SYMBOLOS
Revista internacional de
Arte - Cultura - Gnosis
 

EL VIAJE A LA INMORTALIDAD EN EL ANTIGUO EGIPTO

MONTSE GALLEGO

El Libro de la Salida al Día o Libro de los Muertos, como se conoce comúnmente, contiene cerca de 190 capítulos de fórmulas mágicas y rituales ilustradas con imágenes y texto. Este libro mágico, de valor incalculable, bautizado con este nombre en el siglo XIX, sitúa al hombre en una posición central en su búsqueda hacia lo eterno. Nos revela el verdadero significado que poseía el misterio de la muerte para los antiguos egipcios y responde a la forma de entender la comunicación con la deidad puesto que en todas las oraciones, ofrendas, alabanzas, libaciones y encantamientos, los egipcios recurrían a la supremacía de Osiris, deseando unirse a él, pidiéndole la vida eterna por haber alcanzado éste la muerte y ser rey del otro mundo. De ese modo, apelaban al poder de la magia para que ésta actuara en su misma existencia. La muerte no era concebida como el final, sino como un cambio de estado que conducía hacia otro tipo de existencia en el viaje de retorno al Sí Mismo.

A Osiris investido como dios de la resurrección, se le nombra como “el alma que volvió a vivir”, “el ser que volvió a ser niño”, “el primer hijo de la materia no formada, el señor de las multitudes de aspectos y formas, el señor del tiempo y el que concede los años, el señor de la vida para toda la eternidad”. Él es “el dador de la vida desde el principio”, la vida “surge a nosotros de su destrucción” y “el germen procedente de él engendra vida tanto en los vivos como en los muertos”.



Osiris como rey de la otra vida, sosteniendo en sus manos el cetro,
símbolo de autoridad y el mayal símbolo de poder.
Está sobre el estrado de la verdad.

Los antiguos egipcios suponían la muerte como una primera etapa inevitable que debía ser traspasada para alcanzar así otros planos superiores del ser, de ahí que su paso por la tierra era una preparación permanentemente ritualizada para ese viaje post-mortem que, de algún modo, y gracias a la iniciación en los misterios, comenzaba aquí y ahora. El espíritu humano estaba conformado por el Ba, el Ka y el Aj. Los egipcios abogaban en la creencia de que los dioses sólo eran nombres de los diferentes atributos de un solo Ser supremo, origen de todas sus emanaciones. Así pues, concebían la existencia de un Principio que no tenía semejante ni igual, proclamando su convicción de que se trataba del Uno y único.

En su panteón de deidades primordiales existían unos dioses primitivos (animales, piedras, plantas, árboles, fetiches, tótems …) y unos dioses cósmicos: Nu (océano cósmico primordial, germen del mundo increado), Shu (primer hijo nacido de Ra y la diosa Hathor) y Tefnut (ambos hermanos gemelos simbolizan el aire y la humedad); Keb (dios de la tierra), Nut (diosa del cielo, principio femenino de Nu), Tum/Atemu (dios del sol nocturno, el único, el solitario, se le llama “dios divino, autocreado, hacedor de dioses, creador de hombres), Ra (equiparado al Zeus griego, era el nombre que los egipcios daban al sol y se le hacían sacrificios a diario), Khemu (el creador de lo que será, el principio de los seres, el padre de padres y madre de madres), Ptah (como dios solar se le llama el “Disco del cielo que ilumina el mundo con el fuego de sus ojos”. En El libro de los muertos se dice que él abre la boca de los difuntos con la misma herramienta con la que abre las bocas de los dioses); Amón y Khunum (dioses demiurgos) y unas divinidades abstractas (Sia, Sutech, Anat, Qadesht…) entre muchos otros, pues su panteón era extensísimo.

Todos estos dioses representaban las energías que guiaban y protegían a los difuntos en la nueva vida y eran beneficiosos a los hombres, pero también conocían la existencia de otros poderes que se oponían a las fuerzas de la naturaleza a los que se llamaba “enemigos”. A los poderes benéficos de la naturaleza y sus dioses generalmente se les concedía forma humana y los maléficos, como manifestación del caos, tenían formas de animales nocivos y reptiles.

Fórmula 179: "Me ha sido concedida la gran Corona Roja y salgo al día contra mi enemigo, para capturarlo, porque tengo poder sobre él. [...] Me lo comeré en el Gran Campo, sobre el altar de Wadjet, porque tengo poder sobre él, como Sekhmet, la grande”.1

Nos dice Plutarco,

En efecto, la génesis y constitución de nuestro universo es el resultado de la mezcla de fuerzas contrarias, no ciertamente con el mismo poder, sino que prevalece la mejor; pero erradicar completamente la fuerza del mal es imposible porque está profundamente enraizada en el cuerpo y profundamente en el alma del Universo, y en continua y obstinada lucha con la fuerza del bien.

Su concepción del mundo estaba conformada por tres regiones. En el plano superior, el cielo, Nun, morada de los dioses, cuya diosa celeste Nut era representada como una mujer con el cuerpo arqueado cubriendo toda la tierra. En el plano opuesto, la tierra, morada de los hombres, la Casa de Geb, el dios creador, representado como un hombre tumbado bajo Nut. Y una tercera región, el inframundo o Duat, el reino de los muertos, era un espacio que recorría durante la noche en su barca solar Ra, y por donde transitaban los espíritus de los difuntos sorteando los peligros del Más Allá. Shu actuaba como dios fiscal en el juicio de Osiris y su eterna ocupación era mantener separados a Geb y Nut para evitar el caos del universo.

En la Duat habitaban las fuerzas maléficas y las tinieblas y quien las representaba era Apofis o Apep, una serpiente gigantesca, indestructible y poderosa, cuya función consistía en interrumpir el recorrido nocturno de la barca solar pilotada por Ra, para evitar que consiguiera alcanzar el nuevo día.

Los egipcios tenían la certeza de que la deidad se manifestaba a sí misma a través de sus creaciones, enviándonos su luz mediante el disco solar, que cada mañana salía con renovado vigor. Ya en los textos que preceden al Libro de los muertos, se enuncia la idea de una existencia plena del difunto permitiéndole unirse al sol en su viaje diario por la bóveda celeste.

Esta luz se denominó Ra, o luz divina del ojo derecho de dios (el sol); luz radiante, despertadora de la Inteligencia, que se crea y se renueva de modo natural, como un gesto mágico del que el ser humano es parte integrante. La concepción del sol para los antiguos suponía un triunfo del bien sobre el mal, de la verdad sobre la falsedad. El sol era visto como sinónimo de movimiento. Representaba la vida humana y su luz simbolizaba la muerte de la oscuridad.

(…) La Luz representa una fuerza o energía divina, el núcleo central, interno y generador del que se irradia toda la vida del ser cósmico e individual. Esa Luz inteligible y sutil procede del fuego del Espíritu, como la luz física proviene de la enorme masa de fuego que es el sol. De ahí que constantemente se haga una transposición simbólica entre uno y otro. Esta cualidad de la luz está claramente señalada por el proceso mismo de la Iniciación, pues ésta se concibe fundamentalmente como una progresiva “iluminación interior” que disipa las tinieblas de la ignorancia, las que son asimiladas a lo profano e infrahumano.2



El ojo derecho, símbolo del Sol, dando el fuego de la vida a las almas
de todas las criaturas. Tumba de Pashedu, en Deir el Medina.

El dios Ra, como manifestación del dios creador, recorre en su barca este mundo una y otra vez como si fuera la primera, resucitando con cada amanecer. Su paso diurno representa de diversas maneras el triunfo del orden sobre el caos, de la luz sobre la oscuridad y, de modo significativo, de la vida sobre la muerte. La reiteración constante de este rito promueve la posibilidad de la regeneración, pues tras el viaje diurno seguirá el ingreso en su recorrido nocturno, para su posterior renacimiento con el nuevo amanecer, en definitiva, una estrecha comunión del universo y del hombre a través de la reiteración cíclica.

Ese viaje por los mundos que pueblan el Más Allá, habitados por dioses y seres extraordinarios, se llevaba a cabo navegando dentro de una barca sobre las aguas primordiales por el cielo, o a través del inframundo. Para los antiguos egipcios la barca, depositaria de todo lo creado, estaba estrechamente relacionada con la idea de tránsito y de salvación, de movimiento y transición entre la muerte y el posterior renacimiento. Cada una de sus partes tenía un simbolismo sagrado y estaba vinculada con una divinidad.

Para ayudar al alma en su viaje post mortem, era depositado un papiro iniciático junto al cuerpo del difunto. También se colocaba, a un lado, una maqueta de una nave para ser utilizada en el tránsito y estancia en el Más Allá, antes de que la última puerta de la tumba fuera sellada. Ese papiro era llamado “libro de los muertos”, “libro de las letanías del sol”, “libro de la morada oculta”, “libro de las puertas”, “libro de las respiraciones” o “libro de aquello que está en la Duat”. El propósito de estos textos funerarios era orientar y tranquilizar al alma del difunto una vez que despertara en su tumba después del funeral. El alma debía ser guiada y tendría que recordar quién había sido, qué había hecho y qué debía hacer a continuación, con el objetivo de despertar a una nueva vida.

Además del alma, era necesario preservar con sumo cuidado el cuerpo físico del difunto, asegurándole así la vida en el cielo en un cuerpo glorificado.

Fórmula 154 para prevenir la descomposición: "Yo vengo para embalsamar a esos miembros míos. Este cuerpo mío no se descompone. Yo estoy intacto como mi padre Osiris-Khepri que es la imagen [mía], aquel cuyo cuerpo no se descompone. Ven, toma posesión de [mi] soplo, señor de la respiración, supremo entre su Similar. Hazme estable, fórmame, tú, Señor del sarcófago. Otorga que yo pueda caminar para la eternidad como haces tú cuando estás con tu padre Atum, cuyo cuerpo no se corrompe nunca, aquel que no conoce destrucción".3

El cuerpo no quedaba inoperante en la tumba, puesto que las oraciones y ritos funerarios le dotaban del poder de transformarse en sahu o cuerpo espiritual. De esta forma podía ascender al cielo y morar con los dioses y con las almas de los justos. Se dice que el fallecido “mira a su cuerpo y descansa en su sahu”, así como que las almas “entran en su sahu”.

En el libro sapiencial de Amenemope se dice que: “La lengua del ser humano es el timón del barco y el señor universal es su piloto”.4

El libro de Ptahotep cuenta que aquel a quien los dioses abandonen sin barca no podrá cruzar al otro mundo y se hallará reducido a la inmovilidad de la muerte.5

Las dos barcas solares que utiliza el dios son una diurna, que representa su ojo izquierdo y que asciende al amparo de Isis, y otra nocturna, simbolizando su ojo derecho, que desciende al inframundo con Neftis. Ambas representan los ojos de Osiris puesto que han reunido sus fragmentos y se unen al Osiris rey.

Cobra gran relevancia la figura del barquero, Maahaf, “El del rostro vuelto hacia detrás de él”, “Aquel que mira a su espalda”, al que se le atribuyen habilidades mágicas, como recuerdo del mito en el que el dios Thoth, primer barquero celestial, transportó a Horus y a Seth a la otra orilla para recoger sus respectivos órganos perdidos en la lucha, en la que Horus pierde su ojo y Seth pierde sus testículos.

Una vez el difunto se presenta al barquero y requiere sus servicios, se entabla un diálogo en el cual el difunto tendrá que desplegar todo su saber y cualidades de persuasión para permitirle acceder a la barca. En esa conversación deberá nombrar adecuadamente todas y cada una de las partes de la barca como si estuviera reconstruyéndola. Además, deberá identificar cada uno de esos ámbitos con un hecho mitológico, probando así su conocimiento del mundo celeste y su aptitud para poder acceder él. Todas estas pruebas y su superación en distintos grados suponen la iniciación en los misterios de la vida y la muerte y el ingreso al camino del conocimiento de Sí mismo, en la búsqueda de su esencia inmortal e inmutable.

He conseguido el control sobre mis cuerpos espirituales y me he hecho poderoso porque ¡mira! Se me concedieron los millones de hechizos de Osiris. Asimilo lo que aprendo y me impregno de lo que comprendo. ¡Mira, sagrado principio, el señor del inframundo! ¡Concédeme todo lo que es eterno!6



Estela de Ra-Horajti donde se inscribe en su parte inferior
una fórmula de ofrenda a Osiris. Dinastía XXII.

Este tránsito por el Reino de Osiris para alcanzar la liberación del alma del difunto es un recorrido interno análogo al viaje alquímico, en el que se transita por las doce regiones de la Duat y se pasa a través de diversas estancias. Existe una entrada principal (Rastau), que se puede franquear si se cuenta con los medios adecuados para ello, y distintos accesos que conducen a las posteriores divisiones del Más Allá. Este enigmático viaje, en el que se debe superar el juicio de Osiris, nos habla de los peligros que pudieran acechar al difunto en su camino por el mundo inferior. Es imprescindible escapar y no dejarse vencer por los espíritus maléficos, ni ser atrapado por demonios-serpiente que devoran el nombre, la memoria o las entrañas, así como reconocer a los guardianes protectores y entidades que sean favorables, sabiendo despertar su benevolencia mediante plegarias.

Dicho proceso culmina con la liberación del espíritu, que abandonando la materia pasa por una glorificación, coronada con su llegada a la Luz y su transformación en akh, espíritu luminoso o ser de luz asimilado al gran dios primordial.

Los antiguos egipcios consideraban que cada una de esas puertas, cavernas o grutas que había que transitar, así como los distintos caminos y construcciones defensivas que aparecían en los papiros, estaban dotados de vida propia y aquél que las conociera con exactitud tenía más posibilidades de seguir avanzando y de culminar su viaje de retorno al Origen.

Los seres que habitan esos espacios y sus alrededores, dispuestos a cerrar su paso a quienes no merecieran realizar el viaje completo, son los guardianes, porteros o vigilantes de las entradas, encargados de recibir al dios Ra y su séquito o controlar el paso a los individuos que no debiesen acceder a este territorio oculto. Aparecen representados en forma de serpiente, alzados y de gran tamaño; también momificados, o con forma humana y cabeza de gato “Miut” o cabeza de chacal. En ocasiones surgen divinidades como la diosa Nut o el dios Horus “en la caverna de los que lloran” que desarrollan labores de vigilancia de algunos accesos.

En los textos que se conocen no se dice explícitamente la función que desempeñaban esas puertas, aunque parece evidente que cumplirían una función de límite, de salida y acceso a nuevos espacios de la conciencia, que gradualmente introducirían en regiones más inaccesibles. Todo ello está identificado con la iniciación en los misterios y el renacimiento a los estados superiores del Ser. Cada puerta poseía su propio nombre, su identidad, y podía aparecer personificada o antropomorfizada manifestando su naturaleza divina y mágica. Así, cada espacio revelaba su carácter ya sea agresivo o pacificador.

El Libro de los Muertos, cuya autoría se atribuye al dios Thot “señor de los libros divinos”, “escriba en compañía de los dioses” y “señor del divino discurso” expresa en estas fórmulas mágicas un camino para lograr la libertad o la liberación total de todos los atributos, hasta la identificación con el Espíritu y la conquista de la Eternidad.

Así como el iniciado ingresa en el laberinto y con su entrega al conocimiento recorre y transita por diferentes estancias, con cientos de muertes y resurrecciones, de igual modo lo hace el difunto que aspira a alcanzar la perfección definitiva, y la penetración en el no tiempo, la eternidad.

El iniciado deberá morir al mundo profano e ilusorio y perder la falsa identidad con sus aspectos puramente individuales, pasajeros y mortales, y simultáneamente resucitará a un mundo sagrado y verdadero que le identificará más bien con lo real e inmutable, con aquella esencia pura e inmortal que constituye su verdadero ser. Este recorrido supone un viaje interior, e irá acompañado del conocimiento de otros mundos que están aquí y ahora, pero que la mente ordinaria ni siquiera puede imaginar.7

La morada de los dioses y de los hombres en los cielos se llamaba Annu, y se decía que las almas de los justos habitaban allí cara a cara con los dioses, por siempre jamás. La Annu celestial, arquetipo de un mundo otro, no tenía ninguna ubicación geográfica, era para los egipcios el centro espiritual que albergaba el germen de la inmortalidad.

He aquí un himno de adoración que debía pronunciarse cuando el difunto penetraba en el Amenti:

Letanía XVII. Yo soy el dios de los espacios del cielo, y el del principio de los tiempos y de las formas, cuando el espacio era como un océano de líquido ilimitado. Nadie me ha procreado porque yo estaba ya antes de toda existencia. Por la intercesión de los poderes mágicos de todos los nombres con que me adorno, he creado las jerarquías celestes y la divina materia que se reproduce a sí misma... Yo soy Atum y ya existía cuando no había ningún signo de vida en el océano cósmico. Yo soy aquel que constituyó el principio del universo, y soy aquel que representará su fin cuando sea extendido en el gran sarcófago. He hecho brotar de la nada la fuente de las existencias que han sido eclipsadas después de largo tiempo como se eclipsan las aguas del río, y llevo en mi cuerpo innumerables las existencias de mañana... Yo soy Atum y sé que los muertos son eternos en Osiris, porque Osiris es al mismo tiempo la eternidad y el infinito para aquellos que fueron justos y caritativos y expulsaron el mar de la tierra de Egipto. Después de la Gran Destrucción, después de que fuesen esparcidos los miembros de Osiris, y después de que se derrumbasen los mundos, he restablecido el equilibrio de los universos celestes, les he restituido su esplendor y he visto nacer a Ra, cuya luz es mi luz... Yo soy Atum, el Gato divino de Heliópolis. ¡Oh, muertos justificados que habéis combatido contra el espíritu del mal cuando estabais vivos, yo alejaré de vosotros en el Amenti a los espíritus de largos cuchillos que masacran a los servidores de Osiris y hacen hervir infernales calderas! Alejaré de los muertos a los demonios devoradores de cadáveres y de podredumbres porque yo soy Atum, el de los espacios del cielo, Atum, el del origen y el fin del mundo.8

Uno de los capítulos más emblemáticos es el 125 titulado “Fórmula para entrar en la sala de las dos Maat” (las dos verdades), siendo el más conocido el del Papiro de Ani. El sacerdote Ani se dirige a cada uno de los 42 jueces con la esperanza de que se reconozcan las intenciones del difunto en la vida, aunque no siempre hubiera elegido la acción correcta en el momento adecuado.

Capitulo CXXV (El capitulo de entrar en la casa de la doble rectitud y verdad: un himno de alabanza a Osiris, que mora en Amentet). Osiris, el escriba Ani, triunfante dice: “Yo he venido y me he acercado a tus bellezas; mis dos manos están elevadas en adoración de tu nombre Rectitud y Verdad. Me he acercado al lugar donde no crece el árbol de acacia y donde no existe el árbol frondoso lleno de hojas, y donde la tierra no da hierba. Y he entrado en el lugar de las cosas ocultas y secretas, he mantenido conversación con el dios Sut (…) Osiris, el escriba Ani ha entrado en la Casa de Osiris, y ha visto las cosas ocultas y secretas que hay allí. Los sagrados pilones tienen las formas de los resplandecientes. Anubis le habló con el discurso humano cuando él vino a Ta-mera, diciendo: Él conoce nuestros caminos y nuestras ciudades, yo he sido pacificado, y su olor es para mí como el olor de uno de vosotros”.9

No existía un texto único, sino que los escritos funerarios se adaptaban a cada persona, para su uso en el Mas Allá. Este rito de la “confesión negativa” se desarrolló en el Reino Nuevo de Egipto, en el culto a Osiris.

Antes de comenzar la confesión, el alma saludaría a Osiris, afirmaría que conocía los nombres de los 42 jueces y proclamaría su inocencia de haber hecho el mal, terminando con la declaración “No he aprendido lo que no es”. Esto suponía que la persona nunca tuvo una creencia contraria a la verdad de Maat y a la voluntad de los dioses.

En la mayoría de representaciones, Anubis conduce al alma desde la tumba para comparecer ante Osiris, Thoth y 42 jueces que pronunciarán la sentencia irrevocable. Las almas de los muertos se mantienen paradas en una línea, bajo la tutela de Qebhet, Nephthys, Isis y Serket mientras esperan su turno para presentarse ante Osiris. Cuando llega el turno a una de las almas, se detiene ante los dioses y recita la “confesión negativa” dirigida a un juez específico.

Saben que el difunto ha depositado los panes rituales, la cerveza, los pies de un toro bermejo, las cuatro escudillas de sangre y las cuatro de leche de una vaca blanca sobre la mesa de las ofrendas; saben que el difunto ha hecho colocar en su cuerpo el amuleto udjat en lapislázuli o en jaspe y el brazalete de flores ankham, que ha pedido que se le enciendan los doce fuegos sobre los altares, que ha querido que sea copiado sobre su féretro la letanía LXXII de El Libro de los Muertos, el cual explica cómo arreglárselas para no perderse de ninguna manera por los caminos del mundo inferior, que no ha olvidado depositar una estatuilla, representándole, en la proa de la barca solar decorada con imágenes pintadas de los espíritus guardianes de las ciudades, y que ha ordenado untar esta barca de porcelana verde con aceite de cedro.10

Entonces su corazón, sede de la inteligencia y el pensamiento, es entregado para ser pesado en la balanza y se deposita en uno de sus platos, contra la pluma blanca de avestruz que representa el Maat, el concepto de verdad, armonía y orden universal que se deposita en el otro platillo. Si el corazón es más ligero que una pluma y el difunto dice la verdad (lo que es signo de su total purificación e identidad con el Espíritu), la balanza queda en equilibrio y, después de caminar hasta el lago Lily y tras una prueba final, el alma es conducida al Paraíso. Allí las almas vivirán en paz entre sí y con los dioses, disfrutando de los mejores frutos de la vida en la eternidad; pero si miente, la balanza se desequilibra y su corazón es devorado por Ammit, el “devorador de corazones”, un ser mezcla de cocodrilo, león e hipopótamo.



Capítulo 125. Libro de los Muertos. Papiro de Ani. British Museum.

Thot, el escriba divino, toma nota del veredicto. Si aquél pasa la prueba es declarado “justo de voz”, es decir justo en aquello que dice. Es un acto teúrgico ligado a la pronunciación de la palabra. La recitación promueve que la palabra proferida sea actuante por un acto de magia, pues es unánime en todas las tradiciones que:

Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe (Jn. I, 3).

De hecho, el Verbo existía antes de la Creación, ya que él la genera, y convivía alegremente con Dios.

(…) Por ser mágica no se puede saber si obra por sí misma o por la boca de quien la pronuncia (individualidad). En Israel es atribuida al poder de Yahvé y también en Egipto es dada como tal porque la pronuncia el faraón, al ser éste mismo una encarnación de la verdad.

En todo caso siempre tiene que haber una estricta relación entre el Verbo y quien la pronuncia, incluso en las circunstancias en que ésta ha sido pronunciada. La palabra es inmortal, está siempre viva y por ello es que perpetuamente es actuante. Si se comprende, es curativa, porque nos lleva de continuo a la resurrección. Pero no es sólo ella su sentido, sino que su sonido es capaz de dar cuenta de un estado que se produce en nosotros.11

Nos dice Plutarco: Hermes es el dios Thot. Procura al sol la victoria contra sus enemigos, las tinieblas, dando a su palabra el poder de hacer la verdad, es decir, la virtud creadora. (…) Como inventor de la escritura es dueño de las palabras divinas, señor de los escritos divinos; es el dios de las letras, las ciencias y la historia.12

El lenguaje tenía un origen sagrado en el antiguo Egipto. En la palabra pronunciada en las oraciones, invocaciones, encantamientos o bien en la escrita en forma de conjuros en los papiros, residía un poder incuestionable. Así, el culto funerario aseguraba la regeneración y perpetuación del universo y la liberación del alma del difunto. Todas las imágenes, las inscripciones y las fórmulas eran fijadas a través de la palabra y su repetición reiterada.

Las palabras eran entidades que tenían la capacidad de influir mágicamente en el mundo, de convertir su significado en algo real y de explicar las sutiles correspondencias entre los distintos planos del Ser. La palabra, primero ubicada en el pensamiento y después pronunciada, es el medio del que se sirve la divinidad para llevar a cabo el acto teúrgico de la creación.

Según la concepción egipcia, el dios Ptah crea las cosas pensándolas “en su corazón” en un primer momento, y pronunciándolas a continuación, les infunde la vida.

Aún en nuestros días, este libro de los muertos es un misterio insondable y su significación más profunda escapa al ámbito individual. En un sentido, intuimos que jamás podrá ser explicado lo que esconden en su dimensión más profunda estas milenarias fórmulas, pero en otro, sí es posible vivenciarlas en otros espacios supraindividuales, donde no existen límites espacio-temporales y donde se establece una comunicación vertical con el Ser universal.

He aquí el poder evocador de la palabra en esta plegaria encontrada en la sepultura de Amenemhet, traducida por Jean Capart, que está dirigida al propio muerto por sus allegados:

Que tus estatuas permanezcan eternamente en tus santuarios... Que tu cuerpo sea firmemente instalado en tu tumba de la necrópolis... Que el Occidente se regocije con tus bellezas... Que puedas entrar y salir según tu deseo de la montaña del Oeste, y ver abrirse ante ti todas las grandes puertas del otro mundo... Que puedas adorar a Ra cuando se eleva en la montaña y exaltarle cuando reposa en el umbral del horizonte... Que puedas pasearte siempre por las orillas del estanque celeste rodeado de jardines eternos...13


NOTAS.
1 E. A. Wallis Budge. El libro egipcio de los muertos. El papiro de Ani, Editorial Sirio, España, 2007.
2 Federico González y col., Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha, acápite: La luz. Revista SYMBOLOS nº 25-26, Barcelona, 2003.
3 E. A. Wallis Budge. El libro egipcio de los muertos. El papiro de Ani. Op. cit.
4 HORNUNG, Erik. El Uno y los Múltiples. Concepciones egipcias de la divinidad. Editorial Trotta, Madrid, 1999.
5 JACQ, Christian. Las máximas de Ptahhotep. El libro de la sabiduría egipcia. Editorial EDAF, Madrid, 1999.
6 Ibíd.
7 Federico González y col., Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha, acápite: Iniciación I. Op. cit.
8 Champdor, Albert, El libro egipcio de los muertos. Editorial EDAF, Arca de sabiduría, Madrid, 1982.
9 E. A. Wallis Budge. El libro egipcio de los muertos. El papiro de Ani. Ibíd.
10 Champdor, Albert. El libro egipcio de los muertos. Op. cit.
11 Federico González Frías, Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos, entrada: “Palabra”. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2013.
12 Plutarco, Isis y Osiris. Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1930.
13 Champdor, Albert. El libro egipcio de los muertos. Ibíd.


BIBLIOGRAFÍA.

Lara Peinado, Federico. El libro de los muertos. Editorial Technos, Madrid, 2009.

Ramsés Seleem, El libro de los muertos ilustrado. Editorial EDAF, Arca de sabiduría, Madrid, 2004.

E. A. Wallis Budge, El libro egipcio de los muertos. El papiro de Ani. Editorial Sirio, España, 2007.

Plutarco, Isis y Osiris. Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1930.

A. I. Blasco Torres, Escritura, lengua oral formular y magia simpatética en el Antiguo Egipto. Universidad de Salamanca BAEDE, Boletín de la Asociación Española de Egiptología, núm. 20, 2010-2011.

Champdor, Albert. El libro egipcio de los muertos. Editorial EDAF, Arca de sabiduría, Madrid, 1982.

Federico González y col., Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha. Revista SYMBOLOS nº 25-26, Barcelona, 2003.

Federico González Frías, Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2013.


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