia tanto en la garganta del indígena como en las cavidades geográficas naturales (hoy conocido como arqueomusicología). Los instrumentos en los que se apoyaban para ejecutar sus cantos y danzas eran principalmente de percusión (Aja, Cauyuk, Kilaut, Nuanarit, Qilaat, Sekuyak, Thauyuk y Yarar) y de cuerda (Kelutviaq y Tautirut).
Muy alejado entonces del canto inuit actual, que si bien su ejecución sigue siendo similar (el canto de armónicos), su concepción está más enfocada en el aspecto lúdico y social, alejado de su función intermediaria original. Dicha degeneración no es de extrañar si se tiene en cuenta el asalto a tres tiempos que ejecutaron los europeos desde su llegada al continente4 y que por supuesto también tuvo repercusión en este grupo tradicional. En lo musical, se sustituyó la complejidad rítmica y la microtonalidad por estructuras rítmicas similares a las occidentales, al mismo tiempo que la temática se rebajaba a temas profanos y su ejecución se convertía en un fin en sí mismo, desligado de su origen ritual. A esto se sumó el movimiento new age alrededor de los recientes años 80, quienes se acercaron a vampirizar y dinamitar los cantos tradicionales por medio de apropiaciones, desviaciones y otras prácticas oscuras absolutamente contrarias a la luminosidad y sacralidad originales, llegándose a mezclar con el pop, el rock, el country e incluso la electrónica. Sin embargo, gracias al testimonio de Asatchaq –chamán que vivió alrededor de 1870 en Tikigaq cuyas vivencias fueron directamente recogidas por sus descendientes y transmitidas de forma oral– todavía hoy podemos adentrarnos en el iglú donde se está produciendo el rito, la comunicación real con lo sagrado; donde se escucha el ritmo del tambor y se entona el canto sagrado. Aquí terminan las letras de esta breve nota y comienza la voz arcana del chamán inuit a través de tres breves fragmentos de sus ritos.
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Y por último:
Alberto Pitarch
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