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MONTSE GALLEGO |
Ante la necesidad de regeneración de toda civilización, la ciudad nos provee de imágenes y simbólicas que nos evocan un espacio otro, una realidad interna que permanece en el corazón de los hombres y mujeres, también en los de este final de ciclo, que guiados por la más alta intuición recreamos ese espacio utópico en nuestra alma. Algunos mitos mesopotámicos sobre la creación del mundo, nos explican que el universo había surgido de la Ciudad de los Tiempos Lejanos (URU-UL-LA), lugar donde nacieron todos los dioses. Situada en los márgenes de un lago o un humedal, se trataba de una ciudad toda negra, fantasmal, habitada sólo por las almas de los difuntos. La vida se originó en una ciudad. La luz brotó de la oscuridad, del mundo de los muertos. Anu era el señor (dios-rey) de esa ciudad primordial. Antes de la creación, cielo y tierra eran una entidad única, indiferenciada, en la que reinaba un estado de inexistencia. Enki, divinidad de las aguas y la sabiduría, llenó los ríos Tigris y Éufrates, organizó todos los aspectos de la civilización y delegó el mantenimiento de cada faceta de la vida a su deidad patronal respectiva. Un día le abordó Inanna, diosa del amor y de la guerra, y se quejó de por qué no le había adjudicado ninguna misión. Enki le dijo, por contra, que su misión sería invertir todo lo que él había puesto en orden. Así pues, los dioses concibieron la idea de ciudad en su morada celeste para que con la intercesión de los hombres-reyes, éstas fueran construidas en la tierra, procurándose, de ese modo, descender al mundo material y vivir entre los seres humanos. En la Antigüedad, el origen y la fundación de una ciudad estaba relatado en los mitos y leyendas y escenificado en los ritos que confirmaban la influencia divina en la ordenación del espacio urbano. En los mitos de fundación de las ciudades mesopotámicas, se daban entonces unos elementos comunes, como la guía del dios del sol, la figura del fundador, el viaje errático del héroe, la presencia de animales-guía o la lucha contra el monstruo. Se evocaba, pues, la fundación de la ciudad en un contexto mítico donde ésta aparece como obra del monarca, ser intermediario y ejecutor de la voluntad de la deidad. Desde una mentalidad moderna resulta difícil entender la visión tradicional sin esa vivencia íntima de lo sagrado, donde todas las posibilidades están latentes. Todas las antiguas civilizaciones están arraigadas en la Tradición Primordial y sus ritos y mitos cuentan con el influjo de los dioses, los cuales son los reveladores de todos los códigos simbólicos a los hombres de cualquier espacio tiempo. También se advierte en el Programa Agartha, que
Vista aérea de Ur. El rito fundacional, como gesto arquetípico, nos habla de la ocupación de un nuevo territorio que se ha reconocido por ciertas señales como un lugar privilegiado de conexión entre el cielo y la tierra; ello implica un acto de generación o regeneración, de instauración de una civilización, que goza del favor de los dioses. Así, toda fundación expresa la idea de hierogamia sagrada, la fecundación de la tierra virgen por el espíritu divino, en un acto de unión de los contrarios. Matrimonio sagrado entre la tierra que se ocupa y la tierra ideal, la celeste. Fundar una ciudad significa refundar el cosmos, repetir la cosmogonía. Ese nuevo espacio de tierra sacralizada pasa a ser centro del mundo. Es el templo a cielo abierto donde habita la Shekhina, la inmanencia divina. Placa de fundación. Periodo de Ur III, 2100-2000 a. C. No se conoce exactamente cómo era el rito de fundación de las ciudades de Mesopotamia; lo que sí se sabe es que enterraban en los cimientos de las urbes refundadas sobre los restos de otras anteriores, materiales de carácter simbólico, cuyo objeto era conmemorar las edificaciones y propiciar los buenos augurios, ahuyentando a los demonios. Se denominaron depósitos fundacionales. Se solían emplazar en los cimientos de las puertas o bien se los incorporaba en los muros. Podían incluir diferentes elementos que iban desde ladrillos del destino, placas fundacionales y/o clavos de fundación. Desde una perspectiva arquitectónica, los primeros constructores sumerios tuvieron que adoptar ciertas técnicas, como la fabricación de ladrillos de adobe acordes con los elementos que tenían a mano, pues el territorio era una inmensa llanura aluvial con escasez de piedras y madera. La palabra sumeria para ladrillo, sig, hace referencia tanto a un edificio como a una ciudad, siendo incluso el nombre del dios de la construcción. Los ladrillos fundacionales –ladrillos del destino– tuvieron especial relevancia en la ceremonia ritual previa a la construcción. Incluía la comprobación del ladrillo que se iba a situar en el depósito fundacional, como el original único del molde consagrado, el “Molde Puro”; con él aseguraban así los buenos augurios para el resto de la obra al mismo tiempo que constituía una ofrenda terrenal para la prosperidad de los futuros trabajos. Las inscripciones estampadas o realizadas a mano en estos elementos nos dan detalle de los dioses beneficiarios de los templos, así como del destino establecido por éstos, y de la designación del futuro rey que daría continuidad a la dinastía. Clavo de fundación y tabla de fundación. Regente transportando la cesta sagrada de albañil. Periodo Ur III, 2040 a. C., Museo del Louvre. M. Eliade explica en relación al aspecto simbólico que caracteriza las ciudades de la antigüedad:
La idea arquetípica de ciudad procede, pues, de un espacio ideal y tiene un origen atemporal, ordenado por los dioses. Promueve el reconocimiento de la existencia de mundos invisibles donde cohabitan los dioses y nuestros ancestros. La comprensión de esa verdad permanece igualmente viva en este mismo instante, en los seres humanos de nuestro tiempo, pues su verdadera naturaleza es universal, y se vivifica por el rito de la Memoria de su origen, impregnando todos los actos de nuestra existencia. La ciudad es entendida como una idea celeste que se proyecta y desciende de los cielos para tomar forma en la tierra. Tan es así que los dioses deciden el emplazamiento, ordenan la fundación y participan de la construcción de templos y palacios. Los ritos de construcción tienen carácter alquímico, puesto que éstos cristalizan la realidad cósmica y esa coagulación es una imagen geométrica, pero invertida, de lo que está “arriba”.
Sin duda, las ciudades estaban en permanente regeneración, se construían y reconstruían sin parar, a causa de las destrucciones por las inclemencias meteorológicas, las inundaciones y las guerras, de tal manera que, sobre los restos de la antigua, se erigía la nueva. La suerte de la ciudad, en continuo cambio por ser un ente orgánico, dependía de la presencia permanente del dios tutelar. A veces ocurría que la divinidad decidía abandonar temporalmente la ciudad por la impiedad del monarca, por sus errores o por el simple olvido de su función vehicular que lo hacía caer en la egolatría y el uso o abuso del poder personal. En este caso quedaba a merced del enemigo, tanto visible como invisible. Se desconoce con exactitud cuál fue la primera ciudad mesopotámica, pero todos los asentamientos, incluso los que tenían una arcaica organización social, incorporaron unas ideas reveladas directamente por los dioses, que encarnaron en su afán de proyectar su destino acorde con las leyes del cielo, siempre conectado con el centro inmutable y atemporal celeste que en la tierra coagulaba en el templo. Lagash, excavaciones del templo del dios Ningirsu. Luego fueron levantándose ciudades cada vez más grandes, como Ur, Nippur, Uruk, Nínive, Kalhu, Babilonia, Assur, etc. con enormes edificios públicos y monumentos, lo que conllevó una mayor complejidad de administración y organización de la vida y un desarrollo político, social, artístico, etc., de mayor complejidad. Cada ciudad estaba gobernada por un rey y eran un pequeño todo (por eso se las ha visto como ciudades-estado), pero sin dejar de mantener relaciones con las otras. De hecho, existía un flujo constante de comunicación, ya sea por el comercio o por la guerra, entre todas las ciudades erigidas entre los ríos Éufrates y Tigris. Todos estos intercambios eran siempre el reflejo de las relaciones y viajes que realizaban los dioses en el cielo.
El rito de fundación establecía en la tierra un lugar sagrado relevante para rememorar la creación del mundo, o sea, para recrear la cosmogonía. En ese espacio de significación cósmica se levantaba en primer lugar el zigurat, centro generador cuya influencia se irradiaba hasta los límites de la ciudad, marcados por las altas y fortificadas murallas con almenas. Estos ritos fundacionales, o mejor, de refundación, nos evocan la reiteración de un orden invariable y eterno; su verdadera significación es trascendente y permanece oculta, y sólo su esencia más profunda puede ser vivenciada cuando se reconoce la realidad axial en torno a la cual se articulará toda la ciudad. El rito del levantamiento del templo comenzaba con la consulta a los oráculos para descubrir el día más propicio para el inicio de las labores, en el cual se sacaba a la luz el “Texto de Fundación”, llamado Temenu, generalmente un pequeño cilindro o clavo de bronce o arcilla con la cabeza de un dios, que tenía el poder de apartar los espíritus malignos. Una vez hallado el Temenu, el rey lo untaba con miel, cerveza y aceite y lo volvía a enterrar, teniendo especial cuidado de ocultar su nueva posición. Estos ritos, también concebidos como un acto de purificación y estabilidad del templo, debían ser observados cuidadosamente para que nada pasara inadvertido en los preliminares de la construcción, o sea antes de colocar los cimientos de la nueva estructura, pues era fundamental vislumbrar el lugar exacto, tal y como indicaba el Temenu, lo cual constituía un gesto sagrado de plasmar el trazado que el gran Arquitecto revelaba al arquitecto humano. El texto de fundación era preciso en este punto: “Ni un dedo más ni un dedo menos que las medidas prescritas”. Era también usual enterrar objetos de diversa índole junto al texto fundacional como ofrendas a la divinidad; podían ser oro, plata, piedras preciosas, etc. El emplazamiento del templo era de vital importancia. Los sacerdotes supremos determinaban con exactitud el espacio sagrado a través de signos astrológicos, geománticos y telúricos. Así se establecía una total correspondencia del macrocosmos en perfecta armonía con el microcosmos. Allí, como símbolo de la manifestación de la divinidad, se alzaría el templo para acogerla en su seno. Cada ciudad de Mesopotamia se erigía en nombre de la casa del dios patrón y su núcleo era el templo, que recibía distintos nombres: “Casa del Cielo” (residencia del dios An), “Casa de la Montaña” (albergue de Enlil), “Casa del Monte de todos los Países”, “Monte de las tempestades”, “Vínculo entre el Cielo y la Tierra” (son otros de los tres nombres de la casa de Enlil), “Casa de las Aguas” (residencia de Enki), “Casa de la gran luz” (hogar de Nanna), “Casa del Resplandor” (morada de Utu) etc., denominaciones relacionadas con la deidad tutelar que lo habitaba y con sus atribuciones. Por tratarse de una construcción elevada, el templo se equiparaba a la simbólica de la montaña cósmica. Estructura excavada en Uruk, base del zigurat de Anu, finales del IV milenio a. C. Los templos eran, pues, el hogar de la divinidad y estaban construidos a imagen del orden celeste. Todos los gestos que se llevaban a cabo en su interior eran ritos para vivificar la energía del dios al que estaba dedicado, lo que igualmente implicaba la celebración de acontecimientos concretos y el recuerdo de sucesos puntuales, todo lo cual integraba aspectos tanto visibles como invisibles que eran el reflejo de un orden más elevado. Se dejaban ofrendas de estatuillas que sustituían al fiel en su ausencia, se hacían ritos de adivinación, libaciones, purificaciones, ofrendas de bienes, sacrificios animales y humanos, y otras prácticas. De esta forma, los seres humanos atraían la fuerza de los dioses hacia la tierra, les daban albergue en el templo, y aseguraban así que con su influencia siguieran siendo los gobernadores del mundo. Como señalan J. Bottéro y S.N. Kramer, según las cosmogonías mesopotámicas de la creación del mundo, el dios Ea/Enki gozaba de una posición especial en el relato del proceso creador y constructor de la civilización. Ea se encargará del levantamiento y puesta a punto de los templos, para lo cual dispondrá de todo lo necesario. En primer lugar, el dios creará al hombre para sustituir a los dioses en sus funciones cosmogónicas, e influirá directamente sobre el rey –se dice que el poder real descendió del cielo y su cometido principal fue la construcción y funcionamiento de los templos– y luego irá asignando labores al resto de los humanos que coadyuvarán a esa edificación. Los templos conservaban en su estructura y orientación el recuerdo de ciertas constelaciones que eran manifestaciones divinas benéficas, como las de la Osa Mayor o la de la estrella de la mañana.
El texto de construcción de un templo más claro y explícito es el que está grabado en las estatuas del rey Gudea, dedicado a la diosa Ba´u, esposa de Ningirsu y dice así:
Rey Gudea, Museo del Louvre, París. Sobre el significado del templo en Mesopotamia debe recordarse lo escrito por M. Eliade:
Todo esto nos lleva también a meditar en el modo de concebir la realeza en Sumer y posteriormente en su área de influencia. Los textos hablan de que la realeza había descendido de los cielos. El rey, como jefe supremo, es un ser divinizado, mediador entre el cielo y la tierra. Se le rendía culto con plegarias y rituales que ensalzaban sus virtudes y su poder sobrehumano, pues él era el depositario, conservador y actualizador de la voluntad divina. Originariamente en la realeza se aunaba el poder espiritual y el temporal. El rey-sacerdote representaba la primera forma de soberanía que regulaba la vida en la ciudad. Así lo testimonian diversos términos con los que se designaba al rey: En (gran sacerdote, usado en Uruk); Ensi-ak (príncipe; administrador del cultivo; vicario del dios, usado en Lagash); Lugal (líder guerrero; rey, usado en Ur y Kish). El En fue el máximo responsable de las primeras sociedades tribales anteriores al nacimiento de la ciudad (uru), el cual, como encarnación de la divinidad, ocupaba la más alta autoridad espiritual y temporal y se encargaba de la construcción y reparación de los templos y la organización de las ceremonias del culto. También de la planificación del sistema hidráulico, la explotación de las tierras y la defensa del temem o recinto sagrado de la ciudad. El soberano detentaba una función central y simbólicamente estaba ubicado en el centro del universo, de ahí que fuera capaz de reflejar con todos sus gestos el orden divino, personificando la estabilidad, confianza, rectitud y equidad ante su pueblo, siendo también su juez, pues conocía el valor sagrado de la ley. Todos los actos humanos y la propia naturaleza se ajustaban a un orden cósmico preestablecido por los dioses, un orden perfecto e inmutable, que marcaba los designios de los hombres y garantizaba la justicia universal.
A través de los textos conocemos que se rendía culto al soberano con plegarias y rituales que ensalzaban sus virtudes y su poder, otorgado por los dioses. La voluntad divina legitimaba cada acto del soberano, pero sin el consentimiento de la divinidad las acciones emprendidas se convertían en desgracias y castigos que asolaba a su reino. El soberano obedecía a un plan divino y era el ejecutor de este mandato en la tierra, pues la verdad le había sido revelada, y se convertía entonces en el artífice de las hazañas militares, el orden y la justicia. Él, con las virtudes morales e intelectuales que todo buen monarca debía poseer, era el legislador de un territorio y de todos sus habitantes. Su poder emanaba del dios patrón que tutelaba esa ciudad. El interior de la ciudad dio cabida a todos los integrantes de la sociedad, ocupando cada quien el lugar que le correspondía según sus funciones y labores, desde los sacerdotes y los militares, pasando por el rico tejido de artesanos y comerciantes, y ya en las afueras, los agricultores y ganaderos. Esta distribución, contrariamente a las valoraciones actuales, no obedecía a razones mercantilistas y meramente utilitarias o económicas, sino que era la proyección en ese pequeño todo del orden jerárquico del universo, que se va desplegando según un orden emanado de unos principios universales. Las ciudades mesopotámicas, máximo exponente de las civilizaciones a las que dieron vida (la sumeria, la acadia, la babilónica y la asiria) tuvieron sus momentos de nacimiento, esplendor y declive. Y en consonancia con el devenir de este ciclo cósmico, también acabaron por desaparecer, algunas destruidas o arrasadas, otras abandonadas y cubiertas con el tiempo por el polvo. Se completaron sus ciclos de vida, pero la idea de ciudad siguió viva en las civilizaciones que tomaron el relevo. |
NOTAS. | |
1 | Federico González, En el vientre de la ballena. Textos alquímicos. Ed. Obelisco, Barcelona, 1990. |
2 | Federico González y col., Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha. Revista Symbolos nº 25-26, Barcelona, 2003. |
3 | Mircea Eliade, Cosmología y alquimia babilónicas. Paidós Ibérica Ediciones, Barcelona, 1993. |
4 | J. Bottéro y S. N. Kramer, Cuando los dioses hacían de hombres. Mitología mesopotámica, Ediciones Akal, Madrid, 2004. |
5 | Exposición: Antes del diluvio. Mesopotamia (3500-2100 a. C.). Obra social La Caixa. Comisario exposición Pedro Azara. |
6 | Mircea Eliade, El mito del eterno retorno, Alianza editorial, Madrid, 2003. |
7 | Enrico Ascalone, Mesopotamia. Asirios, sumerios y babilonios. Los diccionarios de las civilizaciones. Ed. Electa, Milán, 2005. |
OTRA BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA. Federico González Frías, Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos. Editorial Libros del Innombrable, Zaragoza, 2013. José María Blázquez: Mitos de creación en Mesopotamia. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2008. José María Blázquez Martínez © De la versión digital, Gabinete de Antigüedades de la Real Academia de la Historia. Exposición: La Fundación de la ciudad. Centro de cultura contemporánea de Barcelona, 2000. Federico Lara Peinado, La civilización sumeria. Biblioteca de historia. Madrid, 1998. |
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