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EL GESTO SAGRADO DE FIJAR LA REALIDAD MARGHERITA MANGINI |
Escribir puede ser un gesto mecánico, pero según el poeta es “la más perfecta forma de comunicación”. Escribir es fijar un mensaje, y, aún más allá, es cristalizar una realidad sutil que atraviesa el alma del ser humano y se concretiza por medio de una mano y una herramienta de trabajo sobre un soporte. Los pueblos tradicionales siempre han sabido que esto es así. Para ellos, escribir no es un acto baladí, sino el trazar sobre la tierra lo que viene del cielo, de las ideas arquetípicas pasando por los cuatro mundos, siempre presentes y simultáneos, que materializan en un espacio y tiempo, aquí y ahora. Relieve con escribas. La escritura es, en su origen, una forma de magia porque hace aparecer algo que estaba oculto y, al perdurar en el tiempo, permite que el lector o intérprete ubicado en otro tiempo o lugar pueda viajar de nuevo a través de los mundos sutiles que han generado esa escritura, conectándolo así con el origen del signo escrito. Gracias a ella es posible tejer analogías y relaciones entre los seres y las cosas de forma que a un mismo texto pueden corresponder varios niveles de lectura. Según los documentos encontrados, se cree que la escritura nació en esa tierra llamada Mesopotamia al final del IV milenio a. C. entre los sumerios, un pueblo cuyo origen nos es desconocido. Lo mismo pasa con su lengua, pues no se han encontrado evidencias de que tenga relación con ningún grupo lingüístico. Todo lo relacionado con este pueblo está envuelto por el misterio ya que nada escrito ha sido hallado antes de esa fecha. Aún así, gracias a los hallazgos de la arqueología, se ha podido tener una idea de la historia de la escritura. Los pueblos mesopotámicos escribían en arcilla –un material muy abundante en esa zona geográfica– mientras aún estaba húmeda. Luego la dejaban secar al sol y de esta manera conseguían que la arcilla se pusiera dura y el texto se conservara durante mucho tiempo. En un principio utilizaban un útil puntiagudo y más tarde lo substituyeron por un tallo vegetal cuya punta tenía forma plana, que dibujaba unos signos en forma de clavos. De allí que a esta escritura se le ha dado el nombre de cuneiforme. Tablilla con escritura cuneiforme. Todo esto se sabe gracias a las tablillas de barro y las inscripciones en piedra que se han encontrado en la zona de Mesopotamia. El número de documentos hallados es muy grande; aún así, se cree que es una pequeña parte de toda la producción de los pueblos mesopotámicos. Los signos cuneiformes se plasmaron sobre una gran variedad de soportes (edificios, prismas, sellos, estatuas), pero el grueso de los documentos encontrados lo constituyen las tablillas de arcilla, presentes en grandes archivos y bibliotecas. La razón por la que tantas tablillas permanecieran intactas es que muchas sufrieron la acción del fuego, lo cual nos lleva a pensar en este caso en la idea del fuego como agente protector. El fuego evapora el agua y endurece la arcilla, permitiendo su conservación, y es necesario para que lo superfluo se disuelva y el núcleo de la tradición perdure. Los primeros pasos hacia el desciframiento de la escritura cuneiforme fueron realizados a partir del examen de las inscripciones presentes en las fachadas de los palacios y de las tumbas rupestres de Persépolis, la antigua capital de los aqueménidas. Los asiriólogos que las estudiaron se dieron cuenta de que en esas inscripciones había tres escrituras, que se encontraban a veces incluso en tres columnas paralelas en el mismo monumento, probablemente para traducir un mismo texto. Esto significaba la existencia de tres idiomas distintos, el persa antiguo, el elamita y el acadio, evocando la idea de una cadena de transmisión de la tradición entre pueblos y generaciones. Sin embargo, la primera lengua escrita fue el sumerio, que, como hemos dicho, no tiene relación con ningún grupo lingüístico conocido. El sumerio fue la lengua hablada en el sur de Mesopotamia hasta el siglo XX a. C., siendo poco a poco remplazada por el acadio. Aún así, quedó como lengua culta, de manera similar al latín, empleándose en el ámbito sagrado y científico. La escritura en Mesopotamia nace como pictográfica, pasa a través de una fase ideográfica y luego evoluciona hacia una fase en la que convivían la correspondencia del signo con el sonido, la escritura fonográfica, junto con la ideográfica. Es decir, en un principio los signos representaban las cosas mismas, los objetos en sí, estando asociados a una (o más) palabras. Luego, con la escritura ideográfica, esos signos pasaron a representar no solamente el objeto, sino varias ideas y conceptos a él asociados. Por último, en la escritura fonográfica (silábica en este caso), cada signo correspondía a una sílaba, pero la escritura cuneiforme nunca llegó a ser exclusivamente silábica, sino que combinaba las dos formas. Los asiriólogos asocian este proceso evolutivo con un progresivo aumento de la capacidad de abstracción y de la posibilidad de expresar mayormente la complejidad del lenguaje humano. Para Bottéro1, esta evolución está asociada con el paso de una forma de escritura que no es propiamente tal hacia una escritura capaz de aportar nuevo conocimiento. La escritura llega en el momento en que la cultura ya está empezando su declive y, para fijar todo el Conocimiento atesorado en ella y así conservarlo, se busca la forma de cristalizarlo con el fin de transmitirlo. Bottéro afirma que, en un principio, la escritura era un complemento de la tradición oral. Se cree que ésta era muy rica y que la escritura era una especie de memorándum, o sea recordatorio de lo que ya se sabía. Debido a sus limitaciones, no aportaba nuevo conocimiento. Sólo servía para que las personas pudieran recordar o contar, no podía transmitir mensajes sin que el receptor no conociese la situación o el dato. Con el paso del tiempo, y quizás por la necesidad de fijar la lengua que estaba moribunda, la escritura fue creciendo en precisión para expresar todas las posibilidades del lenguaje hablado gracias al añadido de palabras vacías, o sea sufijos o prefijos que podían detallar a qué se refería exactamente la palabra, y a la introducción del fonetismo. De esta manera, hacia el final del tercer milenio la escritura podía servir como vehículo para transmitir nueva información. Sin embargo, el carácter ideográfico de la escritura, considerado limitante en relación con el fonético, en realidad no tiene porqué serlo. Es interesante notar que los sumerios procedieron por acumulación, no por eliminación. La introducción de la escritura fonográfica, en la que las grafías correspondían a los sonidos y que desde un punto de vista contemporáneo es considerada más práctica y mucho más eficiente a la hora de expresar todos los matices de la lengua hablada, no supuso una eliminación del sistema ideográfico. Los sumerios siguieron usando los dos modos de interpretación, por ello la escritura sumeria no se lee, sino que se interpreta. Evidentemente, esto conlleva una gran complejidad para la comprensión del texto, de allí la importancia de la figura del escriba, que podía ser un simple escribano o un letrado.
Nos podríamos preguntar por qué entonces no escogieron la vía más fácil. Desde un punto de vista tradicional, esto no tiene nada de sorprendente. Lo que para nuestra civilización es el progreso, para las sociedades tradicionales es una ilusión, carece de interés y de verdad. Porque no se trata de ir hacia un futuro mejor, en el que supuestamente tendremos menos fatigas y más bienestar, sino que el trabajo consiste en la repetición de los ritmos y ciclos cósmicos, que se reiteran siguiendo un modelo siempre igual en su esencia, aunque cambiante en su forma. Escribir, entonces, era mucho más que trasladar en las tablillas un mensaje con un contenido más o menos útil para obtener algo a nivel personal y práctico, sino que tenía más bien que ver con la comunicación entre el ser humano y los dioses y con la conservación de la tradición. Según lo que Bottéro llama el realismo de los nombres,
La escritura, puesta bajo el patrocinio de la diosa de la Sabiduría Nisaba, era sagrada para los sumerios. Al trazar los signos que conformaban sus caracteres estaban reproduciendo el gesto divino de escribir la realidad, ya que los dioses creaban el mundo a través de la escritura. En este sentido es muy significativo que escribieran en la arcilla, la materia con la que el dios Enki modeló al hombre. Así, los dioses creaban al hombre como el hombre recreaba a los dioses (las ideas) y sus manifestaciones en la tierra. De hecho, según los sumerios eran los dioses quienes escribían sus obras. Si “los nombres eran las cosas mismas sonorizadas, emanaban las cosas que traducían, y toda asonancia era muy significativa”3, tiene sentido, entonces, que la escritura cuneiforme tuviera varios niveles de lecturas. Que en la escritura sumeria convivieran en un cierto momento el carácter ideográfico y el silábico, podría parecer confuso, pero ese mismo hecho atribuye a las palabras escritas una gran riqueza de significado. De hecho, a partir de una palabra, los escribas podían entender la realidad en sus diferentes niveles a través de sus múltiples significados y su sonido que enlazaba con otros significados, todos ellos aspectos que contribuían a la comprensión de la unidad que conformaban. Seguramente la interpretación de los textos sumerios era un juego de analogías y correspondencias, un poco de la misma manera que en el Tseruf de la cábala. Los antiguos mesopotámicos escribieron una gran cantidad de textos que van desde la mitología a la botánica pasando por la astronomía, la jurisprudencia, la medicina, y sobre todo la adivinación. Escribieron en forma de listas creando algo parecido a una enciclopedia, además de tratados o manuales sobre estas disciplinas, mostrando de esta forma la voluntad de conocer al mundo en su totalidad. Detrás de todo este ingente trabajo se percibe un afán de comprender las cosas y “penetrarlas más allá de sus apariencias”, función de la inteligencia. En este sentido la adivinación nos da un ejemplo de la manera en que estos pueblos veían el mundo y la escritura. Para ellos todo era manifestación de lo sagrado, todo procedía de los dioses. Como “el principio de la escritura cuneiforme era la pictografía, o sea la posibilidad de representar las cosas por otras cosas”, así “la escritura de los dioses eran las propias cosas que producían al hacer marchar el mundo”4. Por esto se ponía por escrito todo lo que se podía observar y se hacían listas de todas las anomalías posibles, siendo estas últimas consideradas como manifestación directa de la voluntad divina. Todo lo que no estaba dentro de la norma, tenía carácter oracular. En las listas de anomalías se incluían no sólo aquellas que son humanamente posibles, sino también las que pertenecen al ámbito de lo imposible en el plano físico, como por ejemplo tener 7 hígados o alumbrar a 9 hijos en el mismo parto. Estos hechos hay que verlos como símbolos, por lo que los números en ellos expresados se refieren a los números como portadores de ideas. A propósito de números, vamos ahora a contar una historia mitológica de la tradición mesopotámica relacionada con el número 7 y que nos parece significativa para confirmar lo que hemos dicho anteriormente.5 Se narra que en un tiempo en que los hombres vivían como animales, llegó desde el mar un hombre pez que estuvo entre ellos sin alimentarse y les enseñó todo cuanto era necesario para crear una civilización. Su nombre era Oannes. Después de él, vinieron otros 6 hombres peces, pero ninguno aportó nada nuevo. Los otros hombres peces simplemente vinieron a clarificar lo que el primero había expresado de forma sintetizada. La aparición de cada uno de estos hombres peces se vincula con el reinado de uno de los soberanos locales antediluvianos, durante el cual habían desempeñado el papel de apkallu, lo que nosotros llamaríamos un héroe civilizador. Estos seres se consideran una creación de Enki para que llevasen a cabo los planes que conciernen a Cielo y Tierra, de modo que los hombres proveyeran todo lo necesario a los dioses. Nos parece significativo que estos personajes sean 7, como los 7 rishis de la tradición hindú, hombres sabios que tienen la función de transmisores del Conocimiento. El numero siete está relacionado con la cosmogonía al completo y tiene que ver con el cumplimiento de los ciclos cósmicos y con la construcción de un orden, por lo tanto, también con la civilización, que a través de artes y ciencias reproduce en la tierra el orden celeste. Queremos además destacar que lo importante y esencial del mensaje es transmitido en el principio, por Oannes. Los demás apkallu sólo adornan lo que los hombres ya han recibido. Esto enlaza con lo que comentábamos antes acerca de que los sumerios nunca dejaron de lado el sistema ideográfico, aunque este fuera solo un memorándum, no aportara “algo nuevo”. Si todo está revelado, no hay nada que añadir, pero sí hay que recordar. Entonces, si no desecharon el sistema pictográfico, que desde una cierta perspectiva no aportaría nada nuevo, si sus textos eran muy repetitivos ¿no será porqué no hay nada nuevo bajo el sol? ¿No será que considerarían que todo ya estaba revelado desde un principio y que la escritura tenía que servir para recordar algo que ya sabían desde que el primer hombre pez vino a traer la civilización con sus artes y sus ciencias? La tradición no descubre nada nuevo, sino que transmite un mensaje que fue pronunciado en el principio de los tiempos y es actualizado en cada tiempo y lugar a través de diferentes formas, siendo la escritura una de ellas. Cuando una civilización está en su momento de declive, el Conocimiento tradicional se vuelca en un soporte fijo para que se pueda conservar y transmitir. Quizás los sumerios, cuyos orígenes son desconocidos, eran un pueblo antiguo y empezaron a escribir precisamente por eso, para que la humanidad aún pudiera recordar algo incluso en el Kali Yuga, la edad del olvido, que justo comenzaba y en la que todavía estamos inmersos. Tablilla con escritura cuneiforme. |
NOTAS. | |
1 | Jean Bottéro, Mesopotamia. La escritura, la razón y los dioses. Ed. Cátedra, Madrid, 2004. |
2 | Jean Bottéro y otros, Cultura, pensamiento, escritura. Ed. Gedisa, Barcelona, 1995. |
3 | Ibíd., p.58. |
4 | ibíd., p.52. |
5 | Jean Bottéro, Cuando los dioses hacían de hombres, Akal, Madrid, 2004. |
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