SYMBOLOS
Revista internacional de 
Arte - Cultura - Gnosis
 

EL COLECCIONISTA DE ARTE Y ANTIGÜEDADES
Y SU CONTRIBUCIÓN A LA MEMORIA DE LOS ORÍGENES

MIREIA VALLS




Antigüedades egipcias, griegas y romanas,
Colección privada.

La simbólica, ciertamente, es inagotable y siempre sorprendente para quien la encara como soporte del Conocimiento de sí mismo y del mundo. Como en tantas ocasiones, por circunstancias aparentemente azarosas, hemos topado con “algo” que ha abierto un filón hacia el mundo maravilloso y transformador del símbolo. En esta oportunidad se trata de un voluminoso libro en trilingüe (inglés, francés y alemán) titulado Houses and monuments of Pompeii. The complete plates de los hermanos Fausto y Felice Niccolini reeditado recientemente por Taschen. De inmediato nos ha cautivado y nos ha hecho caer en la cuenta del inmenso valor que ha tenido el que en un momento dado ciertas personas se hayan dedicado a reunir objetos, enseres y elementos elaborados por artistas o artesanos tradicionales de su propia cultura o de otras alejadas en el tiempo y/o espacio conformando extraordinarias colecciones sobre distintas manifestaciones culturales que han conservado viva la Memoria de los orígenes. De todo ello da testimonio esta gruesa publicación que comentaremos, además de confeccionar para una siguiente actualización de SYMBOLOS, un cuaderno de imágenes con una selección de los fabulosos grabados que contiene.

Hay un segundo libro que estaba esperando en una de las estanterías de nuestra biblioteca el encuentro con el anterior, pues efectivamente un lazo sutil los vincula; se trata de The complete collection of Antiquities from the Cabinet of Sir William Hamilton, publicado también por Taschen y que incluye en este caso las cerámicas griegas, etruscas y romanas halladas en distintas necrópolis de los alrededores de Nápoles y su bahía y adquiridas por Hamilton –diplomático y militar británico del siglo XVIII–, que más adelante vendería en parte al recién inaugurado British Museum, conformando una de sus colecciones iniciales.

No pretendemos hacer un estudio exhaustivo sobre el tema del coleccionismo, que como todo “-ismo” llevado al extremo puede derivar en una actividad febril y obsesiva o centrada en objetos cada vez más insignificantes, como sucede con muchos coleccionistas actuales que además sólo buscan acumular por acumular, clasificar por clasificar, poseer por poseer y ostentar lujo y riqueza en una progresión indefinida que nunca será completada, pues ya se sabe que este universo es inacabado y no habiendo dos cosas exactamente iguales en la creación siempre puede aparecer una nueva con cada amanecer. Simplemente queremos aportar unas reflexiones vinculadas a la contribución del coleccionista (y más específicamente el de arte, el de arqueología o el de elementos y singularidades de la Naturaleza) en lo que respecta a la conservación y transmisión del acervo cultural de las diversas tradiciones y sus objetos, construcciones y artilugios simbólicos y rituales; y no sólo esto, sino también destacar el poder mágico-teúrgico y transmutador que todos estos símbolos recopilados y ubicados de manera destacada en vitrinas y espacios acondicionados pueden ejercer sobre aquel que los atesora y contempla como lo que en realidad son: coagulaciones de ideas-fuerza vinculadas analógicamente con otros estados del ser universal que despiertan potencialidades dormidas del alma del hombre y evocan la Memoria de un Origen permanentemente actual.

Desde siempre el ser humano se ha reconocido inmerso en un mundo significativo e impregnado de belleza; se ha asombrado contemplando las singularidades y rarezas de la Naturaleza y él mismo ha reproducido con arte toda clase de objetos utilitarios, rituales, ceremoniales y simbólicos aplicando las leyes u orden inherente al Cosmos. Con pericia, habilidad, inteligencia y sabiduría, perseverando en la práctica y el estudio y con suma paciencia, ha elaborado toda clase de útiles, enseres y elementos con los más variados materiales buscando emular la obra divina, a la par que laborando, él mismo se deificaba. Y los resultados, en cualquier punto del planeta, han sido auténticas obras maestras, construcciones u objetos cosmizados o producciones más etéreas como músicas, cantos, escritos, pinturas, tejidos, bordados, etc., cargados todos ellos de energías cósmicas que además de una función utilitaria eran vehículos vivos de conocimiento, hechos también para perdurar en el tiempo, de los que el ser humano se rodeaba conformando el escenario mágico-teúrgico de su vida cotidiana, apto para promover la reminiscencia de las ideas y los arquetipos universales. Por eso el hombre tradicional los ha conservado, utilizado y contemplado en sus castillos, palacios, conventos o humildes hogares y no erraríamos al afirmar que sus residencias, desde las más sencillas a las más lujosas, eran museos vivientes en los que la presencia de esas deidades inspiradoras del arte y la “música” de la Cosmogonía, las Musas, estaban presentes por doquier. Además, todo este entorno significativo era también móvil, los objetos se vendían, intercambiaban, se obtenían como botines de guerra o se regalaban para que otros pudieran a su vez gozar de la sublime irradiación de la belleza a través de una gran variedad de piezas irrepetibles. Esta dinámica es la propia de la vida, un comercio no solamente material sino sobre todo intelectual que posibilita la apertura al conocimiento de la Verdad oculta tras todas las apariencias y la vivencia de los mundos verticales, simultáneos, concatenados por una magia simpática que religa todos los niveles del Ser Universal entre sí.

Por otra parte, no olvidemos que el hombre se ha sabido de paso en la Tierra, y son muchas las civilizaciones que han hecho del viaje al más allá el núcleo de su existencia, de tal manera que vivían preparándose para la gran travesía post-mortem del alma. Sin ir más lejos, pongamos como ejemplo la tradición egipcia de la que somos directamente herederos y veremos como toda ella está sustentada en el culto a los antepasados y en la necesidad de comenzar el retorno al origen desde el mismo momento en que se nacía al estado humano. De ahí que sus necrópolis y monumentos funerarios constituyeran la culminación y síntesis de su concepción sagrada del mundo y de sí mismos, donde la reunían simbólicamente en la propia estructura arquitectónica y en todo lo que en su interior se depositaba para acompañar el alma del difunto en el viaje que le haría conocer los misterios de la inmortalidad. Por lo que no solamente los habitáculos de los vivos, sino también los de los muertos, reunían objetos y enseres cargados de ideas-fuerza, verdaderos vehículos propiciadores de la transmutación y transmigración del alma, muchos de los cuales podemos contemplar hoy día en museos y comprender por qué esos antiguos depositaron lo más valioso que producían junto a sus difuntos.

Imaginemos por un momento, y seguro que nos quedaremos cortos, lo que debieron llegar a atesorar aquellos palacios de la antigua civilización babilonia o sumeria, o los de los faraones egipcios, de los emperadores de la China, de Roma o de la cristiandad; e igualmente los de los reyes de la India, de los toltecas, mayas, aztecas o incas, o de los sultanes de los países del Islam y los de muchas otras culturas y civilizaciones, recintos repletos de bellezas, de elementos de los tres reinos de la naturaleza raros o extraños, de objetos valiosos, refinados y delicados, de obras artesanales únicas en su género –como es siempre lo hecho a mano–, de artilugios para observar la naturaleza, instrumentos musicales, joyas, códices y manuscritos, armas, monedas y ni que hablar de la riqueza tanto constructiva como ornamental de los templos de todas las tradiciones, con sus objetos rituales, estatuaria, orfebrería, pinturas, vestuario, y muchísimo más, a lo que habría que agregar los ajuares funerarios a los que nos hemos referido más arriba. A todos estos seres humanos integrantes de sociedades tradicionales cuyos hogares, templos y tumbas atesoraban un sin fin de elementos simbólicos solamente podríamos ponerles el epíteto de “coleccionistas” teniendo en cuenta que su mentalidad era simbólica y su pensamiento analógico y sintético; o sea que todo aquello a lo que se dedicaban y lo que les rodeaba no era nunca un fin en sí mismo sino un vehículo o puente para acceder a otros estados de la conciencia, sintetizados todos ellos en el de Unidad, lugar de residencia de los dioses y los antepasados míticos al que se daban nombres como Patria de los Inmortales, Isla de los Bienaventurados, Paraíso Celeste, etc. Y aunque pueda parecernos chocante, también para ellos existía la antigüedad, no tanto en sentido cronológico (aunque también) sino como un estado del alma al que se arribaba tras completar el viaje de retorno al origen, que la propia iniciación en los misterios podía hacer efectivo en vida y cuyo recorrido implicaba vivenciar los misterios de la vida, de la muerte y de la inmortalidad.

El Renacimiento marca un giro en la cuestión que estamos tratando y si bien desde aquel momento muchos reyes, príncipes y aristócratas, hombres de iglesia potentados y miembros de la pujante burguesía se convirtieron en grandes coleccionistas de arte y de antigüedades, en su espíritu comenzó a primar una intención mercantilista, un afán por atesorar riqueza y ostentarla, y una obsesión creciente por la estética, el cómputo y la clasificación, lo que es propio de la degradación de la mentalidad humanista que se fue imponiendo desde entonces y que derivaría en los siglos posteriores en el racionalismo, el materialismo, el cientifismo y el pensamiento analítico desvinculado de los principios cosmogónicos y ontológicos que han sido el sustento de toda sociedad tradicional. Aunque paralelamente, este interés creciente por coleccionar se dio también en hombres y mujeres pertenecientes a la corriente hermética de pensamiento, en cuyo ánimo e intenciones seguía vivo el amor al conocimiento de sí mismos y del mundo y una necesidad de recuperar la memoria de aquel estado de Unidad; de ahí esa mirada hacia las fuentes de la tradición greco-latina y egipcia y todo su acervo cultural, mítico y ritual que les servía de soporte en su viaje interno de realización espiritual y su interés por rodearse de todos los elementos pertenecientes a esas culturas.




Grabado del museo de Ferrante Imperato en su obra, Dell'Historia Naturale,
Nápoles, 1599
.




Museo Cospiano de Ferdinando Cospi,
Bologna, 1677.

Es imposible referirnos a todos los nobles, papas, cardenales, burgueses, militares, artistas, comerciantes, etc., adheridos a la esencia de la tradición hermética que impelidos por esas ansias de conocer, o sea de ser, se hicieron con grandes colecciones (tanto de antigüedades como de muchas otras expresiones artísticas que se elaboraron en su tiempo, sin contar con las que obtenían de los territorios lejanos a los que se tuvo acceso con los descubrimientos y expediciones iniciadas en esa época) que guardaban en sus studiolos, pequeñas estancias de sus palacios, villas o mansiones que hacían a la vez la función de despacho, estudio, laboratorio y gabinete de curiosidades donde el propietario se recluía para estudiar, meditar y contemplar sus piezas valiosas y raras, principalmente monedas, joyas, piedras preciosas, caracolas y corales, marfiles, además de esculturas, libros y manuscritos, todo ello rodeado generalmente por pinturas inspiradas en la mitología clásica.


             

Studiolo de Francisco I en Florencia.                                        Detalle de una de las pinturas
                                                                                                   del studiolo de los Medici.

Recordaremos de pasada el studiolo de Cosme I de Médici con sus colecciones de monedas, medallas, camafeos, iconos bizantinos y manuscritos antiguos y luego el de su nieto Francisco I en Florencia; los de Federico y Guidobaldo de Montefeltro en Urbino, el de Isabella d’Este en Mantua decorado con las bellísimas pinturas de Mantegna sobre el Parnaso y el Triunfo de las Virtudes, el de Alfonso I d’Este en Ferrara, el de Vespasiano Gonzaga en Sabbioneta, etc., etc.; recintos mágicos donde la sublime irradiación del esplendor y la armonía de todo lo que contenían transportaba a su morador a un espacio invisible pero real y lo hacía habitante de un mundo otro, de una Utopía a la que accedía a través de ese entorno simbólico, donde la comprensión de lo que son los dioses se hacía efectiva en su alma, raptándola a instancias universales muy próximas a ese estado de Unidad donde nada está diferenciado y todo es pura potencialidad.




Studiolo del Palacio de Urbino.




Studiolo de Isabella d’Este en Mantua con las pinturas de Mantegna.

Más adelante, dado el valor que se iba concediendo a lo antiguo (aunque fuera desde dos perspectivas casi opuestas, la simbólica-tradicional y la racionalista-cientifista-estética) y simultáneamente a las nuevas producciones que encargaron muchos de estos mecenas a sus artistas protegidos, se acondicionaron escenarios más amplios que acogieron todos aquellos hallazgos arqueológicos y las fastuosas colecciones escultóricas y pictóricas que plasmaban fragmentos escogidos de la mitología greco-latina, espacios denominados Cortile arquitectónicos y Galerías, el primero generalmente abierto y el otro cubierto, los que comunicaban un área de una construcción con otra y propiciaban, al ser recorridos, viajes extraordinarios por las regiones del cielo, la tierra y el inframundo, o sea por la totalidad del Cosmos con todas las entidades visibles e invisibles que lo conforman, siempre a la búsqueda del punto de fuga hacia lo realmente liberador, el ámbito de la Metafísica.




Galeria Uffizi, Florencia.

Simplificando mucho las cosas, pues este tema requeriría ser tratado con más profundidad, diremos que en los siglos posteriores continuó creciendo ese afán y dedicación hacia el coleccionismo en total acuerdo con la expansión de las fronteras geográficas, el contacto con pueblos desconocidos y ese rescate de sus raíces culturales, lo que hizo que se multiplicaran y diversificaran las colecciones; y aunque como ya hemos comentado se estaba imponiendo de manera acelerada la mentalidad desacralizada del hombre moderno, siguieron existiendo revitalizadores del pensamiento tradicional, o sea hombres y mujeres entregados a la constante vivificación de las ideas, los que consideraron sus colecciones no solamente como amasijos de fortuna, riqueza o curiosidades que debían computarse y clasificarse, sino como inestimables soportes del arte de la Memoria y “espejos” en los que reconocerse.




Hieronymus Francken, El Archiduque Alberto e Isabella visitando el Gabinete de Curiosidades,
Walters Art Museum, Baltimore
.

En este sentido no podemos olvidar las del hermetista Athanasius Kircher, las de Rodolfo II de Praga, a las que habría que agregar las de Francis Bacon, Elias Ashmole, Hans Sloane y muchas y muchas más que se sumaron a la moda que se iba extendiendo, dando lugar a los denominados Gabinetes de arte (Kuntskammer) y los Gabinetes de maravillas o curiosidades (Wunderkammer) de uso exclusivo para sus propietarios o sus invitados, siendo sin embargo los antecedentes directos de los museos y salas de exposiciones que se comenzaron a abrir al público a finales del siglo XVIII y sobre todo a principios del XIX.




Ashmolean Museum, Oxford.




Ashmolean Museum, Randolph Hero.




Gabinete-laboratorio de Rodolfo II de Praga.




Grabado del Kunstkammer de Rodolfo II de Habsburgo.

Todo ello iba parejo al surgimiento de una serie de disciplinas dedicadas al estudio del pasado de la humanidad y de la Tierra (encarado ahora desde un punto de vista analítico, inductivo y cronológico o sea racional, positivista y materialista lo que actualmente ha derivado en un conocimiento puramente mecánico, tecnológico y estadístico) como son la arqueología, la antropología, la paleontología, la geología, la etnología, la historia de las religiones, del arte, etc. etc., lo que denotaba esta constante necesidad del ser humano de ir al encuentro de su procedencia, de su origen y el del mundo que habita, que la gran mayoría ha ido situando en un pasado remoto, y otros, la minoría que todavía conocía la enseñanza tradicional y la sigue actualizando hoy en día, en un eterno presente, en un ahora que vincula verticalmente con el estado de Unidad ajeno a cualquier devaneo del tiempo y del espacio.




Levinus Vincent, Gabinete de las Maravillas de la Naturaleza o Wunderkammer, 1715.

He aquí algunos de estos Gabinetes repletos de asombros y maravillas, aunque luego todo haya ido derivando hacia un olvido del verdadero saber al ignorar o negarse el punto de vista simbólico y esotérico. Lo paradójico es que las colecciones de arte y artesanías tradicionales y de antigüedades no han perdido en nada su potencial evocador y transformador, es más lo conservan incólume y quien las contempla, aunque sea en museos donde se apiñan más o menos bien organizadas, puede entrar en consonancia con las ideas-fuerza depositadas en todos esos objetos y enseres, si es que dispone de las claves para descifrar la enseñanza contenida en los símbolos y los mitos, o sea si ha recibido y asimilado una doctrina (que no un dogma) que le abra las puertas al templo de la Sabiduría, activando la reminiscencia de una edad de oro, intemporal, siempre presente en la conciencia del que es capaz de conquistarla.




Frans Francken, Kunst nella camera delle rarita, 1625.

Para finalizar esta breve introducción al coleccionismo, diremos que concentrar lo disperso en un espacio delimitado así como poner de relieve la belleza presente en todas esas piezas remite a la idea de lo que es la Belleza y Armonía en sí, y nos evoca a Venus-Afrodita que al decir de Proclo “reúne a los diferentes géneros según una sola aspiración a la belleza”; esa diosa estaría incitando la actividad del coleccionista, pues por ella se le despierta el deseo y la atracción hacia todo aquello que vibra en correspondencia analógica con su alma; ella hace posible que el contemplador y lo contemplado se unifiquen en el acto de conocer y a través de su potente energía ensambladora promueve que lo múltiple retorne a la Unidad original; y ella, además, incita a la generación y la expansión de la Luz emanada del Principio, Luz presente en todo aquello modelado conforme a las Leyes cosmogónicas que finalmente cristaliza en una miríada interminable de objetos y artilugios significativos y cargados de energías vivas. Venus vive en medio del studiolo, de la galería, del gabinete de curiosidades, del museo y del hogar. En realidad Venus vive en el centro o corazón del Universo y del ser humano reconduciendo la apariencia de lo múltiple hacia su unidad esencial, reuniendo todas las expresiones de la belleza en la idea de Belleza y simultáneamente diseminando la potencia del Principio a través de todas sus indefinidas manifestaciones, lo que produce en el contemplador placer y gozo intelectual.




Jan Brueghel el joven, Alegoría de la vista, 1660. Venus y Cupido en el centro de la escena.


Segunda parte