EN UN LUGAR DEL RIPOLLES
JOSE PELAEZ *
 
1. En un lugar del Ripollés

En un lugar del Ripollés, comarca feraz y ponderada de la Cataluña pirenaica, se yergue el macizo de la sierra, verdiclara y grísea, de Gombrén. Esta serranía ve poblados sus cabezos de pino silvestre; en sus umbrías puede distinguirse lunares de abetos, y en sus faldas, moteadas de prados de pastura y patatales, se destacan las siluetas imponentes de sus magníficos robles y hayedos. Podréis descubrir, mirando a levante, un promontorio dentado que corresponde a las ruinas del antiguo Castillo del Alcor del Cabezón. 

Hace más de veinte años que descubrí esta comarca. Recuerdo que me perdí por aquellos confines al atardecer. Allá, en la montaña, el frío es corriente a todas horas y arrecia por la noche, acompañándose a menudo de la llovizna que, en aquella tarde de otoño, se presentó brava y desmedida, como un pequeño diluvio. Frente a tales circunstancias y viendo que el castillo no caía muy lejos, tomé una de las mantas que procuro llevar cuando salgo de viaje y me encaminé a la recién descubierta fortaleza, buscando un rodal donde poder guarecerme. 

Cuando hube arribado a lo que mostraba trazas de haber sido el patio o plaza de armas del castillo, divisé dos lienzos de muro, aún indemnes, que daban forma a un inesperado abrigo. Poco más arriba, como un viejo centinela se alzaba una higuera que, prosperando entre la pétrea argamasa, daba techo con las ramas, impermeables y frondosas, a lo que me pareció - en aquella ocasión - el mejor resguardo del mundo. La lluvia arreciaba, de modo que extendí la frazada por el suelo y apoyando la espalda contra el muro me hice a la idea de pasar, lo mejor y más cómodamente posible, el tiempo que me quedara para el nuevo día. 

El tintineo suave de la lluvia al caer y el recogimiento y la soledad del lugar comenzaron a amodorrarme, arrebujado por la manta, calentito y casi dichoso con mi suerte. Al poco tiempo creí percibir un ruido, un sonido similar al de un levísimo revoloteo, que achaqué a alguno de los animalitos que habitan y se mueven por el bosque. Habían pasado unos minutos cuando algo de muy liviano peso se precipitó, desde alguna de las ramas del techo, yendo a posárseme en la oreja. Pensé que se trataría de una hoja o de alguna pequeña broza, que habría caído al desprenderse de la vegetación que circundaba el lugar. Intrigado, acerqué la llama del encendedor para observar, con claridad, qué era lo que me había tocado de compañía. Al mirarlo con atención, aquello me pareció, a primera vista, una extraña especie de seta. Parecía un hongo, pero empezaba a agitarse. El insólito vegetal tenía, evidentemente, un inquieto carácter. La situación se tornó aún más inexplicable pues, al mover el brazo, la pequeña cosa empezó a irradiar unos potentes haces de luz verde y brillante con que, adrede, intentaba deslumbrarme.  

Todavía andaba yo medio adormilado, creyendo que todo sería producto del sueño, cuando la inaudita seta emprendió una escalada, más que veloz, manga arriba de mi cazadora. Alcé la mano para alejar a lo que, suponía, sería un ratoncito o animalillo; pero el pequeño ser adivinó mis intenciones, pues detuvo su movimiento de avance y, con una voz semejante a la que remedan los niños cuando juegan al Coco, me espetó: 

- ¡Alto! ¡No lo hagas! ¡Soy Flavus Minvant! 

Al escuchar las primeras palabras provenientes de lo que todavía no era, para mí, sino una seta marciana o un bichito luminoso y ventrílocuo, no atino a recordar qué hice antes: si darme el cabezazo, fortísimo chichón, contra el muro, o comprobar cómo el miedo se adueñaba, por entero, de quien os cuenta esta verídica historia. No sabía qué hacer ni decidir en aquel trance; no sabía si echarme a correr; esconderme bajo la manta o arrojarme de cabeza contra el reciente y desconcertante compañero, luminoso y andarín, con que me había topado por azar. Resolví, acopiando valor, que debía atraparlo. Alargué la mano y así, con tanto cuidado como pude, a Fla: 

- ¿Qué o quién eres tú? - le pregunté, mientras me lo acercaba a los ojos, para verlo mejor. 

- ¡Soy Flavus Minvant, ya te lo he dicho! - me contestó. Y añadió, poco más o menos enfadado: 

- Me he caído mientras dormía. 
 

 
2. El sueño de Fla
  
Fla permanecía quieto y silencioso, pero no daba señal de ser peligroso. Algo me dijo que aquel pequeño ser era inofensivo, de modo que lo coloqué cuidadosamente en la palma de la mano; y lo miré y remiré con mucha curiosidad. Mientras tanto, Fla, dignísimo y parsimonioso, trataba de ponerse bien la indumentaria, que le había quedado bastante desaliñada por la caída. Ciertamente, Fla constituía un peregrino personaje. Pasaron bastantes minutos en completo silencio, examinándonos mutuamente, hasta que ambos pudimos proseguir el diálogo, si de tal modo pudieron llamarse a las escasas palabras que, hasta entonces, habíamos cruzado: 

- ¿Así que te llamas Pe-pe? - me preguntó Fla, de sopetón. 

- Sí, me llamo Pepe - , le respondí sin saber qué añadir. 

- Tienes un nombre muy raro - me dijo Fla. Y comenzó a pronunciar, silabeando con un leve acento de sorna: 

- Pe-pe, Pe-pe, Pe-pe; es un nombre verdaderamente extraño - añadió Fla. Y acto seguido, sin disimular el descaro, me preguntó: 

- ¿Qué haces aquí, Pepe? 

- Nada. Lo mismo que todos - le respondí. En cierta manera, yo sentía que había invadido el territorio de Fla, y no acertaba a disculparme por haber llegado hasta allí. 

- ¿Es muy importante Nada? - continuó preguntándome. 

- No... Nada es nada... bueno, sí... estoy algo perdido - le respondí, sin dar crédito todavía a nuestra conversación. 

- ¡Ya entiendo! - repuso Fla, como si acabara de comprender. Y volvió a hablarme, ya sin burla: 

- Haces Nada porque estás perdido. 

No había que ser muy avispado para darse cuenta de que Fla no pensaba del mismo modo que nosotros, los humanos. Yo estaba muy apurado al no hallar palabras para continuar hablando con mi amiguito. Continuaba mirando a Fla sin lograr hilvanar mis pensamientos. Al contemplarlo de aquella guisa, tan pequeñito y resplandeciente, no encontraba palabras para expresarme. Ambos aguardábamos, casi al acecho, a que el otro diera pie a proseguir con la conversación. Me decidí, por cortesía, a dar el primer paso: 

- ¿Y tú, qué haces aquí? - , le pregunté amistosamente. 

- Yo soy de aquí - me respondió Fla - , a veces me despierto y me gusta ponerme a jugar. Juego con todo: la luz, la ardilla, las nubes o las estrellas... 

Sé que ahora debo contaros cómo era mi amigo Fla. Imaginaos un sapito y vestidlo con un camisón que le tape desde el cuello a los pies; después, dibujadle una cabeza grandota y con la forma de una patata alargada. Ponedle unos ojos saltones y muy pícaros en la mirada. Así era la apariencia de Fla. El resto de su persona la arropaba con una chaquetilla de color amapola, y en las manos sujetaba algo muy semejante a una corona que él trataba, continuamente, de colocarse bien ajustada. En conjunto, el aire y la expresión de Fla eran de jovialidad, de alegre picardía. 

Fla me hablaba con sosiego y yo le escuchaba de igual modo. Se hallaba sentado en mi rodilla. Depositó la chaquetilla sobre una pequeña tela de araña, y allí mismo dejó también su minúsculo cetro y la corona. Ya no me deslumbraba, pero había iluminado con una hermosa luz celeste y cálida todo nuestro alrededor. El frío y la oscuridad habían desaparecido de nuestro entorno: 

- ¿Tú sabes jugar, Pepe? - me preguntó. 

- Antes, sí; cuando era niño jugaba mucho. Pero ahora el mundo intenta parecer muy serio. Hay que aparentar mucha seriedad, y no es bueno jugar - , le respondí, avergonzado. 

- Bueno, si no quieres jugar, podemos hablar - me respondió Fla; y percibí un aleteo de desilusión en sus palabras. 

- Sí, podemos hablar. Tengo que aguardar a que amanezca, y ahora no puedo salir de aquí - , le dije, hablando para mis adentros. 

- ¡Ah! Tú también esperas... todos esperan - dijo Fla, ensimismado, y prosiguió: Yo no espero, cuando a veces dejo de soñar me voy a jugar al bosque; puedo volar; puedo esconderme en los arroyos; puedo hablar con los árboles... 

Fla había cesado en su charla. Por momentos parecía que la luz brotara de sí mismo, y yo sentía que Fla me llevaba con algo más que sus palabras: podía admirar el bosque a mis pies; me sentía gélido como la nieve; podía percibir los sonidos del agua y comprendía las voces de la vida que se manifestaba por entero en nuestro derredor. 

- ¿Eres un duende o un gnomo? - , le pregunté. 

- No; apenas quedan duendes - me respondió Fla. Sólo conozco a Ior y a Bogu. Ior es el duende que vive junto al Roble Grande, cerca del remanso del río. Bogu, la duendecita, sólo se deja ver muy de tarde en tarde. Vuelven a veces, pero permanecen poco tiempo. Ellos sueñan otras cosas. 

Fla se mostraba pensativo, ensimismado. Permanecía con la mano tocando su barbilla, mientras movía calmosamente la cabeza de uno a otro lado. Pasados unos instantes, me miró fijamente, y me preguntó: 

- ¿Tú los has visto? ¿Conoces a los duendes? 

- Sí. Una vez, en el patio de una antigua mansión, cerca del estanque vi correr a un duende, montado en un ratón, por la pared cubierta de yedra - le respondí - . Debí de asustarlo, y se escondió al instante. 

- Son muy tímidos - repuso Fla - , conmigo hablan raras veces; casi nunca estamos juntos mucho tiempo, pero los quiero. Al final nuestro último sueño es el mismo. Por eso los quiero. 

Fla continuaba sentado en mi rodilla. Tenía, en aquel momento, ambas manos en la cara, dubitativo. Se apoyaba en los codos y me observaba con una tranquilidad para mí desconocida. Recordaba a un ángel feo; pero había algo en su semblante, quizá la paz que se adivinaba en su interior, que le confería a su aspecto un aura de bellísima majestad. Continuamos compartiendo silencio durante un rato. Por fin, me atreví a hablar: 

- ¿Estás también tú solo, Fla? 

- Todos estamos siempre solos - me respondió Fla, como si hubiere estado esperando mi pregunta desde mucho tiempo antes. 

El día se anunciaba. Había mudado la dirección del viento y hacía frío otra vez. Fla estaba perdiendo luz. Tal vez os podrá parecer imposible, pero habíamos estado hablando, sin palabras, toda la noche. Llegaba el momento de despedirme de Fla, y al pensar que debía decirle adiós a mi amiguito me sentí muy triste. Nunca en toda mi vida me había sentido con mayor tristeza. Empezaba a tener mucho frío. En aquel momento se conjugaban, simultáneamente, el resplandor decreciente de Fla con los primeros rayos del Sol, que comenzaban a perfilar los contornos del lugar donde habíamos pasado la noche. Las piedras se habían humedecido por la lluvia; la higuera verdeaba al despertar y la yerba se ofrecía, bañada en rocío, como un reluciente y mullido manto de esperanza. Era todo verde, gris, azul y rojo cálidos. Parecía que la naturaleza renacía en aquel preciso instante. Era un lugar y un tiempo maravillosos. 

- ¿Volverás alguna vez, Pepe? - me preguntó Fla - . Si no llueve podremos jugar; tú serás como una gota del agua, como un soplo del viento. Y vendrás al bosque, a conocer a mis amigos... 

- No sé si volveré, Fla. Todo me resulta muy extraño... todo esto es tan desconocido para mí que no sé si podré encontrarte; no sé si me acordaré de ti cuando me haya ido. Es todo muy incomprensible - le respondí. 

- No te preocupes - me dijo Fla - . Si quieres, podrás encontrarme; siempre ando por aquí. ¿Volverás, Pepe...? 
 

 
3. El Retorno
  
Cerca de doce años habían pasado desde que estuve por segunda vez en la sierra de Gombrén. No pude olvidar, durante todo el tiempo que había transcurrido, la magia del encuentro con mi amigo Fla. Mientras se sucedían los años aprendí a esperar. Sabía que, más tarde o temprano, mi regreso debía producirse; y por esta razón no quise precipitarme. Todo llega por su tiempo. Además, yo estaba convencido de que un amigo de verdad sabe esperarnos siempre. 

No fue en balde la espera. Era yo, entonces, muy joven y atolondrado; y quería conseguir todas las cosas al momento. Poco a poco supe ver que lo importante no estriba tanto en lo que, a veces inútilmente, tenemos o poseemos, sino en el modo en que aceptamos o, por ley natural, nos despedimos de todo aquello que la existencia ha deparado a nuestro caminar. Por un momento pensad que cualquier cosa que os haya atraído, ocupando vuestros sueños o anhelos forma parte de vuestra vida y en ese justo instante habréis dado el primer paso para que la Paz halle acogida en vuestra alma. Y por añadidura, nada ni nadie logrará entristeceros el corazón. 

Volví a Gombrén en verano, al final de un agosto cálido. Puro se conservaba el aire, y el silencio, largo y distante, de la montaña, parecía fundirse con el cielo cobrizo del atardecer, al que otorgaba una hondura y brillo inusitados. Sobrecogido por tanta belleza admiraba el Celeste que, por momentos, se transformaba en un zafiro, irisado unas veces, azul y bermejo otras, pero refulgente siempre, como la luz de las piedras preciosas cuyo oriente encandilaba nuestra imaginación al leer o escuchar las maravillas que nos describían los cuentos orientales. 

Me entretenía, mientras esperaba a Fla, contando estrellas fugaces; ésas que corren por el firmamento, llevándonos en pos de sí desde la Polar a Betelgeuse o de Sirio a la distante Algol, sin que nos fatigue un tan largo viaje. Las estrellas fugaces semejan, atravesando la noche, luminosos jinetes del cielo; correos intrépidos que cabalgan en corceles de luz, atravesando, raudos y silenciosos, las rutas más lejanas entre los soles. Todas las demás estrellas les tienen envidia y les guiñan al verlas pasar. Pero me cansé de mirar las estrellas. 

Busqué en mi entorno algo que pudiera distraerme en la espera, y allí permanecía, aún, la misma tela de araña con Mademoiselle Arañita en el centro, remendando la red; absorta en la tarea, sin principio ni fin, a que se entregaba con la calma que da la eternidad. A la luz, clara y quieta, de la Luna, los finísimos filamentos resplandecían y se agitaban, estremecidos, al menor soplo del viento. Soñé, por un instante, que el cosmos entero que afuera se mostraba brillante e infinito, habría podido caber, perfectamente, entre los límites de la diminuta urdimbre. El Universo aparecía contenido en el perímetro de la red, y en ésta, que semejaba un radiante espejo de plata, había quedado atrapado todo su fulgor. Mas también me cansé de mirar aquel insondable laberinto de Ariadna. 

Andaba yo esperando alguna señal de la presencia de Fla. El lugar donde había instalado mi exigua impedimenta - el saco de noche, la radio portátil y el petate con algunas viandas - , me permitió apreciar en aquella ocasión, con mayor detalle, la forma del Castillo. El sitio donde yo me hallaba era, sin duda, la torre del homenaje, aunque se veía ajada por la erosión del tiempo. Cerca de mí se alzaba uno de los arcos que conservaba aún firme el arranque, pero en su lado izquierdo sólo se alzaba hasta el salmer, mientras que por el derecho no alcanzaba la clave. Me distraía imaginando la escena que compondrían las despedidas de las damas, asomándose contritas, mientras veían alejarse a sus caballeros, quién sabe si a feroces batallas por lejanísimas tierras. Mas en aquel mismo instante, quien hizo acto de presencia fue mi antiguo amigo: Fla, sentado en el alféizar, me miraba con la expresión más pícara de cuantas uno pueda imaginar. 

Al ver de nuevo a mi amigo un indescriptible sentimiento de alegría se apoderó de mí. Fla conservaba el mismo aspecto, era como un pequeño, vivaz y revoltoso rey mago; brillaba como una estrella, como un diminuto sol que hubiéramos vestido con su estrafalario atuendo; me puse muy contento y atolondrado; no había transcurrido en vano el tiempo, y traía conmigo las dudas y las preguntas que los años nos van dejando como regalo, y siempre sin respuesta. De todo ello se percató Fla: 

- No corras, Pepe; no seas brusco; aquí hay alguien más, y puedes asustarle - , me dijo Fla en un tono de voz que era como un ruego y una orden al mismo tiempo. 

Miré a mi alrededor, pero no logré ver a nadie más. No sabía de qué me hablaba mi amigo: 

- Fla, no me engañes. Aquí no veo a nadie más - le dije, severo e intrigado. 

- Sí; mi amigo Ior está aquí; ha venido conmigo. Está aquí - , me repitió Fla con firmeza. 

- ¿Dónde está? No lo veo por ningún sitio - , le respondí. 

- Está bien, Pepe - me dijo Fla, condescendiente - , gira suavemente la cabeza y miré hacia la ventana. Mi amigo Ior y yo hemos venido juntos; él estará a punto de aparecer. 

Obedecí a Fla, y comprobé que junto al arco del mirador, a ras del alféizar, una extraña figura aparecía y desaparecía pausadamente, como si sintiera pudor a ser descubierta. Vi que presentaba la forma de un gran globo de cristal blanco y lanoso; muy lenta y morosamente, con gran timidez, fue asomando hasta que aparecieron los ojos, de un color azul claro, inocentes, tristones y de párpados algo caídos; después pude ver sus manos, rellenitas y bermejas, y un poco más tarde, teniendo aún Ior medio cuerpo aupado en la ventana, contemplé el resto de su persona: una boca en que se dibujaba una sonrisa un sí es no es cándida y perpleja; unos pantalones de pana bien ceñidos a la barriguita y unos zapatos que me hacían pensar en Ior como si se tratase de un duendecito montañero. 

Ior daba la sensación de andar todavía medio adormilado; como si hubiese permanecido sumido en un profundo y largo sueño. No había pronunciado hasta el momento una sola palabra y andada absorto en la tarea de desembarazarse de la maleza y hojarasca que se le había prendido a la ropa, posiblemente durante el viaje a través del bosque que conducía al castillo. Ior, tan pacífico, callado y con aquel aspecto de muñeco de peluche, me resultaba aún más misterioso que mi amigo Fla. 
 

 
4. Ior, el duendecito
  
Mi reacción al ver a Ior fue totalmente infantil. Lo miraba como a un juguete; parecía tan tímido e inocente que daban ganas de jugar con él; Fla, mientras tanto, me observaba, calando mis pensamientos: 

- Espera, Pepe - me dijo Fla - , Ior es muy tímido. Deja que él se acerque a nosotros. 

- Pero si no le haré daño - respondí, buscando un pretexto para lo que pensaba hacer - , parece medio dormido y se puede caer. 

- Déjale tranquilo, Pepe. Ior es un duende pequeñito y se asusta de la gente que no conoce - me reprochó Fla. 

No presté atención a la advertencia que me había hecho Fla; di unos pasos y atrapé a Ior, aferrándolo con ambas manos. Lo único que conseguí fue asustarlo; Ior comenzó a encogerse para escapar y comprobé, entonces, que pese al aspecto tierno, era durísimo, tanto como el granito de la India. Además, Ior pesaba como una montaña y parecía hecho de pedernal, duro, pesado como una roca; como si la fuerza de la Tierra se hubiera encarnado en su cuerpo. Fla, distante, contemplaba el forcejeo que manteníamos: yo intentado retener a Ior, y éste queriendo zafarse de mis manos: 

- Suelta a Ior, Pepe; él es un duende chiquitico y resulta peligroso si se asusta - , me advirtió Fla por última vez. 

No había querido respetar a Ior y ahora me veía como el cazador cazado; me había perdido el engreimiento. Ior descendía el muro, arrastrándome consigo hacia una inevitable caída al patio que me esperaba, varios metros más abajo, pavimentado con unos adoquines que no deberían de ser más blandos que el mismo hierro. Empecé a sudar de miedo. Fla, al fin, intervino: se aproximó a Ior con dulzura, mirándolo fijamente. Algo se comunicaron con la mirada pues Ior detuvo su paso; angustiado me desasí de él y me refugié en el lugar que no debía haber abandonado tan a la ligera. El temor me había paralizado y no lograba articular palabra o idea alguna. Volví a mirar a Ior. Ahora él se agrandaba tanto como el miedo que yo mismo tenía. Ior me observaba, pero no supe interpretar su mirada: 

- Ior, éste es Pepe. Es amigo nuestro. No debes tenerle miedo; Pepe es muy tonto e impaciente, pero no es malo - dijo Fla, dirigiendo aquellas palabras únicamente a Ior, aunque obtuvieron el efecto que pretendía, pues sentí que una oleada de vergüenza y rubor me ahogaba, mientras comprendí que siempre me había portado así en la vida. Fla adivinaba, a buen seguro, todos los pensamientos que, en aquel momento, bullían en mi mente: 

- Pepe, éste es Ior - empezó Fla a aclararme las dudas sobre nuestro amigo taciturno - . Ior es mi amigo desde hace más de trescientos años; también puede ser amigo tuyo si lo respetas; él conoce los secretos de la Tierra, del Agua y del Viento; todavía ha de aprender los misterios del Fuego, pero aún no tiene edad para comprenderlos. Si tú sabes respetar a Ior, él mismo te enseñará su saber; pero recuerda, cada vez que lo veas y te acerques a él, que Ior es fuerte. Recuerda también aquella diminuta tela donde Mademoiselle Arañita atrapaba el fulgor entero del universo. Piensa que así somos todos: un universo de misterios que no aprendemos a resolver. 

Fla me había contagiado su seriedad hablándome de aquel modo, tan inusual en él. La presunción y el engreimiento que siempre habían guiado mis pasos desaparecieron por completo al comprobar la enorme, cósmica fuerza, de Ior, y el miedo que me había regalado como primera lección. Ior se me acercó tomándome de la mano y noté, como si me fundiera con la Madre Tierra, el calor y la vida que me transmitía con su tacto. No le escuchaba palabra alguna; pero entendía, nítidamente, las cosas que me revelaba. Comprendía el silencioso lenguaje de Ior, mientras Fla comenzaba a iluminar, mágicamente, nuestro entorno. Recogimos las cosas que tenía en el castillo, aprestándonos para la marcha hacia la casa de Ior. Cuando abandonamos aquel sitio era ya de noche cerrada. Pero yo sentía que allá, en lo más alto del cielo, nos sonreían los astros más hermosos del firmamento. 
 

 
5. Un gran roble solitario
  
Mientras caminábamos atravesando el bosque componíamos los tres amigos una curiosa estampa: Fla sobre mi hombro, asido al cuello del tabardo e iluminando el sendero que se abría a nuestros pasos; Ior, adelantado, nos guiaba andando sin dar muestra de cansancio. Por sendas y linderos traspusimos alcores. Hubo un instante en que, tan fatigado, creí que ya no podría continuar caminando y sentía unas terribles ganas de dormir. Pero Ior no permitió que me detuviera ni un solo instante. Llegamos a un ribazo orillado de helechos y, cuando el día comenzaba a despuntar, divisamos el lugar que era la morada de nuestro amigo Ior: una landa de brezo de forma casi circular, salpicada de musgo y retama, en cuyo justo centro se erguía un majestuoso roble albar. La humedad proveniente del cercano río y el murmullo de la corriente, así como los matices que la luz del temprano día comenzaba a infundir en el colorido de la vegetación, provocaron que nuestro silencio, lleno de admiración y asombro al principio, fuera transformándose, paulatinamente, en un callado homenaje a tan maravilloso rincón. 

Nunca he sentido, como en aquella ocasión, tan hermanos, tan propios el lugar y la vida que se despertaba ante nosotros. Aun el viento, aquietado, rendía pleitesía, como en un rito eternamente repetido, a tan venerado lugar. Era un tiempo escapado del tiempo que se nos presentaba cortejado por sensaciones de color y de vida inefables, retenidas como en una fotografía, desde entonces, en nuestras retinas y en nuestro sentir. Después, nos acercamos al fuerte tronco del Gran Roble, que señoreaba en solitario todo aquel lugar, desde su magnífica e imponente altura. A su pie descansamos, abrigados por la espesura de las ramas que, allí, conservaban seco el suelo. Vimos cómo nuestro derredor era un círculo sombreado y verde, se diría que defendido por la presencia de Robur. Todo se manifestaba fuerte y vivo en nuestro entorno; pero resultaba paradójico el silencio que nos envolvía: no cantaban los pájaros, ni pude descubrir el movimiento de criatura alguna en nuestra cercanía. Fla estaba callado, esperando mi reacción ante aquel fenómeno de la naturaleza. Puse las manos en la corteza del Gran Roble cuyo tacto sentí igual, idéntico, al de la piedra. Tuve la sensación de acariciar a un árbol petrificado, fosilizado quizá por miles o millones de años de soledad y silencio. 

El Gran Roble imponía con su majestuoso aire un pudoroso silencio en nosotros. No sabía qué pensar ante aquel maravilloso hallazgo. Fla aguardaba mis preguntas: 

- Fla, esto es un gran roble albar, ¿no? - , le pregunté. 

- Antes no era un roble. Hace mucho tiempo era un duende; el más sabio de todos los duendes; se llamaba Robur. Robur era el hermano de Ior, por eso él - me respondió Fla, señalando a Ior - nos ha traído hasta aquí. En aquel momento Ior me condujo junto al Gran Roble. Fui testigo de cómo abrazaba, con infinita ternura, el pétreo y ancho tronco de Robur. Supe que yo debía hacer lo mismo y entonces se produjo algún inexplicable cambio en Robur, porque percibí un tenue calor al mismo tiempo que escuchaba un remoto y cálido latido, que parecía provenir de las raíces más profundas de aquel colosal roble encantado. Era un sonido similar al de la respiración de un volcán dormido. Aquel Rey de los Duendes, que tenía la piel de piedra endurecida por el transcurso de las edades, estaba vivo. Vivía. 

- No comprendo nada - dije, buscando una respuesta en las miradas de Fla e Ior. 

- Es todo muy largo de contar - repuso Fla, mientras sentaba a Ior a la sombra de Robur - . Antes Robur tenía otra forma. Era la criatura más dichosa del bosque. Pero conoció a Bogu, la duendecita, y se entristeció mucho cuando ella se marchó de aquí. Robur sintió vergüenza al saber que con su tristeza hacía sufrir a sus amigos y hermanos. Por esa razón quiso ser un Gran Roble. Nosotros descansamos a su sombra y así Robur no siente tanta tristeza. 

- ¿Bogu es la duendecita de quien me hablaste? - , le pregunté a Fla. 

- Sí; por su sonrisa soñaba siempre Robur. Ahora, ya lo ves, el bosque entero guarda silencio en este lugar - me respondió Fla, compasivo. 

- Entonces, Robur permanece aquí preso de vergüenza y de amor por Bogu - , le dije a Fla, creyendo haber comprendido sus palabras. 

- Los hombres siempre habláis de amor, Pepe - me respondió Fla - , y achacáis a ese sentimiento la culpa de vuestra pena. Aquí las cosas son de otro modo: Robur honra así a Bogu. Algún día, cuando llegue el momento, renacerá del silencio. 

La confusión se había apoderado de mí. No encontraba un mínimo elemento racional en las palabras de Fla ni en la conducta de Robur. 

- Para vosotros el Amor es muy importante - Fla cortó el hilo de mis pensamientos dirigiéndome una mirada tan intensa, tan honda, que tuve la sensación de que había descubierto los entresijos más recónditos de mis propios sentimientos - , todos aseguráis amar con el alma o haber querido en vano, pero veo vuestro corazón dando saltos en el vacío, intentando apresar la huella de un espejismo...A veces, Pepe, he encontrado en este bosque muchos seres humanos que decían tener rota la vida por causa del amor. 

- Pero nosotros queremos de verdad, Fla. Es verdad que los hombres amamos. Es verdad que hay Amor en este mundo. Yo he amado... 

- Sí, hay Amor en vuestro mundo. A veces, también, he conocido hombres y mujeres que parecían tener un solo cuerpo y una sola alma. Eran más bellos; eran más humanos - me respondía Fla, absorto - , pero otros vienen hasta aquí buscando sólo un espejo donde contemplar su propia imagen. Algunos hombres os creéis tan importantes... 

Al escuchar las palabras de Fla me ahogaba un torbellino de sentimientos donde se agitaban antiguos desengaños, viejas ilusiones y esperanzas; y de aquel remolino se escapaban los recuerdos de antaño que, furtivos, volvieron a picotearme como gorrioncillos de ternura. Pero ya no me hacían daño. Comprendí que yo era sólo un hombre y que en mí no terminaba el mundo. Supe que podría volver a equivocarme otras muchas veces en mi caminar, pero me sentí libre. Totalmente libre. Ior y Fla, a buen seguro, habían adivinado mis sentimientos: 

- Los duendes aman de otra manera, Pepe - Fla me hablaba jugando con Ior, como si ambos fueran niños - ; para ellos, amar es como emprender un grande viaje, sintiéndose libres y valientes, llevados por un claro y leal fluir de río que mece su soñar... 

Las palabras de Fla resonaban distantes, pero como si fueran también mías. Alejados, Fla e Ior jugaban haciendo mil diabluras, y en ninguno de ambos pude sorprender una mínima sombra de tristeza por Robur. Tornaron junto a mí los dos amigos. Se quedaron parados, sonriéndome con un ademán que era tanto como una invitación a que yo adivinase por mí mismo el sentido de lo que había visto en Robur y en ellos mismos, cuya conducta tanto me sorprendía. Al verlos, también yo comencé a sonreír. El silencio de Robur me parecía aún más hermoso que el amor que le había llevado a un gesto de tan humilde grandeza. 

- Robur sueña ahora - me dijo Fla, alegre como pocas veces le había visto - . Mira el revoloteo de las abejas de oro alrededor de su copa; Robur es tan libre como ellas en su soñar. El dolor y el silencio lo han hecho más sabio y fuerte de lo que jamás habría podido ser. Amó y sufrió; fue fiel a ambos sentimientos. Ahora también tú conoces el secreto de Robur. 

- Pero yo no comprendo el secreto. No entiendo por qué Robur aún vive así - , le respondí a mi amigo Fla. 

- Vuelve a mirar las abejas - me respondió Fla - . Ellas hacen miel de la luz y el viento; aprovechan la fragancia de la rosa y el néctar de la clavellina... para vivir necesitarás tener amigos siempre: haz de tu corazón un valle sereno y límpido donde acogerlos; bríndales la amistad en la paz de tu honor. 
 

 
6. El mirlo de luz
  
Durante un tiempo viví en el bosque encantado, amparado por la sombra de Robur y feliz en compañía de mis amigos. En mi memoria comienzan a pesar los años pero recuerdo, nítidamente, los paseos que prodigábamos por los aledaños de la hermosa landa. Todo era, por la mañana, una eclosión de vida y de luz. A la anochecida, los tres amigos aguardábamos el instante en que la gran estrella nos regalaba los últimos fulgores, iluminando de oro pálido las crestas de las montañas que se perfilaban, entre llamaradas de color rojizo, palpitando en un horizonte arrebolado. El Sol, al acostarse, nos ofrecía en cada atardecer su alma encendida de rubí. Entre las montañas encajaba su ocaso, como una rosa que yaciera en un manto de terciopelo gris, azul y celeste. Al retirarse, silencioso y quieto, el Sol nos permitía nombrar, cada vez con mayor acierto, las estrellas que acudían a poblar de luces el infinito raso de azul, rutilante y terso, en que se transformaba la bóveda celeste. 

Robur se había acostumbrado a mi presencia. El momento más dichoso de cada jornada llegaba cuando podía sentarme a descansar a su umbría y ver cómo la vida desplegaba su unidad bajo mil diferentes formas. Seguía el atareado ir y venir de las hormigas; la llamada de color y aroma con que atraían las flores a los insectos; la respiración y el crecimiento casi imperceptibles de la yerba... allá, entonces, la madre tierra nos hablaba con todas sus lenguas. Recordaré, mientras viva, un extraordinario atardecer. Escuché el vuelo de un mirlo, que describió una parábola perfecta desde lo alto de un pino, algo distante, hasta llegar a la copa de Robur. Permaneció posado en una de las ramas un buen rato y sin hacer el menor movimiento. Después, alzó el vuelo y al alejarse un rayo de luz que parecía provenir de lo más profundo del firmamento, lo cercó y detuvo, como si en el mirlo se hubiere concentrado, por un instante, toda la energía del universo. Una esfera brillantísima lo envolvió, infundiéndole un movimiento semejante al de un latido, cambiando de color a cada pulsación: rojo intenso, primero; después, azul radiante y, por último, blanco como la nieve más pura. Al acabar los latidos, la esfera se abrió en miríadas de pétalos de luz. Contemplé el detenido volar del mirlo y vi reflejadas en sus pupilas todas las escenas, imágenes y tiempos del mundo. El mirlo se alejó, robado por el rayo que había parado su vuelo. Aquella esplendorosa visión regresó a su remoto origen, perdiéndose en lo más hondo del espacio, más profundo que cualquier estrella y más lejano que ninguna constelación. 

Fla e Ior regresaron junto a mí. Comprendí que la visión era el regalo que Robur nos entregaba como despedida. Supe que habíamos de decir adiós a nuestro amigo; Robur permanecería allí, en aquel lugar y tiempo adonde no habríamos de regresar nunca más. No me sentí, entonces, triste; pero sí infinitamente pequeño y débil. Hubo mucho silencio y, como si aquélla fuera una emoción nueva en mi vida, sentí deseos de llorar. Nunca antes en mi vida había tenido los mismos deseos de llorar: llorar porque no podía irme con el Mirlo de Luz a lo más lejano del universo; llorar por tanto como había hecho estúpidamente hasta entonces; llorar por todo lo que no había logrado conocer todavía ni podría, jamás, alcanzar. La mirada de Fla me contuvo y me avergonzó: 

- Un regalo no es para llorar, Pepe - , me dijo, al mismo tiempo que sembraba de diminutas perlas nuestro camino. 

- Ya lo sé - le respondí, enfadado conmigo mismo. 

- Debes continuar, Pepe. Las montañas que ahora vemos son también hermosas, y tienen su propia luz - me decía Fla, suavemente - . Tu mundo también es un universo maravilloso y un confín del cielo. 

- ¿Para qué continuar? 

- Para ser tú mismo. Para llegar a ti mismo 

- Yo no sé nada, Fla. Yo no sé nada - , le respondí, como defendiéndome, mas sintiendo que estaba definitivamente vencido. 

- Al menos, tendrás sed, ¿no, Pepe? - me preguntó Fla; y le vi, en aquel justo instante, como si se tratase de un ser radicalmente distinto al que creía tener tan bien conocido.  

- Sí, tengo sed. Hace mucho calor aquí - , le dije, intentando olvidar para siempre, como si nunca hubiesen existido, las imágenes que había disfrutado y los sentimientos que en mí habían despertado.  
 

 
7. Un manantial en la cima
  
Algo más tarde reemprendimos el camino hacia una de las montañas, un poco lejanas, que antes habíamos visto. Nunca he caminado con la congoja y el pesar que, entonces, se me volvían insoportables. Creía flotar, como si mi cuerpo no tuviera ningún peso, ni mi vida ninguna justificación, ninguna raíz. Estaba desesperado y no encontraba horizonte donde fijarme. Tuve el presentimiento, la sensación mezclada con un escalofrío que me dejó yerto, de que algo incomparablemente hermoso y bello nunca más volvería a vivir en mí. Caminamos; no recuerdo ahora durante cuánto tiempo. Cerca de la cumbre de la montaña, empapado en sudor, detuvimos el paso. Sería la hora del mediodía: 

- Camina, avanza un poco más, Pepe. El agua se oye muy cerca de nosotros - , me dijo Fla que, como Ior, había guardado silencio durante todo el trayecto. Avanzamos algo más. La montaña, de grandes rocas de granito, apenas dejaba crecer entre las piedras más que unas ralas muestras de vegetación; resguardado por las peñas un venero emitía un suave murmullo, originado por el borboteo de las aguas al aflorar, y había dado lugar a un pequeño estanque donde podía verse el lecho, de finísima arena blanca; ésta se agitaba grácilmente, naciendo por secretas venas el agua transparente y cristalina, dando continuidad a una danza, sosegada y rumorosa, que agua y arena proseguían desde el principio del tiempo. Mientras yo bebía del manantial, Ior chapoteaba en el estanque, cogiendo del lecho las saltarinas piedrecitas, redondeadas como peladillas; eran tan bellas, rutilantes y bonitas como la más pura perla del Indico. Fla, a su vez, se divertía atrapando burbujas de irisados colores. Allí encontré calma, paz, silencio y sobriedad. Sentí que era el hombre más rico del mundo. No necesitaba nada más para ser completamente feliz; pero hacía frío. En las alturas hace siempre frío. Fla e Ior, hartos de jugar en el estanque, tornaban a mi lado: 

- Pepe, vamos a pasear. Tienes que descubrir todo el curso del manantial - , me dijo Fla. 

- Me encuentro muy bien aquí, y estoy muy cansado - le respondí. 

- Es bueno sentir el esfuerzo, pero te gustará lo que hemos de ver - , me dijo Fla, mientras que Ior casi me arrastraba a la fuerza para llevarme al nuevo lugar. 

Llegamos a lo más alto de la peña en que culminaba la montaña. Cerca de nosotros, el hilo de agua del manantial se deslizaba, dando origen a una cascada fina y altísima, invisible para quien no ocupara nuestro sitio. A medida que el manantial descendía por la montaña iba recibiendo el caudal de otros veneros que se le unían, y así, acrecentado, progresaba en fuerza, profundidad y anchura. Aquel manantial nunca sería un gran río. Pero había tallado en la montaña un hondo cañón por cuyo fondo avanzaba humilde y firme, perseverando en la búsqueda de su propio destino. 
 

 
8. El reino de Bogu
  
A medida que nos alejábamos del manantial Fla se mostraba más alegre, recuperando el revoltoso carácter con que siempre le había conocido. Ior, por su parte, nos conducía por sendas y vericuetos que - entonces sí - , me resultaban conocidos, familiares. Abandonamos tan entrañable tierra sin darnos cuenta y llegamos hasta un lugar donde el terreno se había dulcificado; no era tan agreste ni escarpado como el sitio que habíamos dejado atrás. A lo lejos, el manantial había ganado la paz que nos regalaba en forma de un profundo y claro remanso, donde aquietaba su memoria. Algunos álamos blancos velaban su ensueño, orillando de claras sombras aquel mágico rincón. Nos acercamos aún más, recibiendo el saludo de las aguas del remanso, parecido por su extensión a un pequeño lago. Ior me aferraba la mano con fuerza, y Fla denotaba una preocupación cada vez mayor: 

- ¿Qué paraje, qué sitio es éste? - , les pregunté, maravillado ante tanta belleza, a mis amigos. 

- Éste era el Reino de Robur - , me respondió Fla. 

- ¿Por qué dejó un lugar tan hermoso? Nadie podría soñar nada igual en hermosura - , les pregunté, mirando absorto aquel milagro de luz y claridad. 

Ni Fla ni Ior me respondieron. Permanecían parados, con la mirada fija en algún punto del lago, que yo no lograba situar. Estaban quietos y guardaban un silencio absoluto. Pasó un buen rato y, al cambiar la luz en nuestro entorno, Fla me señaló, indicándome la orilla del remanso: 

- Mira, Pepe, ahí está Bogu. Puedes conocerla, si quieres. 

Frente a nosotros descubrí la presencia de Bogu, sentada en un tronco junto a la orilla del remanso. El agua le hablaba con un dulce movimiento. Uno podía respirar el silencio que se había adueñado del lugar. Bogu mostraba la mirada perdida en algún punto del espejo verde y azul que le era la superficie del lago, y su apariencia, su silueta, era la de mujer. Era la mujer más bella, la criatura más hermosa de la Creación, y un indefinible aire de ausencia y lejanía emanaba de sus gestos. Uno podría afirmar que Bogu reinaba, desde el más remoto tiempo, sobre el silencio y la paz allí aposentados, sin que nada pudiera rescatarla de su ensimismamiento. Al acunarse entre sus cabellos los rayos del Sol le labraban reflejos, destellos de luz como a una era de trigo cobrizo, y el Viento la acariciaba como si fuera su criatura más querida. Bogu tenía la tez de nieve y las mejillas de nácar. Pero lo que más atrajo mi atención fueron sus ojos, su mirada. Los ojos de Bogu eran verdeazulados y grandes, tan limpios como el agua del remanso donde se reflejaban; y su mirada, noble y pacífica como la claridad que nos ceñía y bañaba por entero. Eran sus labios de cerezo y vino; era su sonrisa leve, pícara y tierna como la de una niña. Reviví el silencio de Robur y ante la hermosura de Bogu comprendí, entonces, sus sentimientos. Me aproximé a Bogu. Quería hablar con ella, saber de ella: 

- ¡Hola! Soy Pepe; me han traído a ti mis amigos - , le dije, intentando retener conmigo su imagen. 

- Vienes muy de lejos y cansado, Pepe - me respondió - . Ante su belleza, miedo, un pudor casi infantil había en mí al hablar con Bogu. 
 

 
9. Siempre tu sonrisa
  
Miraba a Bogu y supe comprender el silencio que nos rodeaba. Ella comenzó a hablarme con dulzura, como si la vida y la muerte hubieren sido vencidas por su sonrisa: 

- Es fácil enamorarse, Pepe; pero es difícil guardar vivo el Amor. Vivirás creyendo amar - , me decía Bogu, con la sonrisa quebrada por un extraño sentimiento que yo no podía adivinar. De repente, supe que yo también la había esperado aun antes de conocerla, y que la había querido siempre. Pero no lograba acallar mi propia desazón: 

- Yo te quiero, Bogu. Te he querido siempre. Te querré siempre - , le dije, sintiendo que mi vida no había tenido sentido hasta aquel mismo instante. 

- Amar, sí; amar siempre...amar venciendo al tiempo ¿no? - , me respondió Bogu, mientras esbozaba una sonrisa ahora indulgente, casi burlona. 

- Siempre te he esperado. Es verdad que te quiero - le dije, cuando en mi universo sólo existía la sonrisa de Bogu. 

- ¿Sabrás amarme como soy?, ¿Sabrás ser tú mismo al amarme?, ¿Sabrás un día perdonarme...? - . Bogu me preguntaba como si muchas veces antes, a otros muchos Pepes, hubiera hecho la misma pregunta. 

- Siempre, siempre, siempre... 

- No digas siempre. Es muy duro, imposible para los hombres permanecer siempre en el mismo sentimiento - . Bogu me acallaba como si no quisiera hacerme daño, con un gesto que se veía lleno de una infinita compasión. 

- Yo te querré siempre, Bogu; tú eres mi vida. Yo te querré siempre - , le repetía, sin saber cómo retenerla. 

- No me quieres a mí, Pepe. Amar no es buscarse en otra persona - , me respondió Bogu. Yo sentía que moría; que renacía y volvía a morir y renacer entre el Amor y la Nada, sin saber dónde pararme, dónde detener tanta desilusión y tanto dolor. 

- No sufras, Pepe. Todo vive en nuestro corazón; tú también eres como un niño: quieres vivir cuando estás alegre, pero no aceptas la vida si no viene con los bolsillos repletos de tus golosinas - . Bogu me hablaba, hermosa como una reina del bosque, pero sin otorgar ninguna importancia a mis sentimientos. 

No supe qué ni cómo responder a Bogu. Ella era mi propia vida, pero no acertaba a retenerla junto a mí. Bogu comenzaba a adentrarse en las aguas del remanso, y yo no podía seguir sus pasos: 

- ¡No te vayas! ¡No te vayas! ¡No me dejes! - , le gritaba, pero Bogu me sonreía desapareciendo entre las aguas, cada vez más lejana, cada vez más fría en la profundidad. 

Un tiempo muy largo permanecí en la orilla del remanso donde había conocido a Bogu. Anduve por aquellos lugares como un loco, esperando encontrarla en cualquiera de sus rincones preferidos. No sé si fueron días, meses o años lo que estuve esperando a Bogu. Entonces hubo mucho silencio en mi vida. Pero poco a poco fui reencontrándome y con ilusión miré nuevamente el remanso. La tristeza de la despedida había dejado, intensos e imborrables, un recuerdo, una luz y un gesto de Bogu en cada una de las cosas que me rodeaban: el agua del lago era los ojos, profundos y claros, de Bogu; el viento reavivaba en mí el recuerdo de su cabello, y el murmullo del río se mostraba tan pacífico y noble como habían sido sus palabras... La sonrisa de Bogu iluminaría siempre aquel espacio. Yo comprendí, definitivamente, que nunca nos marchamos del todo. 
 

 
10. El elefantito hindú
  
Mis amigos me habían visto muy triste. La tristeza y el miedo resultan fardos demasiados pesados para cargar con ellos en nuestro caminar. Al irse Bogu creí perder el ideal de amor; sin embargo, y día a día, el lago me hablaba nuevamente, cada vez más hermoso y más necesario en su profundidad. Fla sabía que para mí retornaba la esperanza: 

- Pepe, hay que volver a casa - , me dijo, un día, Fla. Fue en el atardecer de un verano, y el viento nos envolvía con aromas a espliego, a tomillo y a rosa. La vida florecía de nuevo. 

- Sí, Fla. Debemos retornar al bosque. En el remanso habrá siempre Luz, Gloria, Vida y Paz que amar. Bogu pervivirá en nosotros, ¿no? - , le decía a Fla, mientras la mano pequeñita de Ior volvía a fundirme con la Tierra y la Vida que, gracias a su empeño, sabía ahora respetar y querer. 

Tomé unas chinas del río, las que me parecieron más bonitas. Todavía conservo dos de aquellas piedrecitas, redondeadas y suaves, adornando la mesa donde, ahora, estoy escribiendo. Reemprendimos el camino. Al principio, pensando en Bogu y en el Remanso de Paz, apenas nos dirigíamos palabra alguna. Después, tras un buen trecho andado, Ior comenzó a dar volteretas en el aire y a esconderse entre los robles y las hayas que nos despedían desde ambos linderos de la senda. Fla, en ocasiones, se alejaba raudo como una centella, ocultándose entre los helechos y jugando con ellos. Nunca me he sentido tan plenamente feliz. 

- ¿Sabes el cuento del elefantito hindú? - , me preguntó Fla, al tiempo que se introducía en un bolsillo de mi tabardo y jugando con el encendedor, lograba que la llama dibujase mil figuras de jocosa apariencia, sin que yo acertara a descubrir, a desentrañar, el secreto de su entretenimiento. 

- No; he escuchado muchos cuentos, y sé muchos más; pero no conozco ninguno que se llame así - , le repuse. 

- ¿Quieres que te lo cuente? - , me preguntó Fla, con aire travieso. 

- ¡Sí! ¡Sí! - , le respondí; intrigadísimo al fijarme en la expresión sonriente de su semblante, más pícaro que nunca. 

- Entonces te le contaré - me respondió Fla. Y prosiguió: "En un lugar de la India, cerca de la gran meseta del Decán y próximo a los Montes Ghates Occidentales, discurre un ancho río que los habitantes de aquella región usan como medio de transporte de sus mercaderías. Con la fuerza de la corriente este gran río arrastra los troncos, inmensos, de unos árboles que allí producen la madera más preciada y utilizada. Los leñadores de aquella región, muy ingeniosos, se sirven de la fuerza de los elefantes para cargar los troncos hasta el río. Pero los elefantes grandes son muy astutos, y no permiten que los leñadores los capturen para portear madera, trabajo que no les gusta nada, prefiriendo morir antes que una vida sin libertad. Por lo tanto, los leñadores han de idear un plan para cazar a los elefantes cuando aún son pequeñitos. De este modo, se las ingenian para atraer a los elefantitos con arroz dulce, roscos de azúcar, carne de membrillo, pastelitos de canela y muchos plátanos fritos con leche que les ponen cerca, sabiendo cuánto les gusta, y cómo disfrutan de estas golosinas los inocentes elefantitos. Así, los leñadores dejan que los elefantitos coman de estos manjares mientras van tomando confianza; acostumbrándolos a su ladina presencia. Cuando los inocentes elefantitos ya no recelan de los leñadores, éstos se les aproximan hablándoles cariñosamente y, con caricias, rascándoles la barriguita - cosa que a los elefantitos les encanta - , logran llevarlos hasta un lugar donde pueden, finalmente, sujetarlos con cuerdas. Al verse cautivos, los elefantitos lloran mucho los primeros días; pero como son aún muy pequeños no tienen fuerza para romper la atadura que los aprisiona. Así, intentan escapar una y otra vez; pero no hay modo de conseguirlo: la cuerda es para ellos muy fuerte. Pasa el tiempo; los elefantitos se convierten en unos animales tremendamente fuertes y poderosos, capaces de arrastrar troncos tan altos y pesados como montañas. Pero han olvidado, domados por la rutina, el deseo de Libertad. Si los elefantitos vieran la atadura que los encadena tal como es, y si conocieran su propia fuerza, ninguno de ellos viviría arrastrando fatigosos troncos el resto de su vida...". 

Cuando hubo acabado de contarme el cuento, Fla me observaba con mucha ironía. Yo no sabía qué responderle. Pensé que los elefantitos hindúes vivían un triste sino; pero yo no podía sustraerlos del destino que les había correspondido. En mi casa no quedaba sitio para más de un perro o dos gatos. Como mucho, apurando la terraza, podría añadir una tortuga, siempre que no fuese muy grande; evidentemente, Fla pretendía confundirme con el cuento que me había contado. Y, además, ¿de dónde iba yo a apañar tanto arroz, tanta caña de azúcar y tantos plátanos como necesita un elefantito para alimentarse y crecer...? ¡No!, ¡no podía ser de ninguna manera! Fla me quería tomar el pelo: 

- ¡Fla, yo no puedo acoger a ningún elefantito hindú en casa! No tengo sitio donde alojarlo; no tengo comida para alimentarlo; no tengo un río para bañarlo; no tengo tiempo para cuidarlo - , le dije, para evitar el regalo que, conociendo el travieso modo de ser de Fla, podría aparecer en un periquete con el aspecto y la forma de trescientos retozones quilos de peso, los mismos que pesa todo elefantito hindú antes de hacerse grande. 

Fla me miraba, seco y duro. Creí que le había ofendido de algún modo, aunque no sabía el motivo: 

- ¡Claro que sí!, ¡Sí que tienes un elefantito en casa! - , me respondió en tono de reproche. Cada día te pesa más y te quita más tiempo, Pepe; pero tú lo quieres y lo mimas. Te has acostumbrado a su compañía; te has acostumbrado a vivir con él - , añadió Fla, tajantemente. 

- ¡Que no! ¡No es verdad! ¡No hay ningún elefantito hindú en mi casa ni conmigo! Los vecinos no permitirían que lo tuviese junto a mí. Podría hundir el piso - , le respondí a Fla, creyendo haber encontrado el mejor argumento en defensa de mis palabras. 

- Sí. Sí que lo cobijas contigo. Desde siempre está viviendo junto a ti; él es igual que tú y por ese motivo no puedes verlo. Si algún día eres verdaderamente libre, si puedes llegar a ser el rey de tu propia vida, descubrirás, en ese mismo instante, su colita y su trompa, erguidas y alegres, saludándote como despedida.  
 

 
11. Os pediría tantas cosas.
  
Cinco chinas encontré en el Remanso de Paz. Estaban en la orilla, escondidas en la arena, y brillaban como cinco esmeraldas de Ceilán. Atesoro aún conmigo dos de aquellas piedrecitas, como el mejor recuerdo de la aventura vivida junto a mis amigos.  

Clara estaba la mañana de nuestra despedida. Me acompañaban Fla y también Ior pero no nos dijimos ninguna palabra que pudiera sonar a un adiós. Quería regalarles algo que fuera mío, que pudiera brindarles una muestra del respeto y el cariño que por ellos sentía; pero sólo hallé mis cinco chinas. Y pensé que aquellas piedrecitas, como un símbolo del camino que habíamos compartido, sabrían abrirles mi corazón. 

Una de aquellas chinas, blanca y pulcra, se la ofrecí a Fla, mi amigo tan sabio como revoltoso; y otra, tan azul y fuerte como un zafiro, se la entregué a Ior. Ambos aceptaron mi humilde regalo con alegría, regocijados. Todavía tengo junto a mí dos de aquellas chinas que acaricio, cuando la vida o los hombres me entristecen, imaginando que aún atesoran el sueño luminoso de Fla o el calor fuerte y leal de Ior. Desde aquellos días, estas pequeñas piedras permanecen en mi vida, mostrándome el testimonio y la prolongación de un sueño imperecedero. 

La más hermosa de todas, encendida como el rubí, la cobijé al pie del roble que crece, como un guardián invisible, a la puerta del Castillo Encantado. Esa piedrecita no vale nada en dinero; si la veis, os parecerá lisa, suave y lustrosa como otras mil chinas modeladas en la paz y el amor de un anónimo río. Quizá sufráis mucho para descubrirla, mas si, al fin, la encontráis, nunca la podréis perder. Permaneced allá donde quiera la hayáis descubierto; pronto acudirán, también a vosotros, mis amigos. Esperadlos sonrientes. Saben que sois amigos míos y que la he guardado sólo para vosotros. 

Yo os pediría tantas cosas... pero, sobre todas, una: que, por encima del dolor, de la tristeza o del esfuerzo baldío, conservéis siempre la mirada tan limpia como la luz de la mañana; tan pura como el agua de un cristalino manantial.

 
NOTA
* Nacido en Puente Genil, Córdoba, es doctor en derecho y vive en Barcelona.
   
 
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