SYMBOLOS
Revista internacional de
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CHISPAS DE AMOR

MARGHERITA MANGINI



Escuela francesa, s. XV.

¿Qué es el amor? Todos hemos experimentado este anhelo, este impulso, este rapto, pero siempre ha habido muchas maneras de hablar de él, muchas formas de vivirlo. Lo que sí es cierto, es que el amor es muy grande, mucho más grande que cualquier individualidad. Nos lleva más allá de nuestros límites, nos pone en marcha y también nos transforma.

Pero, así como podemos decir que es una fuerza inmensa, más grande que todas las demás fuerzas, también se nos hace evidente que es pequeña y sutil. ¿Dónde está? ¿En qué parte del cuerpo o del alma humana? ¿En qué plano del mundo? Nos basta con una mirada para enamorarnos, con una de sus flechas ya estamos perdidos, o quizás nos hemos encontrado.

Se habla mucho del amor, pero ¿de qué amor se trata? Hay que distinguir. El Amor verdadero es uno solo, y es un dios, o un demonio, como lo llama Diotima en El Banquete de Platón; pero tiene múltiples manifestaciones y atraviesa todos los mundos, de arriba abajo y de abajo a arriba.

Sin amor nada es posible porque lo mueve todo. Lo vemos en las cosas grandes y en las pequeñas, en las más nobles e incluso en las triviales. El amor nos empuja a ir más allá de nosotros mismos, nos tiende hacia aquello que amamos.

El amor es viejo y es joven a la vez. Es un dios de contrastes, no es fácil definirlo, en él cabe todo. Porque gracias a él todo este mundo se mantiene unido. Es viejo porque nace en el Origen del Mundo, y lo acompaña en sus andanzas circulares hasta devolverlo al Uno de donde surgió. Es joven, porque está muy cerca, y siempre brota espontáneo, fresco y juguetón como un niño. Amor surge junto al Caos, antes de la formación del mundo, y es aquel impulso innato que tiene toda creatura de volverse hacia su Creador, de recibir su rayo que da forma a todas las cosas que se encuentran en el mundo en potencia. Gracias a él podemos levantar nuestra mirada y recrearnos según el orden universal.

Como una cascada en niveles, Dios crea tres mundos derramando su Amor. Y el Amor, presente en todos, hace que el plano inferior se vuelva hacia el superior, y sea bañado de luz y así formado. El mundo es el ornamento de Dios y el Amor es la fuerza que hace que este sea creado y que regrese a su Origen.

Hay una continua atracción entre Dios y el mundo, que en el De Amore1 llaman círculo de amor. Dios atrae a sí el mundo a través de su belleza, el mundo es raptado por Amor y es llevado nuevamente a Dios, y en esa unión reside el verdadero placer. Este placer no es el placer de los sentidos, sino un placer más duradero y estable, que se experimenta en los mundos superiores, que no por ser más sutiles son menos reales. Cuestan más de alcanzar, porque no son para ser consumidos rápidamente, y requieren de una concentración y una dedicación que van contracorriente. Pero están más cerca del Uno, por tanto, aunque tengan menos cuerpo, son más reales que los inferiores. Esto se debe a que la belleza es incorpórea. Porque no es algo concreto que se ubica en una parte, sino que tiene que ver con la armonía de las partes, con la unión, con la semejanza al orden universal. Así nos lo explican en el De Amore: el amor va más allá de la materia. El amado no es tal por una u otra parte de su cuerpo, sino por algo que no es definible, porque expresa una realidad más allá de las formas.

Dios es el centro de cuatro círculos concéntricos. Su luz penetra en todos ellos y retorna a su centro. Gracias a esta luz es que podemos obtener la verdadera visión de las cosas. Si bien es cierto que el conocimiento humano parte de los sentidos, estos son una palanca que sirve para ir entrando cada vez más en profundidad a través de las diferentes capas de belleza que recubren el núcleo de inmortalidad, el Bien en sí mismo.

Y todo lo que está alrededor de Dios es, de alguna manera, una sombra; la luz es la sombra de Dios. Pero en la búsqueda de la Verdad, esa sombra es una huella que nos permite seguir este camino. De hecho, es lo único que tenemos, junto con aquella intuición primera, esa llama que nos da fuerza para emprender el viaje, que nos da vida y aliento. Una flecha de Eros, podríamos decir. Aquella intuición, acaecida en la oscuridad, en el caos informe de nuestra alma confusa, es previa a toda formación, previa a cualquier orden, previa a cualquier mundo. Es en la oscuridad que se vuelve uno hacia el cielo para recibir el rayo. Es en la oscuridad que ese corazón se abre por amor.




Amor. Joshua Reynolds, 1723 – 1792.

El Amor es un círculo que gira eternamente de bien a bien. No hay mal en él, ni odio, sino concordia y armonía. Pero sí hay grados y hay también aspectos invertidos, o sea incomprensión de lo que es el verdadero Amor. En este sentido Marsilio Ficino, haciéndose eco a Platón, habla de dos Venus: una celeste y la otra terrestre. La primera, que reside en la inteligencia, se vuelve hacia las cosas divinas y es la capacidad de comprender la belleza del mundo como imagen del Esplendor de Dios. La segunda, en cambio, está volcada a reproducir esa misma belleza en el plano inferior. Es encargada entonces de la generación en todos los planos del mundo para irradiar en la materia del mundo las chispas de este fulgor que la Venus celeste comprende.2

La Venus terrestre en sí es útil y tiene su función en el orden divino. Ella propicia las uniones en el mismo plano, para que, según la sacerdotisa Diotima, engendren “en lo bello para conservar la vida eterna en las cosas mortales”. Las dos Venus son como “dos luces, una natural y otra infusa. Unidas, son como dos alas que le permiten volar por las regiones superiores”.3 En realidad, este deseo que nos empuja a generar, a recrear en un plano inferior lo que se recibe desde el superior, no es otra cosa que una forma de conservar la vida, que es un regalo de la deidad, para que se perpetúe a través de muertes y renacimientos. Y esto, nos explica Diotima, se da no sólo en la materia o en el alma inferior, sino en todos los planos, incluso en los más altos, ya que, si no se realiza el gesto de recordar, si no se actualizan, se pierden en el olvido.

Aún así, los participantes al banquete nos advierten: la Venus vulgar, encargada de la generación, nos es propicia en los trabajos cuando está dirigida a la búsqueda del verdadero amor, el que está por encima de todo y es incondicional, sin condiciones, sin límites, o sea el amor divino. Al contrario, encierra peligros y trampas y nos desvía del camino recto porque nos confunde y nos induce a pensar que lo más bajo es más importante que lo divino. Es traicionera porque, desligada de su aspecto superior (la Venus celeste), invierte el orden universal y nos pierde. Y, como se dice en el De Amore, es justo que las cosas divinas se antepongan a las humanas.

Se nos dice que en el hombre hay cinco amores. Dos, el superior y el inferior, están en los extremos, y en el medio hay tres tipos de amor: el que se acerca más al superior, el que mira hacia el inferior y el del medio. El primero se llama divino y se da en la vida contemplativa que va de los ojos a la mente, el segundo, bestial y se da en la vida voluptuosa que va de los ojos al tacto, el tercero, humano y se da en la vida moral y activa, quedándose en la mirada. Esto significa que no asciende, sino que se desarrolla en el plano horizontal.

Cada uno de estos amores tiene su lugar y su función. Ninguno de ellos está mal, siempre que sea respetada la jerarquía y se utilice como una escalera para ascender a los planos superiores. Pero ¿cómo se asciende esta escalera? Se trata de elevarse del cuerpo al alma y del alma al Espíritu, a través de cuatro furores: primero, el poético, el de las Musas; segundo, el mistérico, propiciado por Dionisos; tercero, la adivinación, gracias a Apolo; cuarto, el amor de Venus. A cada uno de esos furores corresponden otros tantos errores: al primero, la música vulgar; al segundo, la superstición; al tercero, las conjeturas humanas; al cuarto, el goce libidinoso. De estos cuatro furores, el Amor es el más elevado, porque es necesario a los otros tres, ya que, sin el ímpetu del Amor, no hay nada que pueda ser llevado a cabo.

En un fragmento del De Amore, se nos dice que no se llega a Dios por conocimiento, sino por Amor, amando al “rey de los cielos” por encima de todo. “Aquellos que conocen a Dios no le complacen si, después de conocerlo, no lo aman. Aquellos que le conocen y le aman, son amados por Dios no porque le conozcan, sino porque le aman.”4 Y esto no significa amar a alguien en concreto, o a una imagen, o a algo, aunque ese algo sea lo más alto que existe. Tampoco significa no amar a las personas que nos rodean, o a cualquier cosa. Significa anhelar un estado de la consciencia que está más allá de cualquier cosa finita, un vacío por decirlo de alguna manera, al que se llega despojando todas las cosas de materia, de forma, de número, buscando siempre la esencia desnuda de la idea. Descartando todo lo que es algo, como un regalo bien envuelto en múltiples capas en el interior del cual no hay nada más que un espacio vacío. Significa reconocer que el amor que sentimos por algo o alguien es expresión de un amor mucho más grande y poderoso que lo rige todo. Significa también elevarse por encima de los sentidos, no conformarse con los placeres mundanos, que no es lo mismo que despreciar a los sentidos, ya que éstos son la puerta hacia otros mundos más sutiles y transparentes. En este punto queremos citar un fragmento del De Amore, para que se entienda que tampoco se trata de vivir sin alegría.

Pero allí donde una y otra y otra belleza concurran [la del cuerpo y la del alma], amaremos vehementemente. Y así demostraremos que ciertamente somos de la familia platónica, porque ésta no se interesa nada más que por lo festivo, alegre, celeste y divino.5

Más bien se habla entonces de reconocer el lugar de cada aspecto del ser, respetando la jerarquía, pero con mucha alegría. Porque si se ha podido intuir la grandeza del verdadero Amor, también se comprende la naturaleza del verdadero gozo, que va más allá de lo que es cambiante.

Parece una tarea imposible de emprender con fuerzas humanas; de hecho, el hombre puede hacerlo sólo en tanto que reconoce su origen divino, esa intuición que llama a la puerta de nuestro corazón. Pero no hay que desistir, ya que, parafraseando a Ficino, cada uno ama a Dios según la vía escogida, y cada uno disfruta de Dios en su totalidad, porque Dios está en cada una de las ideas, aunque poseen a Dios entero de una manera más excelente aquellos que le ven en una idea más elevada. “No hay envidia en el coro divino”, cada uno se sienta en su sitio en la mesa celeste, en diferentes grados de felicidad, y está contento de su suerte.6

Cada uno tiene una forma de ser distinta, que es también una vía para amar a Dios. En esta forma de ser Dios ha plasmado las herramientas que le sirven para el camino de retorno. No hay otra cosa que eso. La posibilidad de amar a Dios está en todos y cada uno de nosotros, porque el alma nace dotada de verdad, como semillas que para germinar necesitan del rayo divino. Nosotros no podemos ver la luz divina en esta vida, pero podemos gozar de su resplandor a través de la iluminación de las ideas que ya están en nosotros.

Amor es muy generoso y cercano, dicen que está en nosotros antes de que lo empecemos a buscar. Así como en nosotros está lo que más anhelamos, porque si no, no podríamos ni siquiera amarlo. Si lo amamos, es porque hemos tenido una intuición, que en este caso es una certeza, que se ha instalado en nuestro corazón y nos da fuerza.

No nos conformemos entonces con ilusiones, busquemos la luz, y aún más allá, su Origen, y, unidos a esta familia platónica, ¡amemos a Dios en todas las cosas y así a todas las cosas en Dios!7




Origen desconocido.



NOTAS.
1 Marsilio Ficino, De Amore. Comentario a “El Banquete” de Platón. Ed. Tecnos, Madrid, 1994.
2 Op. Cit., p.39.
3 Op. Cit., p. 72-73.
4 Op. Cit., p. 79.
5 Op. Cit., p. 18.
6 Op. Cit., p. 80.
7 Op. Cit., p. 185-86.

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