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ROBERTO CASTRO |
Genealogía de Abraham La vida de Abraham se sitúa alrededor del año 2000 a. C. y la etimología de su nombre revela su condición de primer patriarca del pueblo judío: ‘padre de multitudes’. Es el fundador de un pueblo y de una tradición, la hebrea, claramente emparentada con la tradición de los pueblos mesopotámicos de su época. Esta tradición también se va cimentando a partir de las revelaciones y teofanías que irán aconteciendo en la vida de los patriarcas, empezando por Abraham, y también de los profetas, tal como da testimonio la Biblia. Abraham era oriundo de la ciudad de Ur, una urbe sumeria, que luego será conocida como Ur de Caldea; estaba ubicada en la baja Mesopotamia de entonces, el actual Irak. Desde ahí emprende su viaje hasta la Tierra Prometida, Canaán. El libro del Génesis relata que, tras el gran Diluvio, sobreviven Noé y su familia. Sus tres hijos eran Sem, Cam y Jafed. Se dice que todos los pueblos semitas proceden de Sem. El propio Abraham procede de esta estirpe. Su padre era Teraj, que a su vez era hijo de Najor, cuyo progenitor era Serug, y así hasta remontarnos a Sem. Diez generaciones median hasta llegar a Noé (Gen. 11). A su vez, otras diez generaciones nos hacen remontar de Noé a Adán, el primer hombre. Se dice que el bisabuelo de Abraham, Serug, enseñó a su hijo Najor toda la sabiduría astrológica de sus ancestros. Pero no cualquiera accedía a este conocimiento, pues era transmitido de padres a hijos y celosamente guardado por unos cuantos linajes, de manera que, acorde con este relato, Abraham venía de una rama parental versada en el Conocimiento. Del linaje de Abraham en Ur también sabemos que su padre estaba al mando de los ejércitos del rey Nemrod.1 Que Abraham viene de casta guerrera lo atestigua su propia condición de iniciado, como veremos, pero también el cómo rescata a su sobrino Lot en Sodoma. El mito hebreo del primer patriarca está impregnado de la idea de transmisión de la Ciencia Sagrada y de la recepción directa de la “influencia espiritual”. Su fe inquebrantable en la divinidad, que lo guiará y lo protegerá, será el símbolo de la Alianza entre Dios2 y el hombre en el judaísmo. Es una gran paradoja que Abraham estuviera la mayor parte de su vida sin poder tener hijos, pues su mujer era estéril, y finalmente, ya mayor, Dios le conceda la gracia de tenerlos, siendo así el origen de una estirpe y de todo un pueblo, pues con él nacerá no sólo la rama tradicional hebrea, sino también la del Islam. Del mismo modo, que esté dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac por petición de Dios, siendo su hijo lo más preciado y, paradójicamente, que su descendencia dé como fruto una nación, hecho éste revelado por el propio Dios que en un momento dado le pide sacrificarlo. Este aspecto del mito hebreo de Abraham quiere enfatizar su inquebrantable fe en los designios procedentes del Espíritu, sean estos cuales fueren. Isaac es, pues, hijo de Abraham y junto con su nieto Jacob serán los sucesores y nuevos patriarcas del pueblo judío que perseguirán la promesa hecha a su padre de una tierra y un pueblo aliado con Dios. Dios dirá a Isaac:
Abraham también engendró otro hijo, Ismael, del que provienen los árabes y la tradición islámica. Jacob, nieto de Abraham, en un episodio bíblico utiliza el engaño para asegurarse la herencia pero se redime luchando contra un extranjero que resulta ser Dios y de ahí su nuevo nombre: Israel, ‘el que ha luchado con Dios’. Jacob/Israel fue el padre de doce hijos que dieron origen a las doce tribus de Israel que emigrarían a Egipto. Teofanías en el viaje de Abraham El Antiguo Testamento no hace referencias a la vida temprana de Abraham. Sí contamos con relatos de ello en el Talmud y el Midrash.4 La primera teofanía tiene lugar durante el propio nacimiento de Abraham. Un relato midrásico cuenta que la noche que nació, cuando los congregados que estaban en casa de su padre Téraj regresaban a sus casas, vieron en el firmamento un cometa enorme que atravesó el horizonte desde el este y se tragó cuatro estrellas, cada una de ellas situada en un cuadrante diferente del cielo. Los astrólogos quedaron asombrados, pues sabían lo que esa visión anunciaba: el advenimiento de un hombre cuya progenie se multiplicaría y heredaría una Tierra prometida para toda la eternidad. El rey Nemrod, al enterarse, pidió a Téraj que le entregara al niño, sabedor de lo que éste portaba. Téraj lo cambió por el bebé de una esclava y Nemrod mató a este último y Abraham se salvó. Otra versión también midrásica (de tradición oral en ladino, el español sefardita) dice que Nemrod, versado en astrología, supo por los astros lo que estaba por venir, de manera que ordenó que matasen al nacer a todos los niños varones. Ante esto la madre de Abraham, Amitlai, se refugió en una cueva donde dio a luz al bebé. Lo abandonó en la cueva pero éste sobrevivió por la gracia divina amparado por el arcángel Gabriel. Dios bendijo y protegió a Abraham ya en su nacimiento y lo seguiría haciendo a lo largo de toda su vida, por su fe, su lealtad y su entrega. Este mito del advenimiento del Niño Divino lo encontramos en muchas tradiciones. Así le ocurre al propio Moisés que también se salva de la misma ordenanza por parte del faraón que hará matar a todos los varones hebreos recién nacidos para impedir su destino. También a Rómulo, Ciro, Paris o Edipo; o incluso el mito griego de Zeus Niño, que es criado en una cueva para evitar que Cronos lo mate, pues es consciente que lo destronará. Nos llama la atención el nombre de la cabra que lo cuidará dentro de esa cueva, Amaltea, y su similitud con el de la madre de Abraham, Amitlai. O el propio nacimiento de Jesús de Nazaret, donde los astrólogos vieron la estrella que lo anunciaba en el Oriente y el rey Herodes asesinó a todos los recién nacidos en Belén. Este mito tan recurrente evoca la idea de un fértil nuevo período o de una regeneración cíclica; también que lo nuevo y virginal destronará a lo viejo, pese a tratar de impedir tal advenimiento. El Adversario intentará que no se fragüe la llegada del Niño Divino. El relato mítico del nacimiento de Abraham también alude a que, por su condición de Niño Divino, aprendió a hablar y a andar muy rápido, en apenas veinte días, al igual que ocurre en el mito griego del dios Hermes (que también fue alumbrado en una cueva) o el del héroe Aquiles. Otra teofanía en la vida de Abraham es la que lo pone en pie camino de Israel. En Ur, su ciudad natal, una revelación le conminó a abandonar esa tierra y dirigirse a la Tierra Prometida, Canaán, para fundar allí un pueblo y una tradición. Abraham recibe así la doble promesa divina de descendencia y del don de la tierra.
En su punto de partida, Abraham establece así una Alianza con Dios, que dará nombre a la posterior Arca de la Alianza que los hebreos venerarán en el templo de Salomón en Jerusalén, como símbolo depositario de los Misterios de la Iniciación. En su itinerario hacia Canaán, para en Siquem, luego en Betel, pero de pronto una gran hambruna azota a los cananeos y decide emigrar con su familia a Egipto, donde prosperó y adquirió bienes y fortuna.
Sin embargo, su prosperidad no le ofreció satisfacción y volvió a la tierra de Canaán que Dios había prometido darle como herencia para su descendencia. En esta próxima etapa Abraham, su mujer Saray y su sobrino Lot vivieron juntos. Sus rebaños se multiplicaron y ellos adquirieron mayor fortuna. La hostilidad entre Abraham y su sobrino aumentó por riñas entre sus pastores y éste optó por establecerse en Sodoma. Pero Lot en esta ciudad acabó cautivo porque varios reyes de ciudades-estado próximas hicieron la guerra al rey de Sodoma. Abraham en un gesto compasivo acudió a rescatarlo con un contingente de hombres de su prole. Esto apunta a su condición de guerrero, pero en el sentido más alto la aplica a la guerra interna que mantiene constantemente en aras a la conquista de sus estados superiores. Como venimos diciendo, la vida de Abraham y su peregrinar están signados por una entrega incondicional a la voluntad divina y por una incorruptible voluntad de no dejarse tentar, siguiendo así un camino de purificación de su alma.
Abraham vence todas las ataduras terrenales y todas las potencias demoníacas que se aparecen en su viaje, un viaje tanto geográfico como interno. Rechazará las riquezas que le ofrecen el Faraón de Egipto, el Rey de Guerar y el Rey de Sodoma (Gen. 12:14-20), y por el contrario, dará el diezmo de su fortuna a Melquisedec, Rey-sacerdote de Salem, al que reconoce como Autoridad espiritual. El encuentro con Melquisedec es el cenit de su viaje (Gen. 14:17-20). Este Rey-sacerdote –que por tanto aúna poder temporal y autoridad espiritual– bendice a Abraham y lo inicia en los Misterios más altos del Ser, haciéndole transmisor de la “influencia espiritual” de que es portador. René Guénon dedica un capítulo a esta enigmática figura en su libro El Rey del Mundo:
Guénon a continuación apunta que la ciudad de Salem es análoga a la ciudad del Agartha, de igual modo que se corresponde simbólicamente con Jerusalén. Subraya también una equivalencia con el templo de Salomón, nombre que viene de Shlohmo y que también deriva de Salem, “paz”. Melquisedec encarna la Teúrgia y el sacerdocio más altos y es receptor de dicha “influencia espiritual”, atributos y capacidades que transmitirá a Abraham. De Melquisedec se dice que no tiene genealogía, pues su linaje no es de este mundo, sino que desciende del país de los inmortales, de la casta divina.
En el momento en el que bendice a Abraham y le ofrece esta investidura espiritual es donde considera Guénon que “se encuentra el punto de contacto de la tradición hebraica con la magna tradición primordial”. Y Guénon prosigue:
Por su parte Federico González Frías, en su Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos, en la entrada que dedica a Melquisedec, recoge estas palabras de Juan Escoto Eriúgena:
El periplo de Abraham es el arquetipo del viaje iniciático porque su elemento vehicular es un corazón entregado al Espíritu y porque es un recorrido hacia el Centro. El símbolo de la Ciudad Celeste que es Salem, así como el de la cueva (donde será finalmente enterrado) son análogos al símbolo del corazón, todos ellos reveladores del Centro Supremo. El Centro es análogo a la idea de cueva porque se encuentra oculto en este fin de ciclo. René Guénon alude a los distintos nombres y símbolos con que se le identifica:
Son pues análogos todos ellos. No hay una correspondencia geográfica, o sea literal, entre Salem y Jerusalén, pero sí simbólica como ya hemos dicho, pues ambas representan la idea arquetípica de Ciudad Celeste, de Centro Supremo o Eje del mundo. A lo largo de su viaje, a Abraham se le revelan tres nombres de la Deidad: YHVH a su llegada a la Tierra Prometida, en la encina del Mambré (“Yo soy Yahvé que te saqué de Ur de los caldeos” Gen. 15:7); cuando Melquisedec lo bendice invocando al Dios Altísimo El-Elyôn (Gen. 14:19); y finalmente El Sadday (“Cuando Abrán tenía 99 años, se le apareció Yahvé y le dijo: yo soy El Sadday anda en mi presencia y sé perfecto. Yo establezco mi alianza entre nosotros dos, y te multiplicaré sobremanera.” Gen. 17:1). Este tercer nombre se le revela al tiempo que la deidad le concede la capacidad de procrear cuando ya es mayor y que coincide con el cambio de nombre de Abrán a Abraham (“No te llamarás más Abrán sino que tu nombre será Abraham pues te he constituido padre de muchedumbre de pueblos. Te haré fecundo sobremanera, te convertiré en pueblos, y reyes saldrán de ti.” Gen. 17:5). La simultaneidad de ambos sucesos no es casual ya que intercalar una H en su nombre significa insuflarle el ‘aliento vital’, el soplo divino, (pues se trata de la letra hebrea ה), que es símbolo de fecundación y procreación. Es sólo como hombre nuevo y en virtud de este soplo divino que podrá tener descendencia. A lo largo de todo su viaje Abraham va entregando a su mujer Saray a reyes y faraones diciendo que es su hermana y no su esposa (para que no lo maten, pues la belleza de Saray era deslumbrante), pero finalmente es él quien la fecunda. Que Dios les cambie el nombre tanto a él como a su mujer (Saray pasará a llamarse Sara) denota, a un tiempo, tanto la idea de fecundidad como la de transmutación como iniciado. En todas las tradiciones iniciáticas al iniciado se le asigna un nuevo nombre como símbolo de hombre renacido. Tras otras vicisitudes que acontecen en el viaje del primer patriarca, destaca, por su fuerza simbólica y su relevancia en estos tiempos de fin de ciclo, lo que acontece en Sodoma y Gomorra (Gen. 18:16 y Gen. 19). Acorde con el relato bíblico, los habitantes de estas ciudades eran “pecadores” contra Dios, esto es, en el sentido etimológico del término, que estaban en el “error”, en la ignorancia, desconectados en consecuencia del Conocimiento y la Verdad. En el Mishnah se alude a la obsesión que tenían por las ganancias y un apego excesivo a la propiedad. Otra tradición rabínica menciona que eran sádicos con sus visitantes. Sea como fuere todo redunda en la misma idea; se trata de una sociedad envejecida, corrompida y que ha perdido la memoria acerca de la Verdad, peor aún, que ha perdido todo interés en ella. Observando Yahvé esta decrepitud en el hombre, quiso arrasar ambas ciudades arrojando fuego y azufre desde el cielo. Mas Abraham osó afrentarlo implorando su piedad por los pocos justos que pudieran aún quedar allí:
Finalmente Yahvé constata que ya no quedan ‘justos’, que nadie escucha ni quiere saber, y destruye ambas ciudades. Queremos destacar aquí una observación etimológica que René Guénon hace en El Rey del Mundo y es que la raíz, tanto en hebreo como en árabe, de los términos Justicia y Verdad, es para ambos la misma: haq. De manera que cuando aquí se habla de salvar a los “justos” (y en la Biblia en general) se está haciendo alusión a los que han visto la Verdad. De manera que cuando la deidad constata que todos se han apartado de la Verdad y de su origen divino, es momento de que todo sea arrasado, dando paso así a la regeneración. Esto simboliza la idea de un fin de ciclo, que es justo en el preciso momento en que ahora nos encontramos, siendo también inminente una Gran Purificación de fuego que ponga fin a esta humanidad tan terminal. El destino final de su viaje: el Pardés Sara muere a los 127 años en Quiriat Arbá, en el actual Hebrón, y Abraham compra esas tierras para darle sepultura (Gen. 23). Unas tierras que simbolizan el Pardés, y en las que se encuentra la cueva de Macpelá. Es en esta cueva donde la entierra y donde Abraham también será enterrado. Posteriormente igualmente descansarán allí sus descendientes Isaac y Jacob junto a sus esposas (actual Tumba de los Patriarcas en Hebrón). En el Midrash y el Zohar se afirma que allí fueron enterrados Adán y Eva y que es la puerta por la que las almas entran en el Pardés. Y por su parte la Mishná le da el nombre de ‘Tumba del Abismo’. Son constantes referencias a la idea arquetípica de Centro Supremo. Abraham muere a los 175 años (Gen. 25:7). En el texto apócrifo Testamento de Abraham se relata cómo el arcángel Miguel, asociado a Metatrón y al Eje del mundo, se aparece a Abraham para anunciarle su muerte. En ese encuentro lloran juntos y las lágrimas del arcángel Miguel se convierten en piedras preciosas que Abraham recoge y guarda en su corazón. Esto es lo que se le reveló en el momento de partir:
Un bello cántico recogido en el Apocalipsis de Abraham, resume la vida del patriarca y su completa entrega al Dios que bendijo su destino:
Finaliza aquí la historia de Abraham que da nacimiento a la tradición hebrea, y tanto la piedra donde estuvo a punto de sacrificar a su hijo como la cueva donde yace para siempre, pasarán a ser los símbolos por excelencia del Centro Supremo de esta tradición. Esta roca sacrificial estaba en el Monte Moria y será el lugar exacto donde posteriormente se construirá el Templo de Salomón. Será la primera piedra de sus cimientos, pues mil años después de Abraham, el rey David experimentó una revelación divina que le ordenó construir un altar en aquel lugar, encargando a su hijo Salomón levantar esta construcción sagrada (año 970 a. C.). Jerusalén, que es el Centro del mundo para el judaísmo, tiene un centro simbólico que es el Templo de Salomón. A su vez, éste contiene el Centro de Centros que es el Sanctasanctórum, erigido sobre esta roca donde Abraham estuvo a punto de sacrificar a Isaac. Era el lugar más sagrado del templo por representar este Centro Supremo. Sanctasanctórum en hebreo es kodesh hakodashim y está vinculado también al verbo Dvir, hablar, revelar, aludiendo a la idea de Oráculo. Esta condición de Oráculo que adquiere un lugar donde hay una piedra en la que se produjo una teofanía se repite en otros lugares de la Tierra Prometida, como leemos en el Programa Agartha:
Lo mismo ocurría con el Oráculo de Delfos, donde las revelaciones eran recibidas por la Pitonisa cuando se ubicaba encima de la grieta de una roca que emitía vapores. Y también estaba allí el omphalos, el ombligo del mundo, una piedra cónica en forma de medio huevo, que señalaba aquel sacro lugar, también símbolo del Centro del mundo. El Sanctasanctórum estaba situado en el lado más oriental del Templo y era una pequeña sala, con forma de cubo perfecto, custodiada por dos querubines alados de 5 metros de altura construidos en madera de olivo y recubiertos de pan de oro. Ahí mandó Salomón que se pusiera el Arca de la Alianza. Delante, en la entrada, había una menorá de oro macizo, símbolo del Espíritu. El habitáculo albergaba el arca de la Alianza, que a su vez, contenía en su interior todo el Conocimiento revelado a Moisés a nivel metafísico (por eso simbólicamente estaba vacía), si bien es cierto que contenía una jarra de oro, recipiendario simbólico del maná, y la vara de Aarón, símbolo del Eje del mundo. También se dice que guardaba las Tablas de la Ley (Hebreos 9:4), simbolizando en todo caso que contenía tanto lo esotérico como lo exotérico de la tradición hebrea. El Arca estaba cubierta por un propiciatorio de oro puro (Éxodo 37:6). Al interior del Santo de los Santos sólo podía acceder el Sumo Sacerdote y lo hacía una vez al año para ofrecer sacrificios de animales y pronunciar al innombrable YHVH. René Guénon alude así a este espacio sagrado:
Federico González, en su Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos, define así el término Centro:
Nabucodonosor II, rey de Babilonia, en el año 587 a. C. deportó a miles de judíos a Babilonia y destruyó el Templo de Jerusalén y el Arca de la Alianza desapareció para siempre. Sin embargo, el lugar donde se encuentra la roca sobre la que Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo sigue en pie en la Ciudad Santa, aún en nuestros días (la Cúpula de la Roca). Jerusalén sigue siendo el símbolo de la Ciudad Celeste y se nos ha revelado en las Sagradas Escrituras que ésta bajará del Cielo con la llegada de un nuevo ciclo cósmico. Federico González, de nuevo en su diccionario, nos habla de su presencia eterna en el corazón del hombre:
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NOTAS. | |
1 | Ver: Robert Graves y Raphael Patai, Los mitos hebreos. Alianza Ed., Madrid, 1985. |
2 | Usaremos con frecuencia el término Dios para referirnos a esa deidad única concebida por Abraham y que fue el germen de la visión monoteísta de las tres religiones llamadas abrahámicas (hebrea, islámica y cristiana), si bien es importante aclarar que no nos estamos refiriendo a una concepción dual de lo Divino como nos tiene acostumbrados lo religioso, sino que es una concepción del Ser Universal entendida desde la Unidad, como un Todo integrado que emana del Principio. |
3 | Biblia de Jerusalén. Desclée De Brouwer, Bilbao, 2009. |
4 | Ver: Robert Graves y Raphael Patai, Los mitos hebreos, op. cit. |
5 | René Guénon, El Rey del mundo. Ed. Paidós, Barcelona, 2003. |
6 | Federico González Frías, Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2013. |
7 | René Guénon, Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada. Ed. Paidós, Madrid, 1995. |
8 | Antonio Piñero, Apócrifos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Alianza Ed., Madrid, 2010. |
9 | Ibíd. |
10 | Federico González y Col., Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha, Revista Symbolos nº 25-26, Barcelona, 2003. |
11 | René Guénon, Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada, op.cit. |
12 | Federico González Frías, Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos, op. cit. |
13 | Ibíd. |
OTRA BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA. Florentino García Martínez, Textos del Qumrán. Ed. Trotta, Madrid, 1992. James Vanderkam y Peter Flint, El significado de los rollos del Mar muerto. Ed. Trotta, Madrid, 2010. Isaac Asimov, La tierra de Canaán. Alianza Ed., Madrid, 1980. Isaac Asimov, El Cercano Oriente. Alianza Ed., Madrid, 1980. Simon Sebag Montefiore, Jerusalén, la biografía. Ed. Crítica, Barcelona, 2011. |
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