SYMBOLOS
Revista internacional de
Arte - Cultura - Gnosis
 

ABRAHAM Y LA TIERRA PROMETIDA

ROBERTO CASTRO



Melquisedec y Abraham.
Retablo de Nicolás de Verdún,
Klosterneuburg, Austria, s. XII.

Genealogía de Abraham

La vida de Abraham se sitúa alrededor del año 2000 a. C. y la etimología de su nombre revela su condición de primer patriarca del pueblo judío: ‘padre de multitudes’. Es el fundador de un pueblo y de una tradición, la hebrea, claramente emparentada con la tradición de los pueblos mesopotámicos de su época. Esta tradición también se va cimentando a partir de las revelaciones y teofanías que irán aconteciendo en la vida de los patriarcas, empezando por Abraham, y también de los profetas, tal como da testimonio la Biblia.

Abraham era oriundo de la ciudad de Ur, una urbe sumeria, que luego será conocida como Ur de Caldea; estaba ubicada en la baja Mesopotamia de entonces, el actual Irak. Desde ahí emprende su viaje hasta la Tierra Prometida, Canaán.

El libro del Génesis relata que, tras el gran Diluvio, sobreviven Noé y su familia. Sus tres hijos eran Sem, Cam y Jafed. Se dice que todos los pueblos semitas proceden de Sem. El propio Abraham procede de esta estirpe. Su padre era Teraj, que a su vez era hijo de Najor, cuyo progenitor era Serug, y así hasta remontarnos a Sem. Diez generaciones median hasta llegar a Noé (Gen. 11). A su vez, otras diez generaciones nos hacen remontar de Noé a Adán, el primer hombre.

Se dice que el bisabuelo de Abraham, Serug, enseñó a su hijo Najor toda la sabiduría astrológica de sus ancestros. Pero no cualquiera accedía a este conocimiento, pues era transmitido de padres a hijos y celosamente guardado por unos cuantos linajes, de manera que, acorde con este relato, Abraham venía de una rama parental versada en el Conocimiento. Del linaje de Abraham en Ur también sabemos que su padre estaba al mando de los ejércitos del rey Nemrod.1 Que Abraham viene de casta guerrera lo atestigua su propia condición de iniciado, como veremos, pero también el cómo rescata a su sobrino Lot en Sodoma.

El mito hebreo del primer patriarca está impregnado de la idea de transmisión de la Ciencia Sagrada y de la recepción directa de la “influencia espiritual”. Su fe inquebrantable en la divinidad, que lo guiará y lo protegerá, será el símbolo de la Alianza entre Dios2 y el hombre en el judaísmo.

Es una gran paradoja que Abraham estuviera la mayor parte de su vida sin poder tener hijos, pues su mujer era estéril, y finalmente, ya mayor, Dios le conceda la gracia de tenerlos, siendo así el origen de una estirpe y de todo un pueblo, pues con él nacerá no sólo la rama tradicional hebrea, sino también la del Islam. Del mismo modo, que esté dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac por petición de Dios, siendo su hijo lo más preciado y, paradójicamente, que su descendencia dé como fruto una nación, hecho éste revelado por el propio Dios que en un momento dado le pide sacrificarlo. Este aspecto del mito hebreo de Abraham quiere enfatizar su inquebrantable fe en los designios procedentes del Espíritu, sean estos cuales fueren.

Isaac es, pues, hijo de Abraham y junto con su nieto Jacob serán los sucesores y nuevos patriarcas del pueblo judío que perseguirán la promesa hecha a su padre de una tierra y un pueblo aliado con Dios. Dios dirá a Isaac:

Multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y le daré todas estas tierras. Y por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de que Abraham me obedeció y guardó mis observancias, mis mandamientos, mis preceptos y mis instrucciones. (Gen. 26:4)3

Abraham también engendró otro hijo, Ismael, del que provienen los árabes y la tradición islámica.

Jacob, nieto de Abraham, en un episodio bíblico utiliza el engaño para asegurarse la herencia pero se redime luchando contra un extranjero que resulta ser Dios y de ahí su nuevo nombre: Israel, ‘el que ha luchado con Dios’. Jacob/Israel fue el padre de doce hijos que dieron origen a las doce tribus de Israel que emigrarían a Egipto.

Teofanías en el viaje de Abraham

El Antiguo Testamento no hace referencias a la vida temprana de Abraham. Sí contamos con relatos de ello en el Talmud y el Midrash.4

La primera teofanía tiene lugar durante el propio nacimiento de Abraham. Un relato midrásico cuenta que la noche que nació, cuando los congregados que estaban en casa de su padre Téraj regresaban a sus casas, vieron en el firmamento un cometa enorme que atravesó el horizonte desde el este y se tragó cuatro estrellas, cada una de ellas situada en un cuadrante diferente del cielo. Los astrólogos quedaron asombrados, pues sabían lo que esa visión anunciaba: el advenimiento de un hombre cuya progenie se multiplicaría y heredaría una Tierra prometida para toda la eternidad.

El rey Nemrod, al enterarse, pidió a Téraj que le entregara al niño, sabedor de lo que éste portaba. Téraj lo cambió por el bebé de una esclava y Nemrod mató a este último y Abraham se salvó.

Otra versión también midrásica (de tradición oral en ladino, el español sefardita) dice que Nemrod, versado en astrología, supo por los astros lo que estaba por venir, de manera que ordenó que matasen al nacer a todos los niños varones. Ante esto la madre de Abraham, Amitlai, se refugió en una cueva donde dio a luz al bebé. Lo abandonó en la cueva pero éste sobrevivió por la gracia divina amparado por el arcángel Gabriel. Dios bendijo y protegió a Abraham ya en su nacimiento y lo seguiría haciendo a lo largo de toda su vida, por su fe, su lealtad y su entrega.

Este mito del advenimiento del Niño Divino lo encontramos en muchas tradiciones. Así le ocurre al propio Moisés que también se salva de la misma ordenanza por parte del faraón que hará matar a todos los varones hebreos recién nacidos para impedir su destino. También a Rómulo, Ciro, Paris o Edipo; o incluso el mito griego de Zeus Niño, que es criado en una cueva para evitar que Cronos lo mate, pues es consciente que lo destronará. Nos llama la atención el nombre de la cabra que lo cuidará dentro de esa cueva, Amaltea, y su similitud con el de la madre de Abraham, Amitlai. O el propio nacimiento de Jesús de Nazaret, donde los astrólogos vieron la estrella que lo anunciaba en el Oriente y el rey Herodes asesinó a todos los recién nacidos en Belén.

Este mito tan recurrente evoca la idea de un fértil nuevo período o de una regeneración cíclica; también que lo nuevo y virginal destronará a lo viejo, pese a tratar de impedir tal advenimiento. El Adversario intentará que no se fragüe la llegada del Niño Divino.

El relato mítico del nacimiento de Abraham también alude a que, por su condición de Niño Divino, aprendió a hablar y a andar muy rápido, en apenas veinte días, al igual que ocurre en el mito griego del dios Hermes (que también fue alumbrado en una cueva) o el del héroe Aquiles.

Otra teofanía en la vida de Abraham es la que lo pone en pie camino de Israel. En Ur, su ciudad natal, una revelación le conminó a abandonar esa tierra y dirigirse a la Tierra Prometida, Canaán, para fundar allí un pueblo y una tradición. Abraham recibe así la doble promesa divina de descendencia y del don de la tierra.

A tu descendencia he de dar esta tierra. (Gen. 12:7)

En su punto de partida, Abraham establece así una Alianza con Dios, que dará nombre a la posterior Arca de la Alianza que los hebreos venerarán en el templo de Salomón en Jerusalén, como símbolo depositario de los Misterios de la Iniciación.

En su itinerario hacia Canaán, para en Siquem, luego en Betel, pero de pronto una gran hambruna azota a los cananeos y decide emigrar con su familia a Egipto, donde prosperó y adquirió bienes y fortuna.

Abraham era muy rico en ganado, plata y oro. (Gen. 13:2)

Sin embargo, su prosperidad no le ofreció satisfacción y volvió a la tierra de Canaán que Dios había prometido darle como herencia para su descendencia.

En esta próxima etapa Abraham, su mujer Saray y su sobrino Lot vivieron juntos. Sus rebaños se multiplicaron y ellos adquirieron mayor fortuna. La hostilidad entre Abraham y su sobrino aumentó por riñas entre sus pastores y éste optó por establecerse en Sodoma. Pero Lot en esta ciudad acabó cautivo porque varios reyes de ciudades-estado próximas hicieron la guerra al rey de Sodoma. Abraham en un gesto compasivo acudió a rescatarlo con un contingente de hombres de su prole. Esto apunta a su condición de guerrero, pero en el sentido más alto la aplica a la guerra interna que mantiene constantemente en aras a la conquista de sus estados superiores.

Como venimos diciendo, la vida de Abraham y su peregrinar están signados por una entrega incondicional a la voluntad divina y por una incorruptible voluntad de no dejarse tentar, siguiendo así un camino de purificación de su alma.

Dirigiré mi intelecto hacia la pureza y expondré ante Él con claridad mis pensamientos. (Apocalipsis de Abraham, 1:4)

Abraham vence todas las ataduras terrenales y todas las potencias demoníacas que se aparecen en su viaje, un viaje tanto geográfico como interno. Rechazará las riquezas que le ofrecen el Faraón de Egipto, el Rey de Guerar y el Rey de Sodoma (Gen. 12:14-20), y por el contrario, dará el diezmo de su fortuna a Melquisedec, Rey-sacerdote de Salem, al que reconoce como Autoridad espiritual.

El encuentro con Melquisedec es el cenit de su viaje (Gen. 14:17-20). Este Rey-sacerdote –que por tanto aúna poder temporal y autoridad espiritual– bendice a Abraham y lo inicia en los Misterios más altos del Ser, haciéndole transmisor de la “influencia espiritual” de que es portador.

René Guénon dedica un capítulo a esta enigmática figura en su libro El Rey del Mundo:

Melquisedec es por lo tanto al mismo tiempo rey y sacerdote; su nombre significa “rey de justicia”, y es a la vez rey de Salem, es decir, de la “paz”; antes que nada aparecen aquí la “justicia” y la “paz”, es decir, precisamente los dos atributos fundamentales del “Rey del mundo”.5

Guénon a continuación apunta que la ciudad de Salem es análoga a la ciudad del Agartha, de igual modo que se corresponde simbólicamente con Jerusalén. Subraya también una equivalencia con el templo de Salomón, nombre que viene de Shlohmo y que también deriva de Salem, “paz”.

Melquisedec encarna la Teúrgia y el sacerdocio más altos y es receptor de dicha “influencia espiritual”, atributos y capacidades que transmitirá a Abraham. De Melquisedec se dice que no tiene genealogía, pues su linaje no es de este mundo, sino que desciende del país de los inmortales, de la casta divina.

Sin padre, sin madre, sin genealogía, sin principio de sus días ni fin de su vida. (Hebreos 7:3)

En el momento en el que bendice a Abraham y le ofrece esta investidura espiritual es donde considera Guénon que “se encuentra el punto de contacto de la tradición hebraica con la magna tradición primordial”. Y Guénon prosigue:

Este “hombre que vive” que viene a ser Melki-Tsedeq es el Manu que en efecto permanecerá “perpetuamente” (en hebreo, leôlam), es decir, durante todo el tiempo de duración de su ciclo (manvantara) o del mundo que él rige especialmente. En razón de que él no tiene “genealogía”, puesto que su origen “no es humano”, cabe ser considerado como prototipo del hombre; y es realmente “similar en eso al Hijo de Dios”, ya que en virtud de la ley por él mismo formulada equivale en este mundo a la expresión y a la imagen misma del Verbo divino.

Por su parte Federico González Frías, en su Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos, en la entrada que dedica a Melquisedec, recoge estas palabras de Juan Escoto Eriúgena:

Creo que debe ser entendido de cuantos habrán de participar de la beatitud eterna, lo que se escribió sólo de Melquisedec: que careció de padre y madre y que ningún principio tuvieron sus días por generación en la esencia, ni final de sus tiempos. Ciertamente carecerán de todo límite local y temporal todos los que retornen a sus razones eternas, que no tienen inicio de tiempo por generación en el lugar y el tiempo, ni final por resolución, ni están circunscritos por ninguna posición local; de esta manera radicarán sólo en ellas y en ninguna otra cosa. Y se adherirán a la Causa de todas las cosas, que carece de toda circunscripción por ser infinita, como infinitos en el infinito y, por lo tanto, sólo Dios aparecerá en ellos cuando trasciendan los límites de su naturaleza. No ciertamente porque perezca en ellos su naturaleza, sino porque en ellos sólo aparecerá lo único que verdaderamente es, que en esto consiste trascender la naturaleza.6

El periplo de Abraham es el arquetipo del viaje iniciático porque su elemento vehicular es un corazón entregado al Espíritu y porque es un recorrido hacia el Centro. El símbolo de la Ciudad Celeste que es Salem, así como el de la cueva (donde será finalmente enterrado) son análogos al símbolo del corazón, todos ellos reveladores del Centro Supremo. El Centro es análogo a la idea de cueva porque se encuentra oculto en este fin de ciclo. René Guénon alude a los distintos nombres y símbolos con que se le identifica:

… Tula, Lûz, Salem, Agartha; los diferentes símbolos que lo figuran, como la montaña, la caverna, la isla y muchos otros, en relación directa, en su mayoría, con el simbolismo del “polo” o del “eje del mundo”.7

Son pues análogos todos ellos.

No hay una correspondencia geográfica, o sea literal, entre Salem y Jerusalén, pero sí simbólica como ya hemos dicho, pues ambas representan la idea arquetípica de Ciudad Celeste, de Centro Supremo o Eje del mundo.

A lo largo de su viaje, a Abraham se le revelan tres nombres de la Deidad: YHVH a su llegada a la Tierra Prometida, en la encina del Mambré (“Yo soy Yahvé que te saqué de Ur de los caldeos” Gen. 15:7); cuando Melquisedec lo bendice invocando al Dios Altísimo El-Elyôn (Gen. 14:19); y finalmente El Sadday (“Cuando Abrán tenía 99 años, se le apareció Yahvé y le dijo: yo soy El Sadday anda en mi presencia y sé perfecto. Yo establezco mi alianza entre nosotros dos, y te multiplicaré sobremanera.” Gen. 17:1).

Este tercer nombre se le revela al tiempo que la deidad le concede la capacidad de procrear cuando ya es mayor y que coincide con el cambio de nombre de Abrán a Abraham (“No te llamarás más Abrán sino que tu nombre será Abraham pues te he constituido padre de muchedumbre de pueblos. Te haré fecundo sobremanera, te convertiré en pueblos, y reyes saldrán de ti.” Gen. 17:5). La simultaneidad de ambos sucesos no es casual ya que intercalar una H en su nombre significa insuflarle el ‘aliento vital’, el soplo divino, (pues se trata de la letra hebrea ה), que es símbolo de fecundación y procreación. Es sólo como hombre nuevo y en virtud de este soplo divino que podrá tener descendencia. A lo largo de todo su viaje Abraham va entregando a su mujer Saray a reyes y faraones diciendo que es su hermana y no su esposa (para que no lo maten, pues la belleza de Saray era deslumbrante), pero finalmente es él quien la fecunda. Que Dios les cambie el nombre tanto a él como a su mujer (Saray pasará a llamarse Sara) denota, a un tiempo, tanto la idea de fecundidad como la de transmutación como iniciado. En todas las tradiciones iniciáticas al iniciado se le asigna un nuevo nombre como símbolo de hombre renacido.

Tras otras vicisitudes que acontecen en el viaje del primer patriarca, destaca, por su fuerza simbólica y su relevancia en estos tiempos de fin de ciclo, lo que acontece en Sodoma y Gomorra (Gen. 18:16 y Gen. 19). Acorde con el relato bíblico, los habitantes de estas ciudades eran “pecadores” contra Dios, esto es, en el sentido etimológico del término, que estaban en el “error”, en la ignorancia, desconectados en consecuencia del Conocimiento y la Verdad. En el Mishnah se alude a la obsesión que tenían por las ganancias y un apego excesivo a la propiedad. Otra tradición rabínica menciona que eran sádicos con sus visitantes. Sea como fuere todo redunda en la misma idea; se trata de una sociedad envejecida, corrompida y que ha perdido la memoria acerca de la Verdad, peor aún, que ha perdido todo interés en ella. Observando Yahvé esta decrepitud en el hombre, quiso arrasar ambas ciudades arrojando fuego y azufre desde el cielo. Mas Abraham osó afrentarlo implorando su piedad por los pocos justos que pudieran aún quedar allí:

Dijo, pues, Yahvé: “El clamor de Sodoma y de Gomorra es grande; y su pecado gravísimo”. (…) Abraham le abordó y le dijo: “¿Así que vas a borrar al justo con el malvado? Tal vez haya cincuenta justos en la ciudad. ¿Vas a borrarlos sin perdonar a aquel lugar por los cincuenta justos que hubiese dentro? Tú no puedes hacer tal cosa: dejar morir al justo con el malvado, y que corran los dos la misma suerte. Tú no puedes. ¿Va a fallar una injusticia el juez de toda la tierra?” Replicó Yahvé: “Si encuentro en la ciudad de Sodoma a cincuenta justos perdonaré a todo el lugar por amor a aquéllos”. Replicó Abraham: “¡Mira que soy atrevido de interpelar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza! Supón que los cincuenta justos fallen por cinco. ¿Destruirías por los cinco a toda la ciudad?” Replicó: “No la destruiré, si encuentro allí a cuarenta y cinco”. Insistió todavía: “Supón que se encuentran allí cuarenta”. Respondió: “Tampoco lo haría, en atención de esos cuarenta”. Insistió: “No se enfade mi Señor si le digo qué tal vez se encuentren ahí treinta”. Respondió: “No lo haré si encuentro ahí a esos treinta”. (…) “¿Y si se encuentran allí diez?” Replicó: “Tampoco los destruiría, en atención a los diez”. (Gen. 18:20-32)

Finalmente Yahvé constata que ya no quedan ‘justos’, que nadie escucha ni quiere saber, y destruye ambas ciudades.

Queremos destacar aquí una observación etimológica que René Guénon hace en El Rey del Mundo y es que la raíz, tanto en hebreo como en árabe, de los términos Justicia y Verdad, es para ambos la misma: haq. De manera que cuando aquí se habla de salvar a los “justos” (y en la Biblia en general) se está haciendo alusión a los que han visto la Verdad. De manera que cuando la deidad constata que todos se han apartado de la Verdad y de su origen divino, es momento de que todo sea arrasado, dando paso así a la regeneración. Esto simboliza la idea de un fin de ciclo, que es justo en el preciso momento en que ahora nos encontramos, siendo también inminente una Gran Purificación de fuego que ponga fin a esta humanidad tan terminal.

El destino final de su viaje: el Pardés

Sara muere a los 127 años en Quiriat Arbá, en el actual Hebrón, y Abraham compra esas tierras para darle sepultura (Gen. 23). Unas tierras que simbolizan el Pardés, y en las que se encuentra la cueva de Macpelá. Es en esta cueva donde la entierra y donde Abraham también será enterrado. Posteriormente igualmente descansarán allí sus descendientes Isaac y Jacob junto a sus esposas (actual Tumba de los Patriarcas en Hebrón). En el Midrash y el Zohar se afirma que allí fueron enterrados Adán y Eva y que es la puerta por la que las almas entran en el Pardés. Y por su parte la Mishná le da el nombre de ‘Tumba del Abismo’. Son constantes referencias a la idea arquetípica de Centro Supremo.

Abraham muere a los 175 años (Gen. 25:7). En el texto apócrifo Testamento de Abraham se relata cómo el arcángel Miguel, asociado a Metatrón y al Eje del mundo, se aparece a Abraham para anunciarle su muerte. En ese encuentro lloran juntos y las lágrimas del arcángel Miguel se convierten en piedras preciosas que Abraham recoge y guarda en su corazón. Esto es lo que se le reveló en el momento de partir:

Vio allí Abraham dos caminos, el uno estrecho y angosto, el otro ancho y espacioso. Y vio allí dos puertas: una puerta amplia al fondo del camino ancho y otra puerta estrecha al fondo del camino angosto.

Por fuera de aquellas dos puertas vieron a un hombre sentado sobre un trono dorado. Se fueron muchas almas arrastradas por ángeles introducidas por la puerta ancha y se vieron otras pocas almas conducidas por ángeles a través de la puerta estrecha. Y cuando el asombroso varón que estaba sentado sobre el trono de oro observaba que entraban pocas por la puerta estrecha, mientras que innumerables se introducían por la ancha, al punto aquel santo varón extraordinario se mesaba los cabellos de su cabeza y la barba de sus mejillas y se arrojaba tierra desde el trono llorando y lamentándose. Y cuando observaba que por la puerta estrecha entraban muchas almas, entonces se levantaba del suelo y se sentaba sobre su trono con gran regocijo, alegre y exultante.

Preguntó entonces Abraham al Príncipe Miguel: “Mi señor Príncipe, ¿quién es este varón admirabilísimo, de tal esplendor engalanado, que unas veces llora y se lamenta y otras veces se alegra y exulta de gozo?”. Respondió el Príncipe: “Éste es Adán, el primer creado; se sienta aquí con su gloria y contempla el mundo, pues todos proceden de él. Cuando ve entrar muchas almas por la puerta estrecha, entonces se incorpora y se sienta sobre su trono alegre y exultante de felicidad, porque esta puerta estrecha es la de los justos, que conduce a la vida, y quienes entran por ella van al paraíso. Por esto se alegra Adán, el primer creado, porque observa a las almas que se salvan.

Y cuando ve entrar muchas almas por la puerta ancha, entonces se mesa los pelos de su cabeza y se arroja al suelo llorando y lamentándose amargamente, porque el camino ancho conduce a la perdición y al castigo eterno. Por esto Adán, el primer creado, se levanta de su trono y llora se lamenta porque muchos son los que se pierden y pocos los que se salvan. Pues, entre siete mil, apenas se encuentra una sola alma sin tacha que se salve”.8

Un bello cántico recogido en el Apocalipsis de Abraham, resume la vida del patriarca y su completa entrega al Dios que bendijo su destino:

Dios eterno, todopoderoso, santo, monarca único
autooriginado, incorruptible, inmaculado,
inengendrado, sin tacha, inmortal,
perfecto en ti mismo, iluminado en ti mismo,
sin madre, sin padre, no generado,
altísimo, ígneo,
justo, amante de los hombres, benevolente, compasivo,
lleno de celo por mí, paciente, longánimo,
mi Dios, eterno, poderoso, santo, Sabaot,
gloriosísimo, El, El, El, El, Yaoel.

Tú eres aquel al que ha amado mi alma, mi protector,
eterno, ígneo, brillante
dador de luz, cuya voz es semejante al trueno,
de mirada relampagueante, de ojos múltiples,
tú que aceptas las súplicas de los que te honran,
y te apartas de las peticiones de aquellos que te
asedian con sus recriminaciones,
redentor de los que moran en medio de los
malvados, y de los que se hallan entre los corruptos del
mundo, en la era corruptible,
tú que renuevas la era de los justos;
tú que haces brillar tu luz antes del lucero
matutino sobre tu creación,
de modo que el día venga a la Tierra desde tu rostro,
ya que en la morada celeste no se necesita
ninguna otra luz que el brillo inefable que procede de tu faz.

Acepta mi plegaria y el sacrificio que te haces
a ti mismo por medio del que te busca.
Recíbeme favorablemente, enséñame, instrúyeme,
y haz conocer a tu servidor lo que tú has prometido.9

Finaliza aquí la historia de Abraham que da nacimiento a la tradición hebrea, y tanto la piedra donde estuvo a punto de sacrificar a su hijo como la cueva donde yace para siempre, pasarán a ser los símbolos por excelencia del Centro Supremo de esta tradición.

Esta roca sacrificial estaba en el Monte Moria y será el lugar exacto donde posteriormente se construirá el Templo de Salomón. Será la primera piedra de sus cimientos, pues mil años después de Abraham, el rey David experimentó una revelación divina que le ordenó construir un altar en aquel lugar, encargando a su hijo Salomón levantar esta construcción sagrada (año 970 a. C.).

Jerusalén, que es el Centro del mundo para el judaísmo, tiene un centro simbólico que es el Templo de Salomón. A su vez, éste contiene el Centro de Centros que es el Sanctasanctórum, erigido sobre esta roca donde Abraham estuvo a punto de sacrificar a Isaac. Era el lugar más sagrado del templo por representar este Centro Supremo.

Sanctasanctórum en hebreo es kodesh hakodashim y está vinculado también al verbo Dvir, hablar, revelar, aludiendo a la idea de Oráculo. Esta condición de Oráculo que adquiere un lugar donde hay una piedra en la que se produjo una teofanía se repite en otros lugares de la Tierra Prometida, como leemos en el Programa Agartha:

Es el caso de los betilos-oráculos, que eran generalmente aerolitos, o piedras “descendidas del cielo”, y asociados por tanto con el rayo y la luz. Añadiremos que “betilo” procede de Beith-El (que significa “Casa de Dios”), nombre dado al lugar donde Jacob reposó su cabeza y tuvo el sueño en el que veía descender y ascender ángeles por una escalera que unía el Cielo y la Tierra. (Esa misma palabra, Beith-El, se convirtió posteriormente en Beith-Lehem, o Belén, la “Casa del Pan”, y designó la ciudad en la que debía nacer Cristo, el Verbo descendido en el seno de la substancia terrestre).10

Lo mismo ocurría con el Oráculo de Delfos, donde las revelaciones eran recibidas por la Pitonisa cuando se ubicaba encima de la grieta de una roca que emitía vapores. Y también estaba allí el omphalos, el ombligo del mundo, una piedra cónica en forma de medio huevo, que señalaba aquel sacro lugar, también símbolo del Centro del mundo.

El Sanctasanctórum estaba situado en el lado más oriental del Templo y era una pequeña sala, con forma de cubo perfecto, custodiada por dos querubines alados de 5 metros de altura construidos en madera de olivo y recubiertos de pan de oro. Ahí mandó Salomón que se pusiera el Arca de la Alianza. Delante, en la entrada, había una menorá de oro macizo, símbolo del Espíritu. El habitáculo albergaba el arca de la Alianza, que a su vez, contenía en su interior todo el Conocimiento revelado a Moisés a nivel metafísico (por eso simbólicamente estaba vacía), si bien es cierto que contenía una jarra de oro, recipiendario simbólico del maná, y la vara de Aarón, símbolo del Eje del mundo. También se dice que guardaba las Tablas de la Ley (Hebreos 9:4), simbolizando en todo caso que contenía tanto lo esotérico como lo exotérico de la tradición hebrea. El Arca estaba cubierta por un propiciatorio de oro puro (Éxodo 37:6).

Al interior del Santo de los Santos sólo podía acceder el Sumo Sacerdote y lo hacía una vez al año para ofrecer sacrificios de animales y pronunciar al innombrable YHVH.

René Guénon alude así a este espacio sagrado:

El tabernáculo de la santidad de Jehovah, la residencia de la Shekinah, es el Sancta Sanctorum, que es el corazón del templo, el cual es a su vez el centro de Sion (Jerusalén), como la Santa Sión es el centro de la tierra de Israel, como la tierra de Israel es el centro del mundo.11

Federico González, en su Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos, define así el término Centro:

El centro, que genera por irradiación todos los puntos que conforman la circunferencia, o donde se cruzan las ortogonales de un cuadrángulo, es el lugar donde no hay oposición y donde se resuelven todas las contradicciones.

2. Mientras la circunferencia señala lo exterior el centro es símbolo de lo interior, del motor inmóvil en oposición al movimiento de la llanta. Por ello asimismo significa el Principio Supremo y la atemporalidad, o sea el Punto Primordial, la Unidad Ontológica como primera manifestación de la metafísica. Espacialmente es el sitio del Paraíso, o sea del estado virginal de un comienzo.12

Nabucodonosor II, rey de Babilonia, en el año 587 a. C. deportó a miles de judíos a Babilonia y destruyó el Templo de Jerusalén y el Arca de la Alianza desapareció para siempre. Sin embargo, el lugar donde se encuentra la roca sobre la que Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo sigue en pie en la Ciudad Santa, aún en nuestros días (la Cúpula de la Roca). Jerusalén sigue siendo el símbolo de la Ciudad Celeste y se nos ha revelado en las Sagradas Escrituras que ésta bajará del Cielo con la llegada de un nuevo ciclo cósmico. Federico González, de nuevo en su diccionario, nos habla de su presencia eterna en el corazón del hombre:

La ciudad celeste es un espacio al que todo habitante del mundo puede llegar, aunque se hace muy difícil el acceso, sobre todo en estos tiempos acelerados en que nos ha tocado vivir.

También se dice que tiene tantas entradas como hombres hay en el mundo significando la misma idea.

De más está decir que la ciudad celeste es un lugar real y tangible, aunque la frase se utilice en un tiempo otro y en un espacio de dimensión imposible geométricamente. Es decir, que no es computable ni visible sino al ojo del corazón, y en donde viven los ancestros. Allí la pasamos a nuestras anchas, podemos leer a gusto todos los libros, pasearnos desnudos entre innumerables hembras cuya función consistiría en embellecer a un solo pubis, guardián de lo arquetípico, que se nos abre poderoso. Tal cual comparan al más allá en varios esoterismos y religiones.

Es la constante conjunción de opuestos la que alegra el corazón y dispara la mente hacia lo que No Es y no será por siempre jamás.

Ser un habitante de esta ciudad es un privilegio del que muy pocos gozan, pero a lo largo del tiempo suman miles y aún decenas de miles quienes la conocen.13



NOTAS.
1 Ver: Robert Graves y Raphael Patai, Los mitos hebreos. Alianza Ed., Madrid, 1985.
2 Usaremos con frecuencia el término Dios para referirnos a esa deidad única concebida por Abraham y que fue el germen de la visión monoteísta de las tres religiones llamadas abrahámicas (hebrea, islámica y cristiana), si bien es importante aclarar que no nos estamos refiriendo a una concepción dual de lo Divino como nos tiene acostumbrados lo religioso, sino que es una concepción del Ser Universal entendida desde la Unidad, como un Todo integrado que emana del Principio.
3 Biblia de Jerusalén. Desclée De Brouwer, Bilbao, 2009.
4 Ver: Robert Graves y Raphael Patai, Los mitos hebreos, op. cit.
5 René Guénon, El Rey del mundo. Ed. Paidós, Barcelona, 2003.
6 Federico González Frías, Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos. Ed. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2013.
7 René Guénon, Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada. Ed. Paidós, Madrid, 1995.
8 Antonio Piñero, Apócrifos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Alianza Ed., Madrid, 2010.
9 Ibíd.
10 Federico González y Col., Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha, Revista Symbolos nº 25-26, Barcelona, 2003.
11 René Guénon, Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada, op.cit.
12 Federico González Frías, Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos, op. cit.
13 Ibíd.


OTRA BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA.

Florentino García Martínez, Textos del Qumrán. Ed. Trotta, Madrid, 1992.

James Vanderkam y Peter Flint, El significado de los rollos del Mar muerto. Ed. Trotta, Madrid, 2010.

Isaac Asimov, La tierra de Canaán. Alianza Ed., Madrid, 1980.

Isaac Asimov, El Cercano Oriente. Alianza Ed., Madrid, 1980.

Simon Sebag Montefiore, Jerusalén, la biografía. Ed. Crítica, Barcelona, 2011.


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