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El muñeco de nieve y el agua madre "El hombre en busca de la Verdad puede compararse a un muñeco de nieve que parte en busca de su Causa fundamental, que es el agua. Antes de conocerla, debe aceptar la muerte de su propia forma, su transformación en charco de agua. Es cierto que entre el muñeco desaparecido y el charco en que se convierte -entre el hombre y su Causa primera- no puede haber ningún diálogo, pero sí quizá un monólogo que vamos a esforzarnos en escuchar en lo más profundo de nosotros mismos".1 Formulado de manera excepcionalmente plástica, he aquí el punto de partida de las reflexiones de d'Encausse, cuya relevancia a la hora de plantear la cuestión que nos ocupa, la de las relaciones entre filosofía y esoterismo, irá apareciendo con claridad a medida que avancemos en el diálogo. El destino de un ser formal no es otro que nacer y morir entre dos fronteras, que tratará de franquear de un modo u otro. En el caso del hombre, esa frontera no es otra que la de la sangre. Por eso las escuelas filosóficas e iniciáticas sólo se plantearon en el fondo esta pregunta: ¿Es capaz el conocimiento de atravesar la frontera de la sangre?¿Puede alcanzar el Eterno Presente, el lugar en que estaba antes del nacimiento y estará después de la muerte?. Dos vías de aproximación al problema se ofrecen: la horizontal, filosófica, exotérica, y la vertical, iniciática o esotérica. En la primera, el muñeco de nieve, ignorante de la existencia del agua, hace experiencias dentro de un ámbito cuyos límites son la aparición de la nieve y su desaparición: el Principio líquido, la Verdad, sólo es conocido mediante las categorías sólidas de la nieve. En otras palabras, la vía horizontal o filosófica quiere conocer la Realidad principial por medio de las categorías corpóreas e intelectuales propias de la "forma" humana. En cuanto a la segunda, la vertical o iniciática, trata de franquear el punto crítico situado entre la muerte de la nieve y el nacimiento del agua. Nadie puede recorrerla, pues, sin morir, ya que lo peculiar de este camino es sobrepasar las limitaciones propias de todo ser. El "iniciado" es, por tanto, un personaje lógicamente imposible, ya que el conocimiento de su verdad implicaría su propio sacrificio. La"iniciación" es la metamorfosis de un ser en otro. Por eso Heráclito decía que los hombres eran "esos mortales inmortales y esos inmortales mortales que viven de la muerte de los dioses y mueren de la vida de éstos". Y es que el encuentro del hombre con la Verdad exige el sacrificio del hombre, o bien el de la Verdad, este último aparente, que consiste para Ella en adoptar la forma humana. ¿Es justa la parábola utilizada por d'Encausse?. La impropiedad de la comparación, que nos llevaría a concebir el Principio como una "Materia prima" capaz de adoptar las más diferentes formas, hace impensable un diálogo entre la Causa primera y el hombre. A lo sumo, se puede hablar de un monólogo que resuena en lo más íntimo de nosotros mismos. Con todo, hasta el vocablo "monólogo" resulta inadecuado, situados como estamos en la condición "nívea"(para seguir con la analogía), en la que, por definición, no cabe una comprensión rigurosa del Principio, necesariamente deformado por nuestras categorías. Nos encontramos aquí con la visión emanacionista de la realidad,que priva a los entes mundanos de toda autonomía, disolviéndolos en último extremo en el Absoluto. De ahí que, en el caso del hombre, nuestro autor afirme que la verdadera cuestión es si el conocimiento es capaz de traspasar la barrera de la sangre. Con lo cual se alude a la superación de la condición humana, a un ir más allá de la muerte (desde siempre se asoció la sangre a la vida o al "alma"). Tarea imposible según nuestro autor, puesto que al ser formal le está vedado alcanzar la realidad informal, frente a la cual no es sino un espejismo. Es decir, la distancia que separa al Absoluto del hombre es nula del lado de aquél e infinita si se la considera desde la vertiente humana. El dilema con el que se enfrenta d'Encausse, a saber, o reducir el Principio a nuestras propias categorías (como ocurre en la vía horizontal o filosófica), o sacrificar nuestra condición al Absoluto(como hace la vía vertical o iniciática), no es más que una consecuencia lógica del punto de partida. En efecto, a fuerza de subrayar la condición divina y de considerar el estado humano como ilusorio, cualquier idea que nos hagamos del Absoluto queda sujeta a nuestros esquemas y resulta tan limitada como nosotros mismos, sus creadores. Y es extraño constatar cómo semejante raciocinio olvida planteamientos como el de Descartes acerca de la idea del Infinito, que Alguien puso en nosotros a pesar de la finitud en la que estamos inmersos, un argumento que admitía implícitamente la capacidad de recibir aquella idea y, por consiguiente, presuponía en el hombre su condición de "imagen divina". Sin hablar del acceso a lo divino tal como se formula en Tomás de Aquino, en quien se percibe el equilibrio entre el Creador y la creatura y que, a través del principio de causalidad y, posteriormente, del de analogía(con sus procedimientos de "afirmación", "negación" y "eminencia"),tiende un puente entre ambas riberas. Incluso un pensador como Kant, tan desconfiado frente a toda Schwärmerei y demás excesos de la razón teórica, deja abierto el acceso al "noúmeno" a través de la razón práctica, "poniendo así fronteras al saber para hacer posible la fe". Y es que la razón filosófica retrocede ante "cortes" tan radicales entre la Realidad y la condición humana como el que aparece en nuestro autor. Por lo mismo, la vía vertical o iniciática, que tendería a franquear el umbral de la muerte y, por lo tanto, al conocimiento vital de lo Incondicionado, sólo podría alcanzar su término mediante el sacrificio o la extinción del iniciando. Al borrar toda autonomía del sujeto humano, el Otro divino se presenta como el Absolutamente Trascendente, en el que se disuelve toda realidad formal o limitada. Carece, pues, de sentido querer conocer dicha Realidad y, a la vez, conservar la propia individualidad. El conocimiento iniciático se plantea, pues, en términos de autodisolución en el océano sin límites de la Divinidad, la cual no tolera junto a sí a ninguna realidad autónoma. Si el Principio es como el agua, los distintos entes no pueden ser otra cosa que los diferentes estados del agua, estados accidentales y episódicos que carecen de consistencia propia. Nos enfrentamos con una idea del camino esotérico necesitada de corrección. Bien es verdad que el emanacionismo suele ir asociado a la mayoría de las concepciones históricas de la vía vertical. Sin embargo, aquí y allá encontramos elementos de una comprensión más correcta de las relaciones entre el hombre y la Divinidad. Esta última no aparece ya como la única Realidad, a cuyo lado todo resulta ilusorio, sino como la Trascendencia omnímoda, absolutamente libre que, por su misma índole, puede proyectar frente a sí su imagen y entablar con ella un verdadero diálogo. Una comprensión que se nos presenta sobre todo en el ámbito hebreo y que adquiere su plenitud en la doctrina y en la persona de Cristo. Desde esa óptica, la iniciación ya no supone
la autodestrucción o la extinción del sujeto humano en el
"agua"(o en el "fuego") del Absoluto. El acceso del hombre a la deificación
no destruye su "naturaleza", ni anula el estado humano, sino que lo transforma
de un modo inconcebible. Y es que, con frecuencia, se confunde el "ego"
o la "individualidad desviada",con lo que constituye la peculiaridad personal
del hombre. El camino espiritual exige la renuncia al "ego", a todo lo
que es comportamiento aberrante y cristalizado, pero no al ser personal.
Si así fuese, carecería de sentido hablar de la deificación
del hombre, puesto que éste habría desaparecido. Y
la aventura espiritual o iniciática sería la aventura de
nadie. Tiene que existir, por tanto, una continuidad entre el sujeto
que emprende la vía ascética y el que alcanza la cima de
la mística, por emplear la terminología tradicional.
Si el viaje iniciático parte del punto más bajo del eje vertical y termina allí donde reside lo Real y se extingue lo condicionado, el viaje filosófico conduce también a la meta más alta, pero a través de un paisaje abstracto, el de las ideas. El viajero recorrerá el camino y llegará a lo más alto del eje vertical con el pensamiento, el único modo de permanecer dentro de los condicionamientos humanos. Por eso partirá de la periferia de las cosas y desembocará no en el centro universal(en donde reside lo Real en su Gloria), sino en el centro del hombre, allí donde habita la imagen intelectual de la Realidad. No se trata de sacrificar al hombre en aras del Absoluto, sino de descubrir el Absoluto sacrificado en él, es decir, reducido a la relatividad de una imagen conceptual. La grandeza del hombre radica en su capacidad para concebir la idea del Absoluto,pero tal idea ha de enmarcarse en una filosofía digna de este nombre. ¿Cómo puede haber un Absoluto no relativo al hombre?. Es el problema que se plantea quien no sabe distinguir entre la Divinidad y Su nombre. Por eso los objetos de la filosofía son el Absoluto, el concepto de Absoluto y la relación entre ambos términos. Pero sólo se hace verdadera filosofía desde una perspectiva "realista"(considerada ingenua por los pseudo-filósofos), es decir, allí donde el concepto es visto como el mensajero del objeto pensado,no del sujeto pensante. El papel de éste es condicionar subjetivamente el objeto pensado en concepto, de un modo análogo a como el ojo condiciona al sol en luz. Las reflexiones de nuestro autor desembocan en una conclusión: si el Absoluto no es una quimera, debe imponerse al sujeto pensante en su Necesidad lógica - que es la razón de ser de la muerte -, reduciendo a la nada los datos relativos del universo. Para hablar en terminología budista, "concebir el Nirvâna es asistir con el pensamiento a la disipación del devenir samsárico".2 Para adquirir la convicción de la posibilidad de una desaparición tan increíble, le bastará al hombre con verificarla y experimentarla analógicamente en la vida concreta: cada noche y cada mañana puede constatar cómo se disipan respectivamente los mundos de la vigilia y del sueño, sustituyéndose el uno al otro como el hielo al agua y viceversa. La experiencia sacrificial de la universal discontinuidad de los mundos le llevará a la comprender lo que puede ser la Extinción universal. Y así, todo hombre que asiste con el pensamiento al sacrificio de los mundos en el misterio del No-nacido, del No-devenido es el Buda, el Despierto. ¿Qué sentido tiene hablar de un viaje filosófico que recorre con el pensamiento toda la trayectoria del camino iniciático? ¿Acaso un viaje semejante puede suministrarnos información sobre la verdadera índole del Absoluto? ¿No permaneceremos demasiado anclados en la condición humana como para abrirnos a lo que la sobrepasa?.Son interrogantes que suscita todo planteamiento filosófico que pretenda abordar lo Incondicionado "desde fuera", por así decirlo. En efecto, la idea de un viaje filosófico semejante viene condicionada por el otro término del dilema, la vía vertical considerada como el camino hacia la extinción. Puesto que esta última es impracticable, se trataría de "no perder" el propio ser (acude inmediatamente a la memoria la frase de Cristo:"El que quiera salvar su vida, la perderá...", que parece situarse en los antípodas), de "asegurarlo" contra una desaparición prematura en el seno del Absoluto, frente al cual, por lo demás, carece de consistencia. Es un hecho que los planteamientos filosóficos adolecen con frecuencia de una dicotomía entre el pensamiento y la actitud vital, disociación que es casi constitutiva del talante filosófico. En el caso que nos ocupa,no parece que tal disociación provenga de un tópico acríticamente aceptado, el de la debilidad de la condición humana y sus limitaciones más habituales, sino que tiene otra raíz: la falta de una concepción justa de las relaciones entre la Divinidad y el hombre. Ya aludíamos más arriba a las deficiencias de la concepción emanacionista, que priva de toda autonomía a la realidad mundana y la entiende como mero reflejo del Absoluto, como si ésta fuese la única relación posible entre ambos términos, sin percatarse de que no podemos poner límites a su actividad,que, por consiguiente, dispone de la facultad de otorgar libertad y autonomía a su creatura predilecta, el hombre. Analogía por analogía, más adecuada que la del agua madre y el muñeco de nieve resulta la del fuego que se propaga sin perder su condición ígnea: la Divinidad no queda disminuída por el hecho de hacer al hombre partícipe de sí. Y si nosotros somos capaces de recibir esa participación, no debe extrañarnos que, una vez oscurecida por la "caída", podamos recuperar su esplendor primordial a través de la progresiva asimilación a lo divino en que consiste el camino espiritual o iniciático. Varios planos hay que distinguir al respecto. En primer lugar, el del estado humano "natural". Este no corresponde propiamente a una condición anterior a la deificación, puesto que el hombre, por el hecho de ser creado, ya fue destinado a la participación en el ser divino; tan sólo alude a la circunstancia de que la deificación tiene un carácter gratuito, no debido en justicia a la "naturaleza" humana. Si partimos de aquí, hemos de atribuir al hombre una subjetividad que lo coloca frente a la Divinidad y hace posible que ésta, a su vez (sin que medie ningún intervalo temporal), pueda convertirlo en "deiforme". De otro modo no existiría el menor diálogo y todo se reduciría a un monólogo dentro del ámbito divino. También en el caso de la "caída", a la que se refieren de un modo u otro las distintas tradiciones, hemos de presuponer un sujeto frente a la Divinidad, un sujeto autónomo que no es ya el "natural"(que, en rigor, nunca ha existido aisladamente), sino el deiforme que ha renunciado a la deificación a causa de la "caída". Pero no son dos sujetos, sino uno: el que antes disfrutó de la condición "paradisíaca" y después la perdió. Por lo mismo, la iniciación presupone un sujeto capaz de recibirla o de recorrer el camino espiritual. Y no es otro que el que en un principio gozaba del estado "paradisíaco", luego experimentó la "caída original" y más tarde recibió la ayuda para levantarse y retornar a su prístina condición. No es posible prescindir de este hilo conductor si queremos entender de alguna manera las relaciones entre la humanidad y lo divino: lo contrario equivaldría a menospreciar la entera condición humana y a considerar la historia del hombre como algo ilusorio, el reflejo quimérico de la Unica Realidad, el conjunto de las aparentes vicisitudes del Unico Personaje. Afirma d'Encausse que el objeto de la filosofía es el Absoluto, su concepto y la relación entre ambos. Aquí, el sujeto impone al objeto el condicionamiento del concepto, con lo cual éste no puede en modo alguno reflejar la realidad del Absoluto, sino que, necesariamente, lo relativiza. Es la consecuencia lógica de la concepción de base:lo divino y lo humano son entendidos como dos ámbitos hostiles, que se perturban y se excluyen mutuamente, de manera que ninguno de ellos puede internarse impunemente en la esfera del otro, con la única diferencia de que, a los ojos del Absoluto, la autonomía del hombre y cuanto dice relación a ella es algo ilusorio que, en último extremo, se identifica con El mismo. La cuestión del objeto de la filosofía queda, pues, marcada por este supuesto. Hablar del Absoluto sólo es posible mediante conceptos, los cuales, sin embargo, lo relativizan. Ahora bien, a pesar de la limitación del concepto, sabemos que hay Absoluto y que éste no se reduce a ningún concepto. Lo cual equivale a admitir que nuestro conocimiento del Absoluto no es puramente relativo. Somos capaces, por tanto, de ir más allá de la relatividad, lo que entra en contradicción con el punto de partida, según el cual existe una especie de hostilidad o incompatibilidad entre las esferas humana y divina. Por consiguiente, la "definición" del Absoluto
en d'Encausse parte de una premisa no demostrada: junto a El no cabe la
existencia de ningún ser, de manera que su manifestación
real reduce toda relatividad a la nada. Es como ponerle límites
al poder del Absoluto y condiciones a sus capacidades de realización.
Con lo cual se esfuman las posibilidades de una deificación del
hombre acogida libremente por éste, quedando únicamente el
camino de la disolución, de la extinción en el Absoluto.
No es de extrañar que nuestro autor llame Buda a todo hombre que
asiste con el pensamiento al sacrificio de los mundos.
Lo que caracteriza al despertar o, mejor, al conocimiento que lleva consigo, es que sustituye a cualquier otro, jamás se añade a él. Puesto que constituyen dos fases de una única sustancia, no es posible la menor coexistencia entre ambos. Por eso, si(de un modo muy antropomórfico) denominamos "Dios" al Principio de todo, habría que decir que el hombre entero es un sueño de Dios y que la Iniciación es como el despertar de Dios que disipa Su sueño humano:el hombre es a Dios como los personajes o figuras oníricos son a nosotros mismos. En su estado normal de vigilia, el hombre no es alguien dormido al que hay que despertar, sino una figura del sueño divino que se desvanece con el despertar de Dios. De ahí que la filosofía del despertar no se interese por los sueños ordinarios a la manera del psicoanálisis, ni por los sueños visionarios, al modo de las religiones, las teosofías o las gnosis. Y es que su contenido es irrelevante; lo único que importa es que son apariciones, jeroglíficos indescifrables de la Verdad. No tiene sentido, pues, edificar una ciencia o una teología obstinadas en encontrar una justificación, un significado y, menos todavía, una salvación al sueño de Dios que es el hombre. Nuestro autor se sirve de un simbolismo muy corriente en el ámbito de las religiones, del esoterismo y de la literatura en general, el del sueño. De un modo análogo a como el muñeco de nieve se disuelve en el agua madre, los sueños se disipan al llegar la vigilia. También se dice que el hombre puede ser testigo de la muerte de los personajes soñados. Ahora bien, ¿implica esto una desaparición pura y simple de los mismos?. Dejando a un lado la no completa pertinencia del símbolo (se parte de la suposición de que el hombre no es otra cosa que un fragmento de la vida divina, lo cual comporta algo así como un círculo vicioso), un análisis riguroso nos muestra que tales personajes no se disipan sin más, sino que quedan integrados en el ser que despierta. Al fin y al cabo, el ser que sueña es el mismo que luego despierta, de manera que existe una continuidad entre ambos estados, justamente porque se trata de un mismo ente que pasa por distintas vicisitudes. En el caso de que el soñante fuese Dios, concluiríamos que su sueño terrestre, el hombre, no queda destruído con el despertar, sino transfigurado a través de él. Si llamamos a ese despertar "Dios", y al personaje onírico, "hombre", habría que decir lo siguiente: Dios engloba en sí al hombre, como el nivel de conciencia más elevado incluye al que le sigue. Pero, en último extremo, ambos niveles lo son de un mismo ser, que constituiría la Verdadera Realidad que todo lo abarca y de la cual todos los entes son peripecias, estados o niveles. Si la filosofía del despertar no se interesa por el contenido o el significado de los sueños, sino sólo por su condición de fenómenos o apariciones del sujeto que sueña, carecerá de sentido preguntarse por el simbolismo de los personajes oníricos. Se otorga así, de manera unilateral, toda la importancia a un estado de la mente, la vigilia, en detrimento de los demás, olvidando que los diferentes planos están unidos por el hilo de la continuidad. Por consiguiente, aunque aceptásemos la analogía del sueño, sería irrelevante el contenido del mismo, con lo cual quedaría sin explicación la "caída" del ser (en el caso que nos ocupa, "Dios" o la Realidad) en el estado de sueño. Tropezaríamos así con una yuxtaposición de niveles, con una serie de planos incomunicados o dispersos, a los que falta todo principio de unidad o de armonización. De un modo similar a como en la terminología clásica se habla de la "equivocidad" del concepto "ser" cuando éste se aplica a entes que nada tienen en común, nos encontraríamos aquí con que el concepto de "realidad global" equívoco, ya que no cabe la menor semejanza o afinidad entre los niveles por ella abarcados. Equivocidad que viene desmentida por el modo como se habla del Absoluto y de su sueño, el hombre, o del "agua madre" y el "muñeco de nieve": el simple hecho de considerar la discontinuidad o ruptura entre ambos planos muestra una cierta semejanza o afinidad entre ellos. Lo que se presentaba como una reivindicación de la Trascendencia de la Verdadera Realidad frente a su sueño, el hombre, adoptó en su expresión simbólica la forma de un concepto equívoco. Y, al analizar todos los aspectos de aquélla, se reveló la oculta, pero ineludible analogía entre Dios y el hombre. Surgen a este propósito varias cuestiones. La primera es: ¿Pueden las filosofías y religiones que subrayan la Trascendencia hasta el límite admitir una vía racional que conduzca a la existencia de Dios? No lo parece, a no ser de manera subrepticia. En efecto, la revelación de la Trascendencia implica, por parte del hombre, la posibilidad de conocer a Dios, siquiera de manera imperfecta(de otro modo no podría darse la revelación), lo que equivale a reconocer la capacidad del hombre de acceder racionalmente a Dios. ¿A qué tipo de razón se apunta aquí? Es claro que no se trata de la razón empirista o positivista, puramente instrumental, sino de una razón globalizadora, integral. ¿Pero hablamos de una razón meramente "natural", al margen de cualquier revelación? Semejante denominación necesita ser aclarada, ya que el término "natural" no apunta a un estado de cosas presente o pretérito: no es que el hombre pueda o haya podido alguna vez llegar racionalmente a Dios sin el auxilio divino. Lo que ocurre es que el hombre, para recibir dicha ayuda, ha de ser capaz de concebir de algún modo a Dios, de "identificarlo" y, por consiguiente, de formarse un concepto de la realidad divina. Prosigamos con la exposición de las ideas de d'Encausse. No sólo el despertar de Dios conlleva la disipación de la forma humana; también la presencia de cualquier ser perteneciente a los planos superiores hace que se desvanezca el estado humano: "El hombre y el ángel no son dos seres distintos que pueden conocerse y dialogar, sino dos formas metamorfoseadas, es decir, que se excluyen entre sí, de una sola y única sustancia que se conoce a sí misma bien como ángel, bien como hombre, pero nunca como hombre y ángel a la vez".4 La crítica a la doctrina de d'Encausse sobre las relaciones entre el hombre y la Realidad Primordial vale a fortiori para el presente caso. En efecto, su consecuencia lógica es la negación de la simultaneidad de los distintos estados, así como la imposibilidad de comunicarse entre ellos. No habría sino niveles sucesivos de la Realidad, que se reemplazan uno a otro y entre los cuales no cabe ningún diálogo o contacto. Una tesis que se opone no sólo a los testimonios de las diversas religiones, sino también a los argumentos de la sana razón: en efecto, de un modo análogo a como hay comunicación (por imperfecta que sea) entre los animales y el hombre, podrá existir entre éste y los planos superiores. Para nuestro autor, las formas celestes pasan a la sangre o a la savia y mueren en ellas para renacer bajo la apariencia de seres terrestres. Tal es la génesis de los vivientes. De modo similar, la materia inanimada sería algo así como los huesos en que se convierten los seres vivos a su muerte, y la Tierra misma, los huesos o el polvo procedentes de la muerte (metamorfosis descendente) de un arcángel. "Algunos visionarios han 'visto' el descenso del Ser de la siguiente manera: de forma en forma, la sustancia desciende desde la primera jerarquía 'creadora', denominada seráfica, hasta la novena, que es el ángel, creador del hombre, décima jerarquía. Y, a su vez, el hombre, animado todavía de un resto de vida, está a punto de crear el robot, undécima jerarquía, hecho de un mineral enteramente abandonado por ella".5 Nada tenemos que objetar a semejante visión del universo, que es la tradicional, como no sea la incompatibilidad entre los estados aducida por d'Encausse, que, desde luego, hace imposible cualquier tipo de comunicación entre ellos. Una cosa es la imposibilidad para cualquier creatura de alcanzar un nivel más elevado de ser y de conocimiento (y aquí nuestro autor apoya su argumentación en una cita de Tomás de Aquino, Sum.Theol.I,63,3) y otra distinta, aspirar a un diálogo o a un contacto con el plano superior. En efecto, cada nivel creatural encierra virtualmente las perfecciones del que le sigue, a la vez que las integra en un orden superior. En este sentido no cabe, evidentemente, un cambio de naturaleza, pues ello implicaría la desaparición del nivel inferior. Por lo demás, conviene aclarar que la cita en cuestión aparece en el contexto del pecado diabólico, en cuyo caso se habla justamente de una voluntad de usurpar la condición divina. Por otro lado, parece como si buena parte de la doctrina de d'Encausse tuviese su origen en una consideración incorrecta de la condición humana y en un olvido de su carácter microcósmico: al sintetizar en sí los diferentes grados de la realidad, el hombre está singularmente capacitado para comprender intelectualmente sus respectivos modos de ser, lo cual no implica en modo alguno el abandono de la propia condición. Pero, además, se olvida un hecho fundamental, la
elevación gratuita del hombre al ámbito de lo divino, el
estado deiforme en que fue creado. En su virtud, el ser humano deviene
capaz de conocer a Dios y de asimilarse a él sin por ello desvanecerse
en la realidad divina. La deificación no supone la desaparición
de la condición humana como tal, pero el hombre tampoco queda inalterado,
pues si bien su naturaleza continúa siendo la que era, experimenta
una transformación que la incorpora y la inserta en la esfera divina.
Y es el equilibrio entre ambos extremos lo que nos permite lograr una comprensión
justa de nuestra situación.
¿Cómo pasar del ámbito de la ciencia al de la metafísica? Para nuestro autor, se trata de considerar el conocimiento científico desde la vertical. Contemplaríamos entonces no una materia terrestre eterna, sino una materia prima de la que las materias terrestres no son sino formas proyectadas, que aparecen y se disipan. Lo cual no entra en conflicto con la ley de conservación de la masa, ya que, en esta perspectiva vertical, las formas no se desvanecen en la nada, sino en otra forma y, en último extremo, en lo Informe. Así es como desaparece el universo en el pensamiento del filósofo: "La filosofía exorciza la masa visible de abajo en provecho de la masa pensable de arriba"...El Conocimiento opera su gran exorcismo liberador gracias a la alianza de la visión y del pensamiento...La visión no disipa un sueño sino para caer en otro, antes de sumergirse en el gran Abismo metafísico; el pensamiento, en cambio, tomando el relevo, no sólo contempla el Abismo, sino también todos los universos - groseros o sutiles - que El engulle".6 Puesto que la vía pensante abstracta o teórica es la única practicable para el hombre se plantea la cuestión radical: ¿Qué es el pensamiento y en qué nivel se mueve?. El pensamiento pertenece a la forma humana; de su actividad resulta un conocimiento teórico que es abstracción pura. Y d'Encausse ilustra su tesis con el célebre pasaje de Tchuang-Tse en el que el Emperador amarillo pierde su Perla negra: no la encuentra por ciencia, ni por investigación ni por discusión, sino por abstracción. Para definir el pensamiento es preciso relacionarlo ante todo con el concepto: "El pensamiento, órgano de contemplación, contempla la Realidad bajo la apariencia de conceptos, exactamente igual que el ojo, órgano de percepción, percibe la misma Realidad bajo la apariencia de objetos".7 La Realidad no depende del hombre ni es afectada por su nacimiento o muerte. Sólo son afectadas las ideas o imágenes conceptuales, que carecen de realidad en cuanto imágenes y, sin embargo, están cargadas de la más alta verdad accesible al hombre. El mundo entero es contingente y relativo, mientras que el pensamiento abstracto se eleva a la contemplación abstracta de lo Absoluto y de lo Necesario: "Un solo pensamiento del hombre vale más que el mundo entero, ha dicho san Juan de la Cruz.".8 El pensamiento contempla conceptos. Esto no supone limitarlo a sus potencias racionales: todo concepto le pertenece, incluído el de lo irracional, infrarracional, suprarracional, como es capaz de pensar lo impensable y lo imposible. De ahí que el más alto conocimiento accesible al hombre sea el de una Realidad vacía de las representaciones que podamos hacernos de ella, vacía del hombre. Lo cual nos llevaría a modificar una vez más la fórmula cartesiana, que debería de ser ésta: "Pienso, luego no existo, luego Dios es". De esta manera, el pensamiento anonada al hombre y patentiza a Dios. La función del pensamiento es juzgarlo todo, ponerlo todo en duda, incluído el valor de sus propios juicios, a menudo erróneos. Pero hay algo que no debe olvidar:la crítica de su propia crítica. Y es que al pensador le está vedado negarse a sí mismo como portador de una verdad, de un lenguaje, de una filosofía. En definitiva, la filosofía es indisociable del llamado "realismo ingenuo". Es en la abstracción filosófica donde se oculta y se muestra a la vez la más alta Verdad accesible al hombre. Por eso la actitud "criticista" pertenece a la literatura, no a la filosofía. Para d'Encausse, el pensamiento, la percepción sensible y la imaginación visionaria son las tres miradas del hombre, que suben y bajan la escala de Jacob. En lo alto de la escala (en donde se situaba el Eterno) está la imagen abstracta del Incondicionado, que sólo puede ser captada por la primera mirada. Las otras dos sólo ven un universo concreto, fenómenos efímeros, cosas, animales, hombres y dioses, seres que participan del absurdo cósmico y cuyo destino es disolverse en el Absoluto. Para citar a Mahoma: "Todo lo que hay en la tierra es maldito, salvo el recuerdo de Alá"; "No hay más Dios que Alá", es decir, no hay realidad que pueda comparársele. No en vano el asociacionismo aparece a los ojos del Islam como la gran infidelidad y la raíz de todos los conflictos, no sólo con el cristianismo (centrado en el Dios-hombre), sino también con el hinduísmo, inseparable de la figura del Avatar. ¿Qué decir del tránsito de la ciencia a la metafísica tal como lo concibe nuestro autor? Curiosamente, la ley de la conservación de la masa, vigente en el plano horizontal y que nos lleva a la idea de la indestructibidad de la materia, experimenta una especie de transposición analógica, puesto que, en la vertical, todo se reduce en último extremo a la materia prima y se disuelve en ella. No es que las formas desaparezcan en la nada, sino que cada una de ellas queda absorbida en la inmediatamente superior. Ahora bien, como decíamos más arriba, no es cierto que un estado del ser muera para dar paso a otro, ni siquiera tratándose del Absoluto. Simplemente ocurre que la jerarquía de los entes del universo se compone de muchos grados, cada uno de los cuales es el que es y no se confunde con otro. No es posible que un ente recorra toda la pirámide. Lo único común a todos los estadios es justamente la noción de "ente": es el "ser" de que participan lo que hace de ellos otros tantos entes. Hay, pues, una identidad entre ellos, la que los convierte a todos en entes; hay una diferencia, la que constituye a cada uno como tal, distinto, por consiguiente, de cualquier otro. Es el equilibrio de identidad y diferencia lo que posibilita la comunicación entre los estados del ser y proporciona la clave para comprenderlos. La "pirámide" del ser o la "escala de Jacob" es, pues, el símbolo mismo del universo. Reúne en sí la unidad del ser y la pluralidad de los entes. Un símbolo que también es aplicable a la totalidad formada por los niveles del universo, de un lado, y el Absoluto, de otro. Evidentemente, la totalización no tiene el mismo sentido en ambos casos: allí tan sólo consideramos la globalidad del universo; aquí hacemos referencia a la globalidad sin más. Por eso el concepto "ser" no significa lo mismo cuando se refiere al universo que cuando dice relación a la totalidad última. Puesto que la diferencia entre Dios y el mundo es incomparablemente superior a la que existe entre dos entes del universo, la identidad que sostiene la relación Dios-mundo resultará incomparablemente menor. Sin embargo,por endeble que sea dicha identidad, debe de ser suficiente para posibilitar la relación entre ambos términos, tanto por parte del mundo como de Dios. ¿Cómo si no podría establecer Dios darse un vínculo con sus creaturas en general y con el hombre en particular? Y aquí se plantea el viejo problema de la creación ex nihilo: ¿qué significa esa expresión? Para que ocurra y antes de que acontezca, la creación ha de ser posible, lo que significa que ya en el ser divino existe una referencia radical a lo que no es él, a la realidad mundana. Pero entonces ¿qué quiere decir el ex nihilo? Evidentemente, que no hay ningún principio creado que, junto con el ser divino, sea responsable de la creación. Lo único que hay es la referencia originaria a lo otro, interior a la Divinidad. Y es esta relación la que funda la globalidad Dios+mundo, ontológicamente anterior a la creación de cada uno de los entes del mundo. Por otra parte, puesto que todos y cada uno de los entes vienen ex nihilo, hay que concluir que la acción por la que Dios crea en particular este o aquel ente presupone, aparte de la "nada en general", una "nada concreta", la que dice relación a la posibilidad de tal ente contenida "de antemano" en Dios. Es la composición de aquella actividad con esta potencialidad la responsable de la creación de tal o cual ente. "Antes" de que un ente venga al mundo (hablamos desde una perspectiva temporal), su posibilidad encerrada en el seno de la Divinidad ha de escuchar, por así decirlo, la llamada creadora por la que Dios lo sitúa en el ser. Eran necesarias estas reflexiones para comprender los planteamientos de nuestro autor y corregir su punto de vista sobre la ascensión en la escala del ser. No es que las cosas puedan volver a la nada, ni tampoco que las formas se disuelvan unas en otras, ni siquiera en la condición informe de la Divinidad. Si bien "antes" de la creación todo está contenido en el ser divino a modo de posibilidad (y nos referimos a una prioridad ontológica, no meramente temporal), una vez que aquélla ha tenido lugar, ya no cabe decir que todo continúa identificándose con Dios, como si nada se distinguiese propiamente de él, ni siquiera "tras" la creación. La "identidad" entre la Divinidad y el mundo (especialmente en el caso del hombre) no implica en modo alguno una resolución de éste en aquélla, sino la unidad entre ambos términos, la cual brota de Dios y se impone desde él en la medida en que el mundo es obra suya. Para d'Encausse, la distancia entre la visión y el pensamiento es la misma que existe entre los sueños y la realidad. En la terminología que utilizábamos más arriba, la visión tendría por objeto la "pirámide" del universo, en tanto que el pensamiento se ocuparía de la globalidad Absoluto+mundo, cuyo segundo término, ilusorio como es, se disolvería en el primero. Tropezamos una vez más con una concepción emanacionista de lo real que, a fuerza de subrayar el polo divino, priva de todo sentido al acontecer mundano, y que, paradójicamente,concluye por atribuir a la Divinidad el sinsentido del mundo. ¿Qué conexión hay entre el pensamiento y la Realidad de que habla nuestro autor? El pensamiento contempla la Realidad bajo la apariencia de los conceptos y puede elevarse desde la relatividad y contingencia del mundo a la contemplación abstracta del Absoluto. En último extremo, puede alcanzar un conocimiento no condicionado por el ser del hombre y sus categorías. Sólo a través del pensamiento puede la Verdadera Realidad visitar al hombre sin consumirlo, sin sacrificarlo. ¿De qué índole es, pues, el pensamiento? A la vez que pertenece a la forma humana, es capaz de abrirnos a la Divinidad sin destruirla. Aristóteles decía que "el intelecto es de alguna manera todas las cosas". ¿Algo semejante a lo que afirma d'Encausse? En parte, sí, al menos en lo que respecta a la apertura al mundo y a la "interiorización" de las cosas.Sin embargo, en el pensamiento aristotélico no se da en modo alguno la disolución de los entes en el Absoluto: la búsqueda del equilibrio entre unidad y pluralidad fue siempre una característica fundamental de aquel sistema, y el concepto de "physis", el puente entre ambas riberas. Por otro lado, el intelecto aristotélico es el encargado de otorgar coherencia al mundo, a diferencia de lo que sucede en d'Encausse, para quien el acontecer mundano carece propiamente de sentido. Es interesante señalar, por otra parte, que el pensamiento es concebido aquí como un "medio" que todo lo baña y en el que se refleja, a modo de imagen, el Absoluto. Ello le otorga una singular semejanza con el "agua madre" a la que se reducen todas las formas. Y es curioso que sea el pensamiento, perteneciente a la forma humana, el encargado de reflejar las imágenes del Absoluto, como para corroborar la semejanza entre el hombre y lo divino. Es como decir que el pensamiento presupone la unidad entre todos los entes del mundo, así como entre los entes y Dios. De otro modo, ¿cómo podría hablarse del ser divino con sentido? Lo que equivale a admitir una coherencia en la globalidad de lo real, la cual negaba, en principio, d'Encausse, al reducirlo todo al Absoluto, la única realidad no ilusoria. Algo similar cabe decir del asociacionismo denunciado
por el Islam frente al pensamiento cristiano e hindú. Si afirmamos
unilateralmente la Trascendencia divina, olvidando la semejanza entre Dios
y sus creaturas (especialmente el hombre), caeremos con facilidad en el
agnosticismo, aparte de disminuir radicalmente la condición mundana
y humana, hasta convertirla en poco más que una marioneta en manos
de la Divinidad. Si "Islam" significa justamente "sumisión a la
voluntad divina", semejante actitud carecerá de sentido si no procede
de la libre voluntad del hombre.
Para nuestro autor, decir "Absoluto" es decir "Perfección", siempre que dejemos a un lado la etimología. La raíz facere no se ajusta bien al significado de la palabra "Absoluto": la Perfección absoluta es desde toda la eternidad, no ha sido hecha ni podrá serlo. Todo acto, toda acción es un falsum facere, un falso hacer, una falsificación, a no ser que se trate de un acto sacrificial (sacrum facere), el único capaz de rectificar. El acto concreto es siempre el resultado de una disminución del poder de abstracción, una advertencia para quienes se impliquen demasiado en la vía de las obras o de la devoción. Si queremos definir lo Absoluto y lo relativo en relación con el espacio y el tiempo podríamos hablar también (incluso con más propiedad) de lo Infinito y de lo Indefinido. Y nuestro autor trae a colación las reflexiones de René Guénon, según las cuales la confusión entre ambos términos precipitó la decadencia intelectual de los tiempos modernos (él hacía notar al respecto que el infinito matemático era un indefinido. La filosofía del despertar manifiesta su acuerdo con esa tesis. Todo lo que aparece en modo indefinido, por ejemplo, situado en el devenir temporal, es el Infinito, pero alterado, contemplado como en sueños.Lo indefinido es el aparecer agitado o vertiginoso del Infinito. De ambas nociones no puede dar cuenta ningún sistema dualista, según el cual el Infinito podría conocer, amar, salvar o condenar al indefinido, como sostienen las doctrinas soteriológicas. Al contrario, la verdadera naturaleza de las cosas viene expresada por el shivaísmo, cuando figura la relación entre aparecer y ser mediante la danza de la diosa Kali sobre el vientre del Dios dormido, Shiva. O también en el budismo, en la escena de la tentación de Buda, el Despierto, por el dios Kâma-Mâra (deseo y muerte).Pero Buda permanece insensible a ella, dormido como está para el mundo. Y es que,"El aparecer está dormido para el Ser y el Ser lo está para su aparecer, y ninguno de los dos conoce al otro".9 Una vez más nuestro autor subraya el carácter ilusorio de lo relativo, que descarta cualquier mejoramiento o reestructuración: el único medio de "perfeccionarlo" es hacerlo desaparecer en el Absoluto. Con todo, la deficiencia radical del mundo frente a la verdadera Realidad no implica desposeerlo de su valor relativo. El sueño es real para el durmiente en tanto no interviene el despertar. Y sólo en la medida en que se ha experimentado en toda su fuerza la realidad del sueño, y luego su desaparición, puede el pensador hacerse cargo de la auténtica índole de las cosas. Ahora bien, prosiguiendo con la crítica que desarrollábamos más arriba, es claro que la continuidad entre el estado de sueño y el de vigilia establece una unidad entre ambos, la cual entra en contradicción con su pretendida separación. Sólo a través de la tensión identidad-diferencia es posible relacionar lo Absoluto y lo relativo, partiendo, bien es verdad, de la voluntad del Absoluto de poner frente a sí lo relativo. Algo similar cabe decir de la noción de "Perfección" aplicada al Absoluto. Es cierto que, desde esta perspectiva, todo hacer es un falso hacer, ya que la Realidad es lo que es desde la eternidad y, por tanto, no cabe en ella ningún progreso, evolución o desarrollo. Pero esto no significa que no lo haya en los entes creados por el Absoluto, especialmente en el hombre, elevado desde el principio a la condición deiforme. En este sentido, la Perfección del Absoluto, sin dejar de ser lo que desde siempre es, se comunica a la humanidad, de un modo análogo a como el sol, sin perder su resplandor, se refleja en la infinidad de los espejos o al igual que la llama, que da lugar a otras sin alterarse. Evidentemente, si privamos al hombre de su ser y lo disolvemos en la Divinidad, no estaremos en condiciones de entender la deificación. Se explica así la crítica de d'Encausse a la vía de las obras o al camino devocional. Sin embargo, esa crítica olvida que la vía de las obras, si es auténtica,va acompañada de una actitud de desapego y que la vía devocional parte del reconocimiento de la Trascendencia divina. Pero ninguna de las dos tiene por qué implicar la disolución del sujeto humano en el Absoluto.Al fin y al cabo, la meta de ambas es contribuir al desarrollo en el hombre de la dimensión deiforme: se trata de fomentar la receptividad a la Perfección divina. Nada tenemos que objetar a la crítica guenoniana (que nuestro autor hace suya) de la confusión entre lo Infinito y lo indefinido. El segundo no es otra cosa que una concepción desfigurada del primero: la absoluta Perfección, que es pura actualidad, se concibe bajo la forma de una potencialidad siempre abierta. Así, el infinito matemático es en realidad un indefinido; de ahí que la prolongación ilimitada del flujo temporal nada tenga que ver con la eternidad. Y, por consiguiente, la existencia que se desarrolla en el tiempo (incluída la de un ente "eviterno") jamás podrá equipararse a la Divinidad. Lo cual no significa que el Infinito no pueda amar, salvar o adoptar al indefinido, como si cualquiera de tales acciones anulase a éste. Pensar así equivale a concebir el Infinito como pura negación y disolución de lo indefinido. Paradójicamente, el intento de conservar incólume la realidad divina, guardándola de toda contaminación con el mundo desemboca en una limitación de la misma. En lugar de respetar su ser y su libertad, dejándole en todo momento la iniciativa, se la condiciona y se restringe su campo de acción. Pero, antes de abordar propiamente esta cuestión, conviene plantearse la siguiente pregunta: ¿En qué sentido cabe aplicar al hombre el término "indefinido"? ¿Qué es lo que describe el vocablo? ¿Se identifica sin más la existencia humana con lo indefinido? Es verdad que la "naturaleza" del hombre se desenvuelve en el ámbito de la temporalidad y, por consiguiente, de la sucesión. Habrá que distinguir entre el tiempo corpóreo (ligado al devenir del cosmos material y sus leyes), el espiritual (vinculado sobre todo a la percepción de sí, a los actos de comprensión, a las decisiones) y el psíquico (tenso entre los dos anteriores y característico de la existencia encarnada). Entre la actividad con que vivimos el primero y la pasividad del segundo, lo que define al tercero es un compromiso entre ambos, una experiencia simultánea de los dos. No obstante, hay que añadir algo:una cosa es el "sujeto" que vive la temporalidad y, por tanto, lo indefinido, y otra, el tiempo mismo. El transcurrir temporal, al ser un cambio, implicará la existencia de algo que no cambia, es decir, la sucesión de los instantes estará referida al factor inalterable, al "sujeto" que la experimenta. Por definición, ese "sujeto" es lo que es, pura coincidencia consigo mismo, aunque una coincidencia relativa, vivida a través de y más allá de la sucesión temporal. La identidad de que hablamos se experimentará de distinta manera según el nivel en que nos situemos. Para alguien que sólo sea consciente del plano corpóreo, la experiencia resultará muy precaria, casi inexistente. Más vívida será para quien se eleve a la esfera psíquica. Por último, en el ámbito espiritual la identidad se afirmará sin demasiado esfuerzo. Ahora bien, puesto que el ser humano se define por una tricotomía o estructura trinitaria, la percepción más profunda de la mencionada identidad exigirá experimentarla simultáneamente en los tres planos. La coincidencia consigo mismo, por relativa que sea, es el primer síntoma de la supratemporalidad del "sujeto" humano, de su no identificación con lo indefinido. Hay otros, por ejemplo,la capacidad de decidirse y de tomar opciones más allá de los estímulos y determinismos de todo tipo, lo cual pone de manifiesto la resistencia interior a las diversas coacciones provenientes del ámbito de la variación y de la temporalidad. Otra ilustración del carácter supratemporal del "sujeto" es el poder de abstracción, a saber, la capacidad de sobreponerse a la realidad fáctica y particular, rebasándola hacia lo universal. De este modo, a partir de la multiplicidad indefinida de los hechos, de los individuos, de los casos particulares, el intelecto capta la "esencia", la "idea", el "concepto", pertenecientes al ámbito de lo universal, no sometido, por tanto, a las variaciones o a las diferencias espacio-temporales. Es lo que muestra la existencia misma del lenguaje, que se refiere a la realidad espacial o temporal con términos o vocablos que expresan conceptos inespaciales e intemporales. Todo lo cual pone de manifiesto en el hombre la realidad de un factor inalterable, no sometido a lo indefinido. Lo cual no significa en modo alguno la infinitud del hombre, sino más bien su capacidad para reflejarla en medio de lo indefinido. Indudablemente, se trata de una capacidad mermada, de un poder disminuído tras la "caída original" y, por consiguiente, de algo de lo que no se puede disponer sin más. No en vano todas las grandes religiones, filosofías y gnosis han perseguido, consciente o inconscientemente, una meta: recuperar la condición primordial del hombre, todavía no enturbiada por la "caída". Por difícil que sea imaginarse el estado primordial, podemos hacernos una idea, siquiera negativa, en la que indudablemente entraría como componente fundamental la libertad para optar, bien por una existencia centrada en el Infinito y, por lo tanto, en disposición de someter y armonizar lo indefinido en la estructura trinitaria del hombre, bien por una vida dominada por la temporalidad y en la que se volvería más y más arduo encontrar el reflejo del Infinito. Para tener una idea correcta de las relaciones entre el factor invariable del hombre, de un lado, y el tiempo, de otro, en esa condición primordial, comparémosla con la actual, subsiguiente a la "caída". En aquel estado, el hombre gozaba de un equilibrio ideal entre la subjetividad inalterable y las variaciones de lo indefinido, un equilibrio que, sin embargo, no había sido puesto a prueba, a fin de que se hiciese patente su origen (la gratuidad de la ayuda divina que lo posibilitaba) y como tal fuese reconocido por el hombre; o bien que éste optase por desconocerlo. Por el contrario, la situación actual es posterior a la decisión del hombre de elevarse por sí mismo a la "condición divina",confiando en sus propias fuerzas. Como tal, supone un profundo desajuste entre el factor inalterable que otorga unidad a su ser y el ámbito de lo indefinido a sus distintos niveles. Con todo, aquel factor inalterable continúa presente.De lo contrario, la empresa de reconstitución de la unidad perdida estaría condenada de antemano al fracaso. Pero, en lugar mostrarse firme desde el principio, capacitado para sobreponerse a los cambios y modificaciones continuos del indefinido, el "sujeto", aun percibiéndose a sí mismo, está fuertemente sometido a esas influencias. Así, pues, si en el estado primordial la unidad del ser humano se manifestaba con claridad, sobreponiéndose sin dificultad a la multiplicidad, la condición posterior se caracteriza por el predominio cada vez mayor de lo indefinido. En cualquier caso, en el hombre existe el reflejo del Infinito. A diferencia de él, que es eterno y, por consiguiente, carece de composición ("Interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio": así definía la eternidad Tomás de Aquino), la imagen del Infinito en el hombre se da junto a y en medio de lo indefinido, lo cual no supone ningún dualismo, sino un contraste entre esa imagen y lo que conlleva la "naturaleza" humana. Tal imagen es lo que eleva al hombre a la condición deiforme. Y, aunque desfigurada, permanece tras la "caída". ¿Cuál es, entonces, la meta de la existencia
humana? Hacer que la multiplicidad de lo indefinido, presente en el cuerpo,
en el alma y en el espíritu del hombre se integre progresivamente
en la unidad del Infinito, para así culminar el proceso de la deificación.
¿Quiere esto decir que la "naturaleza" habrá de disolverse
en lo Infinito? No, puesto que, en virtud de la gratuidad de la deificación,
el ser humano, aun transformado en Dios, no dejará de sentirse receptor
de un don a todas luces inmerecido.
¿Qué significa decir que el tiempo carece de principio y de fin? Fundamentalmente, que el tiempo es movimiento o cambio y, por consiguiente, sucesión. Ahora bien, ésta se define justamente por su inacabamiento, no por carecer de principio: la serie numérica tiene un comienzo, aunque no podamos asignarle un término. Con todo, la noción de infinito matemático no se ajusta sin más al concepto de tiempo. La experiencia que poseemos del tiempo es más bien la de un intervalo de extensión limitada. La tesis expresada en el Eclesiastés, según la cual "hay un tiempo para cada cosa", podemos ampliarla a la vida humana, para la cual hay fijado asimismo un tiempo. Incluso en la definición platónica del tiempo como "imagen móvil de la eternidad" se trasluce que, al igual que la eternidad es sinónimo de plena y simultánea autoposesión, el tiempo implica una autoposesión imperfecta y precaria más que una sucesión indefinida. Lo que define al tiempo es una dualidad, una división, un conflicto entre el deseo y la realidad, al margen de la cuestión del principio y del fin. Por lo tanto, idéntico desgarramiento o conflicto se constata si el tiempo tiene comienzo y término como si no. En cada instante, por breve que sea, se detecta el desmembramiento entre el ideal y la realidad. Y, sin embargo, hay un fin para cada fase de la vida y un término para la vida en su globalidad. Es verdad que lo decisivo es el salto de lo indefinido a lo Infinito, del tiempo a la eternidad; pero hemos de reconocer la entidad propia del tiempo y su importancia en orden a comprender la naturaleza humana, punto de partida obligado de la deificación. "Quienes buscan la Verdad al comienzo y quienes la buscan al final se enfrentan en el seno del mismo error, que consiste en creer que el tiempo es capaz de quitar o aportar algo a la Realidad, que le es trascendente y no tiene de él la menor necesidad".11 No es difícil responder a esto: el hecho de que el tiempo no añada ni quite nada a la eternidad no significa que sea superfluo. Menos todavía implica su no existencia o su completa inanidad. Como característica de lo creado, el tiempo proviene de la efusividad misma de lo divino, que rebosa bondad y se comunica gratuitamente.Y si el modo de vivir la temporalidad tras la "caída" es desviado, ello no significa la imposibilidad de superarlo. Al fin y al cabo, la imagen divina en el hombre, por enturbiada que esté, no deja de ser apta para iniciar la reorientación. Por otra parte, afirmar que la Verdad no está al comienzo ni al final del tiempo es correcto, siempre que ello no suponga desvirtuar al tiempo de toda capacidad para educar al hombre en la búsqueda de la Verdad. Lo contrario equivaldría a negar el papel de las diversas ramas de la Tradición en los diferentes períodos de la historia humana. Sin hablar de la noción bíblica de la "historia de la salvación" y de sus etapas, para no hablar de su consumación, más allá del desarrollo progresivo del "trigo" y de la "cizaña" y de su discriminación final. Parafraseando a Heráclito, nuestro autor sostiene que los hombres trabajan fraternalmente por el devenir del mundo "en tanto sueñan", en su condición de durmientes. Por eso seguir horizontalmente el curso del tiempo no conduce a nada, ni tampoco considerarlo como una línea helicoidal que asciende progresivamente hasta los planos superiores de existencia. En tales niveles, el tiempo es desconocido y la "evolución" que existe es similar a la que se da entre las ensoñaciones consecutivas de un durmiente. Se trata de reflexiones que no hacen sino desarrollar la tesis fundamental de d'Encausse sobre el carácter ilusorio de los diferentes mundos y su falta de razón suficiente. Apenas es necesario subrayar lo incompleto de semejante concepción: aparte de ignorar la analogía entre los mundos, entiende el tiempo como algo meramente fragmentario y sin conexión con la eternidad. No es esto lo que mostraba Platón cuando definía el tiempo como la "imagen móvil de la eternidad". "La única representación válida del tiempo es circular, ya que, en la circunferencia, principio y fin coinciden, pero a condición de no olvidar el punto central alrededor del cual se despliega la circunferencia en la que discurre el tiempo. Así hay que entender el mito del Eterno Retorno: los seres y las cosas no vuelven a aquel punto de la circunferencia en el que desaparecieron una vez, sino al centro atemporal que es su causa primera y su fin último. Si un movimiento ha de tener relevancia no puede recorrer la circunferencia yendo del pasado al futuro; es preciso que siga el rayo que lo religa a su centro, es decir, el que va de lo temporal a lo atemporal y a la inversa, nunca de lo temporal a lo temporal".12 ¿Qué sentido tiene la representación circular? Justamente la de un movimiento que se desarrolla en distintas fases y que puede empezar a otro nivel allí donde termina. Puesto que, en rigor, la circunferencia es el símbolo de la eternidad, ya que es la línea que no sale de sí misma, el tiempo habrá que figurarlo mejor por una espiral cada una de cuyas vueltas se abre a un ámbito nuevo. Es la imposibilidad de cerrarse sobre sí lo que constituye el tiempo, que es precisamente dualidad, división, contraste entre ideal y realidad. En este sentido, el tiempo no tiene fin, pues el fin consistiría justamente en cerrar el círculo. Sin embargo, la definición platónica puede entenderse también como un recorrer sucesivamente la circunferencia que, de por sí, es una línea estática y cerrada. En tal caso, el círculo podría simbolizar un intervalo o período temporal completo. En la medida en que dicha línea es perfecta, el recorrido de la misma representará un reflejo de su perfección. Es claro que no hay que olvidar el punto central desde
el que se describe la circunferencia, símbolo de lo atemporal, y
el radio, que sirve de unión entre centro y circunferencia. De otro
modo no lograríamos una visión justa de las cosas ni percibiríamos
con claridad el modo en que la eternidad se proyecta en el tiempo. Pero
la expresión "Eterno Retorno" no se ajusta bien al "acontecimiento"
por el cual los entes un determinado ciclo se reabsorbe en la eternidad.
Más bien hay que referirla a la repetición periódica
de lo idéntico, o al hecho mismo de que la noción de ciclo
conlleva la de un recomenzar allí donde se termina, aunque a otro
nivel. En cualquier caso, no parece una expresión muy feliz, a no
ser que designe la estructura estática de la temporalidad, cíclica
por naturaleza; ni se puede aplicar a la eternidad (en donde no hay movimiento),
ni a una presunta repetición de los eventos mundanos, por lo demás
inexistente (no hay dos números iguales, como tampoco se dan dos
cosas idénticas en el universo).
Nos encontramos de nuevo con el problema de la consistencia de lo mundano frente a la Unica Realidad. Si el mundo es ilusorio, cualquier teoría sobre los planos o niveles que lo componen pertenecerá al ámbito del saber horizontal, por muy vertical que pudiera parecer en un primer momento. En efecto, si lo relativo no puede subsistir frente al Absoluto, carece de sentido establecer divisiones o jerarquías dentro del ámbito de la ilusión. Si todo es un puro sortilegio de la Unica Sustancia, queda descalificado cualquier intento de comprensión de lo que es mera fantasmagoría. |
NOTAS | |
1 | La philosophie de l'éveil, Paris, 1978, Vrin, p.8 (La traducción es nuestra). |
2 | O.c., 14. |
3 | Ibidem, 16 |
4 | Ibid., 20 |
5 | Ibid., 22. |
6 | Ibid., 25. |
7 | Ibid., 27. |
8 | Ibid., 28. |
9 | Ibid., 37. |
10 | Ibid., 38. |
11 | Ibid., 38. |
12 | Ibid., 39. |
13 | Ibid., 41. |
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