ARS POETICA
(A propósito del carácter mítico y arquetípico del relato)
JOSE SANCHEZ LECUNA *
 
a Roberto di Buonatale, a Roberto Américo Buonanotte y a Sixto, mis amados personajes
a Antonin Artaud y a Samuel Beckett, por su legado
a Carl Gustav Jung, evidentemente y a Northrop Frye, para no olvidarlo, in memoriam
a Marcel Proust, por su genio, su enorme talento, su obstinación y su enorme paciencia
a George Steiner, por su lucidez y su inteligencia
a Israel Centeno y Graciela Bonnet, amigos, escritores y mis editores venezolanos
a Ana María Velázquez, fuente indispensable en la que sacio mi sed de amor y de conocimiento
a Joël Pozarnik, porque el camino de la luz justifica los dolores de nuestra existencia
a Daniel Fohr, viajero, filántropo y escritor
a Elie-Paul Rouche Lasry, filósofo, escritor e incansable caminante de senderos ignotos
con toda mi gratitud
a la fragilidad humana, la nuestra

 
“El arte debe ser como ese espejo
que revela nuestro propio rostro”
Jorge Luis Borges
“porque el mundo ya no importa si uno no tiene fuerzas para seguir eligiendo algo verdadero”
Julio Cortázar

Proemium

1

Escribir, es sufrir.

La escritura es el suplicio de un alma que busca constantemente un sentido a su razón de ser. Y vivir es también una especie de agonía. Basta con ser consciente de ello.

El viaje y el aprendizaje de un alma son semejantes al viaje y al aprendizaje de la vida, y la escritura es una manera de esclarecer, de una forma saciada de imágenes, el gran misterio insondable y doloroso de la vida y del alma.

Es con el uso de una escritura que defino como una escritura con carácter mítico y arquetípico que abordo ciertos aspectos de la experiencia humana gracias al uso de símbolos e imágenes, ya que cuando hablamos de imagen hablamos de símbolo y cuando hablamos de símbolo hablamos de inconsciente. Y cuando hablo de inconsciente, hablo de un inconsciente individual, es decir, de un inconsciente que concibo como una estructura arcaica y arquetípica independiente que se convierte por consiguiente en las bases, las fundaciones y el fundamento de la personalidad y del carácter (del ethos) de mis personajes novelescos. Mis personajes son por consiguiente culturales, porque existen en sí mismos como estructura arcaica y arquetípica, es decir, como personas y personajes, autónomos y conscientes de sí mismos. Y esta conciencia de sí es de hecho, para mí, el primer indicio de su sufrimiento y de su soledad, sufrimiento y soledad que no pueden ser negados.

Mi escritura trata por consiguiente de resolver este doble dilema: el del sufrimiento y el de la soledad, sufrimiento y soledad de los personajes que ocupan las páginas y los párrafos de mis libros.

2

Les voy a hablar de mis tres novelas: El viaje inefable, El ineludible destino y Memorias de la Esperanza, sin embargo les voy a proponer también una reflexión alrededor del tema de la estética de la novela. Espero que será para nosotros una oportunidad para tratar de dilucidar algunas características de mi escritura y de la escritura novelesca en general.

3

Mis tres novelas se parecen mucho a novelas históricas sin embargo, e insisto en señalarlo, éstas no lo son. No son novelas históricas en el sentido estricto del término. Son novelas en las que los personajes pasan por un aprendizaje, a pesar de ellos mismos, aprendizaje que, de alguna manera, contiene en sí mismo el aprendizaje arquetípico de los héroes de la tradición novelesca y de la tradición mítica de Occidente. Es por esta razón que uso, a lo largo de mis novelas, y a veces abuso de ello, un lenguaje saciado de símbolos y de imágenes que me permiten transformar el discurso narrativo tradicional en un discurso simbólico, con el fin de poder abordar el agon (del griego, la lucha) del héroe como una metáfora de la existencia. Este discurso simbólico elimina toda interpretación socio-histórica y hasta psicológica de mis personajes. Estos no representan ninguna idiosincrasia en particular y no tienen, como sería el caso de Emma Bovary por ejemplo, una psicología digna de un análisis profundo y minucioso. Con respecto a la pobre Emma Bovary podríamos hablar, por ejemplo, del síndrome de Ariadna, arquetipo de la mujer abandonada, como una manera de explicarnos lo que le sucede y así poder comprender su reacción y su psicología. Ariadna, hija de Minos, quien fuera abandonada por Teseo y por Dioniso, podría ser el modelo arquetípico de Emma Bovary así como también podría ser el de María Eugenia Alonso de la novela Ifigenia de Teresa de la Parra ya que ambas novelas coincidencialmente, la de Flaubert como la de la novelista venezolana, comparten este mismo arquetipo de la mujer abandonada.

Comparar el drama del personaje de la novela de Gustave Flaubert con el de Ariadna, deteniéndonos en el tema del abandono, ya que el abandono es la herida que destruye, es un tema que podría exigirnos varias horas de reflexión sin embargo, hoy, vamos a hablar de otra cosa y, por consiguiente, vamos a dejar en paz tanto a nuestra pobre Emma Bovary como a la pobre María Eugenia Alonso.

4

El carácter psicológico y sociológico de mis personajes (y creo, me atrevo a decirlo, de todo personaje en general), no es más que una máscara, no es más que una vestimenta con el que se visten, se disfrazan a menudo y con el que se esconden de la mirada de los demás. Lo que nos interesa en realidad es su viaje interior, su aprendizaje interior, ya que sus vidas se desarrollan en el interior de sus almas donde toda tragedia y toda comedia humanas se arraigan. El contexto no se convierte entonces más que en un accidente.

Pero, ¿por qué, pues, escribir de esta forma?

5

Para empezar, una primera idea.

La naturaleza misma de la literatura viene a construir y a crear una especie de filosofía en imágenes que pone en evidencia una cierta ingenuidad de los personajes con, a veces, una pizca de humor, y que subraya el inefable valor y la inevitable significación de nuestra insignificante existencia. Paradoja de la vida, complejidad del alma humana, ya que el viaje es simple: de la cuna al ataúd, de la vida a la muerte, del amor al odio, de la pasión a la acedia, de la tristeza a la alegría, somos siempre los prisioneros privilegiados de la paradoja. Y la paradoja es la fuente, el origen y la raíz misma de la sabiduría.

Es para mí, de una cierta manera, la estética, por ejemplo, de un Albert Camus con su magnífica novela La peste que es, para mí, un buen ejemplo de novela arquetípica ya que todos sus personajes son arquetipos que luchan por sobrevivir a la muerte, en la ciudad de Oran, ciudad que deja de ser Oran para convertirse en La Ciudad, La Urbs Universal arquetípica, y el gran cementerio, imagen y símbolo de una prisión: la de la conciencia y del alma de cada uno de nosotros.

Es la misma estructura arquetípica de la novela de Nikos Kazantzakis, Alexis Zorba, en la que los dos personajes principales representan los arquetipos de Dioniso por una parte y de Apolo por otra parte, personajes que ponen en evidencia la paradoja del alma humana, la paradoja de la lucha constante de los seres humanos en su búsqueda de un equilibrio utópico, paradoja de la complementariedad de las dos potencias que se oponen en el interior del alma y del espíritu: Dioniso y Apolo, el exceso (la embriaguez) y la medida (la sobriedad), potencias que sin embargo se necesitan entre sí para sobrevivir. Ni una con la otra, ni la una sin la otra: he ahí el dilema de la lucha interior. Y como tela de fondo, está la muerte, todopoderosa, la muerte que subraya lo absurdo del esfuerzo inútil. Sin embargo la alegría de vivir siempre está allí para convencernos, necesaria, vital y victoriosa, como en la inolvidable película de Ingmar Bergman El séptimo sello.

Es igualmente la idea motriz del Ulises de James Joyce, novela en la que Leopold Bloom deja de ser un simple ciudadano de Dublín para transformarse en un arquetipo universal de Occidente con el que cada lector reconoce su propia miseria, su propia soledad y su propio naufragio, como un barco a la deriva, ya que la jornada de Bloom, así como la de Stephen Dedalus, viene a repetir sin cesar un ciclo cotidiano, exasperante, fatigoso, deprimente e inútil: el ciclo arquetípico y mítico de la existencia.

6

Escribir un libro es construir un laberinto, un laberinto cuyos círculos concéntricos delimitan los contornos de nuestro propio rostro interior, un laberinto construido pacientemente por las heridas y los cansancios del alma y que se parece a las cicatrices labradas en la arcilla de la conciencia, día a día, por la perseverante paciencia del tiempo.

Una novela es un relato que se construye a sí mismo como una memoria que se contempla constantemente. Una cierta armonía se impone cuando las imágenes imaginadas se reconcilian con las imágenes creadas por el lenguaje. Es cuando las palabras comienzan a recorrer los meandros del misterio que nos lleva hacia la creación de un espacio, un espacio-tiempo, siempre imaginario, que tiene el privilegio de revelar a la vez el carácter ficticio de la vida y el fondo real de la ficción. ¿Cómo concebir una diferencia entre ambos? ¿Cómo separarlos, la vida y lo que imaginamos de ella?

¿Es la vida realmente lo que imaginamos de ella? ¿Y es lo que imaginamos más real que la realidad?

Confusión y contradicción. Nos enredamos en una paradoja sin salida.

Escribir resuelve de alguna manera este problema.

7

El filósofo Alain Daniélou, músico, mitólogo, autor del Politeísmo Hindú, gran conocedor de Grecia y de la India, concibió en su libro autobiográfico, El camino del Laberinto, esta reflexión: (cito)

“El tiempo no es más que una ilusión, una aparente sucesión de momentos a lo largo de un viaje que hacen los seres humanos en el eterno presente. (...) No se puede describir de un viaje sino las etapas, los incidentes, los encuentros, los aspectos externos y anecdóticos.

Sucede lo mismo con el viaje de la vida.

La continuidad de una experiencia, el hilo de Ariadna que rige un destino a través del laberinto de lugares, objetos, formas, permanece siendo un lazo sutil, invisible, indefinible. Los sentimientos profundos que nos mueven, las fuerzas sutiles que nos guían no tienen nada que ver aparentemente con los acontecimientos y los personajes con los que nos encontramos y cuyas imágenes conservamos, y, sin embargo, es este escenario el que marca las etapas de nuestro destino.” (fin de la cita)

Comparto este pensamiento ya que el tema del destino es quizás el que nos acerca más al enigma que es la vida, a sabiendas de que la vida es el espacio más propenso a la experiencia de los misterios.

8

La escritura es una iniciación inevitable que expone al escritor al universo insondable de los misterios. Y de la misma manera que el que busca un sentido a su vida, el escritor busca descubrir un sentido del que no tiene conciencia y del que ignora todo lo que hace su razón de ser ya que el escritor no es más que un mediador de ciertas claves que se revelaron mediante imágenes, imágenes que se transforman a su vez, por medio del lenguaje, en símbolos.

Sabemos todos que los símbolos son aquellos que ponen en evidencia el valor inefable de la imagen. Esta nos invita a una lectura, a una interpretación y a descifrar minuciosamente el sentido oculto y significativo que le es propio para luego poder comprenderla. Por consiguiente el sentido de los símbolos se convierte en un elemento fundamental de una lectura de la realidad manifiesta, de una lectura de la realidad de lo invisible, de una lectura de la existencia de lo sagrado y del lugar enigmático que ocupan los seres humanos en el “mundo-laberinto” donde, de manera inesperada, se manifiesta, ex nihilo y como por arte de magia, lo desconocido.

Es cierto que la búsqueda de sentido en Occidente es común a todos los seres humanos que no se resignan con sólo vivir una existencia superficial y dicha búsqueda, a veces desesperada, es una búsqueda inevitable. Se manifiesta de diferentes maneras en diversas circunstancias y situaciones de la vida: en el libertinaje, en el dolor (recordemos, en literatura, a Marguerite Duras y a Antonin Artaud), en la intensidad de las pasiones, en el exceso, en la acción irracional y hasta absurda, en el enceguecimiento de la razón, en la obsesión, en la rebeldía sin motivos, en el desorden, en el caos pero también en la soledad, en la contemplación, en el éxtasis religioso, en la fe, en la porfía de la defensa de una verdad, en toda expresión artística, en el amor, en el don de sí, en la sed de justicia, en el silencio y el aislamiento, y así ad infinitum ya que, y esto es cierto para todos aquellos que tienen una mayor conciencia, la vida es siempre una búsqueda de sentido.

Para el artista, la búsqueda es la misma, sin embargo esta búsqueda es también una búsqueda estética. No obstante, lo estético solo no basta. Oculto bajo las formas, los colores y las figuras (eidos en griego) se halla también otro sentido: el sentido de lo sagrado. Porque el artista, es decir, aquel que sabe escuchar los ecos del más allá, el mensaje de los dioses, como se creía en la Antigüedad, este artista debe convertirse en la memoria (Mnemosyne) de un mundo trascendente al que tiene acceso gracias a su sensibilidad y a su capacidad mediadora, según las propias palabras de Platón. Es por esta razón que el artista, al transmitir el mensaje de los dioses con su arte, logra “ponerse en contacto” con lo desconocido mediante una revelación poética, su obra, que transforma lo sagrado en lenguaje, es decir, en figuras de la permanencia. Es por esto que el arte es igualmente religioso (del latín religare).

Y Michelangelo Buonarroti, uno de los personajes de mi primera novela El viaje inefable, representa para mí el mejor ejemplo del artista. El artista, el verdadero artista, que es religioso, no sólo porque se “pone en contacto” sino porque aprende a conocer y a descifrar el lenguaje del misterio de lo sagrado.

El arte, por consiguiente, es un maravilloso regalo de los dioses para que los hombres puedan compartir las verdades que han olvidado, que han desdeñado o hasta abandonado porque esto implica un esfuerzo, siendo una búsqueda. De esta forma el arte nos pone en contacto con la trascendencia, ya que el arte tiene esa capacidad de “tocar”, de conmover, como decía Aristóteles, y debe también, y sobre todo, transformar, tanto al artista como al que contempla su obra, logrando de esta forma restablecer el lazo entre nosotros y el Misterio, Aquel que nos contiene, Aquel que nos envuelve y nos mece en sus brazos, Aquel que nos amamanta y nos sacia, Aquel que nos obliga, Aquel que nos hace sufrir, Aquel que nos conmueve, nos hace llorar pero también reír, Aquel que nos hace sentir, sentir que estamos vivos porque, es cierto, nosotros, los seres humanos, necesitamos sentirnos vivos, antes que nada.

Al respecto el mitólogo Joseph Campbell escribió: (cito)

“La gente dice que estamos todos buscando un significado a la vida. No creo que esto sea realmente lo que estamos buscando. Creo que lo que estamos buscando es una experiencia de sentirnos vivos, de esta forma nuestra experiencia de vida en el mero plano físico tendrá eco dentro de nuestra más profunda esencia y realidad, por lo que sentimos realmente el rapto de sentirnos vivo.” (fin de la cita)

Esta experiencia del rapto, del éxtasis, es esencialmente una experiencia estética, siendo una experiencia ética, que emancipa y que impregna de sentido lo que llamamos el destino de una vida. Dicha experiencia estética está generalmente acompañada por un encuentro fortuito con el Absoluto. Y dicho encuentro con el Absoluto no es más que un encuentro, insospechado, con lo inconmensurable: Dios.


El contexto histórico como pretexto

La Historia es un interminable Laberinto del que no podemos prescindir nosotros, prisioneros permanentes que somos, nosotros, impotentes prisioneros que somos, nosotros, nosotros que somos, (¿y qué somos?), ya que no tenemos la más remota posibilidad de descifrarlo y de hallar la salida y ser libres.

La Historia es tediosa porque la tomamos en serio, demasiado en serio y si no la tomáramos tan en serio, tal vez encontraríamos felizmente la salida.

A veces, ella misma se encarga de convertir nuestra existencia en plato principal de las circunstancias, siempre ajenas a nuestra voluntad, oponiéndose sin merced a nuestros deseos más íntimos, más cándidos y más genuinos, impidiéndonos vivir, día a día a plenitud, la fina lucha por la Belleza, la lucha sutil por el amor, la inexorable lucha por la verdad y la justicia.

La Historia es la gran pesadilla de los seres humanos, porque nadie es inmortal. Razón suficiente para comprender que la Historia es una de las grandes tonterías humanas.

En realidad, la Historia que leemos, que escuchamos, que aprendemos, nos confunde a menudo con su embrollada y desmedida verborrea. En esos momentos de excesiva y exagerada abundancia de palabras, la Historia, presa de presunciones delirantes y de soberbios vuelos de grandilocuencia, se dedica a su afición predilecta: ir en pos de lo trascendente. En realidad, la Historia sólo trata de poner en evidencia una sola cosa: todo lo que humanamente ha acontecido en este mundo es trascendente.

En esto consiste el verdadero drama (para no decir tragedia) del ser humano ya que éste no admite nunca poder ser intrascendente y, como una obsesión, busca trascender su intrascendencia en figuras (eidos = imagen) de lenguaje (todas las expresiones humanas) que ocultan a menudo una profunda angustia, un malestar existencial, una  inconfesable esquizofrenia, un inmenso ego, un desencanto incisivo o simplemente un escepticismo mal concebido...

Todas estas figuras de lenguaje, estas formas de lenguaje, nunca logran saciar la naturaleza profunda del alma humana ya que, siendo el alma simple como la luz y compleja como su espectro, ésta sólo puede saciarse gracias a su necesidad (ananké) de Belleza, su sed de conocimiento, su sed de comprensión y también de sencillez, sin duda de verdad, en una palabra: de plenitud.

Y plenitud no rima con la palabra trascendencia: rima con la palabra quietud, con la palabra virtud; igualmente con la palabra sensibilidad, la palabra intuición, como lo señalaba Marcel Proust, y sin duda con la palabra inteligencia.

Plenitud rima con la palabra verosimilitud, con la palabra sinceridad, la palabra honestidad, la palabra autenticidad a pesar de que el ser humano, en el fondo, es a menudo deshonesto, incongruente, incoherente, inverosímil, para nada sincero ya que, en el fondo, no somos gran cosa, no somos nada: apenas unos granos de polvo muy imperfecto en la palma de la mano de la tierra...

Sin embargo de estas formas de lenguaje está hecha la vida.

Y la vida de la imaginación está también hecha de estas formas de lenguaje: esta vida de la imaginación donde se desarrollan realmente los acontecimientos más importantes de nuestra vida. Es por eso que con estas formas de lenguaje están saciadas las aceras y las calles de nuestras ciudades y de nuestras aldeas.

Sin embargo lo que podría interesarnos verdaderamente de la Historia es la fantasía de “lo que pudo haber sido” porque de la pesadilla de “lo que fue” no sabemos realmente nada.

La ilusión es propia del lenguaje.

Lo que más me atrae de la vida imaginaria es lo que llamamos el paraíso terrenal del lenguaje, la terra incognita de lo imaginario que es la tierra más fértil que exista, tierra fértil donde mi personaje, Roberto di Buonatale, de la novela El viaje inefable, va a viajar, fruto de un simple capricho de la imaginación, fruto del azar y también porque es su destino, ya que el azar es un destino y el destino es siempre azaroso.


El viaje inefable: perfil

El viaje inefable cuenta el periplo de Roberto di Buonatale, oriundo de Florencia, personaje absolutamente insignificante del siglo XVI, a menudo poco definido y de vez en cuando un poco virtuoso.

Porque es esencialmente humano, hasta demasiado humano, este personaje en realidad no es nada ni nadie, apenas unos granos de polvo muy imperfecto en la palma de la mano de la tierra...

Este personaje, absolutamente sin importancia, ilustre desconocido, llega a Tierra Firme, el Nuevo Mundo, cincuenta años después de Cristóbal Colón, porque el destino lo decidió de esta forma, porque el azar también lo decidió de esta manera, y allí, en ese Nuevo Mundo donde todo puede suceder, va a vivir de la forma más anónima las más insólitas experiencias que ningún hombre haya jamás vivido antes en América, puesto que toda experiencia humana es única e insólita.

Este Roberto di Buonatale no es ningún héroe, ni tampoco ningún antihéroe: es un simple desconocido, un ignorado por la Historia, un personaje anodino, siendo a la vez un ser humano como cualquier ser humano, único e insustituible. Es bueno y malo, simple y complejo, humilde y soberbio, cándido y astuto, transparente y sombrío, clarividente y confuso. Un Hombre-de-la-calle.

Lo que le sucede en la provincia de Venezuela no ha sido escrito nunca, no revelado, ni tampoco señalado por los cronistas de la época y lo que él va a descubrir es bastante asombroso.

A su regreso a Florencia Roberto di Buonatale va a conocer, de una forma bien peculiar, a Michelangelo Buonarroti, personaje clave, que le hará descubrir los secretos ocultos de su arte y el gran misterio profundo de la belleza artística.

Esta novela, El viaje inefable, procura narrar sólo las peripecias, de algunos años, de este personaje anónimo, tal como pudieron suceder, es decir, tal como sucedieron realmente. Y ya que la vida de Roberto di Buonatale es un largo viaje penoso que no acaba nunca, el viaje mismo de su vida le hará descubrir los misterios inefables del alma y aquellos de su propia conciencia. Es entonces cuando va a experimentar, a pesar suyo, el éxtasis indescriptible de una comprensión última e intransmisible.

Al inicio de la novela, se trata de la soledad de la vejez y de un cierto desamparo: (cito)

“Qué difícil es ser viejo y ver hacia atrás y poder vislumbrar el camino recorrido, y saber que no queda camino por delante.

Qué difícil es ser hombre, porque tenemos que morir.

Qué difícil es la vida, porque no sabemos cómo es el mañana, porque tenemos que inventarlo, resultando tan diferente a lo que hemos pensado que iba a ser.

Qué difícil es el silencio de Dios.

Qué difícil es todo esto, tener que pensar estas cosas y saber que son la verdad.” (fin de la cita)

La soledad, ciertamente. La que nos acompaña a lo largo de nuestra vida, hasta la muerte.

Desde el inicio del viaje hasta el final no nos queda más que poblar con imágenes, recuerdos, experiencias y un poco de sentido ese paréntesis de nuestra existencia que nos concierne a todos, y que no logramos comprender, paréntesis que nos contiene mal que bien, que nos oprime y que, a la vez, nos invita a inventar nuestra propia realidad y de esta modesta invención de bolsillo creamos la paradoja de nuestra insignificancia.

Roberto di Buonatale es, simplemente, un esbozo, un boceto, un bosquejo particular de esta paradoja.


Escribir: ¿para qué?

Recuerdo una mañana, anónima como cualquiera, que me permitió comprender, ahora lo pienso y lo creo, un aspecto fundamental de lo que llamamos escribir.

Aquella mañana, anodina, y sin embargo bien peculiar, me hallaba por azar en un parque público cuando una brisa sutil fue dispersando mis reflexiones y mis pensamientos. Esta brisa, súbita e inesperada, perturbó la quietud de las hojas de los árboles que se agitaban como locuaces palabras que parecían querer aplaudir y agradecer su presencia. Esta brisa parecía cubrir con sus besos el misterio de las estatuas y de las estelas, los monumentos, presencias inmortales como los sueños, que ornaban el parque público donde unos transeúntes paseaban con suma tranquilidad y donde unos pájaros daban vueltas sin preocuparse por nada.

Unos niños le daban con los pies a una pelota, pegando unos gritos verosímiles y sin embargo incomprensibles para los transeúntes y las piedras ornamentales. La presencia ruidosa de estos niños no modificaba para nada la rutina cotidiana en este parque público semejante a cualquier parque público de las capitales del mundo. La brisa, como el tiempo, se llevaba todos mis pensamientos, todas mis reflexiones, barridas por su soplo, tragadas por la memoria del olvido, arrastradas hacia un horizonte vago e inconstante. Los niños seguían dándole con los pies a la pelota como si fuera la última vez, y se dejaban embriagar por el entusiasmo de sus gritos, se dejaban seducir por la ilusión de sus gestos, se dejaban convencer por la pureza espontánea del contoneo insensato de sus cuerpos, cuerpos tan inconscientes de ellos mismos y tan sabios como la pretenciosa inconsciencia y la vana sabiduría de las nubes que tratan siempre de adueñarse del cielo. Fue entonces cuando comprendí que, y es cierto, las cosas no existen, porque son demasiado reales. Tan reales como estas palabras, como este recuerdo, tan reales como aquellas nubes, demasiado precoces y demasiado efímeras. Igual sucede con la imaginación, con la literatura, con la vida. Y fue de esta forma que comprendí que la razón de ser de la imaginación, de la literatura y, sin duda alguna, de la vida es semejante al juego y a la pasión de unos niños que juegan a dar unos puntapiés a una pelota, como si fuera la última vez.

La escritura es la pelota; los puntapiés, la pasión: y la razón de ser, es porque es siempre por última vez, siendo la ilusión de una primera vez.


Ars Poetica

“El verdadero escritor no desea escribir: desea que el mundo sea un lugar donde pueda vivir la vida de su imaginación”. Son palabras de Henry Miller. Es cierto. Y cuando se habla de imaginación se habla de un universo concebido por imágenes, de un espacio, siempre interior, configurado por imágenes, hecho de imágenes. Ciertamente, el universo del escritor está hecho indudablemente de imágenes, si no, no puede tener vida propia y ni siquiera éste, el escritor, podrá transmitir su concepción y su percepción del mundo, porque el mundo se aprehende siempre primero con imágenes. Luego aparecen las ideas, que siempre son más complicadas y complejas, en cuanto las imágenes no mienten.

El escritor que no imagina, que no sabe imaginar es sólo un bribón del lenguaje, un maleante de las palabras, un malhechor del léxico y un coleccionista de bellas frases, vacías de sentido, sin profundidad, y qué triste es vivir en un mundo en el que la imaginación ha dejado de ocupar el primer lugar, porque imaginar es también acercarse a la naturaleza esencial del ser humano, y, a veces, es atreverse a acercarse a Dios. 

Les voy a hablar someramente de lo que llamo mi Ars Poetica, mi Ars Narrationis, mi arte de construir un relato con sentido mítico. Lo llamo llanamente el realismo arquetípico. Así lo denomino a falta de otra manera de definirlo.

Para mí, el realismo arquetípico es mi modo de concebir la existencia de mis personajes novelescos como expresión y manifestación de mi humilde mirada sobre el mundo. Este realismo arquetípico es la expresión y la manifestación de lo que llamo mi mitología de bolsillo, nacida en los estantes donde descansa el recuerdo de obras leídas y releídas, visitadas y revisitadas mil veces, que constituyen mi pequeña biblioteca interior con la que he ido construyendo una leyenda imaginaria al azar de mis lecturas y de las circunstancias de mi vida, leyenda que me permitió inventar, como una explicación racional, una especie de mitografía personal que me ayuda a esclarecer los orígenes y el sentido de aquel pasado que nos contiene y que ha hecho de nosotros lo que somos.

Esta mirada es independiente de todo contexto socio-histórico en el que se desarrollan los acontecimientos y las peripecias de mis personajes. El contexto socio-histórico no es más que un pretexto, una simple tela de fondo, con el fin de poner en evidencia una problemática humana particular. Y es por esta razón que intento mal que bien de poner en imágenes la lucha, el esfuerzo, el forcejeo consigo mismo, por parte de mis personajes, para tratar de comprender su destino, el sentido de su destino y para asimilar, a lo largo del viaje que son sus vidas, la presencia del mal, la presencia de la ignominia, de la intolerancia, de la crueldad, de la violencia, de la injusticia, ya que los dioses a menudo son injustos con los hombres.

No se puede escribir sin hacerse preguntas, así como tampoco se puede vivir sin formularse preguntas. Y trato de justificar la incredulidad de mis personajes, su pesimismo, su carencia de fe. Y trato de encontrar una razón de ser a su eterna búsqueda, a su búsqueda de sentido, a su búsqueda de identidad, a su encuentro con el otro, a su sentido de la amistad, del amor y también a la realidad de su muerte.

Todas estas experiencias y estos sentimientos significativos me hacen comprender que la violencia, la carencia de fe, el pesimismo, la crueldad son igualmente unos personajes que juegan un papel importante. Nos obligan a menudo a recorrer los senderos tortuosos y desérticos del desaliento, de la desolación y de la desesperanza. Estos encuentros, estas experiencias, por parte de mis personajes, con el mal, con la crueldad, con el amor, con lo desconocido, con la ingeniosidad de los hombres y su talento, con su capacidad de mentir y de corromper el espíritu ajeno, son todos ellos experiencias y encuentros epifánicos ya que les revelan ciertas verdades esenciales hasta ahora desconocidas.

Dichos encuentros, dichas experiencias, por parte de mis personajes, son los temas fundamentales de mis novelas.


Los personajes (continuación)

La existencia es una prueba, es el aprendizaje de la vida con sus sinsabores, con sus dificultades pero también con sus descubrimientos y con, a veces, la liberación profunda del espíritu y del alma, ya que aprender realmente es aprender a desaprender. El único y verdadero aprendizaje real es el del desaprendizaje.

Este desaprendizaje lo concibo como elemento constitutivo de primer orden.

Para mí la aventura de mis personajes puede situarse en cualquier momento histórico, en cualquier país del mundo ya que su pasión existencial (del griego pathos) se expresa de la misma manera en todas partes: es el reflejo de la expresión de un grito individual de dolor, de desespero y de una necesidad de supervivencia, física, psicológica y, hasta a menudo, ética.

La necesidad de existir, por parte de mis personajes, su sed de identidad, es una necesidad esencial para mí.

Y lo que me interesa, con respecto a mi arte de escribir, es poder expresar mediante una forma novelesca, es decir, mediante una forma absolutamente imaginaria, fabulosa en el buen sentido de la palabra fábula (muthos en griego), es poder expresar el proceso inconsciente del aprendizaje, del desaprendizaje, de la evolución, de la iniciación, de la transformación y de la toma de conciencia por parte de mis personajes. Su existencia nos habla de una evolución individual y sus destinos son tanto el destino ajeno, del prójimo. Es para mí una manera de comprenderme y de comprender a los hombres, comprender la vida y su sinsentido.

Para mí es una manera de comprender lo que nunca me han contado, lo que nunca me han querido hacer comprender, una manera de poder comprender lo que nunca han logrado explicarme: que no hay nada que comprender. Esta es la comprensión última. La vida no se explica. Es lo que es.

Cada lector, cada lectora, al leer mis novelas puede, con generosidad, reconocer en mis personajes ciertos aspectos, ciertas facetas o ciertos matices de su propia vida y de su propia conciencia. Esto representa para mí una enorme recompensa.

Mis personajes no desean convencer a nadie. Se exponen simplemente. Le toca al lector, o a la lectora, juzgarlos o a lo sumo amarlos, y con esto basta. Mis horas de paciencia, de escritura en solitario y de tormento habrán sido justificadas.


Algunos ejemplos

Pero, para volver a nuestro tema y con respecto a la noción de arquetipo, tomemos el caso de La peste de Albert Camus, novela que pone en evidencia unos aspectos no confesados y algunas actitudes poco dignas propias de la condición humana, porque de lo que se trata es de la condición humana, y esta novela extraordinaria de Albert Camus que nos habla de la confrontación individual y solitaria del ser humano con la realidad de la muerte, experiencia que desenmascara su hipocresía y sacude sus más firmes convicciones, liberándolo a menudo de sus más íntimas mentiras, no puede pintar la tragedia y el drama de la condición humana sino de una manera novelesca, es decir, fabulosamente, en dos palabras, de una manera inverosímil y paradójicamente verosímil. Por ello esta novela de Albert Camus, La peste, no sólo es una novela existencial, en el buen sentido de la palabra, sino también y sobre todo es una novela arquetípica, y como toda obra con estas características (como la Odisea de Homero o La Divina Comedia de Dante Alighieri, para tomar dos ejemplos clásicos) La peste versa sobre la condición humana al igual que Cien años de soledad de Gabriel García Máquez (novela que nos habla del génesis, fundación, y del apocalipsis, del fin, de una cierta estirpe humana) o Pedro Páramo de Juan Rulfo (novela que nos habla de una bajada cierta al Hades). No hay verdaderamente ninguna diferencia entre estas obras si no es por su forma: y la forma no es el fondo. El fondo permanece siempre el mismo para la escritura, sea épica, dramática, romántica, realista...

Si Buffon dijo una vez el estilo es el hombre, yo añadiría el ser, la esencia, es el hombre. Es por esta razón que no veo diferencias entre estas obras escritas por escritores de diferentes latitudes: todas hablan de la humana condición. Es por ello que, para mí, la literatura no tiene realmente más que una nacionalidad: la de la condición humana. Y los personajes de Racine, en sus tragedias, son todos ellos arquetipos y no más personajes de la antigüedad, aunque dicha antigüedad sea una antigüedad a la francesa. Sus personajes, magníficos y trepidantes, ponen todos en evidencia el conflicto, el dilema, la pasión y el dolor humanos. Y todo esto es universal porque los conflictos, los dilemas, las pasiones y los dolores de los hombres son arquetípicos. No sólo los caballeros de la Mesa Redonda o hasta Don Quijote son los que salen en pos de lo imposible. La búsqueda de lo imposible es tanto un arquetipo aquí y ahora (hic et nunc) que antaño, y poder explicar con imágenes el carácter arquetípico de la condición humana es lo que lleva a Albert Camus a crear el arquetipo propio del siglo XX, Sísifo y su mito, que explica la concepción del destino absurdo y que pone fin al arquetipo tradicional que explicaba hasta entonces a Occidente: Prometeo.


La acción de los personajes

Por consiguiente, la acción de un personaje puede situarse en el Japón del siglo XIX, en la Francia del medioevo, en la ciudad de Caracas a principios del siglo XX, en un pueblo perdido de los Highlands escoceses como lo es Durness o en una aldea de artesanos de la provincia de Lara en el corazón de Venezuela, como es el caso de Tintorero donde se desarrolla la acción de mi novela Memorias de la Esperanza (Leyendas de los hombres de siempre), acción que se inspira en el libro del Génesis. Poco importa el lugar, poco importa una época: lo que importa es el drama de la condición humana, y dicho drama es universal.

Para retomar mi idea de la acción del personaje novelesco, ésta siempre es creada ab nihilo, de la nada, y dicha acción refleja siempre los hechos y gestos de un inconsciente arquetípico.

Mis personajes no pertenecen a ninguna época ni a ninguna cultura o país en particular, no representan tampoco a una sociedad o a una cierta idiosincrasia. No son tampoco portavoces sino más bien expresión e imagen de una experiencia humana, de antaño, de ayer, de hoy o de mañana. Son esencialmente una imagen de una experiencia humana.

La historia de mis personajes es simple, siendo ellos mismos muy complejos. Son descritos, sin verdaderamente serlo, tanto en su contexto interior como en un contexto socio-histórico imaginario al que no pertenecen necesariamente, como los personajes de Franz Kafka, ya que son peregrinos (peregrini en latín, extranjeros) puesto que se sienten en exilio y extranjeros a todo lo que sucede alrededor, aunque sean a menudo víctimas, y a veces cómplices, de los acontecimientos. Y con Memorias de la Esperanza utilizo una estética que llamo realismo mítico.

Esta novela, inspirada en el Génesis, y cuya acción se sitúa en una pequeña aldea de artesanos oriundos de la provincia de Lara en Venezuela llamada Tintorero, en un tiempo fuera del tiempo, es decir, cuya acción se sitúa en un tiempo mítico y que va de la creación de un mundo (imaginario, por supuesto) hasta el episodio de la Torre de Babel (creada por Nemrod en el Antiguo Testamento) pero que es, de hecho en mi novela, una Torre de Papel, una Torre hecha con notas, archivos, fichas, garrapatos y garabatos, metáfora de la soberbia de los hombres que aman acumular su saber, Torre que se derrumba al final, imagen de un mundo, de una cultura, de toda una concepción que cae, metáfora de la decadencia y de la ignorancia de un mundo fundamentado en el lenguaje y en las palabras sin tomar en consideración lo que estas palabras callan, lo que este lenguaje no dice.

El arquetipo se manifiesta a través del silencio de estas palabras, a través del silencio de este lenguaje. Y es este silencio el que me interesa. Ya que es este silencio el que guarda el secreto, el misterio y la verdad esencial del arquetipo.

La literatura, ella, es la que transmite el mensaje.

Esta novela, Memorias de la Esperanza, novela inspirada en el Génesis, nos habla de ciertos episodios de la creación del primer hombre y de la primera mujer, pasando por otros episodios inspirados en el drama de Caín y Abel, en la ingeniosidad de un Noé, el todo ubicado en un medio rural venezolano en el que unos pobres autóctonos, que no se resignan a morir, luchan para sobrevivir, creando a la vez un universo imaginario que va, día tras día, constituyendo su cultura. A pesar de las penurias comparten entre sí una alegría de vivir que contrasta con la amargura, el resentimiento y la desesperanza que son la herencia de la miseria y de la pobreza propia de una idiosincrasia que es latinoamericana y que parece haber sido siempre el destino de nuestros pueblos. Es sobre un fondo mítico y arquetípico que sitúo a mis personajes.

Los textos de James George Frazer, La rama dorada y El folklore en el Antiguo Testamento, para tomar dos ejemplos bien concretos entre otros, me hicieron comprender el fondo universal de nuestros orígenes míticos.

Los textos de Joseph Campbell, de Mircea Eliade y de Manfred Lurker igualmente, así como los de Carl Gustav Jung, me inspiraron y me ayudaron a comprender el fondo arquetípico de los personajes literarios así como de su participación fundamentalmente mística en un relato.

Esta novela, Memorias de la Esperanza, nos habla del nacimiento, del apogeo y de la decadencia de una concepción de la existencia concebida por una familia imaginaria y mítica. Se observa el nacimiento del arte, del folklore, de las costumbres, de una cierta tradición cultural, de la poesía, de los encantamientos y de las melopeyas de dicha tradición, del arte culinario, de la ecología, de la concepción cósmica de la realidad, de la creación de la lectura del misterio de las estrellas, y así a lo largo y ancho de la novela que culmina en la Esperanza: esta esperanza que es en el fondo lo que hace que los seres humanos le den un sentido a sus gestos, a sus palabras, a sus vidas y a su muerte.

¿Esperanza para qué? Es justamente la pregunta que me hago a lo largo de la novela. Sin embargo, una respuesta a esta pregunta, una respuesta entre muchas otras, se da en la última línea, con una imagen. Y esta imagen contiene, encierra y abraza toda la historia que está contada y que justifica toda la existencia de este pequeño mundo donde mis personajes han vivido intensamente su pasión.

La pequeña aldea de Tintorero, perdida en medio de una planicie desértica y hostil, es una metáfora del mundo donde vivimos, especialmente en América Latina. Sus habitantes son personas simples y complejas que crean un universo imaginario, fantástico y a la vez humano, es decir, un universo creado como si la realidad no fuera más que un sueño. Y la realidad no es más que un sueño: un sueño real y maravilloso a la vez. Un sueño esencialmente humano: insignificante y efímero. Es por esta razón que nada subsiste.


Los personajes: siempre los personajes

Mis personajes viven a pesar de su entorno y no en función de su entorno. Su entorno no los define, sin embargo los contiene y este entorno es justamente el lugar del aprendizaje, de la aventura y de las peripecias interiores. Es por esta razón que la acción novelesca puede situarse en cualquier momento histórico y en cualquier parte. Lo que importa es la evolución del personaje como es el caso, para tomar un buen ejemplo, del personaje Marcel de la novela En busca del tiempo perdido de Marcel Proust que es no sólo el personaje principal de la historia de la vocación de un escritor, de su infancia a su madurez, sino también el eje intelectual, vivencial y sensible de una profunda reflexión sobre el arte, sobre la memoria, sobre el tiempo y, sobre todo, sobre la muerte. ¿Y cuál es el mortal que no se haya formulado, en algún momento de su vida, las siguientes preguntas: ¿qué es la vida; qué es la muerte y, por último, quién es Dios?

No podemos vivir engañándonos, mintiéndonos a lo largo de nuestra vida, condenándonos a vivir con una máscara, un disfraz permanente. En algún momento las preguntas necesitan ser formuladas para permanecer, la mayoría del tiempo, sin ninguna respuesta y, justamente, es esto el aspecto fundamental de la humana condición. Todos nosotros, tarde o temprano, nos hacemos preguntas acerca de nuestra muerte, acerca de la muerte en general, acerca del sufrimiento, de la injusticia, de la miseria humana, moral y física, acerca de la estupidez humana y acerca de nuestra propia estupidez, acerca del misterio de la existencia. Estas preocupaciones no pertenecen a ninguna cultura en particular ni a ningún ser humano excepcional: son preocupaciones y tormentos universales que conciernen a todo el mundo y que son a menudo bien determinantes. Para mí, son situaciones arquetípicas. La mera pregunta ¿Quién soy yo? que uno se hace a veces es a menudo más determinante que las grandes ideas abstractas que braceamos todos los días. Las ideas echan a volar y se escapan como unos pájaros salvajes mientras este ¿Quién soy yo? nos acompaña como una sombra a lo largo de nuestra vida.


Roberto Buonatale y Roberto Américo Buonanotte
(alias H.C.E, “Here Comes Everybody”, Joyce)

Roberto di Buonatale, personaje de mi primera novela El viaje inefable plantea el problema de la búsqueda de identidad, de la búsqueda del Absoluto, de la búsqueda de la trascendencia mientras que Roberto Américo Buonanotte, personaje de mi segunda novela El ineludible destino, hijo de Roberto di Buonatale, representa la imagen del desespero, de la pérdida de la fe, una especie de Job quien hubiera perdido completamente la fe. Este personaje representa igualmente la búsqueda del padre, como la de Telémaco, antaño, que es también una búsqueda de identidad. Este Roberto Américo Buonanotte es la imagen misma del tormento interior, imagen de un personaje que busca respuestas en un mundo donde no las hay, imagen de un personaje que trata de sobrevivir a la gran estupidez humana: a la intolerancia y a la violencia. Sin embargo me hago la pregunta: ¿no ha sido siempre así, a lo largo de los siglos? Cada época ha sido una época violenta, insoportablemente intolerante, ya que la violencia y la intolerancia han sido siempre los ingredientes naturales de los seres humanos desde que Caín mató a Abel.

Este Roberto Américo Buonanotte es testigo, al inicio de la novela, de la masacre de la noche de la San Bartolomé en París, en el mes de agosto de 1572, y luego de haber perdido la fe, por culpa de esta terrible experiencia, luego de un largo periplo interior, luego de una especie de larga travesía del desierto, este personaje va a recuperar la fe, hacia el final de la novela, en el mismo momento en que es testigo del sacrificio de su amigo Giordano Bruno en la hoguera de la Inquisición, en medio de la plaza de Campo dei Fiori en Roma, ya que Bruno, a punto de morir, le hace comprender lo que él ignoraba hasta entonces: (cito)

“Bruno miró fijamente a Roberto antes de morir y Roberto comprendió que la vida era una hoguera en la que ardemos hasta el final por nuestras verdades.” (fin de la cita)

Este instante es un instante doloroso y penoso para Roberto Américo Buonanotte sin embargo es una experiencia epifánica que va a resolver definitivamente su dilema interior. Puesto que de esto se trata: jamás perder la esperanza, jamás perder la fe.

En cada novela, El viaje inefable y El ineludible destino, tanto el periplo de Roberto di Buonatale como el aprendizaje de Roberto Américo Buonanotte ponen en evidencia la necesidad absurda (ananké en griego) y la inutilidad de la utopía ya que la búsqueda de un Absoluto (por parte del primer personaje) y el intento de comprender la incomprensible estupidez humana y la crueldad constante e intensa de los seres humanos (por parte del segundo personaje) nos obligan a hacernos las preguntas del porqué y del cómo de dicha búsqueda y de dicho intento de comprensión. ¿Por qué seguir con esta necesidad (ananké) de un Absoluto y por qué tener la necesidad extrema de comprender? No me atrevo a responder. Sabemos todos que el mundo será siempre así: ininteligible, incomprensible y absolutamente inefable y relativo.


El realismo arquetípico y el realismo mítico

El realismo arquetípico me ayuda a resolver el enigma de una escritura que pretende hablar de la vida sin tener, a veces, que recurrir a los clichés o hasta convertirme  en la víctima privilegiada del kitsch (como saben describirlo muy bien Milan Kundera, Hermann Broch y Humberto Eco).

El realismo arquetípico representa para mí la posibilidad de poder ofrecer una cierta reflexión modesta acerca de la condición humana cuya existencia y sentido, siempre inasibles y desconocidos, representan un desafío y un objetivo, un horizonte por alcanzar (a sabiendas de que esto es imposible).

Para situar mis personajes necesito escoger un momento histórico y un espacio cultural de mi preferencia. Una vez elegidos el tiempo y el espacio del relato (como es el caso con El viaje inefable, un lugar del Nuevo Mundo, la isla de Santo Domingo, Tierra Firme y la provincia de Venezuela, la ciudad de Florencia y la Roma papal del siglo XVI) empiezo una investigación minuciosa de ciertos episodios de la época con el fin de acumular información, una información que me permite desarrollar lo que deseo transmitir. Por consiguiente es una información depurada que me permite centrarme en los acontecimientos, reales o ficticios poco importa, que me interesan para el desarrollo de mis personajes. Esta información depurada se convierte en la tela de fondo, como el decorado de una obra de teatro, que, justo al inicio de la escritura, se irá confundiendo poco a poco con lo que es narrado, no sólo de una manera simbiótica sino de una manera natural ya que esta fusión dará nacimiento a un fenómeno de sincronización asombrosa entre los acontecimientos del relato y el contexto narrativo, novelesco. Es cuando lo inconsciente y el arquetipo hacen su aparición. Es cuando lo que es contado asume una dimensión, un espesor, una densidad y un sentido. Es cuando mis personajes se vuelven autónomos y se deslizan por entre mis dedos para asumir características míticas al dejar de ser personajes históricos particulares y al convertirse en arquetipos de una realidad simbólica que el lector, o la lectora, conscientemente o inconscientemente, tendrá que traducir, descifrar, asimilar e integrar. Por consiguiente, lo que deseo explicar es que el realismo arquetípico se compone de una realidad simbólica, a nivel de la escritura, enmarcada dentro de un contexto mítico. Es por esta razón que hablo de realismo arquetípico y de realismo mítico a propósito de mi estética del relato, de mi arte de la novela: en esto consiste mi Ars Poetica.

Los personajes se convierten entonces en una especie de bitácora que hay que empezar a leer, a descifrar, a dilucidar, como un enigma, para hallar el sentido inherente que les da la dimensión de su existencia sumergida en un caos cotidiano que no llegan ni a digerir ni a comprender. Es sólo hacia el final del viaje que mis personajes aprenden a desaprender, y es este aprendizaje el que se convierte en el solitario y único aprendizaje, ya que sin duda los personajes no tienen nada que aprender sino la experiencia misma que es para ellos el único y verdadero aprendizaje/desaprendizaje que permanece grabado como un tatuaje en la piel sensible de sus espíritus y este aprendizaje/desaprendizaje les duele porque se ha transformado en conciencia. La conciencia que es una entidad en sí misma confusa y contradictoria.

Es por esto que puedo situar mis personajes tanto en la Venezuela del siglo XVI como en otra parte o en cualquier época, ya que su experiencia de vida se reduce a lo que podemos llamar un proceso de individuación. Es cuando la última palabra y el punto final de cada una de mis novelas ponen fin al relato al cumplir con un papel de primer orden ya que colocan a los personajes en su verdadero e innegable contexto de origen, en su país natal: la conciencia.

Por ejemplo cuando Roberto di Buonatale y Galeotto de Giovambaptista Cey (los dos personajes que nos acompañan a lo largo de la novela El viaje inefable) experimentan su Visio paradisi, su Visión del Paraíso, en un lugar perdido del Nuevo Mundo, este episodio quiere simplemente traducir el instante cuando un ser humano logra percibir y contemplar el Absoluto, real o ficticio, poco importa. Lo que me interesa es la experiencia humana, verdadera o fabulosa, tangible o intangible, y lo que importa es lo que puede ser transmitido o revelado con dicha experiencia. Para mí, el carácter inefable del viaje de la vida, de la aventura efímera que es la vida, se justifica gracias al sentido mismo que le concede, al personaje en cuestión, su propia experiencia que lo restituye definitivamente a su país natal: sí mismo.


La escritura

Lo importante para la escritura es no hablar directamente de lo que uno desea hablar, no nombrar por su nombre lo que uno desea nombrar sino es poner en evidencia el carácter inefable e innombrable (como lo hacía Samuel Beckett) de toda experiencia humana que contiene en sí misma un sentido intransmisible.

Un poco de luz en la oscuridad de la conciencia es de por sí mucha luz.

“¡Luz, más luz!”, fueron las últimas palabras que tradicionalmente se le asignaron a Goethe en su lecho de muerte.

“¡Confusión y sólo confusión!”, podría exclamar uno de mis personajes.

Sólo la comprensión del arquetipo que representa el personaje novelesco, como un perfecto actor, puede esclarecer y ahuyentar las tinieblas momentáneas donde la crítica acostumbra vivir y complacerse.

Mis personajes son el Hombre-de-la-calle, sin ser cualquiera, ya que nadie es “cualquiera”: cada persona es antes que nada alguien, singular y único. Vivimos todos en este mundo donde somos cómplices y víctimas de un mismo destino: el de nuestra propia muerte. Mientras tanto tratamos de nadar en este mar de vacío que es la existencia intentando darle un sentido: el sentido que podemos darle, sin verdaderamente lograrlo.

Para mí, cada vida humana, paradójicamente, tiene un sentido y ocupa un espacio y un tiempo que le son concedidos. Para mí, ninguna vida es inútil ya que, en realidad, toda vida es una pasión. Quizás me dirán ustedes que es una pasión inútil, sin embargo necesaria puesto que es sólo muy tarde, al final del viaje, que alcanzamos a colocar la última pieza del rompecabezas de nuestra existencia para al fin dilucidar el sentido indescifrable que contiene la lógica implacable de nuestro fatigoso peregrinaje. Los griegos llamaban este peregrinaje pathos: esta pasión provocadora y agotadora a la que estamos sometidos, a la que estamos condenados todos y todas, y a veces tratamos de liberarnos de ella, sin embargo siempre en vano. Hay que asumir entonces esta pasión, no hay otra salida. Es por esto que somos todos y todas presas fáciles de nuestro agon (del griego, lucha), de esa lucha que se traduce como una agonía permanente.


Y todo principio tuvo un fin

El realismo arquetípico intenta concluir el rompecabezas, trata de colocar la última pieza que faltaba para que todo culmine, para que todo sea revelado y para que todo sea finalmente comprendido. Es una imagen, y todo se reduce a una imagen.

Para mí, la verdadera escritura no es ni narrativa ni descriptiva, la verdadera escritura es y será siempre una escritura de imágenes. Ha sido así para Marcel Proust, para James Joyce, Virginia Woolf, Homero, Dante Alighieri, Albert Camus, Nikos Kazantzakis, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Reinaldo Arenas y para tantos otros escritores como es el caso, en Venezuela, de Israel Centeno, con su novela Exilio en Bowery, obra que nos habla del espacio arquetípico del exilio como hábitat natural y patria donde vivimos todos, a pesar de nosotros mismos, con nuestras quimeras y nuestros sueños inconclusos, nuestros delirios insensatos, nuestros extravíos irracionales, imágenes todas del exilio interior, arquetipo del exilio del titán Cronos en su tierra de origen donde vivirá condenado para siempre. Esta novela es un poco la imagen de toda una generación de latinoamericanos que aguardan aún y siempre el milagro de la redención de su existencia. No obstante esta espera es un karma, es un destino pero también un pesado atavismo que soportar que nos paraliza, nos inmoviliza y nos condena a la apatía. Sólo la imaginación loca y delirante nos libera por algunos instantes de esta prisión donde, como el Conde de Ugolino en Dante o el personaje principal de la novela El desierto de los Tártaros de Dino Buzzati, aprendemos a sobrevivir a nosotros mismos ya que este exilio insoportable, insostenible, intolerable, y a veces hasta escandaloso, nos hace padecer los peores tormentos de nuestra alma.

Todos estos escritores han expresado sus ideas y su concepción de la vida por medio de una escritura hecha con imágenes para, de manera alusiva, volver a ponernos en contacto con un sentido más profundo y, sin duda alguna, trascendente de nuestra existencia, un sentido que nos permite restituirle su verdadera dimensión espiritual.


El hilo de Ariadna

El hilo conductor de la conciencia de un personaje cualquiera que teje su trama, su propio relato, y elabora la tela de su existencia a pesar de las circunstancias y, a menudo, a contracorriente de las circunstancias, es el verdadero relato, el que nos interesa: lo demás no es más que decorado, lo demás es superfluo, pero sin embargo bien indispensable.

¿Cuántos momentos superficiales no hay que vivir a lo largo de nuestra vida para al fin comprender algo profundo? Proust es el mejor ejemplo del valor de la superficialidad y de lo superfluo. ¿Cuántas líneas no hay que leer de En busca del tiempo perdido para al fin tener acceso a una reflexión profunda y trascendente en su novela? Es sólo al final de sus siete tomos que comprendemos por fin la verdadera dimensión de su escritura y lo que realmente ha querido transmitirnos.

El hilo conductor representa el agon del personaje, su lucha e igualmente su agonía, ya que toda forma de conciencia es en sí misma la experiencia de una agonía.

Si el desenlace de la vida es la muerte, ¿para qué sirve la vida?

Todo el sentido de la vida está contenido en esta pregunta.

Si la meta de la literatura es el sentido de la poética (del griego poiesis, creación), ¿para qué sirve la literatura?

Todo el sentido de la literatura está contenido en esta pregunta.

Cuando Gustav von Aschenbach en La muerte en Venecia de Thomas Mann, novela arquetípica por excelencia, sube a bordo de la góndola que lo va a llevar hacia el hotel del Lido donde se va a hospedar, al principio del relato, lo que hace realmente es subir a bordo de la Barca de Caronte quien se lo va a llevar hacia el Hades donde va a experimentar un gran estremecimiento y una profunda transformación e igualmente la muerte ya que va a tener un encuentro inesperado con la imagen y el símbolo de la Belleza, con el arquetipo de la Belleza: Tadzio. El gondolero, quien habla un lenguaje confuso e incomprensible en esta novela, asume una actitud particularmente mítica y arquetípica que esclarece el relato y la evolución del personaje. Esta evolución comienza, al principio del relato, en las puertas de un cementerio y culmina con la escena de la muerte de von Aschenbach. Es en este momento cuando von Ascenbach ve a Tadzio, este psicopompo (del griego psuchopompos, guía hacia el más allá) y psicagogo (del griego psuchogogos, educador, maestro y guía del alma) señalarle con la mano el horizonte, ese horizonte donde el sol (de Apolo) le hace contemplar (y comprender), en su último aliento, lo inaccesible, lo que no puede ser alcanzado: el Absoluto.

La novela de Thomas Mann es una novela con características propias de un realismo mítico y arquetípico.

Esta novela nos invita a hacer de ella tres lecturas diferentes: la primera, una lectura literal, la más difundida desgraciadamente, la más proclive a considerar esta obra como una simple historia de atracción y de obsesión perversa; la segunda, metafórica, es la que asume la historia de von Aschenbach como si fuera un viaje, un despertar de la conciencia de la muerte (que es de hecho el verdadero despertar); y la tercera, mítica y arquetípica, es la que nos habla acerca de la experiencia conmovedora de von Aschenbach, experiencia con carácter espiritual que se traduce como un encuentro con el arquetipo de la Belleza (Afrodita), Tadzio, la cual se convierte en una experiencia que lo transforma profundamente (como toda experiencia religiosa y sagrada) y que redime su alma al darle a su existencia banal y material una dimensión trascendente, un sentido trascendente.

El lenguaje narrativo se vuelve por consiguiente un simple instrumento y un decorado que, como un puente, símbolo de conexión, de unión, de paso y de cruce de umbral, nos permite tener acceso a una más profunda y ejemplar comprensión del drama permanente del alma humana: su viaje efímero en medio de una tierra hostil, caótica e incomprensible que se llama “vida” y que es, a pesar de todo, su hábitat natural.


Una última palabra

El viaje inefable comparte estas características arquetípicas y míticas así como mis dos novelas El ineludible destino y Memorias de la Esperanza. Lo que me interesa es el viaje arquetípico y mítico de los personajes, a la manera de un Odiseo o de un Leopold Bloom.

Para hacer una síntesis de esta ponencia y para terminar esta reflexión, mis novelas son esencialmente novelas existenciales. Tratan de responder, sin realmente lograrlo, a las preguntas que nos hacemos a veces en la vida:

La vida, ¿qué es?...; ¿qué es la muerte?...; ¿quién es Dios?

La respuesta de mis novelas no es más que una respuesta insuficiente. Quieren solamente hablar del sufrimiento humano, del desamparo, de la desesperanza. De la intolerancia, de la violencia, de la crueldad, de la ignorancia, de la estupidez, del extravío, del misterio del alma y del lugar que ocupan los hombres en la vida ya que, tarde o temprano, tienen que morir. Es por esto que, a lo largo de mis relatos, mis personajes no hacen sino vivir, aprender y desaprender, no hacen sino luchar consigo mismos con el fin de hallar una vía, una salida y un sentido a sus vidas, sentido que les permite liberarse de su propio laberinto que los mantiene cautivos.


La literatura y la escritura

“El estilo, es el alma.”
Romain Rolland

La literatura nos invita a soñar y a revivir la aventura de los personajes con el fin de liberarnos del suplicio de Tántalo o de Sísifo que convierte nuestra existencia en un lugar estéril y doloroso. Porque la literatura no es la realidad: es toda la realidad. No somos reales sino en nuestros sueños, somos sinceros sólo en nuestros sueños y la literatura es el Gran Sueño.

La literatura trasciende la inmediatez y la literalidad de los gestos de todos los días ya que nos permite crear lazos con los espacios infinitos de la pasión y de la agonía, de la lucha y del sentimiento humano, como si fuera la ceremonia de un acto religioso y sagrado. Es también el único medio de interpretar el largo silencio de Dios.

La literatura es la tierra fértil de la fe donde los hombres vuelven a encontrar su verdadero rostro de la esperanza que los reconcilia con ellos mismos, con los demás, con la vida y con el sufrimiento, porque justifica su razón de ser.

Escribir, es recitar un Mantra, es hacer encantamientos, es rezar, es implorar y llorar en silencio las lágrimas de la memoria y del olvido. Es también bailar al ritmo del espíritu y del alma el baile incomprensible del inconsciente.

Escribir es un acto religioso, una ceremonia, un bautizo, una Extremaunción ya que, cuando uno escribe, se nace y se muere, porque cuando uno escribe, se escribe como si fuera la primera vez y como si fuera también la última.

Escribir, es querer ponerse a soñar lo imposible.

Y la escritura es a la literatura lo que el arte es al conocimiento ya que es la única razón de ser de una aventura del espíritu que nos libera del peso de la vida, y de la carga que es la conciencia, para hacernos descubrir nuestra inmensa riqueza ética y nuestra inagotable imaginación, tesoro que compartimos todos como una sola herencia, a la vez particular y universal.

Escribir, es ponerse a la escucha de la vida y es también moldear un rostro con la arcilla que es el lenguaje para darle una apariencia evanescente con la que reconocemos lo que somos: apenas algunos granos de polvo, polvo que, con un poco de agua, de fe y de buena voluntad, puede hacer reflorecer los ramos de ilusiones del espíritu como si fueran todos un regalo del cielo porque, como lo dijo una vez Augusto Monterroso, “Dios todavía no ha creado el mundo; sólo está imaginándolo, como entre sueño. Por eso el mundo es perfecto, pero confuso.

Caracas, sábado 10 de febrero 2007

 
NOTA
*

José Sánchez Lecuna, venezolano nacido en Francia, es doctor en Letras por la Universidad de Paris IV-Sorbonne y actual profesor de literatura en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela y también profesor de Mitología medieval y de análisis de imágenes, símbolos y arquetipos en obras literarias en el Centro de Estudios Junguianos de Caracas.

La presente es una conferencia en dicho Centro, Edificio Manaure, Apto. 5, piso 2, Calle Carabobo, El Rosal, Caracas (sábado 10 de febrero 2007, 10 a.m.).

 
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