LA CABALLERIA ESPIRITUAL
Un Ensayo de Psicología Profunda
CARLOS JAVIER BLANCO *
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Prefacio
A ti te están reservadas estas páginas. Se han escrito con amor y delicadeza. Para posarte sobre ellas debes guardar una actitud calmada y paciente. De momento no es mucho lo que te pido. Te supongo un lector moderno y con problemas. Casi todos somos así, personas “de nuestro mundo” y nunca libres del todo de esos “problemas”. Grandes o pequeños, los problemas están ahí. A veces crees que te va a aniquilar ese cúmulo de dificultades y, sin embargo, si pudieses leer la mente de tus semejantes muy pronto llegarías a la firme conclusión de que tus tropiezos son también normales, y que forman parte de la lógica del universo. No vas a encontrar aquí un manual de “auto-ayuda”. Se debe ayudar al desvalido, pero tú no tienes por qué serlo. La verdadera medicina para la lógica defectuosa que estropea tu vida parte de una idea muy simple. Eres un ser sano. No hacen faltan medicinas para la lógica de tu vida, ni para la del universo. Lo único que debes hacer es crecer.

Por supuesto, cuando el cuerpo está dolido es preciso tomarse una pastilla, acudir al doctor. Si el dolor afecta al alma, la cosa se complica. Tu alma puede verse alterada por disfunciones del sistema nervioso, por el estrés social del medio que te rodea. Hay factores congénitos y experiencias negativas que se pueden tener en cuenta para el alivio de una dolencia, para la sanación de aquello que funciona mal, en suma, para cuanto forma parte de lo que en medicina y psicología llamamos enfermedad. Acude al especialista, cuando en esa categoría te sientas incluido, la categoría del enfermo.

Pero tanto si estás enfermo (¿y quién no lo está, en algún grado?) como si no, es de todo punto esencial que te hagas una pregunta. ¿Has pensado alguna vez en el crecimiento? ¿Has enumerado en algún momento los factores que recortan tu vida, que te menguan como ser íntegro y pleno? Si lo has intentado alguna vez, ya te hallas a un paso del comienzo. La carrera del crecimiento.

Pero ¿en qué consiste semejante cosa? ¿Crecer? Tú ves que tus hijos crecen, física y mentalmente. Eso es lo normal, la lógica de la vida siempre incluye una dinámica del crecimiento. No confundas crecimiento con aumento del tamaño. Este aspecto físico y espacial tan solo es una manifestación externa de las cosas, que con toda lógica y bajo fines que se nos escaparán siempre, constituyen la vida y el universo. Pero en tus hijos, o si no los tienes, en los niños en general, se observa que desde su etapa de simples células, desde su estado embrionario, como bebés o como mozalbetes, en ellos acontece un sinfín de variaciones en su cuerpo y en su alma. Se transforman drásticamente antes de que tú, como observador externo, te llegues a dar cuenta de tales cambios continuos. La cantidad se transforma en cualidad. Crecer es cambiar en cualidad, regenerarse bajo la forma de un ser nuevo. Crecer es tomar el camino de la mutación, ser más amplio, mutación de uno mismo en nuevas especies y nuevos géneros. Mutación desde uno mismo, para uno mismo.

Si quieres crecer, leerás con paciencia estas páginas. No necesito de ti una adscripción religiosa ni política. Puedes tener un Dios, muchos, ninguno. Puedes ser conservador, liberal, marxista, ácrata. Solo preciso de mis lectores una especie de anhelo, un afán por crecer en todas las direcciones, en un sentido ampliativo.

No hace falta que te explique en qué clase de mundo vivimos. Tú, mi lector, creo que eres ese ser humano normal y corriente, que vive envuelto en un sinfín de prisas, agobios, compromisos. ¡Qué mundo! Apenas ese mundo nos deja unos minutos para el encuentro del yo consigo mismo. No hay ratos para ti, instantes en los que hacer las paces con el pasado, ordenar tu caos cotidiano, proyectar un futuro feliz y razonable. El reloj parece tu tirano, pero el reloj carece de culpa. La sociedad entera ha empleado ese instrumento del diablo para tenernos apresados. Si creaste una familia, o bien dependes de ella, sientes que tu individualidad se diluye en cargas, tareas, ocupaciones. El trabajo llena el calendario, domina por completo la agenda, y el hogar solo se te representa, las más de las veces, como un lecho y una oscuridad en la que poder desaparecer unas horas. Vendrá luego el grito horrible del despertador, y vuelta a empezar. No hay tiempo en tu vida para lo más sagrado, tu yo y ese mundo que un día comenzó a orbitar en torno a ti. Pero en las más variadas religiones lo que se dio en llamar mundo resultó ser un trasunto del diablo. El mundo más o menos infernal que creemos que se nos vino como algo dado, es el infierno que nosotros mismos nos hemos hecho. El mundo lo has hecho tú, querido amigo. Eres un demiurgo (un “artífice”, en griego). Por supuesto hay unos materiales previos, un barro que accidentalmente te viene ofrecido por las circunstancias. No elegimos nacer en un país o en otro. Nadie te ofreció vivir en tal siglo o en tal periodo determinados. No hemos escogido a nuestros padres ni el color natural de nuestra piel o de los cabellos. Pero con los barros y materiales externos nosotros somos los verdaderos creadores de un mundo interior, el mundo de la vida que gira a nuestro alrededor y que, una vez puesto a andar, necesitará atenerse a la lógica universal.

Una persona bonachona y simple, tendrá quizá por diablo, es decir, por mundo, un simple y travieso espíritu burlón. Un ser humano retorcido y que no se ama a sí mismo, vivirá en el más dantesco de los infiernos, y no tendrá por enfermedad más que su propia esencia, su propio ser. La peor enfermedad es no saber –no querer– crecer. La mejor sanación, por el contrario, consiste en crecer sin parar, disparado hacia el infinito, superando cualquier tropiezo con el mal, la enfermedad o la adversidad. El crecimiento consiste en una especie de super-sanación. De ella quiero hablarte.

¿Cuántos mundos hay? La pregunta no debe desconcertarte, amigo lector. Ya sabes que por mundos no quiero decir planetas, ni galaxias. Por mundo hemos de entender en este libro nada más –y nada menos– que demonios, males y sufrimientos. Por lo menos hay uno por persona. Y personas, ahora mismo vivas sobre la tierra, hay miles de millones. Un enjambre de seres humanos que crece geométricamente. Cada una lleva consigo su demonio particular. Unos llevan a cuestas el hambre. Otros llevan consigo el SIDA o cualesquiera de las pestes, viejas o nuevas, que asolan a la especie. Un demonio muy destacado, tenaz y devastador, es la pobreza. La locura, el fanatismo, los complejos, el vicio, todos son nombres que damos a nuestros males. Todos ellos son demonios. Forman parte del mundo y constituyen el mundo mismo. ¿Cómo se puede huir de ellos? ¿Existe alguna especie de prevención? Aquí no te ofrecemos ninguna varita mágica. Solo una especie de pequeña orientación. El camino has de hallarlo por ti mismo. Solo en cada uno existen las pistas por donde encontrar la salida. Comencemos por ahí, por las pequeñas pistas e indicios.

La estrategia de Pulgarcito
A casi todos nos ha encantado el famoso cuento infantil de Pulgarcito. El pobre niño había albergado una idea excelente. Arrojar migas de pan a lo largo del desgraciado camino del bosque que le conducía directamente hacia la soledad, la separación de todo cuanto le había resultado hermoso, amado y conocido hasta entonces. Pulgarcito sabía que era de todo punto imprescindible guardar un nexo con el pasado, con su raíz y el hogar maravilloso que flota en el tiempo, y que para muchos seres humanos se denomina infancia. El propio tiempo, que a veces los mitos pintan como un monstruo voraz, ejerce su habitual labor destructora. En apariencia menos terribles que un monstruo, sin embargo, los pajarillos del cuento de Pulgarcito acuden al sendero y van haciendo desaparecer con avidez las miguitas que la Esperanza había depositado en pleno trance de separación. No cabe duda: todos somos Pulgarcitos. La vida es un camino muy largo hacia el bosque. El preámbulo de la infancia es generalmente protector, al menos cuando somos seres afortunados. Pero tarde o temprano nos sentimos abandonados. Es entonces cuando la sanación espontánea que busca todo ser vivo normal comienza a actuar. Se trata de la vis medicatrix naturae de la que nos hablaban los antiguos. La propia lógica de la vida busca su salvación. Y lo hace tendiendo puentes hacia aquel pasado, más o menos mítico que una vez fue su protección. En los mitos de pueblos más diversos se expresa esta necesidad de volver hacia atrás. La añoranza es un sentimiento universal, aun cuando nuestros antepasados fueran nómadas. Adán y Eva añoraron el Paraíso del que fueron expulsados durante el resto de sus días, y la progenie que esparcieron por el mundo sufre por lo Perdido. Es un hecho que en el ámbito mitológico y al nivel de psiquismo colectivo seguimos lamentando todos nosotros. Los griegos y romanos, antes de trabar contacto con este mito judío del Paraíso Perdido, creyeron por su parte en una Edad de Oro ya para siempre inalcanzable. Después de esa Edad todo tiene que ser decadencia. Este psiquismo colectivo de los mitos reproduce el psiquismo en evolución de los seres individuales. El líquido amniótico que nos rodeó antes del parto fue la esfera de paz y protección que jamás podrán suplir los sólidos muros de piedra, los seguros contratados, las cuentas corrientes, el empleo fijo o la buena reputación. Tampoco estas cosas substituyen al tierno abrazo de una madre. Nacemos no siendo unidad. Esta ausencia de ruptura con la Madre, con la Naturaleza, con la propia Lógica de la Vida, es el equivalente universal de la Felicidad. Luego, empezamos a ser en el mundo. Viene la ruptura, el llanto ante los cambios imprevistos en el entorno. Pulgarcito accede en soledad al Bosque Oscuro. El cuento narra en una sola secuencia lo que acontece en etapas graduales a todo individuo humano. ¿Venimos al mundo –gradualmente– o es el mundo el que gradualmente va llegando hasta nosotros?

Solo deseamos lo que añoramos. Con el paso de los años te vas dando cuenta, incluso si aún eres muy joven. Tu edad de oro, tu paraíso perdido, la infancia feliz, la casa o el país donde te criaste y donde una vez fuiste feliz: todo eso te es necesario de una forma absoluta. Y es que el hombre es un animal desarraigado, y por ese mismo motivo trascendental, necesita tener raíz. El ser humano es el animal de las encrucijadas y de la dialéctica. Lo que nos falta siempre estuvo con nosotros. Se sepultó, se olvidó. Conocer, como ya advirtiera el gran Platón, es ante todo rescatar. Y si precisáramos de ejemplos, echa una ojeada al mundo de los sueños. ¿Cuántos seres queridos que ya están muertos y enterrados se te aparecen en sueños para entrar en un plácido diálogo con tu yo?. No lo dudemos: mientras se aparezcan en tu conciencia dormida, están vivos. Hay una laguna Estigia que separa su mundo del inconsciente mundo tuyo. Las palabras de amor o comprensión que te faltaron cuando ellos estaban en vida, ahora se las puedes comunicar por medios oníricos. Tu inconsciente sigue ofreciendo oportunidades para el diálogo con ellos. Un diálogo con los muertos que, en lo más hondo, no se diferencia del vulgar contacto con los vivos. Esencialmente los otros son . Lo que ellos te dicen, lo dice una parte de ti. Y lo que tú les cuentas te lo cuentas a ti mismo. Eso no quiere decir que el solipsisimo, es decir, la concepción metafísica según la cual el mundo se reduce a tu conciencia encapsulada, sea un punto de vista correcto. Tan solo indicamos que la vida es uno mismo, ante todo, sin negar otras existencias. Y también, lo repetiremos aquí, se te quiere enseñar que los problemas del mundo, o mejor decir, el mundo mismo, son el demonio.

El Maestro Viajero
¿Quién enseña estas cosas? ¿Un filósofo? ¿Un Maestro Espiritual? El autor de este librito, quien te habla, solo es un transmisor. Imagina, para no dar del todo la verdad, ya que la verdad nunca debe ser entregada de golpe, imagina –te digo– que un Maestro Oriental enseñó ciertas verdades a un reducido grupo de iniciados. Era hombre avezado a las teologías asiáticas, pero también contaba con una sólida formación académica occidental. Tras mucho sufrimiento personal, arrojó de su exterior a los falsos dioses o, lo que es más peligroso aún, las falsas interpretaciones sobre tales dioses. Predicó humildemente, aunque sin pretender hacer gala de santidad. Su fama personal no le preocupó nunca. Dentro de su grupo de seguidores, gente corriente de diversas nacionalidades y gustos culturales, también se impuso la discreción. Nadie pretendió gozar de la Verdad absoluta del Maestro. La Verdad es algo que se impone por sí misma. Y en tal convicción nos separamos unos de otros. Es preciso que cada ser encuentre su camino. Y cuando el Maestro Viajero (así le llamaremos aquí) partió para dejarnos, todos sus discípulos hemos asumido nuestro traje de peregrinos, y adoptamos como verdadera Casa el camino.

Buscamos y buscamos. No solo los que tuvimos la fortuna de tratar con el Viajero, todo ser humano busca.

Un grupo de buscadores se centró en mirar continuamente las estrellas. En el cielo habría alguna señal del objeto buscado. Hay científicos que escrutan en el firmamento alguna señal de vida extraterrestre. Buscan nuevos dioses, sin querer reconocerlo. ¿Tendrán más inteligencia que el Homo sapiens? Su nivel técnico, su moralidad ¿cambiarán definitivamente el curso evolutivo de esta especie nuestra, de los simios evolucionados que damos en llamar hombres?

Otro grupo está convencido de que esos seres ya han venido a la Tierra. Las naves estelares, los platillos volantes aterrizan en este planeta con mucha frecuencia, casi a diario. Dicen algunos que esto sucede al menos desde los tiempos de la Atlántida. Están con nosotros desde siempre, lo que es como decir “ellos son nosotros”. El mensaje es claro, y consiste en restablecer un equilibrio: no estamos solos. La soledad resulta insoportable.

Hay muchos grupos de buscadores más. Algunos se refugian en el espiritismo, y les agrada saber de la compañía de los muertos. No faltan los que ven en el prójimo, generalmente un prójimo abstracto, el dios que les falta, y organizan en torno a tal idea su compromiso, su tinglado administrador de la caridad.

Y también están los que aman a la Tierra, sin más, a esa gran abstracción que es la Naturaleza. Activamente, como ejércitos a la defensiva, bucólicamente, como poetas refugiados en el rumor de los bosques y lagos, siguen buscando a su dios.

La Verdad se descubre sola. Y no necesita de un dios. Este autodescubrimiento de la Verdad es como el caminar. Puedes tomar un bastón. Incluso a algunos les resultará imprescindible. Pero no es estrictamente necesario si cuentas con dos buenas piernas.

El Maestro Viajero nos dejó, y yo me puse a caminar. Una vida corriente, una existencia anónima, un domicilio bastante estable y una profesión vulgar… Y sin embargo, toda mi vida se tiñó de una especial coloración. Los demonios comenzaron a hacerse más visibles, nítidos. Las neurosis, los complejos, las preocupaciones, todo aquello que tenga que ver con la inseguridad. El Viaje es destructivo en gran medida. Consiste en acabar con todo ese género de basura.

La Gran Búsqueda
El maestro viajero me contó en cierta ocasión que él nunca había albergado ningún pensamiento original. ¡Qué importa eso en la Gran Búsqueda! Es suficiente con ir recogiendo de aquí y de allá. De los libros, de mil lecturas de las que uno no recuerda a veces ni el autor, ni la obra. De los viajes, de las experiencias, de todo lo que se da en llamar Vida. Uno de los problemas de nuestro mundo, me dijo, estriba en la frialdad. Frialdad es justamente el estado de ánimo opuesto al amor. Lo había leído, esta vez sí lo recordaba, en el filósofo Theodor W. Adorno. ¿Cómo pudieron los torturadores de Auschwitz tratar a otros semejantes como meras cosas, inflingirles semejante dolor y humillación? ¿Estaban todos ellos locos? El filósofo de Frankfurt lo atribuía, salvo una minoría de casos de patología individual, a la misma estructura de la sociedad moderna. La Alemania nazi, como lo son todas nuestras sociedades occidentales, capitalistas, industriales, era una estructura enloquecida. La mayor locura consiste en la frialdad, en la persistente locura de tratar a los demás y a la propia naturaleza como cosas.

Mira a tu alrededor. Seguro que hay cosas que aprecias en tu casa. Algún recuerdo, algún regalo o detalle heredado de quienes quisiste o todavía te quieren. Mira en tu entorno: incluso si estás solo ¿crees que lo estás verdaderamente, de forma absoluta? El problema de las sociedades modernas, es cierto, consiste en engendrar las llamadas “muchedumbres solitarias”. Nos apretujamos en un metro, en un estadio de fútbol, en un atasco. Pero nos sentimos solos rodeados, como estamos, de cuerpos de otros seres humanos. Pero es una soledad querida por nosotros, aunque lleguemos a detestarla. ¡Cuántos han descubierto que la locura colectiva llamada soledad se cura rompiéndola, abriéndose! A la persona tímida, le hace falta valor, desde luego, pero una vez dado el paso, se rompe el hechizo.

¿Se puede predicar el amor? Esto lo han intentado las religiones. Que en las personas haya frialdad significa, precisamente, cerrazón a la prédica amorosa. Quizá el amor mueva, como se suele decir, el mundo. Pero lo único que derrite la frialdad es el análisis. Sólo descubriéndose cada uno a sí mismo, y sintiendo una enorme curiosidad por los seres que te rodean se puede deshacer el encantamiento. La atención es la facultad privilegiada a este respecto. El Maestro Viajero estuvo, en cierta ocasión en que fui a su casa a visitarle, cerca de dos horas observando el trajín de las hormigas que le acompañaban en la terraza, una calurosa tarde de primavera. Sus ojos reían ante tantas idas y venidas. No hace falta ser entomólogo para querer ponerse unas lentes de aumento y ver las grandes pequeñeces que nos rodean. ¡Cuánto no habría avanzado la humanidad si las universidades y los colegios, con tantos estériles procedimientos, no hubieran aplanado la innata curiosidad de los niños! . Fíjate en los niños, esos seres que también pueden observar durante horas las más insignificantes criaturas del jardín, o las más diminutas estrellas del firmamento! Ellos todavía no han aprendido conceptos para matar su atención y curiosidad.

Atender y ser curioso es una forma de amar lo que nos rodea. Forma parte de la vida, que ama la vida. En ocasiones, el concepto es la muerte de la vida exploradora. La mente curiosa es juguetona, gusta de ir lejos y explorar mundos nuevos. La estructura social, fría como hemos dicho, mata todo tipo de inclinaciones. La escuela y los programas burocratizados se encargan de ésta asfixia. Las mentes estériles sólo pueden aprender a partir de plantillas socialmente creadas. La ciencia moderna no ama ni está viva.

Una faceta imprescindible de la sanación tuya, y del hombre moderno en general, consiste en alzar dentro de sí mismo el Templo de la Nueva Ciencia. Una búsqueda interna, ardiente, en la que los árboles, plantas, animales y semejantes, todo el cúmulo de galaxias y universos, forman perlas y rubíes brillantes con las que adornar ese edificio para la contemplación. Esa Nueva Ciencia es amorosa. No tiene prisas. Reconoce como hermanas suyas las sabidurías de Oriente y los devaneos de Grecia o la Edad Media. Piedras que enlosan el camino. Una meta muy lejana en apariencia, pero que en gran medida consiste en el crecimiento del sí mismo. ¿Cómo se ha de empezar? Por no robar tiempo. Por saborear y rumiar el tiempo. Por aprender de los árboles. Mira ese roble majestuoso en el parque, en el jardín, en el monte. Él sabe esperar. Él no te pide nada. Crece poco a poco. Casi tiene vocación de eternidad. No menos que El Partenón o la Catedral Gótica. Hay en su mera materialidad una especie de sabiduría.

Sabiendo mirar alrededor, parece como si todo el universo fuera integridad. Un todo enorme, muy rico y animado, que busca ante todo reintegrarse. Ese todo que –por definición– nada puede dejar fuera, quiere no obstante devolver su ser a sí mismo. Desea no perder jirones en el camino de su evolución. Anhela no disociar parte alguna y dejarla en soledad. Ese todo, es unus mundus del que nos hablaba Carl G. Jung, es la psique misma. Como otros grandes filósofos que le precedieron (Plotino, Spinoza, Schelling, Schopenhauer) el gran psicólogo suizo hacía referencia a una psique originaria, previa a toda diferenciación, una gran totalidad cuya voluntad contenía en potencia estos dos aspectos, el puramente espiritual y el meramente físico. La psique originaria es la contrafigura misma del universo físico en el que tanto ha ahondado la ciencia moderna. Pero según Jung, la psique no es menos objetiva que el mundo material. En un sentido ontológico la psique es idéntica con la realidad energética fundamental de la que hablan los cosmólogos modernos. Toda la materia, átomos, partículas subatómicas, fuerzas físicas básicas (nuclear débil, nuclear fuerte, gravedad y electromagnetismo) en proceso de unificación epistémica, consisten básicamente en energía. La energía es el fundamento de toda fuerza y de toda materia; estas dos ideas, psique y materia, no son sino expresiones de la energía. Y la psique entendida al modo jungiano no deja de ser otra cosa que esa energía con sus propias transformaciones y leyes dinámicas. En cierto sentido, como dice el Maestro Viajero, mirar a tu alrededor, por ejemplo, a ese gigantesco roble que parece mirarte sin prisa, es mirarte a ti mismo. Sólo nos encontramos dentro si sabemos que el “dentro” es el reverso de un mismo guante, del “afuera”. La Psicología Profunda no puede consistir en otra cosa que en mirar dentro y fuera. El “guante” del mundo es el mismo desde ambos aspectos.

Esto es clave para la sanación y el crecimiento. Desde ese unus mundus originario, la psique-mundo no ha hecho más que expansionarse y adoptar numerosísimas diferenciaciones. Eso es el crecimiento. Una evolución de acuerdo con un ciclo temporal. Un ciclo de vida, que no es cerrado salvo en apariencia. Nos diferenciamos desde el momento en que los dos gametos se fusionaron para constituir un nuevo ser. La multiplicación y la diferenciación celular preludian –si es que no son simultáneas ya– a la diferenciación psíquica trascendental que viene a llamarse periodo de la infancia. Nuestro ser animal e infantil son un reino enorme para el Inconsciente. Da la impresión de que en estas fases biológicas todo está por hacer. Recuerda a los paisajes que recrean los geólogos cuando estudian las edades primitivas de nuestro planeta. Esa exhuberancia de formas y de experimentos de la vida, esa extrañeza de las imágenes propias de mundos tropicales o gélidos, continentes irreconocibles, criaturas monstruosas. Así acontece cuando el inconsciente domina, cuando él se impone y no se han dado las diferenciaciones precisas para causar el nacimiento de un yo.

Si la máquina del tiempo nos permitiera viajar a esa inconsciencia animal e infantil, con la paradójica mirada de una conciencia actual, culta y adulta, agazapada como espía, ésta conciencia paradójica y furtiva (nuestro yo actual) no podría resistir la impresión. Un inmenso mundo salvaje se le vendría encima. Sin embargo, el inconsciente ocupa de hecho la mayor parte de lo que llamaríamos la persona en su integridad. Su exploración equivale a la exploración del universo. Se trata de un viaje al infinito. Deshumaniza profundamente a nuestra especie la renuncia o la pereza en ese viaje. Las naves espaciales apenas dan, en nuestros días, unos breves paseos por nuestro sistema solar. Alguna nave –no tripulada– ya ha saltado al espacio exterior. Tardará una eternidad en llegar a otras estrellas. Esa infinitud –que apenas se mide en millones de años-luz– es del todo paralela a la infinitud de la psique humana. Es su otra faz.

La psique humana siempre ha de llevar esa infinitud consigo. Un error conceptual básico en la filosofía occidental ha consistido en reducirla a una pequeña y advenediza región suya, la conciencia o el yo. Sigmund Freud se levantó sobre generaciones de filósofos y psicólogos que, desde Grecia –pasando por toda la Escolástica, Descartes y el Idealismo– había entendido por psique exclusivamente un yo consciente. La mayor parte del iceberg de la mente humana, según la célebre metáfora, se encontraba sumergido. Con todo, el pensamiento freudiano, tan causalista, tan reductivo, no había valorado de manera ajustada la verdadera ontología del Inconsciente. El primer buzo que se sumergió en las profundidades del Inconsciente realizó tal hazaña a pesar de los lastres que su época y su formación le proporcionaban. A finales del siglo XIX y comienzos del XX los lastres pesados eran los de un positivismo feroz, que sólo podía conceptuar la Psicología bajo el prisma de la Física y del pensamiento causalista y reductor. Las causas de los acontecimientos psíquicos debían limitarse a una serie básica de hechos y leyes biológicas, y a su vez físicas. Fue su discípulo, y luego hereje de la Psicología, Carl G. Jung quien, partiendo de los hallazgos freudianos, supo devolverle a la psique su propia dignidad ontológica. La psique es. Tal aserto, en un mundo que todavía hoy sigue preso de un materialismo vulgar, craso, deshumanizador, sigue siendo un desafío para los ejércitos de científicos de bata blanca que pretender “traducir” los procesos psíquicos en movimientos realizados por ratas o en activación de neutransmisores y receptores del cerebro. Las manifestaciones somáticas de la psique pueden cobrar un interés intrínseco, a qué dudarlo, pero en cualquiera de los casos nunca son fenómenos que revelen el ser mismo de la psique.

Jung sostiene que la psique es de una amplitud infinita. El hecho de que otros conceptos de idéntica infinitud, como el Cosmos o Dios, sean candidatos a ser coextensivos con la psique misma no puede ser casualidad. La psique ab origene es el Cosmos mismo y la Divinidad misma, como ya intuyeron grandes filósofos y místicos del pasado. En comparación con tal infinitud, nuestra reducida parcela de luz, el yo consciente, viene a parecerse a esa farola del conocido chiste del borracho que busca en plena noche sus llaves perdidas. Haciéndolo únicamente dentro de círculo iluminado por la farola de la Ciencia lleva a cabo un verdadero sin sentido.

Hace falta otra Psicología, mucho más amplia en intereses, valentía y profundidad. Una Psicología que nos adentre en las regiones más oscuras de la mente humana, incluso en aquellas regiones sepultadas por millones de años de evolución biológica y que podemos compartir con los demás animales y con nuestros antepasados los homínidos. La “borrachera” de cientifismo de nuestros días ha producido una psicología puramente mecánica y reduccionista. Ya en tiempos de Freud, el racionalismo ilustrado del siglo XVIII había calado entre médicos, psicólogos fisiológicos y demás especialistas, presentado modelos de la mente en términos de resortes automáticos, enlaces puramente físicos entre estímulos y respuesta, entre los cuales el cerebro habría de funcionar como mero puente mediador. El auge actual de las llamadas “Neurociencias”, el conductismo y la psicología computacional (la mente comparada con un ordenador y descrita acorde con el modelo de un programa informático) nos hacen ver que esta estrechura sigue predominando entre los psicólogos de hoy.

Pero si la psique es también el Inconsciente, y éste, a su vez, excede con mucho lo que llamamos Inconsciente personal, hasta llegar a abarcar cuando menos, el Inconsciente colectivo de la especie, tales estrechuras de una psicología estímulo-respuesta quedan relegadas a su condición de juguetes. Juguetes conceptuales y experimentales de unos “sabios” que han perdido por completo su orientación humanística y todo sentido espiritual de aquel ser que verdaderamente deberían estudiar: el ser espiritual.

El Maestro Viajero me dijo en una cierta ocasión: “en mí está Todo”. Acto seguido me habló de la teoría de las Mónadas del filósofo Leibniz. La posibilidad de que, no ya en el mar, sino en el simple estanque del parque donde charlábamos, se escondiera una infinidad de seres vivos. Visibles e invisibles. Además de hermosos cisnes y patos, y demás criaturas vivientes que son compañeras palpables de nuestra existencia humana, habrá que contar con millones de seres diminutos, incluyendo los microorganismos, que por doquier posibilitan y acompañan la existencia de las criaturas más grandes. Pero es que en una simple gota de agua puede acontecer justamente lo mismo. Esa gotita es ya un cosmos viviente, un hervidero de infinitos seres que nos pueden saludar desde el otro lado de la lente de un microscopio. La verdadera Ciencia, me dijo el Maestro Viajero, no es patrimonio del racionalista estrecho actual que se empeña por hacer encajar los fenómenos en sus esquemas pre-establecidos, en sus “niveles de análisis”. La verdadera Ciencia, como ya afirmó Aristóteles, no otra cosa es salvo Admiración y búsqueda de lo Universal. La gota de agua bullendo en vida es el Cosmos. Mi ser, tan grande, qué digo grande, tan infinito como es, apenas puede comprenderse salvo como Mónada de otras Mónadas desbordantes.

En mí está Todo. La investigación psíquica es la gran responsabilidad que debe acometer el ser humano moderno. Ahora estamos a punto de rebasar los límites de la existencia física en nuestro planeta. Justamente en este momento, los datos nos ponen delante el panorama de un mundo inhabitable en un plazo no muy largo, acaso en el plazo de medio siglo, las catástrofes que acarrearán el Cambio Climático. Que el ser humano haya convertido su Casa (Ecología viene del griego, oikos, casa) en un estercolero inhabitable, por causa de su propia conducta habla mucho acerca del proceso de degradación de su propia psique. Una Comunidad humana no deja de exteriorizar el grado de “pulcritud” de su mente, de su forma de ser. El progreso de la sociedad entendido de una forma unilateral, esto es, como una simple función lineal de acumulación de cachivaches y de capital, nos ha traído un ensuciamiento de la Casa Común, que es la Tierra. Una atmósfera recalentada progresivamente por la emisión de gases contaminantes, así como una gradual contaminación de ríos, mares y selvas, todo ello en el contexto de una Demografía humana irrefrenable, y un reparto absolutamente injusto de la riqueza producida… La raíz de este Capitalismo tan depredador y global, ¿dónde está? Obviamente el problema de la Catástrofe inminente es un problema económico, y por ende, social. Pero en este libro planteamos a su vez una raíz espiritual de todo este crimen colectivo, sin negar la especificidad de la raíz económica del mismo. La raíz espiritual, un “alma sucia” que acabará por hacer inhabitable la Casa de todos, estriba en esa psique gravemente deteriorada. Esa psique echada a perder, por dos tendencias opuestas que, no obstante se complementan.

Leer a Jung, curiosamente, recuerda a Hegel. También el psicólogo suizo entiende la mente en unos términos dialécticos. Su Psicología Analítica describe la dinámica psíquica en términos de pares de opuestos que, en un proceso de enconada polaridad, se reafirman cada vez más y se tornan más y más “oponentes” el uno respecto del otro. Básicamente, una existencia neurótica consiste en una polaridad entre el yo consciente y el inconsciente. Ambas fuerzas tratan de imponerse. Su ser estriba en no dejarse avasallar por el polo contrario. Si en una persona hay una suerte de unilateralidad, de ausencia de compensación, el individuo se ve sometido a una existencia falsa, distorsionada. Así el caso de una persona cuyo consciente pretende ser autárquico, y ejerce una suerte de imperialismo sobre cualesquier territorio inconsciente de su vida. Mantener a raya ese inconsciente, con diques rígidos y altos, se paga muy caro por medio de un evidente empobrecimiento de la persona. Esa, la persona, no pasará de ser una máscara (en el sentido literal de la palabra) con la cual el individuo buscará a toda costa una identificación. Pero la máscara y un yo autoritario sobre unos territorios inconscientes, que no por mucha rigidez consciente van a dejar de existir y empujar, no puede por menos de desembocar en un yo pobre. Otro tanto se podría decir de un individuo excesivamente abierto al inconsciente, a sus empujes y demandas. Esa apertura a una energía tan descomunal puede acabar en un anegamiento de la individualidad. En los casos positivos, normalmente en la creación artística, el sujeto cede su protagonismo y más bien se convierte en un médium de la idea artística, para que esta pueda plasmarse. Rayano en la locura, también ese es el caso del profeta, del iluminado, del fanático. La idea (moral, religiosa, política, etc.) se posesiona de un yo débil, profundamente neurótico o delirante, y le emplea como títere. Pero esta idea, a su vez, no es apenas otra cosa que una recomposición de imágenes brotadas del estrato más profundo del inconsciente: el Inconsciente Colectivo. Es una especie de caudal de representaciones que se van sedimentando, no con la literalidad misma que una vez tuvieron en la filogénesis, sino como formas y predisposiciones (a priori) a servir como formas de imágenes que asaltan al individuo como revelaciones, sueños, profecías, mensajes salvíficos, etc., cuya elaboración final corresponde a este ser personal débil en cuanto a su yo, así como a la sociedad y la época, esto es, unos marcos a los que acabarán adaptándose.

También en lo que hace al crimen ecológico, el ser humano es víctima de una terrible neurosis, esto es, un principio de escisión, que puede desembocar en una verdadera locura que implica autodestrucción, suicidio colectivo, monomanía. El enteco racionalismo de los últimos siglos, potenciado por la monomanía capitalista que consiste en acumular ganancias a toda costa, podría comparase al yo frágil y rígido que pone diques a una realidad mucho más amplia y profunda, el Inconsciente, realidad la cual está ahí aunque no queramos o deseamos verla. El Inconsciente, en el fondo, constituye la contraparte psíquica de la Naturaleza y, para el creyente, la contraparte espiritual de Dios. Nuestra individualidad no se puede permitir el lujo de fundirse indiferenciadamente en esa infinitud. Ello sería como ir contra la Vida. Una fusión integral con el Todo, es lo que habitualmente denominamos Muerte. Nuestra reintegración en el Inconsciente ha de ser de otra forma. Manteniéndole a rata a través de una serie de compensaciones, sistemáticamente orientadas a que nuestro ser individuado perviva y crezca, con toda la diferenciación posible respecto a un océano psíquico del que venimos y hacia el que vamos, pero del que sin embargo nos distinguimos y nos cerramos.

El Maestro Viajero explicó la solución a la angustia colectiva del hombre ante el riesgo ecológico de la siguiente manera: Imagínate que alzamos una bonita cabaña en medio del bosque, como las que aparecen en los cuentos infantiles. Nuestra sensación de cómoda felicidad es esa paradójica síntesis de elementos. La casita es de madera, esto es, materia obtenida a partir de unos elementos de los que el propio Bosque (Inconsciente) es pródigo, generoso. Haber llevado ladrillos u otros elementos artificiosos de construcción hubiera sido un sacrilegio estético, un atentado al entorno (psíquico, ecológico) circundante. La madera da calor y sensación de paz “orgánica”, esto es, armonía entre cosas como los árboles, criaturas y uno mismo, hechos de una misma y esencial pasta. La madera fue materia orgánica y viva y sigue siendo útil o funcional para la vida. Ella protege, ella da calor. Incluso el leño de nuestra chimenea se quema con la dulzura propia de algo que saber está devolviendo vida a lo vivo. La utilidad (por cierto, ajena al “utilitarismo” de la economía crematística) del árbol al que perteneció, llega hasta el fin, integrada en un ciclo ecológico respetuoso, donde predomina el don y la generosidad, no la violación. La casita de madera que el Maestro Viajero alzó en el Bosque, como ejemplo, no supone una entrega al salvajismo, una vuelta a la ruda existencia primitiva en la que él y otros humanos asilvestrados deciden dormir a cielo raso y exponerse a la mordedura de las culebras y a la acechanza de las fieras. Alzar la casita en medio del bosque simboliza defender un reducto de individuación (en el caso de las personas particulares) o civilización, en medio de una Naturaleza (en el plano físico) o Inconsciente (en el plano psíquico) que pueden por igual verdaderos monstruos sin piedad, capaces de tragarse al individuo sin defensas. Ese bosque de los cuentos de hadas, esa inmensa selva de la que el hombre civilizado –especialmente el europeo– ha emergido, es terrible si nos adentramos en él sin defensas ni muros de tabla que nos protejan, cuando menos al caer la noche tenebrosa.

Pero, así prosiguió diciéndome el Maestro Viajero, ese europeo occidental, burgués, utilitario, de un yo soberbio pero estrecho y por ende ciego, no se conformó con la cabaña modesta y confortable. Ni con el arado sagrado que hundía en unos palmos de tierra circundante. Ni con la música celeste de un hato de vacas pastando alrededor, en las aún cercanas estribaciones del bosque. No supo ser jardinero del Paraíso y él mismo se expulsó de él. Reduciendo a cero la superficie arbolada, cambiando el verdor por humaredas negras inmensas, horadando montes y creando con basura hediondos montes nuevos, el yo autoritario pretendió mantener a raya –y si cabe– exterminar lo que de por sí es infinito e inagotable: la Naturaleza o el Inconsciente.

En esto, mientras el Maestro miraba por la ventana y escrutaba la hilera de viejos robles que lindaba con su pequeño huerto, al calor bendito de su chimenea, concluyó su ya extensa analogía: “Y ¿sabes qué? Todo comenzó por no saber amar, ni siquiera no saber mirar con agradecimiento y respeto a un anciano árbol como ese.” Y entonces a mí me pareció que la hilera, la estribación de un viejo bosque atlántico, había avanzado un poco más hacia nosotros, tal y como se narraba en una antiquísima leyenda céltica. Pero este avance no me pareció amenazador. Por esta vez, al menos, ellos, los elementos vivientes del Inconsciente nos iban a respetar, sentían armonía y fuerza en nuestro hogar de tablas, hecho con sencillez y ganas de vivir.

Somos plantas
Es cierto. Ya no he vuelto a pasar de largo ante un viejo roble. Pongo más atención en la belleza de una hoja seca, caída por el viento. Me admiro de la brizna de hierba verde que pugna por salir entre las grietas del asfalto de una gran ciudad. La sanación y el crecimiento forman parte de la vida. Son procesos inherentes a la vida misma. En el ser humano, y más en el ser humano moderno, hay un Thanatos, un oscuro instinto destructivo, un rencor hacia la vida, la belleza y la creatividad. Este instinto es parte nuestra, no obstante. Su extirpación absoluta sería equivalente a agotar las fuentes mismas de nuestra autodefensa y una parte esencial de la naturaleza total de la llamada humanidad. Sin esa sombra, que ineludiblemente nos acompaña, no seríamos tampoco ángeles, de ninguna de las maneras.

Recuerdo que en una escena de la famosa película de Stanley Kubrick, la Naranja Mecánica, unos doctores habían logrado modificar la conducta de un joven gamberro, miembro de una pandilla de violadores y asesinos. El tratamiento era tan eficaz que, al restar toda agresividad al joven, éste adquiría un aspecto totalmente inhumano precisamente por su impotencia ante las agresiones que después le hacían sus antiguos compinches. El chico rehabilitado era, de algún modo, inhumano en su falta de respuesta agresiva ante la ofensa. Quizás exterminar la violencia en el ser humano no sea lo mismo que eliminar la agresividad, y esta última disposición sea una parte necesaria de nuestra naturaleza. En el mundo, a la postre, nunca van a faltarnos enemigos. Los países siguen expuestos a invasiones. De golpe, la ley puede dejar de existir y la defensa propia se convierte entonces en santa y justa. Incluso en nombre de la paz se siguen usando armas y ejércitos. Como sucede con el drama ecológico, y a resultas de él, nuestra probable desaparición como civilización en un plazo no muy lejano, la temática de la guerra, la violencia y la destructividad humana debe enfocarse adecuadamente desde los planos económico y social, donde hallaremos las repuestas más directas y seguras. Sin embargo, siendo como de hecho son éstos planos, centrales, ellos brotan también de una raíz psicológica, de un daño espiritual hondo en nuestra civilización y a él me quiero encaminar ahora.

Una civilización surge de una fuente, que es una cierta cultura clásica que pudo conocer su muerte precisamente por éxito. Una cultura en forma, como decía O. Spengler, por ejemplo la grecorromana, cuyos sólidos cimientos se generalizaron hasta llegar a rincones del mundo y contextos bien diferentes a sus raíces. Jefes tribales africanos ciñendo coronas reales o imperiales al estilo de monarcas europeos, y elecciones formalmente democráticas en países que aún cuentan con la estructura de clan y más de un 90 % de analfabetismo, son los ejemplos sarcásticos de lo que puede representar una cultura generalizada a contextos ajenos a los originarios. Muchos países del orbe no han pasado por las experiencias históricas que Europa ha atravesado. Su asimilación de la cultura occidental, con todas sus luces y sombras, no ha sido nunca directa ni posada. Asimilan “paquetes” y jirones de la cultura europea de forma artificial, impostada, casi siempre a resultas de un proceso de colonización. Proceso, por cierto, que si hoy no acontece de forma directamente política, sí que prosigue su curso en el plano económico. Y es que, retomando las distinciones de Spengler, acaso la cultura occidental ya no existe, sino más bien la civilización occidental. Con todo lo que de viejo, erosionado y mestizo que hay en ese término de “civilización”. La civilización es una cultura generalizada, trasplantada a otros territorios y latitudes. Civilización es una cultura vieja e hipertrofiada, tan grande en extensión y en pobladores que, necesariamente, ha debido renunciar a sus raíces y adaptarse a condiciones completamente distintas de las que en un principio le habían permitido florecer y dar de sí lo mejor. No sin una profunda dosis de verdad, Spengler comparó las culturas y las civilizaciones con las plantas. Ellas, igual que el alma del hombre, igual que todo lo que es humano, en suma, no pueden por menos de obedecer a pautas y ciclos de la vida orgánica. El ser humano, ya sea en su dimensión individual, ya en la colectiva, no puede sino echar raíces a partir de unos gérmenes cuya procedencia se hunde en la noche evolutiva. Al arraigar, la planta humana –su alma o su cultura– tiende a alzar sus brazos al cielo y a pedirle a este todo su calor radiante, la luz y la energía que impulsan el crecimiento. Crecer y florecer se corresponden en la primera parte del ciclo con una expansión de la vida. La fase expansiva de la vida es un proceso completamente natural que, por lo general, no precisa de ayudas. Los seres naturales nacen con un programa, más o menos complicado en su detalle, pero absolutamente simple en lo que atañe a su telos, a la finalidad que le es propia: crecimiento, ampliación. Puede que la planta humana sea la más propensa a equivocar sus fines primordiales, los que vienen impuestos por su naturaleza. El intelecto educado en unos valores sociales o “civilizados” a menudo no es una ayuda al crecimiento natural de la planta-persona. Como si interpusiéramos ramas y palos en los radios de la rueda, el carro de la vida ve imposibilitado su avance. Se producen estancamientos y parciales deseos de regresar a las raíces de donde venimos. Lo mismo ha de suceder con las culturas, como expresión de un alma colectiva. Unas “superestructuras” morales, ideológicas, religiosas, etc., completamente inadecuadas, son capaces de truncar una evolución natural. Los valores que no son capaces de promover lo que ya debe estar precontenido en una base social ancestral, a modo de raíces o fermentos, son valores inadecuados que provocan la enfermedad cultural: regresión, atrofia, hipertrofia de alguna de sus partes en detrimento de otras.

Sanación y crecimiento
En la naturaleza, y la psique humana tanto como su cultura son naturaleza, es preciso curar con el mismo remedio con el que somos propensos a crecer. El pharmakon en este caso, no consiste en otra cosa que en crecer. Sanación y crecimiento se hallan íntimamente relacionados. Un mismo principio natural anima a los seres a crecer. Si tú, querido lector, te encuentras bajo esa agobiante sensación de cansancio, de ausencia de proyectos, o en medio de una crisis en la que no se percibe salvo la futilidad de los mismos o el sin sentido del conjunto, entonces debes reconocer de inmediato cuál es remedio: el principio natural del crecimiento. La descripción de éste principio no es nada fácil. Hacerlo consistiría en describir en su conjunto lo que es la vida. Arriba hemos mencionado el principio de la Muerte y la Destrucción, Thanatos. La vida es justamente su principio contrario, Eros. El afán de crecer y echar raíces. Y el amor por abrazar a cuanto nos rodea, como la hiedra hace con los muros, árboles y farolas. Expandir antenas y la receptividad de todo cuanto es y nace. Todo cuanto nosotros llamamos amistad, amor, curiosidad, ciencia (la verdadera ciencia, que no es sino curiosidad organizada), todo eso conforma el Eros en el ser humano.

Vives en una sociedad que se da en llamar “competitiva”. De hecho, se estimulan sobremanera las ambiciones. Pero ¿qué ambiciones? No nos puede sanar, y mucho menos nos hará crecer ese “deseo ardiente de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama” [Diccionario de la R.A.E.]. Millones de personas viven, acaso como tú vives, en medio de una carrera loca en pos de algo que en realidad es accidental a tu ser. Los clásicos ya nos han advertido innumerables veces sobre la vanidad. Tu ser puede rodearse de mil esplendores. Pero todo el mundo sabe lo que es un pobre obsequio envuelto en papel de primera clase, en seda y oropeles. Se trata, nada más, que de un engaño.

No hagas de tu vida un engaño. El Maestro Viajero había recibido en cierta ocasión un premio. La cortesía y el agradecimiento, más que la vanidad, le obligaron a emprender un viaje largo para recogerlo. Cuando le pregunté si su vanidad se había visto incrementada por ese reconocimiento, él me contestó: “El premio ya lo tenía conmigo. Lo que hecho con amor, ya se veía recompensado por sí mismo. Al darle las gracias a esas personas, me estoy felicitando a mí mismo”. Tardé un tiempo en comprender el significado de estas palabras. En cuanto supe que el Inconsciente no hace más que seguir el dictado de Píndaro, el poeta griego de la Antigüedad, que dice “Aprende a ser el que eres”, todo el enigma se me desveló. En efecto, todo está ya con nosotros. El carácter se tiene desde siempre. Toda transformación verdadera no supone más que un auto-conocimiento. El oráculo de Apolo en Delphos decía : “Conócete a ti mismo”, y no hay otra verdad mayor en la Filosofía, la Psicología o la Ética. Sócrates no enseñó un camino distinto del que el dios Apolo indicó antes que él a los griegos. Todo nuestro pensamiento occidental gira en torno a este núcleo, y acaso la sabiduría de Oriente también pueda interpretarse bajo esta misma clave. Somos lo que somos, y la infelicidad consiste en querer ser otro. Luchar por ambiciones impostadas, correr en pos de metas fútiles y ajenas a nuestra verdadera constitución.

 


Continuación

 
NOTA
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Carlos Javier Blanco Martín (Xixón, Asturias 1966) es profesor de Filosofía en enseñanzas medias. Doctor en Filosofía por la Universidad de Oviedo y licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación (secciones de Psicología y Pedagogía), es autor de numerosas publicaciones en revistas académicas de Psicología, Filosofía y Ciencias Sociales.

   

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