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Revista internacional de
Arte - Cultura - Gnosis
 

LOS GIGANTES Y SU SIMBÓLICA
(2ª parte)

ROBERTO CASTRO

Todas las tribus siguieron observando
la estrella que era el heraldo del Sol.
Llevaban en sus corazones esta señal del alba
cuando llegaron de Oriente,
y con la misma esperanza partieron,
desde lejanas distancias,
como hoy nos dicen sus cantos.

Popol Vuh.

En nuestro anterior trabajo sobre los gigantes hacíamos mención a los hiperbóreos, que los griegos consideraban gigantes inmortales que vivían más allá del norte. Eran los depositarios de la Tradición primordial de esta Humanidad y, a decir de René Guénon, la tradición Atlante fue heredera de la Hiperbórea. A su vez, los atlantes transmitieron su saber a los antiguos egipcios y a los principales pueblos precolombinos de América (olmecas, toltecas, mexicas, mayas, etc.).

Es aquí donde queremos detenernos y profundizar en esta segunda parte: la Atlántida y la diáspora de sus supervivientes, tras el gran diluvio, hacia América, África y Europa.

Según el mito griego, la Atlántida fue creada por Zeus como un regalo al dios de las aguas Poseidón. Por eso se le rendía culto en un templo ubicado en el centro de esta isla-continente alrededor del cual había tres círculos de agua y dos de tierra. Poseidón engendró y crió cinco generaciones de gemelos varones, y dividió toda la isla en 10 partes, entregando la mayor y mejor a su primogénito Atlante, que lo nombró rey. A su segundo hijo, Gadiro (Eumelo para los griegos), le dio la zona más próxima a las columnas de Hércules. Esta zona recibe el nombre en su honor: Gadirica. De aquí hereda el nombre la actual ciudad de Cádiz.

Era una sociedad de seres gigantescos donde reinaba la Virtud hasta que la soberbia los corrompió. Así, cuando se alejaron de su origen celeste vino su declive, su caída y su destrucción. Platón describe así su final en el Timeo:

En aquella época, se podía atravesar aquel océano dado que había una isla delante de la desembocadura que vosotros, así decís, llamáis Columnas de Heracles. Esta isla era mayor que Libia y Asia juntas y de ella los de entonces podían pasar a las otras islas y de las islas a toda la tierra firme que se encontraba frente a ellas y rodeaba el océano auténtico, (…)

En dicha isla, Atlántida, había surgido una confederación de reyes grande y maravillosa que gobernaba sobre ella y muchas otras islas, así como partes de la tierra firme. En este continente, dominaban también los pueblos de Libia, hasta Egipto, y Europa hasta Tirrenia. (…)

Posteriormente, tras un violento terremoto y un diluvio extraordinario, en un día y una noche terribles, la clase guerrera vuestra se hundió toda a la vez bajo la tierra y la isla de Atlántida desapareció de la misma manera, hundiéndose en el mar. Por ello, aún ahora el océano es allí intransitable y inescrutable, porque lo impide la arcilla que produjo la isla sentada en ese lugar y que se encuentra a muy poca profundidad.1

Y así se describen en el Critias las razones de dicho final:

Durante muchas generaciones, mientras la naturaleza del dios era suficientemente fuerte, obedecían las leyes y estaban bien dispuestas hacia lo divino emparentado con ellos. Poseían pensamientos verdaderos y grandes en todo sentido, ya que aplicaban la suavidad junto con la prudencia a los avatares que siempre ocurren y unos a otros, por lo que excepto la virtud, despreciaban todo lo demás, tenían en poco las circunstancias presentes y soportaban con facilidad, como una molestia, el peso del oro y de las otras posiciones. No se equivocaban, embriagados por la vida licenciosa, ni perdían el dominio de sí a causa de la riqueza, sino que, sobrios, reconocían con claridad que todas estas cosas crecen de la amistad unida a la virtud común, pero que con la persecución y la honra de los bienes exteriores, estos decaen y se destruye la virtud con ellos. Sobre la base de tal razonamiento y mientras permanecía en la naturaleza divina, prosperaron todos sus bienes, que describimos antes.

Más cuando se agotó en ellos la parte divina porque se había mezclado muchas veces con muchos mortales y predominó el carácter humano, ya no pudieron soportar las circunstancias que les rodeaban y se pervirtieron, y al que los podía observar le parecían desvergonzados, ya que habían destruido lo más bello dentro de lo más valioso, y los que no pudieron observar la vida verdadera respecto de la felicidad, creían entonces que eran los más perfectos y felices, porque estaban llenos de injusta soberbia y de poder. El dios de dioses, Zeus, que reina por medio de leyes puesto que puede ver tales cosas, se dio cuenta de que una estirpe buena estaba dispuesta de manera indigna y decidió aplicarles un castigo para que se hicieran más ordenados y alcanzaran la prudencia. Reunió todos los dioses en su mansión más importante, la que, instalada en el centro del universo, tiene vista a todo lo que participa de la generación y, tras reunirlos, dijo...2

Aquí de forma brusca e inexplicable se interrumpe la narración de Platón. En este último fragmento puede observarse la condición de seres semidivinos descendentes directamente de su numen tutelar, Poseidón, y su degradación por irse mezclando con humanos, aspecto ampliamente tratado en nuestro anterior trabajo.

Según Platón, pues, la Atlántida estaba ubicada más allá de las columnas de Hércules (el actual estrecho de Gibraltar) y este gran continente fue destruido y sumergido por un cataclismo que tuvo lugar 9000 años antes de la época de Solón. O sea, hace 11.500 años, lo que nos sitúa a mediados de la Edad de Bronce, que es la anterior a la actual Edad de Hierro. Estrabón y Proclo narran los mismos hechos que Platón. De hecho, Proclo cita al historiador griego Marcelo que escribió, en su obra Etiópicas, las siguientes palabras con anterioridad a que fuesen escritos el Timeo y el Critias:

Los habitantes de esta isla han conservado el recuerdo, llegado hasta ellos a través de sus progenitores, de la Atlántida, una enorme isla que había existido en aquellos lugares y había dominado durante muchos siglos todas las islas del océano exterior, y que también estaba consagrada.3

Platón narra que fueron sacerdotes egipcios los que contaron al legislador ateniense Solón sobre la existencia y el legado de la Atlántida. Más tarde Plinio el Viejo confirmaría la veracidad de este relato y, por su parte, Plutarco en el siglo II d. C., en su obra Vidas Paralelas,4 menciona incluso los nombres de estos sacerdotes egipcios que habrían relatado a Solón la historia de la Atlántida: Sonquis de Sais y Psenofis de Heliópolis. Finalmente, el mismo Proclo refiere que, trescientos años después de Solón, los sacerdotes saítas mostraron en Egipto a Crantor (340-290 a. C.), filósofo de la Academia de Atenas, las columnas con la historia jeroglífica de la Atlántida, o sea, donde se hallaba escrito el relato que escuchó Solón.

De la sabiduría tradicional egipcia son herederos Tales, Pitágoras, Solón, Heródoto y el propio Platón, pues viajaron a Egipto para recibir la iniciación de los sacerdotes egipcios y así coger el testigo de la Cadena Áurea.

Otro autor que también habla de una gran isla en medio del océano atlántico es Diodoro Sículo en su obra Biblioteca Histórica:

Pero ya que hemos mencionado los atlantes, creemos que es justo referir aquí lo que dicen sus mitos acerca de la génesis de los dioses. (…)

Después de la muerte de Hiperión, narra el mito, el reino fue dividido entre los hijos de Urano, entre los cuales los más famosos eran Atlas y Crono. De estos, Atlas recibió como parte la región costera del gran verde, y no solo dio el nombre de atlantes a sus habitantes, sino que llamó Atlas a la montaña más grande de aquella tierra. Dijo además que él perfeccionó la ciencia de la astrología y fue el primero en dar a conocer a la humanidad la doctrina de la esfera; fue por esta razón que se cree que todo el cielo se sostiene sobre las espaldas de Atlas. (…)

Atlante, refiere después el mito, también tuvo siete hijas, que se llamaron atlantes por el nombre del padre, pero cuyos nombres eran Maya, Electra, Táigete, Estérope, Merope, Alcíone y, la última, Celeno. Estas hijas yacieron con los héroes y los dioses más famosos, con lo que se convirtieron en las antepasadas de la mayor parte de la raza humana. Estas hijas también se distinguían por su castidad, y después de su muerte merecieron honores inmortales entre los hombres, que las colocaron en los cielos y las llamaron Pléyades.5

De este relato se desprende que el titán Atlante fue quien gobernó la Atlántida; en cambio, en la versión que hemos dado al comienzo, se trata de otro Atlas: el hijo de Poseidón y de la mortal Clito el que fue el primer rey de la Atlántida. Ambos en todo caso son homónimos y con idénticas funciones.

Pero todavía hay otra fuente que lo hace hijo de Jápeto y Asia, siendo entonces uno de los doce titanes de la segunda generación, encabezados por Crono. Fueron anteriores a los dioses olímpicos y gobernaron la Edad de Oro. Los titanes hicieron la guerra contra los dioses olímpicos, ganando estos últimos y condenando a aquéllos al Tártaro, menos a Atlas o Atlante que fue perdonado por Zeus aunque lo condenó a sostener la bóveda del cielo sobre sus hombros por toda la eternidad. Atlante era el padre de las Pléyades, las Híades y las Hespérides. Y justamente aquí encontramos otra conexión con el mito de la Atlántida, pues recordemos que el mito de Heracles-Hércules sitúa el jardín de las Hespérides (destino al que se dirige el héroe griego en uno de sus últimos trabajos) “más allá de las columnas de Heracles”, o sea, en la Atlántida.

Esta ubicación también la relata Pomponio Mela en su Descripción del mundo:

Frente a estas partes quemadas por el sol están las islas que se dice estaban habitadas por las Hespérides. En medio de la región arenosa está el monte Atlas, que eleva su enorme masa, escarpado e inaccesible por las rocas puntiagudas que lo rodeaban por todas partes; y cuanto más se eleva, más disminuye su tamaño. Su cima es más alta de lo que puede alcanzar la mirada, se pierde entre las nubes, y se dice que no solo con la cima toca el cielo y las estrellas, sino que los sostiene.

Enfrente están las islas afortunadas, donde el suelo espontáneamente produce abundante cantidad de frutos que vuelven a crecer incesantemente, por lo que los indígenas pasan sus días sin preocupaciones y más felices que los que viven en las magníficas ciudades. Este lugar es extraordinario por la presencia de dos fuentes caracterizadas por una propiedad singular: el agua de una hace que quien la beba ría hasta morirse, mientras que la otra cura todos los males.6

Hay un pequeño relato del historiador griego del siglo IV a. C. Teopompo de Quíos que alude también a la Atlántida o quizá al continente americano, que se dice fue susurrado por el sabio Sileno al rey Midas de Frigia:

Más allá de las partes conocidas del mundo –Europa, Asia y Libia (África)– hay otra, desconocida, de tamaño inverosímil, donde prados y pastos ilimitadamente floridos alimentan manadas de toda clase de enormes y poderosos animales; sus hombres superan dos veces en estatura y longevidad a los de aquí.7

La Atlántida pereció y quedó sumergida para siempre pero algunos de estos gigantes Atlantes sobrevivieron y portaron la Tradición a América, a África y a Europa, destacando en este lado del Atlántico el antiguo Egipto como depositario de todos sus saberes sobre la Ciencia Sagrada, pues de ellos se nutrirán más tarde Grecia y Roma, aunque también se sabe de otras colonias atlantes alrededor del Mediterráneo.

Esta influencia atlante tras el gran diluvio podemos constatarla por un sinfín de coincidencias, analogías y correspondencias entre las principales culturas de ambos lados del Atlántico. Van desde similitudes arquitectónicas como las pirámides, pasando por las lingüísticas, o muchos otros símbolos, mitos y ritos. Hay coincidencias astronómicas sorprendentes como la fecha que da comienzo al calendario azteca y al egipcio que lo iniciaban en el mes de Thot y que era para ambos el 26 de febrero.

El relato de Platón describe la Atlántida como una isla con una montaña rodeada de anillos concéntricos de murallas y de canales, muy semejante a la acrópolis representada en los dibujos aztecas de Aztlán del Códice Boturini.8 En dicho Códice se relatan los orígenes del pueblo azteca: el mito de Aztlán. Se cuenta que los ancestros de los mexicas (o aztecas) vivían en una isla en medio del Atlántico y que lo que anunció su partida para huir del cataclismo que se avecinaba fue la aparición de un pájaro que no paraba de cantar, advirtiendo así que debían partir. La peregrinación estuvo guiada por el dios Huitzilopochtli.


Fragmento de la lámina 1 de la Tira de la Peregrinación o Códice Boturini, que narra el Mito de Aztlán. Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, México.

Esta migración la narran los mitos de otros pueblos mesoamericanos como ya hemos dicho: Tepanecas, Xochimilcas, Chalcas, Acolhuas, Tlahuicas, Tlaxcaltecas, Olmecas, Toltecas, Mexicas e incluso pueblos indígenas de Colombia.

El mito narrado en el Códice Boturini habla de unas islas primigenias y de siete cavernas sagradas de las que surgieron siete linajes (“Las siete tribus nahuatlacas”) que dieron origen a los pueblos del Anáhuac, que abarcaban desde Canadá hasta Nicaragua. Este lugar originario era el Chicomóztoc (en náhuatl: ‘Lugar de las siete cuevas’).

Pictograma del Códice Historia tolteca-chichimeca del s. XVI
que representa Chicomóztoc o Las Siete Cuevas.

Dependiendo de la fuente, el mito de Chicomóztoc varía. Del referido Códice se infiere que se trata de un lugar de paso de algunas de las migraciones salidas de Aztlán, en el que se asentaron durante algún tiempo. Sin embargo, en otras versiones, como la de Fernando de Alvarado Tezozómoc, en su Crónica Mexicáyotl, no hace ninguna diferencia entre Aztlán, Chicomóztoc y Colhuacán. Fray Diego Durán, historiador español dominico de la época de la conquista española, asegura en sus crónicas que tanto Aztlán como Chicomóztoc hacen referencia al mismo lugar. Estos migrantes de Aztlán llegan finalmente a Tula, en el actual estado de Hidalgo, México, la cual fue la capital del imperio tolteca. Fundan así la “nueva Tula”, réplica de la Tula atlante.

Hay que decir que llama poderosamente la atención la consonancia entre las palabras Aztlán y Atlántida. Azteca tiene su raíz en azt, de Aztlán y Aztlán a su vez en Atlántida. De hecho la lengua náhuatl cuenta con una notable presencia de palabras con las letras tl, de clara herencia atlante. La voz náhuatl atl significa ‘agua’. También significa ‘agua’ para muchas otras tribus de Utah, de Nevada, de Colorado, del sur de California, del norte de México y también de Guatemala y Nicaragua. Todos estos pueblos se atribuyen un origen común y una patria lejana, que llaman “donde surge el alba”, Aztlán. Esto está ligado al mito de Quetzalcoatl, rey de Tula, que se inmola en una pira sagrada y se acaba transformando en el lucero de la mañana, que es Venus. La Atlántida, pues, sería etimológicamente ‘el país en medio del agua’. Otra coincidencia muy sorprendente del fonema atl es que en el dialecto berebere del África septentrional también significa ‘agua’. Se cree que los guanches de las islas Canarias eran de origen berebere, islas especialmente próximas a la sumergida Atlántida. Más adelante detallaremos más conexiones entre guanches y atlantes.

Resulta sorprendente observar cómo lenguas alejadas en el tiempo y el espacio tienen ciertas afinidades lingüísticas, que dan mucho que pensar. Por ejemplo el vocablo theos, dios en griego, que en náhuatl es teotl. Podríamos extendernos mucho en relación a estas coincidencias lingüísticas, pero tan sólo pondremos algunos ejemplos más, sin que con ello estemos diciendo, por supuesto, que todas tengan una procedencia atlante: en náhuatl ‘casa de los dioses’ es teocali y en griego ‘casa de dios’ es theou kalia; ‘río’ en náhuatl es potomac y en griego es potamos; ‘colina’ en náhuatl es tepec y en los dialectos turcos de Asía central es tepe; ‘rey’ en lengua aimara es malku y en hebreo ‘reino’ es malkhuth; ‘sacerdote’ en lengua maya es balaam y ‘mago’ en hebreo es bileam; ‘casa’ en guaraní es oko y en griego oika; ‘mariposa’ en náhuatl es papalotl y en latín es papillo; ‘nube’ en náhuatl es mixtli y en griego es omichtli; ‘hacha’ en araucano es bal y en lengua sumeria es también bal; y, finalmente, encontramos muchas similitudes para la palabra ‘padre’: en quechua es taita, en vasco aita, en náhuatl tatli, en húngaro atya, en egipcio antiguo aht, en latín tata, en yiddish tatale y en galés tad.9

Mención aparte nos merece el euskera. La lengua vasca no tiene afinidades lingüísticas con ninguna otra lengua europea, pero, en cambio, su estructura gramatical se parece mucho a las lenguas indígenas del vasto continente americano. Hay estudios que evidencian que la conjugación de los verbos en lengua vasca es idéntica a muchas lenguas amerindias del norte, en especial la de los delaware y la de los chippewa. Son muchos los indicios que indican que el pueblo vasco puede provenir de un núcleo concreto del éxodo de los supervivientes atlantes. Recordemos que, como expusimos en nuestro anterior trabajo, es un pueblo que recoge en sus mitos a los gigantes como sus ancestros, y que siempre ha estado asentado en los Pirineos, siendo que esta palabra tiene su origen etimológico, según relata el mito de Heracles, en una princesa atlante: Pirene. Pero hay más, el pueblo vasco conserva también en sus mitos la historia de sus antepasados como procedentes de una isla, cuna de una gran civilización que se hundió en el mar, que llaman Atlaintika.

En relación a todo esto que apunta claramente a unos vocablos de origen común, en el libro sagrado de los mayas, el Popol Vuh, encontramos este pasaje:

Los que miraban la salida del sol hablaban en una sola lengua antes de ir a occidente. Aquí la lengua de las tribus había cambiado. Y su habla se hizo diferente. Todo lo que habían escuchado y comprendido saliendo de Tulan se convirtió para ellos en incomprensible (…) ¡Ay, hemos abandonado nuestra antigua habla! Hablábamos una sola lengua, cuando partimos de Tulan, hablábamos una sola habla en el país donde nacimos.10

Y a propósito del Popol Vuh, también en este texto sagrado se hace alusión al diluvio que arrasó la Atlántida:

Las aguas, levantadas por el Corazón del Cielo [Hurakan] hirvieron, y cayó un gran diluvio sobre todas las criaturas. Caía del cielo ardiente, la cara de la tierra se oscureció, la negra lluvia caía noche y día, y en el cielo había un ruido como de fuego que arreciase. Los hombres corrían de aquí para allá, chocando entre ellos, trepaban a los tejados de las casas, pero las casas se derrumbaban bajo ellos; trepaban a los árboles, pero los árboles se los sacudían de encima; se escondían en las cuevas, pero las cuevas los aplastaban. El agua y el fuego lo exterminaban todo.11

También el Chilam Balaam maya ofrece un relato detallado de una gran catástrofe acaecida al este, como igualmente la narran las tradiciones orales de las tribus de los delawares, de los iroqueses y de los sioux.

El cronista español Bernardino de Sahagún en su obra Historia general de las cosas de la Nueva España consigna que los ancestros de los mexicas “vinieron atravesando las aguas y desembarcaron cerca (en Veracruz)... los ancianos sabios que tenían todos los escritos, los libros, las pinturas”.12

La influencia de la Atlántida en el continente americano llegó hasta el imperio Inca. Los conquistadores españoles encontraron la ciudad de Tiahuanaco y cuando preguntaron sobre su origen les explicaron que fue construida en una sola noche por gigantes desconocidos. Los incas hablaban de los habitantes originales de la ciudad y de su fundador Kon Tiki, más tarde llamado Viracocha, dios análogo al Quetzalcoatl de los mayas. Este dios, decían que vino del mar para enseñar a los nativos la ciencia de la astronomía, las matemáticas, etc., a fin de poder construir ciudades tan colosales como Tiahuanaco. De Tiahuanaco y el pueblo aimara se llega a decir que fue uno de los diez reinos derivados de la Atlántida.

La vinculación de los pueblos precolombinos con los atlantes y la importancia simbólica de la mencionada ciudad sagrada de Tula, las expone René Guénon en El Rey del mundo:

Podríamos citar también numerosas tradiciones relacionadas con la “región suprema”. Para designarla se conoce en especial otro nombre, probablemente más antiguo todavía que el de Paradêsha: tal nombre es Tula, que los griegos convertirían en Thulé; y, tal como acabamos ahora de ver, habría que saber que Thulé fue la primitiva “isla de los cuatro Señores”. Resulta necesario precisar, por otro lado, que ese mismo nombre de Tula fue dado a las más diversas regiones, puesto que todavía en la actualidad puede uno encontrarlo tanto en Rusia como en América central; sin duda hay que pensar que cada una de tales regiones debió de ser, en épocas más o menos lejanas, residencia de algún poder espiritual emanado de la Tula primordial. Es sabido que la Tula mexicana debe su origen a los toltecas; éstos, según suele decirse, provendrían de Aztlan, la “tierra situada en medio de las aguas”, que, como parece evidente, no puede ser otra salvo la Atlántida, trayendo seguramente ellos el nombre de Tula desde su país de origen; el centro así denominado reemplazaría de esta manera, en cierta medida, al establecido en el continente desaparecido. Aunque, por otro lado, cabe distinguir la Tula atlante de la Tula hiperbórea, siendo esta última representante en realidad del centro primero y supremo que corresponde a la totalidad del manvantara actual; ella debió de ser la “isla sagrada” por excelencia, siendo su situación, tal como decíamos más arriba, literalmente polar en su origen. Las demás “islas sagradas”, por todas partes reciben nombres con idéntico significado, no serían más que imágenes de ésta; y tal cosa cabe aplicarse incluso al centro espiritual de la tradición atlante, que tan solo rigió un ciclo histórico secundario, subordinado al manvantara.

La palabra Tulâ, en sánscrito, significa “balanza”, designando en general al signo zodiacal de tal nombre; pero según cierta tradición china, esa balanza celeste fue primitivamente la Osa Mayor. Esta observación viene a ser de la mayor importancia, puesto que el simbolismo relacionado con la Osa Mayor está ligado naturalmente y del modo más estrecho al del polo; no podemos extendernos ahora sobre este particular, que precisaría que se le dedicase un estudio específico. No estaría de más tampoco examinar las concordancias entre la balanza polar y la balanza zodiacal; ésta es asimismo considerada “señal del juicio”, y lo que antes explicamos acerca de la balanza como atributo de la justicia, a propósito de Melki-Tsedeq, puede ayudar a comprender que su nombre se utilizara para denominar el centro espiritual supremo.

Tula es conocida también como la “isla blanca”, puesto que, como dijimos con anterioridad, este color representa la autoridad espiritual; en las tradiciones americanas Aztlan se simboliza por medio de una montaña blanca, pero esta figura podría aplicarse en principio a la Tula hiperbórea y a la “montaña polar”. En la India, a la “isla blanca” (Shwêta-dwîpa), que suele localizarse por lo general en apartadas zonas del norte, se la considera “morada de los bienaventurados”, identificándose claramente con la “tierra de los vivos”. Existiría sin embargo cierta excepción, al menos en apariencia: las tradiciones celtas hablan en especial de la “isla verde”, como si se tratara de la “isla de los santos” o “isla de los bienaventurados”; pero en el centro de tal isla se levanta la “montaña blanca”, la cual, según se dice, no habría quedado sumergida por ningún diluvio, y cuya cima sería de color purpúreo. Esta “montaña del sol”, como ha sido igualmente denominada, se asemejaría al Mêru: éste, que también pasa por ser la “montaña blanca”, se encuentra rodeado por un cinturón verde al estar situado en medio del mar, y en su cima brilla un triángulo de luz.

A la denominación de determinados centros espirituales como “islas blancas” (denominación que, repitámoslo de nuevo, ha podido aplicarse, al igual que otras, a centros secundarios y no solamente al centro supremo al cual convendría en primer lugar) hay que añadir los nombres de algunos lugares, regiones y ciudades que expresan del mismo modo la idea de blancura. Existe un número considerable de ellos, desde Albión a Albania pasando por Alba Longa, esa ciudad que fuera cuna de Roma, además de otras urbes antiguas que pudieron portar ese mismo nombre; para los griegos, el nombre de la ciudad de Argos tenía el mismo significado; y la razón de todo esto se verá aún con mayor claridad gracias a lo que hemos de decir más adelante.

Quedaría todavía por mencionar cierta consideración, referente a la representación del centro espiritual mediante la forma de una isla en cuyo interior se encuentra la “montaña sagrada”, puesto que si bien una localización de este tipo ha podido efectivamente existir (aunque no todas las “tierras santas” sean islas), al mismo tiempo debe contener también un determinado significado simbólico. Los mismos acontecimientos históricos, y en especial los acontecimientos de la historia sagrada, vienen a ser en realidad traducción, a su manera, de ciertas verdades de orden superior, en virtud de las leyes de correspondencia sobre las que se fundamenta la simbología, y que unifican todos los mundos según una armonía total y universal. La idea que evoca la representación de la que estamos hablando es esencialmente la de “estabilidad”, que, como ya hemos afirmado, resulta característica del polo: la isla permanece inmutable en medio de la incesante agitación de las olas, una agitación que resulta ser imagen de la del mundo exterior; y se precisa atravesar el “mar de las pasiones” con tal de alcanzar el “monte de la salvación”, el “santuario de la paz”.13

Queremos transcribir también una nota que René Guénon consigna en este capítulo:

El signo ideográfico de Aztlán o de Tula era la garza blanca; la garza y la cigüeña asumen en Occidente el mismo papel que el ibis en Oriente, y estos tres pájaros figuran entre los emblemas de Cristo; para los egipcios, el ibis era uno de los símbolos de Thoth, es decir, de la sabiduría.14

En la mencionada ciudad de Tula, capital del imperio tolteca, en sus actuales restos arqueológicos, destacan los atlantes de Tula; cuatro figuras antropomorfas, guerreros toltecas de unos 4 metros y medio de altura que eran los pilares que sostenían el tejado del templo del dios Quetzalcoatl. Estas estatuas colosales representaban fielmente a la raza de gigantes que eran los ancestros de los toltecas y que procedían de Aztlán.


“Atlantes de Tula”. Ciudad de Tula, antigua capital tolteca, Hidalgo, México.

Esta ciudad fue uno de los grandes centros de poder junto con Teotihuacán y Tenochtitlán. La palabra tolteca significa ‘morador de Tula’. Este centro sagrado dedicado a Quetzalcoatl simbolizaba la idea de vida, muerte y resurrección, y a él acudían para operar los ritos iniciáticos para alcanzar la inmortalidad.

Otras representaciones de la mítica Tula atlante las encontramos en la ciudad costera maya de Tulum, en Yucatán y también en la región de los Altos de Guatemala se encuentra el lago Atitlán, cuyo nombre contiene la raíz tl. Incluso en zonas remotas de América como Canadá, los inuit denominan a sus ancestros los Thule.

Por último, decir que son muchos los autores de la antigüedad que mencionan la arquetípica ciudad de Tula: Homero, Aristeas, Esquilo, Píndaro, Heródoto, Hecateo de Abdera, Calímaco, Apolonio de Rodas, Eratóstones, Pausanias, Diodoro Sículo, Virgilio, Estrabón, Ovidio, Séneca, Plinio el Viejo, Plutarco, Ptolomeo, Pomponio Mela, Jámblico, Avieno, etc.

De los toltecas queremos destacar que más que una etnia o tribu eran hombres de Conocimiento que iban esparciendo su influencia en los otros pueblos. Se cree que la importancia del dios Kukulcán en la cultura maya (análogo también, como sabemos, a Quetzalcoatl) proviene de esta influencia tolteca, de la cual encontramos un testimonio en el Códice Matritense que dice lo siguiente:

El tolteca es sabio, es una lumbre, una antorcha, una gruesa antorcha que no ahúma. Hace sabios los rostros ajenos, les hace tomar un corazón. No pasa por encima de las cosas: se detiene, reflexiona, observa.

Un tolteca todo lo saca de su corazón; es abundante, múltiple, inquieto, hábil, capaz; asimismo se adiestra, dialogando en su interior, encontrando respuestas. Obra con deleite, abre las cosas con calma, con tiento, como un artista; compone lo defectuoso y hace convenir lo disperso; ajusta las cosas.

De este modo os convertiréis en tolteca: si adquirís hábito y costumbre de consultar todo con vuestro propio corazón. Sed toltecas: hombres de experiencia propia.15

Pero volvamos a las analogías entre las culturas que han poblado estos continentes separados por el océano Atlántico.

Tláloc es el dios de la lluvia o del agua celeste. En una inscripción del templo de Palenque de los mayas se dice: “Oh Tláloc, dios del agua, ten piedad de nosotros, ¡No nos pierdas!”. Y también se habla de “un horrible terremoto que levantaba la tierra a oleadas, como el mar”. Y concluye dicha inscripción:

Todo esto ocurrió, y el recuerdo se conserva en estas sagradas escrituras. Susurro de las piedras arrastradas por la marea, rumor de las conchas rodantes, ruido de la ola que se disuelve en espuma a lo largo de la orilla, fundid vuestra voz con la voz de las sagradas escrituras, porque la misma sabiduría, la misma memoria está también en vosotros.16

Otro elemento de conexión entre la Atlántida y los pueblos precolombinos fueron los sacrificios humanos, análogos a los practicados en los ritos de Dioniso. A este respecto D. Merejkowski dice sobre los atlantes:

Bebían la sangre de la víctima inmolada: lo que eso significaba, lo entenderían todos los iniciados en los misterios de Dionisos. En ellos lo esencial es la homofagia, la ingestión de carne cruda sacrificada, como carne y sangre divina, ya que la fuerza teúrgica del misterio consiste en la transmutación de la víctima inmolada en carne y sangre del mismo dios. Al comerla, los báquicos aspiraban a “compenetrarse con dios”, a convertirse en “poseídos por el dios”, entheoi. La homofagia es teofagia, “ingestión de dios”.

Esto también lo entenderían todos los iniciados en los misterios de Osiris, de Tammuz, de Adonis, de Atis, de Mitra, de todos los dioses mártires. El más reciente sacramento cristiano de la comunión, en el fondo, también es teofagia.17

Como elementos comunes comparten también semblanzas muy llamativas en lo tocante a la arquitectura como es la construcción de pirámides. En este sentido, más allá de la propia estructura piramidal para construir la ‘casa de los dioses’, observamos que la torre de cinco plantas de Teotihuacán recuerda a la pirámide, con los mismos rellanos, del faraón Zoser, de la tercera dinastía, en Saqqara. En la tierra de la Sumer prebabilónica, así como en el antiguo México, el número cinco era sagrado: cinco dioses-planeta, cinco cielos-eones. Por eso las Torres de Sumer, los Zigurat y los teocalli paleomexicanos tienen cinco pisos. Las principales semejanzas entre la arquitectura piramidal egipcia y la de América central son las siguientes: la elección del lugar, la disposición de los cuatro lados de los fundamentos según los cuatro puntos cardinales, el paso del meridiano astronómico a través del centro de la pirámide, la construcción en pisos, la consagración al Sol, la entrada a través de la calle de los muertos, la estructura interior, etc.

Otra similitud radica en el calendario: los cinco días añadidos al ciclo de los 360 del año paleomexicano son también los epagómenos, los días suplementarios de Menfis. También que la rueda del zodíaco se divide en doce signos animales en Egipto y en Babilonia, de igual forma que en el antiguo México.

Por otro lado, observamos cómo la teocracia de Perú es parecida a la egipcia. El rey peruano Inca es el encarnado dios Sol, como el faraón; koya, la consorte del Inca, es su hermana de sangre o hermanastra, como la consorte del faraón; en ambos reinos se observa la ley de las divinas mezclas de la sangre, para conservar la pureza de la sangre solar. De igual modo, las momias peruanas son muy parecidas a las egipcias: casi los mismos cortes en los mismos puntos para la extracción de las vísceras; son tratadas con las mismas sales desinfectantes, montadas con las resinas perfumadas; son envueltas en las mismas vendas de lino. Al Códice Vaticanus A se lo conoce como libro de los muertos azteca por su gran parecido al libro de los muertos egipcio. Curiosamente, los mencionados guanches de las Canarias, de los que se dice que eran de gran estatura, preparaban de la misma forma sus momias, enterrándolas también en sepulcros piramidales. Porque, efectivamente, se han encontrado estructuras piramidales en estas islas. Concretamente siete pirámides escalonadas de 15 metros de altura, del mismo estilo que los zigurat mesopotámicos. Cuando las Islas Canarias fueron descubiertas por los españoles todavía estaba vivo entre los nativos, los guanches, el mito de los Diez Reyes, en concordancia con el mito narrado por Platón. También los mayas conservaban en su tradición el mito de los Diez Reyes como la génesis de su pueblo. Un último apunte de los guanches es que se cree que eran de origen berebere y cuando acudimos a los mitos de este pueblo nómade del África septentrional, que también los encontramos en el pueblo Tuareg, descubrimos la historia de la última soberana atlante, la reina Tin-Hinan (que se corresponde con la mítica Antinea) de la que se dice era gigante. El propio historiador Diodoro Sículo menciona a los guanches y dice que vivían a los pies de los montes atlantes en torno al lago Tritonis, que fue destruido por un cataclismo y los define como Atlantioi, o sea muy emparentados con la extinta Atlántida.

Un término muy parecido a este último y que nos permite tejer otra analogía es la figura de Atlanteotl (muy presente en la cultura maya), que se lo representaba sosteniendo la bóveda celeste al igual que el mito griego del titán Atlante. También los indios chibcha de Colombia representan a su héroe civilizador Bochica llevando el mundo sobre sus hombros.


Atlanteotl, Códice Borgia, Biblioteca Apostólica Vaticana, Roma.

Federico González Frías, en su excepcional obra El simbolismo precolombino, Cosmovisión de las culturas arcaicas, nos ofrece la siguiente reflexión del porqué de estas analogías entre todas estas culturas separadas por el océano Atlántico:

De todas maneras estas similitudes entre las civilizaciones del Nuevo y el Viejo Mundo no tienen nada de casual, ya que los símbolos y los mitos fundamentales de todas las culturas son manifiesta y esencialmente los mismos ante nuestro ignorante asombro. Esta sorpresa no es tal en cuanto procedemos a verificar y comprobar este aserto y también en cuanto nos ponemos a pensar que lo que en verdad representan estos símbolos y estos mitos –es decir las ideas universales que expresan– son las mismas en todas partes, derivadas de un Conocimiento y una Tradición común, a la que podríamos llamar ʼno histórica', o mejor, 'metahistórica'. Por ese motivo es que la Simbología hace uso de la comparación entre símbolos de distintas civilizaciones como método para iluminar los símbolos particulares, sistema que utilizaremos asimismo en este texto en relación con el conjunto de las culturas americanas –en la medida de nuestras posibilidades– y el mosaico multifacético en que se expresa el pensamiento precolombino.18

Y nos parece de sumo interés la nota que recoge en este mismo capítulo sobre el legado y la impronta que ha tenido en estas culturas la Tradición atlante:

10. El último de estos grandes cambios [en alusión a los cataclismos provocados por fenómenos celestes] es para Platón la desaparición de la Atlántida, situada precisamente en el océano que toma de ella su nombre –el cual separa al Viejo del Nuevo Mundo– “más allá de las columnas de Hércules”, lo que parecería ser un denominador común a la mayoría de las tradiciones históricas aunque muy remoto en el tiempo. Hasta fines del siglo XIX y comienzos de éste ha subsistido la teoría de un origen Atlántico para los indios americanos. (Ver Marcos E. Becerra, Por la Ruta de la Atlántida). En los siglos XVI y XVII esta tesis era común según lo testifica la bibliografía (ver por ejemplo: Origen de los indios del Nuevo Mundo de Fray Diego García, libro IV, capítulo VI, Crónica de la Nueva España de Francisco Fernández de Salazar, Libro I capítulo 2, donde se cita también a Agustín de Zárate y una obra suya sobre el descubrimiento y conquista del Perú, etc.), así como la comparación de los númenes, símbolos y ritos precolombinos con las deidades y mitos greco-romanos y religiones abrahámicas. El Renacimiento e incluso el post Renacimiento estaban demasiado cerca aún de lo tradicional como para mofarse o tildar de fantasías a cosas que fueron aceptadas durante siglos por la gente más sabia y culta de la época como lo era la existencia de la Atlántida o la correspondencia y equivalencia entre diferentes dioses de diversos panteones y culturas. Sólo con el racionalismo, el evolucionismo, y finalmente el positivismo, estas ideas son tomadas como anticuadas y objeto de escarnio. Para que no haya confusión, desde ya, el autor declara que el punto de vista en que se ubica no es afectado de ninguna manera por estos tres 'ismos' filosóficos que desembocan el uno en el otro de modo natural e histórico, complementándose, y a los que considera los promotores de la vertiginosa caída de la sociedad contemporánea. El racionalismo establece una división tajante e ilusoria entre el cuerpo y el alma y aísla a la mente de su contexto. A partir de él todo es dual: adentro y afuera. El evolucionismo es pura ciencia ficción. Las especies son fijas y la idea de progreso indefinido, un escapismo como cualquier otro. El positivismo hace cada vez más empírico al método de conocer y 'materializa' y solidifica más que nunca las búsquedas del pensamiento, la ciencia y el arte.19

Otros cronistas que no mencionamos en nuestro primer trabajo que atestiguan sobre los gigantes prehispánicos son por ejemplo Fray Andrés Olmos, el cual narra que en el palacio del primer virrey de la Nueva España, don Antonio de Mendoza, se encontraron huesos enormes de pie humano, haciendo la comparación de que cada dedo correspondía a la palma de una mano. También Alfonso Álvarez de Pineda, que describió a las tribus indígenas asentadas cerca del Misisipi como “una raza de gigantes, de 7 a 8 pies de estatura” (entre dos y dos metros y medio de altura). En 1528, Pánfilo de Narváez y su colega Álvaro Núñez Cabeza de Vaca fueron testigos de gigantes en la bahía de Tampa, Florida, y así los describieron: “todos los indios de Florida que vimos eran arqueros y eran muy altos e iban desnudos, en la distancia se nos aparecían como gigantes”. En 1539 la expedición liderada por Francisco Coronado y documentada por su acompañante Pedro de Castaneda también se topó con indios de gran tamaño. Este último así los describe:

Don Rodrigo Maldonado, que era el Capitán de aquellos que fueron en busca de los barcos, no los encontraron, pero volvieron con un indio muy alto, siendo que el hombre más esbelto de nuestro ejército sólo le llegaba a la altura del pecho. Dijeron que había otros indios tan altos como éste en la costa.20

Hernando de Alarcón y sus hombres también hablaron de indios gigantes, al igual que Hernando de Soto que igualmente exploró Florida, tildando a los ancestros de los indios Creek como “los indios gigantes”. El Inca Garcilaso de la Vega, que también acompañó a de Soto, relató que aquellos indios, liderados por el jefe Tuscaloosa, eran medio metro más altos que ellos y “parecían ser gigantes”. Antonio Pigafetta, en su crónica La primera vuelta al mundo, de 1519, describe esto cuando iban por la Patagonia:

Fue visto a los seis días, un gigante pintado el vestido de igual suerte, por algunos que hacían leña. Empuñaba arco y flechas. Acercándose a los nuestros, primero se tocaba la cabeza, el rostro y el tronco; (…) A los 15 días encontramos a cuatro de estos gigantes sin armas, que las tenían ocultas entre unos espinos. Los dos a quienes apresamos nos las mostraban después. Cada uno iba pintado de diferente manera. El capitán general retuvo a dos, los más jóvenes y despejados, con ejemplar astucia para conducirlos a España.21

Hablábamos de los Quinametzin como los gigantes que habitaron América, siendo éstos mencionados en los Códices Florentino, en el Vaticano, por fray Diego Durán y por San Juan de Zumárraga. Este último explica que los gigantes fueron una creación divina que murió como consecuencia de una gran inundación.

Hay más datos muy llamativos del continente americano, como el yacimiento arqueológico ubicado en el actual estado de Wisconsin, Estados Unidos, reportado por primera vez por el New York Times en 1891. Se trata de un asentamiento indígena llamado Aztalan, donde sus habitantes construyeron montículos con forma de pirámide con fines funerarios y espirituales y donde se han hallado restos de esqueletos gigantes de más de dos metros de altura. Este tipo de montículos piramidales han sido hallados de forma muy numerosa en el vasto territorio de América del norte.22


Montículo piramidal en Aztalán, Wisconsin, EEUU.

Incluso en nuestros días podemos apreciar vestigios de estos seres gigantescos que poblaron América en numerosos ejemplos de indios de más de dos metros de la época en que los sajones invadieron Norteamérica en los siglos XVIII y XIX.

    
a) Meni'towak (Gathering Of Deer Ears), Jefe de los indios iroqueses, 1870. Medía más de 2 metros de estatura.
b) Maȟpíya Ičáȟtagya (Touch the clouds), Jefe sioux-lakota, 1877. Medía más de 2 metros de altura.

Por su parte, en este lado del Atlántico, las poblaciones celtas de Inglaterra y de Gales se consideraban descendientes de antepasados comunes procedentes de una tierra hundida en el mar occidental: un paraíso perdido denominado Avalon. Y los vikingos hablaban de una tierra mítica en occidente llamada Atli. Fenicios y cartagineses recordaban una gran isla occidental llamada Antilla, y así lo confirma el mismo Aristóteles, discípulo de Platón.

La leyenda irlandesa de Tir-nan-n’oge habla de una gran ciudad que fue sumergida por el océano, mientras que otras leyendas celtas se refieren concretamente a “la ciudad de las puertas de oro”, hundida en el Atlántico.

Las tribus que poblaban la Galia atribuían la construcción de los menhires y los dólmenes a sus ancestros atlantes y, de hecho, el complejo megalítico más conocido de todos, Stonehenge, lo conocían por el nombre de “la danza de los gigantes”. Este templo de forma circular era un santuario dedicado a Borvon, dios solar de los celtas, siendo el lugar más sagrado para este pueblo, al que peregrinaban desde todos los puntos de la Galia para realizar sus cultos mistéricos. El mito celta cuenta que este centro sagrado fue construido por el mago Merlín ayudado por gigantes. Este mito está registrado en el manuscrito llamado Le Roman de Brut del poeta Wace, datado alrededor del año 1150 d. C., el cual se basa en la obra Historia de los Reyes de la Bretaña de Geoffrey of Monmouth. Estos gigantes habrían transportado los megalitos desde Salisbury Plain.23

En la Edda, la compilación más importante de la mitología nórdica, a las tierras del norte se las conocía como Adalland, Aldland o Atland, y el mar abierto como el “sendero de Atle”, donde Atle o Atal es el nombre de la divinidad del océano.

Respecto a los egipcios, un último apunte, a menudo en sus jeroglíficos hablan de “los pueblos del Mar”. Concretamente, en las inscripciones de Medinet Habu, cercanas a Lúxor, se nos habla de 10 reyes enemigos capturados y ejecutados, y recordemos que la Atlántida tenía 10 reinos gobernados por los 10 hijos de Poseidón. También hay inscripciones que relatan que los pueblos del mar atlánticos trataron de dominar el antiguo Egipto pero fueron derrotados por Ramsés III en el Delta. Sin embargo, nunca se ha llegado a saber con certeza quiénes fueron estos pueblos del Mar.

El hombre moderno no recoge nada de todo lo expuesto en la “historia oficial”, lo ve como simples fantasías o ensoñaciones; aunque esto no debe extrañarnos, pues forma parte del Plan Divino que al final de este ciclo cósmico se extienda el olvido y reine la más absoluta oscuridad y negación en cuanto a la existencia de centros espirituales que influyen en otros, transmitiéndoles sus conocimientos para que la Ciencia Sagrada se perpetúe. De este modo la ciudad sagrada de Agartha, receptora de todos estos saberes actualmente, que es análoga a la Tula primordial, la Tula hiperbórea, se encuentra oculta y resguardada en el interior de la Montaña Sagrada. Falta muy poco para que emerja y se imponga a las tinieblas.

Queremos cerrar el presente trabajo con estas palabras de René Guénon, de su artículo Lugar de la Tradición atlante en el Manvántara, publicado por primera vez en castellano en el número 17-18 de la Revista SYMBOLOS:

…pero lo que queremos decir, es que parece claro que el ciclo atlante se haya tomado como base en la tradición hebrea, ya sea por otra parte que la transmisión se hiciera por intermedio de los egipcios, lo que al menos nada tiene de improbable, o por cualquier otro medio.

Si hacemos esta última reserva, es porque parece particularmente difícil determinar cómo se hizo la unión de la corriente venida de Occidente, después de la desaparición de la Atlántida, con otra corriente descendida del Norte procedente directamente de la Tradición primordial, unión de la que debía resultar la constitución de las diferentes formas tradicionales propias de la última parte del Manvántara. En todo caso, no se trató ahí de una reabsorción pura y simple, en la Tradición primordial, de lo que había salido de ella en una época anterior; se trató de una especie de fusión entre formas previamente diferenciadas, para dar nacimiento a otras adaptadas a nuevas circunstancias de tiempo y lugar; y el hecho de que las dos corrientes aparezcan así como en cierta manera autónomas puede contribuir también a alimentar la ilusión de una independencia de la tradición atlante. Sin duda, si quisieran investigarse las condiciones en que esta reunión se operó, habría que dar una importancia especial a la Céltica y a la Caldea, cuyos nombres, que son el mismo, designaban en realidad no a un pueblo en particular, sino a una casta sacerdotal; pero ¿quién sabe hoy lo que fueron las tradiciones celta y caldea, así como por otra parte la de los antiguos egipcios? Nunca podría uno ser demasiado prudente cuando se trata de civilizaciones completamente desaparecidas, y desde luego no son las tentativas de reconstitución a las que se entregan los arqueólogos profanos las susceptibles de aclarar la cuestión; pero no es menos cierto que muchos vestigios de un pasado olvidado surgen de la tierra en nuestra época, y esto no puede ser sin una razón. Sin arriesgar la más mínima predicción sobre lo que podrá resultar de estos descubrimientos, cuyo posible alcance son generalmente incapaces de suponer quienes los efectúan, ciertamente hay que ver ahí un "signo de los tiempos": ¿no debe reencontrarse todo al final del Manvántara, para servir de punto de partida en la elaboración del ciclo futuro?24


NOTAS.
1 Platón, Ión, Timeo, Critias. Alianza Editorial, Madrid, 2004.
2 Ibíd.
3 Proclus, Commentary on Plato’s Timaeus, Ed. Cambridge Univ. Press, Cambridge, 1997.
4 Plutarco, Vidas paralelas. Ed. Cátedra, Madrid, 2005.
5 Diodoro Sículo, Biblioteca histórica. Alianza Ed., Madrid, 2003.
6 Pomponius Mela, De situ orbis. Ed. Forgotten Books, London, 2019.
7 Roberto Pinotti, Atlántida, el misterio del continente perdido. Ed. Luciérnaga, Barcelona, 2018.
8 Códice Boturini, tira de la peregrinación. Ed. Raf, México, 2013.
9 Roberto Pinotti, Atlántida, el misterio del continente perdido, op. cit.
10 Popol Vuh, Ed. Trotta, Madrid, 2008.
11 Ibíd.
12 Bernardino de Sahagún, Historia General de las Cosas de Nueva España. Ed. Fomento Cultural Banamex, México, 1982.
13 René Guénon, El Rey del mundo. Ed. Paidós, Barcelona, 2003.
14 Ibíd.
15 Bernardino de Sahagún, Historia General de las Cosas de Nueva España, op. cit.
16 Dimitri Merejkovski, Taina Zapada: Atlántida-Europa, Belgrado, 1930. Citado en: Roberto Pinitti, Atlántida, el misterio del continente perdido. Ed. Luciérnaga, Barcelona, 2018.
17 Ibíd.
18 Federico González, El Simbolismo precolombino. Cosmovisión de las culturas arcaicas. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2016.
19 Ibíd.
20 Crónicas de Indias, Ed. Cátedra, Madrid, 2000.
21 Antonio Pigafetta, La primera vuelta al mundo, Alianza Ed., Madrid, 2019.
22 Jim Vieira & Hugh Newman, Giants on record. Avalon Rising Publications, Illinois, 2015.
23 Roberto Pinotti, Atlántida, el misterio del continente perdido, op. cit.
24 René Guénon, Lugar de la Tradición atlante en el Manvántara, publicado en castellano en el nº 17-18 de la Revista SYMBOLOS, Barcelona, 1999.
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