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Muchos relatos cosmogónicos comienzan con las palabras: “En el Principio...” u otras análogas. “Antes” –que es sólo una manera de decir ya que al no haberse manifestado aún el tiempo todo ocurre en la simultaneidad del presente, o sea en el no-tiempo o tiempo mítico de los orígenes– es el ámbito virginal de los principios ontológicos que contiene de forma potencial todas las posibilidades de ser. Una abertura en el umbral del Pensamiento revelará a la Inteligencia su voluntad de ser y se hará manifiesta la palabra, el Fiat Lux, esto es el lenguaje, un código o estructura inteligible que con la posterior participación activa del tiempo y del espacio, conforma el discurso que vela y revela a la vez la realidad oculta del Pensamiento que lo ha generado. Es gracias a este discurso, que en su sentido más amplio describe el hecho cosmogónico, que podemos considerar al Universo como un lenguaje,1 o mejor como un metalenguaje, y el despliegue al que da lugar como la expresión del desarrollo de su ciclo de existencia, en el que por cierto, el hombre se halla incluido. Su conocimiento, que es el que atesora la Ciencia Sagrada, nos acerca a la esencia de su origen increado. Podríamos detenernos aquí tratando de comprender semejante misterio que tiene más que ver con el silencio que con la palabra; pero para nuestra suerte y destino, a esta realidad oculta se han referido una y otra vez y de forma unánime todas las tradiciones, reconociendo que en ella se halla contenida su esencia y su razón de ser, y que es posible aprehenderla actualizando la potencia de Ser, del Cosmos y del hombre.
El Conocimiento que nos brinda la tradición, la Cosmogonía, nos permite develar el lenguaje del Universo, y aunque en su modo de expresarla haya tomado diversas formas según la idiosincrasia de cada pueblo o civilización, es siempre una y la misma. Por ello es posible establecer vínculos y analogías entre las distintas tradiciones que no son sino ramificaciones o adaptaciones de la Tradición Primordial a los distintos estadios del ciclo existencial. Si partimos del estado humano –uno de los indefinidos estados del Ser– que es aquél en el que hemos nacido, se puede acceder a otros estados cada vez más sutiles y arquetípicos, recordando que hay una identidad entre ser y conocer, lo que posibilita el conocimiento gradual, desde lo manifestado a lo inmanifestado, de todos los distintos y simultáneos planos de la existencia, religados entre sí con la esencia del Ser, su Unidad, la cual “(…) no está determinada sino por su propia afirmación y es la mejor imagen de la conciliación de opuestos. Y más allá de ella no hay nada de lo que pudiera decirse es algo.” “(…) Sin ella sería imposible el pasaje al No-Ser”.2 Pasaje a un ámbito realmente metafísico, que excede las posibilidades del lenguaje y de lo cognoscible. Es a este Misterio al que los ojos de la Inteligencia vuelven su mirada para hallar la Sabiduría que permita al Ser reabsorberse en su verdadera naturaleza no dual. Esta Verdad única y transcendente se encuentra inmanente en la Cosmogonía, que como símbolo de la afirmación del Ser y su despliegue ordenado, es el origen de todo conocimiento revelado vehiculado por la Tradición, lo que nos permite hablar de una unidad de pensamiento en todas sus expresiones o formas tradicionales.
Las genealogías míticas de los diferentes pueblos, que sin ser idénticas son análogas, al ser depositarias de la memoria arquetípica de esa Verdad a la que acabamos de referirnos, participan de la función de transmisión de este conocimiento revelado, al promover la reminiscencia del Sí mismo, del Origen. Aunque se hayan esbozado ya algunas ideas, todavía no se ha expuesto claramente a qué nos estamos refiriendo al hablar de genealogías míticas. Gracias a aquello que la raíz de la palabras –la etimología– puede enseñarnos, trataremos ahora de ahondar en el origen de su significado y función. Con respecto a la palabra “genealogía”, de origen griego, está formada por genea, “generación” y logos, “tratado”, “razón”, “palabra”, con lo que podríamos definirla como “el tratado o razón de la generación”.3 Al profundizar más en el sentido de este último término, logos, cuya traducción es siempre bastante imprecisa e incompleta, la tradición lo relaciona con la Palabra y el Verbo, con el sonido primordial y con la luz intelectiva, con el Ser como generador del hálito de vida que todo lo anima y nombra. Así, en su sentido primero, una genealogía es nada menos que el relato de la generación por la Palabra, el Fiat lux del Génesis, cuya irradiación en los distintos planos de la existencia hasta su concreción en el plano material o hylico, conforma la obra creacional. En cuanto al sentido del calificativo “míticas”, deriva igualmente de un término griego mythos, “mito”, cuya etimología es incierta y se ha equiparado a términos como “leyenda” o “cuento” y también a mueion, “silencio”, lo que es paradójico, pero no contradictorio con la idea de que la palabra tiene el gran poder evocador de aquello que no puede ser nombrado por su propia naturaleza y que en última instancia se equipara con el Silencio del que emana todo discurso. Para la mentalidad moderna, el mito ha tomado una connotación negativa, como algo irreal y fantasioso, y se lo ha tratado de oponer a la razón; desde el punto de vista tradicional el mito es el relato dramatizado del símbolo, es decir que participa de un sentido oculto que no es ajeno a su propia naturaleza atemporal y arquetípica. Al decir que las genealogías son “míticas” se está aludiendo a su capacidad de provocar rupturas de nivel y de ubicar la conciencia en la experiencia de otras realidades del Ser, más allá del tiempo y del espacio ordinario, cuya reminiscencia es la actualización de lo que el mito simboliza. En palabras de Federico González: “El mito activa lo imaginal prototípico y nos despierta a la música de las esferas y al asombro”.4 Así, pues, las genealogías míticas se sirven de los mitos, de las ideas-fuerza arquetípicas reconocibles por la inteligencia por hallarse inscritas en lo más interno del ser, para transmitir enseñanzas cosmogónicas y metafísicas. Expresadas bajo la forma de una sucesión temporal, constituyen un código simbólico cuyo punto de partida es el “no-tiempo”. Al principio se mencionan los principios constitutivos del Cosmos y luego van naciendo los dioses y otros númenes que rigen los tres planos de la existencia: cielo, tierra e inframundo. La creación del primer hombre es un jalón central de las genealogías míticas. A partir de este momento, ellas se referirán a la descendencia de la humanidad dando lugar a una cronología y geografía relacionada con su desarrollo, si bien considerando que para el pensamiento tradicional cualquier manifestación en la tierra es un reflejo de la acción del Cielo, lo cual explica, entre otras cosas, la intervención permanente de los dioses en todo cuanto atañe al destino de los hombres.
En este sentido, el origen de la humanidad será relatado como acontecido en un tiempo o Edad de Oro en el que se dice que la Verdad, como la montaña, era visible para todos los hombres. Por el decurso del tiempo cíclico y sus leyes, ésta se irá ocultando gradualmente, quedando restringido su conocimiento a grupos cada vez más reducidos. En algún momento de este desarrollo cíclico, los hombres de Conocimiento, los sabios y sacerdotes, ante la degradación que este oscurecimiento conllevaba, debieron considerar necesario salvaguardar la memoria sagrada de su tradición, en un primer momento de forma oral para pasar luego a ser en forma escrita, incluyendo sus genealogías míticas. La enumeración de los diversos linajes míticos, las hazañas de sus héroes y todos aquellos acontecimientos que en el desarrollo de su cultura tuvieran un carácter significativo, es decir, simbólico, tal las guerras, alianzas, fundaciones de ciudades, etc., serán consignados por los escribas pasando a formar parte integrante de sus anales. Los relatos de estos linajes constituyen la historia verdadera de los pueblos y transmiten una enseñanza ancestral (“de los ancestros”) que permite el vínculo con la realidad oculta del Ser, con su origen increado, que es también el del Cosmos y el hombre. Desde este punto de vista constituyen una herencia espiritual-intelectual que una cadena ininterrumpida de testigos (cuyos integrantes conforman también una genealogía) han aceptado y reconocido y gracias a cuya labor de transmisión han llegado hasta nuestros días. Detenerse en lo que estas genealogías están simbolizando, en los nombres allí consignados, no en sus particularidades sino en lo que en ellos hay de esencial o de universal, constituye un hallazgo que nos da la posibilidad de realizar un viaje en y por el pensamiento simbólico de los distintos pueblos, accediendo a otros “tiempos” y “espacios” que tienen un carácter más primordial, más real. Se trata de revivir el mito en el interior de nosotros mismos, en el atanor alquímico hasta sus últimas (o primeras) consecuencias. Cualquier historia mítica halla su reflejo en el alma del hombre, que no deja de ser un modelo a escala del Cosmos, al estar conformado por sus mismas energías.
Por ello, estas genealogías pueden ser el punto de partida para aquél que como héroe quiere emprender el viaje de retorno a sus orígenes, un peregrinaje contracorriente con respecto al desenvolvimiento de la manifestación por los tres planos de la existencia; proceso lleno de obstáculos, pruebas, aciertos y errores de todo tipo, del que si sale vencedor arribará a la patria celeste, su origen y destino. Hemos tratado de expresar sintéticamente la función de las genealogías míticas, que es la de transmitir la memoria arquetípica de los pueblos como vía que señala el camino de retorno a la fuente de la que emana toda Sabiduría. Dejamos para una siguiente nota la exposición de aquéllas más particularmente relacionadas con los pueblos occidentales, es decir, integradas en su tradición y cultura, la nuestra, y que por otro lado es la que impera en la humanidad actual. Ahondaremos en el origen y simbólica de la idea de Occidente, relacionada estrechamente con el crepúsculo, el momento del día en que el sol se pone y las tinieblas empiezan a cubrir la tierra. (Continuará…) Beatriz Ramada |
NOTAS. | |
1 | Federico González, El Simbolismo de la Rueda. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2016. “Todos los seres y las cosas expresan una realidad oculta en ellos mismos, la cual pertenece a un orden superior, al que manifiestan, y son el símbolo de un mundo más amplio, más realmente universal que cualquier enfoque particular o literal, por más rico que éste fuese. En verdad la vida entera no es sino la manifestación de un gesto, la solidificación de una Palabra, que contemporáneamente ha cristalizado un código simbólico. Ese es el libro de la vida y del universo, en el que está escrito nuestro nombre y el de todos los seres y las cosas, y los distintos planos en que conviven y se expresan, comunicándose perpetuamente, interrelacionándose entre sí a través de gestos y símbolos. La trama entera del cosmos es en verdad un símbolo que cada una de sus partes expresa a su manera. Y si toda la manifestación es simbólica y el universo un lenguaje, un código de signos, nosotros somos también símbolos y conocemos y nos relacionamos a través de ellos. Todo pasa entonces a ser significativo y cada cosa está representando otra de orden misterioso y superior a la que debe la vida, su razón de ser”. |
2 | Federico González Frías, Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos, entrada: “Unidad”. Versión web: https://www.diccionariodesimbolos.com/unidad.htm#diccionario |
3 | Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Ed. Gredos, Madrid, 2000. |
4 | Federico González Frías, Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos, entrada: “Mito”. Versión web: https://www.diccionariodesimbolos.com/mito.htm#diccionario |
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