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OTROS TRES TRATADOS ALQUIMICOS |
Publicamos aquí otros tres escritos alquímicos no traducidos aún al castellano pertenecientes a una colección inglesa del s. XVII, el tercero de ellos firmado por Ireneo Filaleto, tal vez el más claro de los Filósofos de la Piedra o Filósofos del Fuego, que en esta colección y que junto con sus compañeros nos describe un viaje interior maravilloso fundamentado en la experimentación de la alquimia mineral. Desde luego estos textos deben leerse olvidando su literalidad y sin embargo concentrándonos completamente en ella para poder trascenderla, comprendiendo su simbólica mediática en el corazón. Es indudable que el conjunto y la interrelación de los tratados que fueron publicados en una misma edición, se complementan al punto de parecer de una misma mano o reunidos por alguien que pensaba que no lo hacía al azar. Por mucho de lo que dicen, estos textos están hoy tan vigentes como cuando fueron escritos ya que el athanor alquímico es el propio ser humano y sus pasiones; donde permanentemente se cuece la obra creacional. |
C O N T E N I D O CAPITULO I. Introducción.
Si hubiese sido fácil encontrar alguna publicación en inglés, que mereciera la pena, sobre este raro y trascendental tema, la gente no hubiese tenido ningún problema con él. Las operaciones que aquí se describen se hallan todas dentro del compás de la Naturaleza, se explican con un lenguaje llano, y los razonamientos que se hacen sobre ellas se adecúan al entendimiento común, especialmente allí donde se tratan las cosas desde un punto de vista químico. Cualquiera que se interese en su estudio, si es pobre, hará bien en cuidar de su propio negocio, sin intentar realizar la Obra Filosófica, puesto que todo el aparato necesario requerirá más gasto de dinero y de tiempo del que él puede disponer. Sin embargo, aquéllos que tengan capacidad para ello pueden emprenderlo perfectamente, como recreo o como empleo productivo, y un trabajador ingenioso puede ser contratado como asistente para las operaciones manuales, obteniendo así un sobresueldo diario por su trabajo que le permita la subsistencia. ¿Qué más puede esperar el hombre modesto y piadoso? No se puede contar jamás con el hombre vicioso para un trabajo de las consecuencias de este, en el que la paciencia es el requisito principal junto con una estricta veracidad en la enumeración de cualquier variación de la materia durante un tedioso proceso que dura entre siete y nueve meses. Quienquiera que emprenda este proceso necesitará un asistente; e insistimos, debe ser alguien cuya fidelidad sea indudable, alguien que, por encima de todo, sea digno de toda confianza; noble, verdadero y religioso, y, al igual que su patrón, perspicaz investigando los fenómenos de la Naturaleza, especialmente en lo que se refiere a los procesos químicos. Aquellos que acostumbran a tratar con desprecio esta ciencia, seguramente ridiculizarán cualquier libro que se escriba sobre ella sin examinar lo que éste pueda proponer en su defensa, tomando el título como motivo suficiente para despreciar su contenido. Dejaremos a estas personas superficiales en la tranquila posesión de esa desgraciada autosuficiencia que han adquirido, y nos disculparemos además, ante los que se hallan en posesión de este proceso, por la claridad con la que lo exponemos, si es que hay alguno de ellos, que viva todavía, que no esté de acuerdo con nuestra intención de comunicar abiertamente lo que ha sido considerado desde hace tan largo tiempo como una sagrada declaración a algunos Filósofos escogidos.
A causa de que muchos han escrito sobre la Piedra de los Filósofos sin tener ningún conocimiento del arte, y de que los pocos libros existentes escritos por nuestros eruditos predecesores y verdaderos maestros en el tema se han perdido o se hallan ocultos entre las colecciones de aquellos que (aunque desprecian profundamente el arte) son amantes y buscadores de los secretos de la naturaleza, hemos tomado la determinación de comunicar nuestro conocimiento sobre esta materia con la intención de orientar de un modo fiable los estudios de todos aquéllos que están convencidos de que la Obra Filosófica no es ninguna ficción sino que está basada en las posibilidades de la Naturaleza, y que poseen el indudable criterio de distinguir entre los autores que son genuinos hijos de la ciencia y los que son falsos y escriben tan solo de oídas. No daremos en esta ocasión un listado de los nombres de los que son indiscutibles maestros en el arte, sin embargo aprovecharemos la ocasión de presentarlos en los capítulos siguientes si se hace necesario; y como su conocimiento se halla habitualmente escondido bajo una estudiada ambigüedad de expresión, expondremos llanamente, y sin ninguna reserva, por el don que nos ha otorgado el Todopoderoso, la primera materia de la Piedra de los Filósofos, y la forma de proceder a través de todo el proceso, tanto para las Tinturas Vegetales como para las Metálicas. Empezaremos primero con el proceso Vegetal, por ser el más fácil y simple, aunque bien merece la atención de todas las personas de ingenio, en particular de los químicos practicantes y de quienes elaboran medicinas.
Muy pocos filósofos auténticos han tratado este tema, por parecerles una nimiedad en relación a la gran obra, nombre con el que se denomina generalmente al trabajo con los metales. Sin embargo, existe una publicación moderna en inglés sin firma alguna, un pequeño y delgado libro en dozavo titulado "Aphorismi, seu Circulus majus et Circulus minus", en el que se explica claramente la totalidad del proceso. Este libro está escrito por un indudable maestro del arte, y no existe ningún tratado, antiguo ni moderno, tan explícito en las instrucciones sobre la gran obra. Estas son muy breves, aunque suficientes para servir a su propósito principal: siempre que el lector se haga una idea sobre la parte del trabajo a la que se está aludiendo. El autor, en consonancia con el título del libro, entrega su doctrina en forma de aforismos. Pero volvamos al tema que nos ocupa. En este capítulo nos proponemos dar acceso al proceso vegetal como clave para el trabajo con el reino mineral, de mayor importancia. Cierta persona, que todavía vive y anuncia bálsamo de miel, tintura de salvia, etc, le ha dado un giro a sus estudios en este sentido, y con su gran habilidad como físico y botánico experimentado, ha convencido a todas las personas sin prejuicios de que es posible extraer tinturas nobles de los vegetales. Esperamos que este caballero no despreciará nuestro franco comunicado para con él así como para con el público cuando demostremos la insuficiencia de su método (aunque es ingenioso) exponiendo las razones del nuestro, basado en el infalible terreno de la verdad y la filosofía. Este autor observa, con una precisión que sólo puede resultar de múltiples pruebas, que las diferentes plantas dan sus tinturas en las proporciones de alcohol que él ha descubierto. Admitimos que el espíritu volátil y el azufre balsámico se extraen según esas proporciones; pero la sal y el azufre esenciales, o fijos, de la planta, se pierden en el proceso. Estos, para ser extraídos, requieren otro tipo de manejo, el cual pretende ignorar u ocultar innoblemente. Sin embargo, un secreto tan noble debe estar abierto a todos para beneficio común y lo que aquí sigue es un sencillo resumen del proceso vegetal. Tomad cualquier planta que sea de poderoso uso medicinal y extraedle la tintura con espíritu de vino o destiladla de la forma corriente. Apartad el líquido destilado o tintura para su uso cuando se separe de las heces. Luego tomad las heces, o Caput Mortuum, y calcinadlas hasta que se conviertan en cal. Triturad esta cal hasta convertirla en polvo. Hecho esto, tomad el agua o tintura y mezcladla con el polvo. Destiladlo de nuevo, y calcinadlo, forzando con precaución la eliminación de la humedad con una retorta, calcinando y cohobando el espíritu de la sal hasta que alcance una blancura perfecta y una naturaleza aceitosa igual al más fino de los álcalis, comúnmente llamados Flamencos. Si vuestra sal lo requiere durante el proceso, tened preparada más cantidad de la tintura extraída, o espíritu destilado, a saber, si la sal está demasiado seca; y proceded también con cautela sin añadir excesiva humedad, para que el albedo, o blanqueo, pueda continuar aumentando visiblemente en cada repetición del proceso. La experimentación frecuente os otorgará la capacidad de forzarlo hasta el rojo. Sin embargo, el mejor de todos los colores es un ligero tono amarillo, puesto que el proceso tiende, en esta etapa de su perfección, a un estado de sequedad y debe ser manejado con un fuego fuerte. De acuerdo a estas instrucciones, obtendréis dos tinturas del Reino Vegetal, que corresponden a las tinturas blanca y roja del reino mineral.
Siguiendo cuidadosamente nuestras instrucciones anteriores, habréis obtenido las tinturas blanca y amarilla del Reino Vegetal. La amarilla es más eficaz si el trabajo está bien realizado. Ambas, al ser expuestas al aire, se convertirán rápidamente en un espeso aceite esencial cuyo olor fortísimo es el mismo que el de la planta, y las propiedades de cualquier cantidad de éste pueden ser concentradas repitiendo la circulación. Sin embargo, no tenéis necesidad de ello a no ser por curiosidad. Vuestras tinturas poseen un verdadero y permanente poder para extraer las propiedades esenciales de cualquier planta que deseéis, tan solo por inmersión, proceso en el que la sal esencial y el espíritu volátil se unen con el aceite sulfuroso y flotan en la superficie de vuestra tintura mientras que las heces terrestres se precipitan en el fondo, a diferencia de lo que sucede en la destilación o extracción de la tintura con alcohol, en la que el tallo y la textura de la planta se conservan intactos. No, esta Tintura Vegetal consume toda la sustancia de la planta y precipita sin su sal esencial solamente las partículas terrosas adquiridas en su vegetación, a las que ningún grado de calcinación podría convertir en álcalis. Esta es la virtud de nuestra Tintura Vegetal. Y por frecuente que sea la repetición de esta operación con diferentes plantas, no pierde nada de su virtud, o cantidad, o cualidad, sacando a relucir las virtudes de cualquier planta que se sumerja en ella y precipitando la tierra como antes, momento en el que ambas se pueden separar fácilmente y en el que la medicina puede ser apartada para su uso posterior. Examinemos una medicina preparada de tal manera y los principios de los que se extrae bajo los métodos generalizados de preparación. Por ejemplo, si se toma el líquido destilado de cualquier planta aromática o balsámica, la experiencia ordinaria nos convencerá de que es su parte volátil lo único que puede subir a la cabeza. Sin embargo, tomad el Caput Mortuum, y éste se calcinará después de ese proceso, y se convertirá en un álcali que prueba por su acritud que es por sí mismo una sal esencial que, en contacto con el aire, se convertirá en un aceite que es su azufre esencial. Si tomáis la tintura extraída con alcohol, es lo mismo, tan sólo las partes más resinosas de algunas hierbas pueden enriquecer el extracto, y retener el azufre volátil que le da el color y el aroma, el cual se desprende en la destilación. Sin embargo, la potente virtud o alma de la planta, si se nos permite la expresión, se va al estercolero. Es lo mismo si se usa el jugo exprimido de la hierba, y si se toma en polvo, o substancia, tal como a veces se prescribe: tan sólo una pequeña parte de su virtud, aparte de sus cualidades nutrientes, puede transmitirse al paciente, excepto como bitter o vermífugo, en cuyos casos tal vez la mejor forma sea por infusión. Que nadie desprecie la operación expuesta anteriormente sólo porque no se encuentre en los libros ordinarios de química. Considerad las posibilidades de la Naturaleza que provoca maravillosos efectos a partir de las más simples causas. Que nadie imagine tampoco que este proceso es fácil de realizar sin efectuar algunas pruebas en las que hay que atender pacientemente todas las operaciones y esforzarse por anotar cualquier deficiencia en el curso del trabajo. Por esta razón, lo correcto es que el artista se forme una idea de lo que se tiene intención de obtener, de la cantidad de tiempo que le ha llevado a la Naturaleza preparar la materia sobre la que va a trabajar, en qué estado la ha dejado, y hasta qué punto puede ser ésta exaltada por encima del límite ordinario de su virtud, que es aquél que podría conseguir en contacto con el aire, y todo ello por la asistencia del Arte Filosófico a la Naturaleza, a la que, como si fuese su doncella, le administra el debido calor, el cual es nutritivo y no corrosivo. Bastará con una recapitulación del proceso anterior, con algunas consideraciones sobre sus diferentes etapas, para explicar su significado y preparar al lector para el proceso siguiente referente a la tintura metálica, o Piedra de los Filósofos. Las propiedades de las hierbas y cuerpos simples son realmente grandes y múltiples. De entre estas, algunas son venenosas y narcóticas, aunque ampliamente usadas en medicina. Sin embargo, todas ellas necesitan algún tipo de preparación o corrección. Actualmente, las formas habituales de preparación o corrección son defectuosas: ni preservan la totalidad de su virtud ni proporcionan ningún menstruum capaz de hacerlo con rapidez y precisión. El alcohol, como ya observamos anteriormente, extraerá una tintura, y la destilación un espíritu. No rechazamos ninguno de estos métodos en nuestro trabajo, puesto que son útiles para descomponer la materia, sin embargo, no nos conformamos solamente con una parte de sus virtudes. Hablando filosóficamente, obtendríamos su alma, que es su Sal Esencial, y su espíritu, que es el azufre inflamable. El cuerpo en el que éstos residen no nos interesa: es mera tierra y debe volver al sitio de donde procede; mientras que el alma y el espíritu son paradisíacos, si el artista consigue liberarlos de su prisión terrestre sin pérdida; pero esto sólo puede realizarse por la muerte. Entendámonos bien. Filosóficamente hablando, no se alude a otra cosa que a la descomposición del sujeto en sus primeros principios, igual que al unirlos de forma permanente aumentando su virtud se lo denomina muy categóricamente resurrección y regeneración. Así pues, esta descomposición debe realizarse muy juiciosamente para no corroer o destruir la materia sino dividirla en sus partes integrantes. En esta fase de la obra, el artista considerará qué es lo que se propone finalmente, sin perder de vista la Naturaleza, quien, si es asistida correctamente en sus operaciones, obtiene de la disolución de cualquier sujeto algo mucho más excelente, como ocurre con un grano de maíz, o cualquier otra semilla vegetal, que por su cultivo puede ser convertida en un producto sorprendente. Sin embargo, debe morir primero, tal como nuestro Bienaventurado Salvador observa con rotundidad. Que la imaginación del artista reflexione sobre esta idea para que pueda tener verdadero conocimiento de lo que está intentando hacer, puesto que toda la obra filosófica, ya sea con vegetales o minerales, no es nada más que una mortificación de la materia y su posterior revivificación a una vida más excelente. Así, si la intención en el proceso anterior fuera tan sólo la de aumentar la producción de un vegetal dado, la destrucción y la revivificación marcarían el curso común del vegetal a través de la semilla, y la Naturaleza tan solo podría ser asistida fertilizando el suelo y distribuyendo adecuadamente el calor y la humedad. Aun así, no faltan autores, en particular Paracelso, que describen audazmente ciertos procesos en los que la cualidad vital de la semilla es destruída por calcinación y posteriormente revivificada de nuevo con gran satisfacción por parte del artista. Tales fantasías son un escándalo para la filosofía y una trampa para el lector superficial, al que generalmente le impacta más la afirmación rotunda de hechos imposibles que la modestia de los verdaderos artistas. Estos admiten que sus operaciones están dentro de las fronteras de la Naturaleza, cuyos límites no pueden sobrepasar. Luego, el lector, se dará cuenta de que nuestra intención aquí no es la de aumentar la cualidad seminal, sino la de concentrar, en un pequeño volumen, las virtudes medicinales de una planta. Esto es lo que la Naturaleza desea conseguir en todas sus producciones, aunque, en su curso ordinario, sólo puede elevarlas a un nivel de perfección semejante por medio de la pureza del aire y el poder fijador de los elementos. Si tomamos los vegetales en ese punto de perfección al que ella los ha llevado, y además la asistimos en la descomposición, purificación, unificación y revivificación de la materia, obtenemos lo que de otra manera ella no podría producir: una tintura realmente permanente, la denominada quintaesencia, una mezcla tan armónica de las cuatro cualidades elementales que constituye en sí una quinta, que a partir de entonces es indisoluble y no puede ser degradada por impureza alguna. Sin embargo la virtud de esta Tintura Vegetal puede mejorar ad infinitum, dentro de su propia especie, añadiendo más cantidad de su espíritu o tintura extraída y repitiendo la circulación. Dicho proceso es cada vez más rápido puesto que hay una cualidad magnética en la sal fija, y aceite esencial, que asimila a sí misma todas las virtudes auténticas de lo que se le añade y rechaza únicamente las cualidades fecales y terrestres. Así, en un grano de tintura puede concentrarse mucha virtud, en absoluto corrosiva o fogosa, sino amable para con la vida animal, y medicinalmente mucho más poderosa que la misma planta. Aun hay más, los destiladores de espíritus ardientes buscaban algo de esta naturaleza cuando separaban la flema del azufre volátil hasta que este se convertía en lo que se llama un espíritu fuerte, el cual quemaba en seco, claro indicio de que no contenía ningún componente esencial de la materia de la cual se extraía, puesto que lo que es esencial no puede ser destruido por el fuego, sino que enrojece hasta convertirse en una sal alcalina, porque tiene en su centro un Azufre Incombustible, que, al exponerse al aire, se manifiesta tanto a la vista como al tacto. Así, si esta Sal y este Azufre se purifican suficientemente, y se les añade el espíritu destilado, o tintura extractada, la Naturaleza encontrará una sustancia en la que llevar sus operaciones hasta el más alto nivel, si un artista le proporciona los recipientes apropiados y un grado de calor adecuado a sus intenciones.
Emprendimos la descripción del proceso vegetal principalmente con el objetivo de que el lector se familiarizase con la idea general de la Obra Filosófica en los metales, puesto que ambos proceden según los mismos principios. Lo único es que los mercurios de los metales presentan mayor dificultad de extracción, y se requieren grados más fuertes de calor, así como más tiempo y mucha más paciencia por parte del artista. Tampoco se puede tener éxito en la operación sin haber realizado muchas pruebas y sin tener constantemente en consideración lo que está dentro de las posibilidades de la Naturaleza. Asimismo, para este propósito, es necesario conocer la composición de los metales, ya que el artista debe saber cómo descomponerlos y reducirlos a sus principios básicos, y este es un asunto que los filósofos tratan con verdadero misterio, y que ocultan a propósito, por ser la verdadera llave que abre todos los secretos de la Naturaleza. Nosotros seremos más explícitos con respecto a este tema fundamental, puesto que se acerca el tiempo en que, como ha dicho Sendivogius, el proceso de elaboración de la Piedra será descubierto tan abiertamente como el de la conversión de la cuajada en queso. Sin embargo, queremos advertir al lector que no imite al rey Midas de la fábula, buscando la noble tintura de los metales movido por la codicia: pues los hombres verdaderamente sabios buscan únicamente un remedio para las enfermedades humanas y valoran el oro solamente en la medida en que les otorga independencia y les facilita el ejercicio de la caridad universal. Ellos, sin vanagloria ni ostentación, transmiten sus aptitudes a aquellos que son dignos investigadores de la Naturaleza, aunque hacen todo lo posible por ocultar su nombre, mientras viven, igual que ocultan al mundo su conocimiento sobre el misterio. Seguiremos aquí su ejemplo, aunque escribamos más llanamente sobre el Proceso Metálico de lo que nadie lo ha hecho hasta el momento, sabiendo que la providencia del Altísimo guardará efectivamente a este Arcano de caer en manos de los codiciosos buscadores de oro y los bellacos simuladores del Arte de la Transmutación. Porque los primeros, a causa de su impaciencia, cambiarán pronto la simplicidad de la Naturaleza por procesos de mayor sutileza inventados por los segundos, y adaptados a las avariciosas premisas de los otros, quienes, juzgando las cosas según sus propias tendencias posesivas, no conocen la noble liberalidad de la Naturaleza, imaginando que algún oro habrá que dar por adelantado, antes de que ella reaprovisione sus montones. Esto está bien previsto por aquellos simuladores, que reciben todo lo que pueden trincar, haciéndose pasar por sus verdaderos agentes, y, como no son conscientes de la necesidad de poner un freno a sus abusos, la decepción continuará hasta que todo se desvanezca en humo. Vale la pena observar aquí que todos los que han escrito sobre el arte partiendo de principios indudables, afirman que el verdadero proceso no es caro, puesto que todo lo que se necesita es tiempo, combustible y trabajo manual. Por otra parte, todos están de acuerdo en que la materia sobre la que todo ello se aplica es fácil de obtener. Se necesita, desde luego, una pequeña cantidad de oro y plata cuando se hace la piedra, como vehículo para su teñido, tanto en la tintura blanca como en la roja, cosa con la que aquellos estafadores, a partir de los libros de los filósofos, han urgido a los avariciosos para robarles con ese pretexto su tiempo y su dinero. Sin embargo, su engaño es tan burdo que nadie puede ser víctima de él, a no ser que justamente lo merezca. El lector puede pues estar tranquilo, seguro de que este proceso no es caro, y rechazar por consiguiente a todos los autores o practicantes que contradigan esta verdad establecida, recordando la simplicidad de la Naturaleza en sus operaciones, observando el frugal método que utiliza, y su consumada sabiduría en la disolución de las cosas, esforzándose siempre por conseguir la perfección en cualquier nueva producción. Y puesto que aquí nos proponemos asistirla en un proceso metálico, tal como hicimos antes con el vegetal, consideremos brevemente cómo forma los metales, en qué estado los ha dejado, y qué necesidad hay de la habilidad del artista para asistirla en el intento de llevarlos a ese grado de perfección que son capaces de alcanzar. Cualquier filósofo verdadero estará de acuerdo en que la Materia Prima de los metales es un vapor húmedo, que surge por la acción del fuego central de las entrañas de la tierra, el cual, circulando a través de sus poros, se encuentra con el aire ordinario. Este lo coagula en un líquido untuoso que se adhiere a la tierra, la cual le sirve de receptáculo, y donde se une con un azufre más o menos puro, y una sal de cualidades más o menos fijadoras, que atrae del aire. Al recibir un cierto grado de purificación y maduración, de concocción, por parte del calor central y del calor solar, se forman las piedras y las rocas, los minerales y los metales. Todos ellos están formados originariamente por el mismo vapor húmedo, sin embargo presentan variaciones según las diferentes impregnaciones del esperma, la cualidad de la sal y el azufre con los que se fijan, y la pureza de la tierra que les sirve como matriz; pues cualquier porción de este vapor húmedo, cuando es sublimada de forma rápida hasta la superficie de la tierra, llevándose consigo sus impurezas, se ve prontamente privado de sus partes más puras por la constante acción del calor, tanto central como solar, formando las partes groseras una sustancia mucilaginosa que es la que proporciona la materia de las piedras y rocas comunes. No obstante, cuando este vapor húmedo es sublimado, muy lentamente, a través de una fina tierra, y no comparte la untuosidad sulfúrea, se forman pequeñas chinas o guijarros, pues el esperma de esas bellas piedras multicolores, como también el de mármoles, alabastros, etc, separa a este vapor depurado tanto para su primera formación como en su crecimiento posterior. Las gemas se forman de manera semejante a partir del encuentro de este vapor húmedo con agua salada pura, con la cual se fija en lugares fríos. Sin embargo, si la sublimación se produce lentamente a través de lugares calientes y limpios, en los que se le adhiere la parte grasa del azufre, este vapor, que los filósofos llaman su Mercurio, se une con esta grasa y se convierte en una materia untuosa, que yendo a parar posteriormente a otros lugares, limpios por los vapores anteriormente mencionados, donde la tierra es sutil, pura y húmeda, rellena sus poros, y constituye de este modo el oro. En cambio, si la sustancia untuosa va a parar a lugares fríos e impuros, se produce el plomo, o Saturno. Si la tierra es fría y pura, mezclada con azufre, el resultado es el cobre. La plata también se forma a partir de este vapor, allí donde éste abunda en pureza, pero mezclado con un menor grado de azufre y no suficientemente madurado. También se encuentra en cantidad en el estaño, o el llamado Júpiter, aunque en menor grado de pureza. En Marte, o el hierro, se halla impuro en una menor proporción, y mezclado con un azufre adusto. De todo ello parece deducirse que la Materia Primera de los metales es una sola cosa, y no varias, homogénea, pero alterada por la diversidad de lugares y azufres con los que se combina. Los filósofos describen frecuentemente esta materia. Sendivogius la llama el agua celeste, la que no humedece las manos, un agua no vulgar que es casi como el agua de lluvia. Hermes la describe muy bien cuando la llama "un pájaro sin alas", expresando así su naturaleza vaporosa. Cuando llama al sol su padre y a la luna su madre, quiere decir que ella se produce por la acción del calor sobre la humedad. Cuando dice que el viento la lleva en su vientre, solamente quiere decir es que el aire es su receptáculo. Cuando afirma que lo inferior es como lo superior, nos enseña que es el mismo vapor de la superficie de la tierra el que proporciona la materia de la lluvia y el rocío de los que se nutren tanto el reino vegetal como el animal. Esto es lo que hoy los filósofos llaman su Mercurio y afirman que se encuentra en todas las cosas, lo que de hecho es así. Esto hace que algunos la supongan en el cuerpo humano, y otros en el estercolero, lo cual ha confundido muy a menudo a los amantes de las sutilezas filosóficas que, sin tener una idea clara sobre el objeto de su búsqueda, vuelan de una cosa a otra esperando encontrar en los Reinos Vegetales o Animales la sublime perfección del Reino Mineral. Los filósofos han contribuido, sin duda alguna, al mantenimiento de tales errores a causa de su intención de ocultar la Materia Prima a los que no fuesen merecedores de conocerla. Quizá tomaron excesivas precauciones: Sendivogius dice que, en una ocasión en la que estaba impartiendo un discurso, expuso claramente el arte, palabra por palabra, ante unas personas que, teniéndose a sí mismas por filósofos sagaces, no captaron más que unas pocas nociones y tan alejadas de la simplicidad de la Naturaleza, que era imposible que pudieran comprender nada. Así pues, poco es su temor de que el secreto de la Materia Prima sea descubierto por otros que no sean aquéllos a quienes la complacencia y la providencia del Altísimo se lo permite. Esta disposición benevolente fue lo que le indujo a hablar más abiertamente sobre la Materia Prima, y a encaminar al artista en su búsqueda hacia el reino mineral; pues, citando a Alberto Magno que, en sus tiempos, escribió sobre el hallazgo de partículas de oro entre los dientes de un hombre muerto, observa que Alberto no podía dar cuenta de este milagro, sino juzgar que se había producido en razón de la virtud mineral en el hombre, cosa que sería confirmada por la frase de Morienus: "Y esta materia, Oh Rey, se ha extraído de vos". Esto es, sin embargo, erróneo, dado que Morienus entendía estas cosas filosóficamente y que la virtud mineral reside en su propio reino, que es distinto del animal. Desde luego es cierto que en el reino animal el mercurio, o humedad, es como la materia, y el azufre, o médula de los huesos, como la virtud. Pero lo animal no es mineral y vice versa. Si la virtud del azufre animal no se encontrara en el hombre, la sangre, o mercurio, no podría coagularse en carne y huesos, del mismo modo que si no hubiese un azufre vegetal en el reino vegetal, éste no podría coagular el agua, o mercurio vegetal, en hierbas, plantas, etc. Debe entenderse lo mismo respecto al reino mineral. Desde luego, estos tres reinos no difieren en su virtud, y tampoco los tres azufres, ya que cada uno de ellos tiene el poder de coagular su propio mercurio, y cada mercurio tiene el poder de ser coagulado únicamente por su propio azufre, y no por ningún otro que sea ajeno a su reino. Así, la razón por la que se encontró oro entre los dientes de un hombre muerto es la siguiente: porque se le administró mercurio durante su vida, ya fuese por unción (o por medio de turbit) o por algún otro método. Está en la naturaleza de este metal el ascender hasta la boca, logrando por sí mismo una salida, para ser evacuado con la saliva; pero el enfermo murió durante el tratamiento y el mercurio, no encontrando ninguna salida, permaneció en su boca, entre sus dientes. El cadáver, al tener la boca cerrada durante mucho tiempo, actuó como matriz natural para la maduración del mercurio, hasta que éste se condensó en oro por su propio azufre, siendo purificado por el calor natural de la putrefacción causada por la flema corrosiva del cuerpo del hombre. Sería imposible que esto hubiera ocurrido si durante su vida no se le hubiese administrado mercurio mineral.
Todos los filósofos están de acuerdo al afirmar que los metales tienen una semilla a partir de la cual crecen, y que esta cualidad seminal es la misma en todos ellos; pero que, sin embargo, sólo es perfectamente madura en el oro, cuya cohesión es tan grande que es muy difícil descomponer el sujeto y obtenerla para la Obra Filosófica. Sin embargo, algunos, que eran adeptos en el arte, a través de dolorosos procesos, han obtenido oro para el macho, y mercurio, que supieron extraer de los metales menos compactos, para la hembra. Esto lo realizaron, no porque fuera éste un proceso más fácil, sino para investigar la posibilidad de preparar la piedra de esta manera; y habiendo tenido éxito, lo divulgaron abiertamente para ocultar el verdadero proceso que es mucho más fácil y simple. Por consiguiente, con el motivo de evitarle al lector emprender dichos procesos dificultosos, le diremos en qué consiste la semilla de los metales para que el artista debe tener como ideal en sus búsquedas, teniendo siempre en mente los escritos de nuestros eruditos predecesores sobre esta materia. La semilla de los metales es lo que los Hijos de la Sabiduría han llamado su mercurio para distinguirlo del azogue, al cual se parece mucho. Dicho mercurio es la humedad radical de los metales. Cuando es extraído de forma juiciosa, sin corrosivos, ni fundición, contiene en sí una cualidad seminal cuyo estado de perfecta maduración tan sólo se encuentra en el oro. En los demás metales se halla en estado inmaduro, como los frutos cuando todavía están verdes y no han sido lo suficientemente macerados por el calor del sol y la acción de los elementos. Hemos observado que la humedad radical contiene la semilla, lo cual es cierto, aunque dicha humedad no es la semilla sino únicamente el esperma en el cual flota el principio vital que no es visible al ojo. Sin embargo, la mente del verdadero artista lo percibe como un punto central de aire condensado, donde la Naturaleza, de acuerdo con la voluntad de Dios, ha circunscrito los principios básicos de la vida de todas las cosas, tanto de lo animal como de lo vegetal y lo mineral. En los animales, el esperma se puede ver, pero no en cambio el principio de impregnación que lleva en él: éste es un punto concentrado, para el cual el esperma sirve únicamente como vehículo, hasta que, por la acción y el fermento de la matriz, dicho punto en el que la Naturaleza ha incluido un principio vital se expande, y es entonces cuando es perceptible en el embrión de un animal. Así, en cualquier fruto comestible (como por ejemplo una manzana), la pulpa o esperma se encuentra en mucha más proporción que la semilla que ésta contiene, e incluso lo que parece ser la semilla es tan sólo una más fina concocción del esperma, que incluye la fuerza vital. Así también, en un grano de trigo, la harina es sólo el esperma, y el origen de su vegetación es un aire que el esperma lleva incluido en él, y al que protege del calor y el frío extremos, hasta que encuentra una matriz adecuada en la que la cáscara se reblandece con la humedad y se calienta por el calor, pudriéndose entonces el esperma que lo rodea y permitiéndole así a la semilla, o aire concentrado, expandirse y romper la cáscara, llevándose consigo en su movimiento una substancia láctea que ha asimilado a ella a partir del esperma putrefacto. A esta, la cualidad condensadora del aire la incluye en una membrana y la endurece en un germen, todo ello según el propósito de la Naturaleza. Si la totalidad de este proceso de la Naturaleza, portentosa en sus operaciones, no se repitiera constantemente ante nuestros ojos, el simple proceso de la vegetación nos resultaría tan problemático como el de los filósofos. Así pues ¿cómo podrían si no crecer los metales? y más aún ¿cómo puede algo multiplicarse sin una semilla? Los verdaderos artistas nunca pretendieron multiplicar los metales sin ella, ya que ¿puede acaso negarse que la Naturaleza sigue siempre su orden germinal? Ella siempre hace fructificar la semilla cuando se la coloca en la matriz adecuada. ¿No obedecerá a un ingenioso artista que sabe de sus operaciones y de sus posibilidades, y que no pretende nada que esté más allá de ellas? Un agricultor mejora su tierra con compost, quema las malas hierbas y utiliza diversas técnicas. A través de varias preparaciones macera su semilla, siempre cuidando de no destruir su principio vital, y por supuesto nunca se le ocurrirá quemarla o hervirla, con lo cual muestra más conocimiento de la Naturaleza que algunos que se autodenominan filósofos. La Naturaleza, como una madre generosa, lo recompensa con la abundancia de la cosecha, en proporción a la mejora que éste haya conseguido de su semilla y a la calidad de la matriz que le haya proporcionado para su crecimiento. El hortelano inteligente va todavía más lejos. Sabe cómo acortar el proceso de la vegetación, o cómo retrasarlo. Recoge rosas, corta lechugas, y consigue guisantes verdes en invierno. ¿Quieren los curiosos admirar plantas y frutos de otros climas? El puede producirlos perfectamente en sus invernaderos, y la Naturaleza, queriendo alcanzar siempre su fin, a saber, la perfección de su descendencia, seguirá espontáneamente sus indicaciones. ¡Abrid aquí vuestros ojos, vosotros, estudiosos investigadores de la Naturaleza! Siendo ésta tan generosa en sus producciones perecederas ¿no lo será mucho más en aquellas que son permanentes y que pueden subsistir en medio del fuego? Atención, entonces, a sus operaciones. Si obtenéis la semilla metálica y hacéis madurar con arte aquello que ella lleva muchas eras perfeccionando, no os fallará, sino que por el contrario os recompensará con un incremento proporcionado a la excelencia de vuestra materia. Aquí, el lector podría exclamar: "¡Muy bien, todo esto está muy bien, pero ¿cómo podrá obtenerse la semilla de los metales, y de dónde viene, siendo que tan pocos saben cómo recolectarla?" Esto es algo que, hasta ahora, los filósofos han mantenido en profundo secreto, y algunos, aún siendo hombres justos, por egoísmo. Otros, siendo su deseo el revelar su secreto únicamente a personas que fuesen merecedoras de él, y ante el hecho de que la vanidad y la codicia son principios reinantes en el mundo, no pudieron escribir abiertamente sobre ello, y siendo como eran hombres sabios conocían que no era la voluntad del Altísimo el inflamar y acariciar temperamentos tan odiosos, genuino resultado del orgullo y el narcisismo, sino que éstos fueran desterrados. Son estos los motivos por los cuales ocultaron el secreto hasta ahora. Sin embargo, nosotros expondremos abiertamente nuestro conocimiento, porque no tenemos ningún prejuicio en aquél respecto, pero todavía más, porque juzgamos que ha llegado el momento de derribar al becerro de oro, durante tanto tiempo venerado por todo tipo de hombres hasta tal punto que el valor de un hombre ha llegado a estimarse en función del dinero que posee. Y es tal este desequilibrio de posesiones, que la humanidad puede dividirse prácticamente en ricos, que se regodean en la extravagancia, y en pobres terriblemente necesitados y que sufren bajo la mano férrea de la opresión. Actualmente, la medida de la iniquidad entre los ricos está llegando a sus más altas cotas, y el clamor de los pobres llega ante el Señor: "¿Quién les dará de comer hasta que estén satisfechos?" A partir de ahora, los ricos verán lo efímero de sus posesiones en comparación con los tesoros que otorga este secreto, pues las riquezas que confiere son una bendición de Dios y no la garra de la opresión. Por otra parte, su principal excelencia consiste en la elaboración de una medicina capaz de curar todas las enfermedades que el cuerpo humano es susceptible de contraer y de prolongar la vida hasta los límites máximos decretados por el Creador de todas las cosas. No se requieren otras razones para la exposición de este proceso, pues el escepticismo ha ido de la mano con la lujuria y la opresión hasta tal punto que se discuten las verdades fundamentales de toda la religión revelada. Los poseedores de este arte siempre veneraron estas verdades, tal como puede apreciarse por el testimonio que han dejado en sus libros, y, por supuesto, los principios básicos de la religión revelada se demuestran desde el principio del proceso y a lo largo de todo su desarrollo, puesto que la semilla de los metales es sembrada en la corrupción y alzada en lo incorrupto; se siembra un cuerpo natural, y se alza un cuerpo espiritual; y se sabe que comparte la maldición que cayó sobre la tierra por causa del hombre, al tener en su composición un veneno mortal que sólo puede ser apartado por la regeneración en el agua y el fuego. Cuando se purifica y exalta debidamente puede teñir inmediatamente los metales imperfectos y llevarlos a un estado de perfección, siendo en este sentido un emblema viviente de esa semilla de la mujer, la Serpiente Guerrera, quien, a través de Sus sufrimientos y muerte, entró en la gloria, y que tiene, desde entonces, poder y autoridad para redimir, purificar y glorificar a todos aquellos que lleguen a Ella, actuando como mediadora entre Dios y la humanidad. Siendo estos nuestros motivos, no podemos quedarnos silenciosos por más tiempo en relación a la semilla de los metales, y debemos declarar que está contenida en los minerales de los metales al igual que el trigo está en el grano. La torpe locura de los alquimistas [se entiende que el autor se refiere a los llamados "sopladores", no a los verdaderos alquimistas] les ha dificultado el darse cuenta de ello, ya que siempre la han buscado en los metales que son artificiales y no una producción natural, actuando así de manera tan irracional como un hombre que sembrara pan y esperara obtener grano, o que esperara que naciera un pollo a partir de un huevo hervido. Más aún, a pesar de que los filósofos han dicho en multitud de ocasiones que los metales vulgares son inertes, sin excepción del oro, aunque resista el fuego, aquéllos nunca pudieron imaginar algo tan simple como que la semilla de los metales estaba contenida en sus minerales, único lugar donde era de esperar encontrarla. Tanto se desorienta y se confunde el ingenio humano cuando abandona la bien definida senda de la verdad y la Naturaleza para enredarse él mismo en la multiplicidad engañosa de sus imaginaciones. Este descubrimiento causará gran regocijo al investigador de la Naturaleza, puesto que está basado en la razón y en la sana filosofía. En cambio, para los necios será algo vano incluso aunque la misma Sabiduría lo gritara por las calles. Por lo cual, dejando que estos últimos se congratulen en su ilusoria autoimportancia, continuaremos diciendo que los minerales de los metales son nuestra Primera Materia, o esperma que contiene la semilla, y que la clave de este arte consiste en la correcta disolución de los minerales en un líquido que los filósofos llaman su mercurio, o agua de vida, y en una sustancia terrosa, que han denominado su azufre. Al líquido lo llaman su mujer, esposa, Luna y otros nombres, expresando con ello que es la cualidad femenina de su semilla. A la sustancia terrosa la llaman su hombre, esposo, Sol, etc, para señalar su cualidad masculina. En la separación y la debida conjunción de éstos por el calor y con un cuidadoso manejo, se genera una noble descendencia a la que los filósofos han llamado, a causa de su excelencia, la quintaesencia, o la materia en la que los cuatro elementos están tan perfectamente armonizados que producen un quinto elemento que puede subsistir en el fuego, sin desgaste de su materia o disminución de su virtud, motivo por el que le han otorgado los títulos de Salamandra, Fénix, e Hijo del Sol.
Los verdaderos Hijos de la Ciencia siempre han considerado la disolución de los metales como la llave maestra de este arte, y han sido precisos al dar instrucciones al respecto, dejando en la oscuridad a sus lectores únicamente en cuanto a la elección de la materia para el proceso, a saber, minerales o metales artificiales. Es más, cuanto más a fondo iban en la descripción del proceso, más mencionaban los metales y no los minerales, con la intención expresa de confundir a aquellos que no creían merecedores del arte. Así, el autor del Philosophical Duel, or a dialogue between the stone, gold, and mercury (Duelo Filosófico, o diálogo entre la piedra, el oro y el mercurio), dice: "Por el Dios omnipotente, y por la salvación de mi alma, os declaro aquí, concienzudos investigadores, apiadándome de vuestra ferviente búsqueda, la totalidad de la Obra Filosófica, la cual solo se realiza a partir de un tema y se perfecciona en una cosa. Para ello tomamos este cobre y destruimos su cuerpo rudo y ordinario, extraemos su espíritu puro, y después de haber purificado las partes terrestres, los unimos, consiguiendo así una Medicina a partir de un Veneno". Démonos cuenta de que evita mencionar el mineral y sin embargo llama a su materia "cobre" que es el nombre con que se denomina a uno de los metales vulgares. Por supuesto, este es artificial y no sería adecuado para la confección de nuestra Piedra, al haber perdido su cualidad seminal en el fuego. Aún así, en otros aspectos, este texto es el más claro de los que existen, y así lo considera Sendivogius. El lector no debe suponer, como consecuencia de la aseveración anterior, que el mineral de cobre sea preferible a los otros. Se puede conseguir el mercurio, o semilla metálica, a partir de todos ellos, y, tal como nos confirman los verdaderos adeptos, es mucho más fácil extraerla del plomo. Estos nos aconsejan buscar a la noble criatura allí donde permanece en una forma despreciable, aprisionada bajo el sello de Saturno. Como forma de ilustrar esta idea, pondremos el siguiente ejemplo: un hombre que se proponga obtener malta puede centrar su empresa en cualquier cereal, sin embargo, por lo general, escogerá la cebada porque su germinación es un proceso menos tedioso. Esto es precisamente lo que pretendemos en la extracción de nuestro mercurio; y tampoco son desemejantes procesos, si tenemos en cuenta la fijeza de los minerales, y la facilidad con que la cebada cede su virtud seminal a causa de la leve cohesión de sus partes. Que el artista tome buena cuenta de cómo maneja el grano el que elabora la malta, humedeciéndolo para que sus partes pierdan la cohesión y dejando el resto a la Naturaleza, sabiendo que ésta proveerá prontamente el calor necesario para su propósito si él no lo deja escapar haciendo un montón de poca altura o potenciando demasiado la fermentación a causa de lo contrario, pues es bien sabido que de hecho el fuego puede encenderse por la fermentación de jugos vegetales en bruto, y el grano maduro, bajo un tratamiento semejante, pronto no servirá para nada más que para echarlo a los cerdos, o al estercolero. Así pues, la intención es producir la fermentación justa para extraer el mercurio vegetal sin estropearlo, tanto en la tierra, si es que fue arrojado en ella para que fructificara, como en el horno, si es que ha de ser fijado hasta ese punto preciso, exhalando la humedad adventicia, y preservando así toda la fuerza de su cualidad seminal, con el fin de elaborar espíritus de malta. Supongamos, entonces, que un artista quiera extraer mercurio de los minerales y escoja mineral de plomo como materia. Lo único que puede hacer para asistir a la Naturaleza en el proceso es estimular el calor central que ella incluye como raíz vital en todo lo que todavía no está putrefactado, y en el cual crece la vida. El medio por el que este calor central se pone en movimiento se conoce como putrefacción. Sin embargo cualquier tipo de mineral resiste a la putrefacción en todos los procesos existentes conocidos. Es cierto que, cundo ha sido fundido en el fuego, pueden contraer un óxido del aire, lo cual implica una descomposición gradual de su substancia, sin embargo, esto es tan sólo la decadencia natural de un cuerpo muerto, no la putrefacción de su esperma con el propósito de su propagación. Y observando el grado de calor que se requiere en los hornos para fundir los minerales y la lentitud del proceso de decadencia, cuando son fundidos y privados así de sus cualidades seminales, somos conscientes de que un grado de calor que podría destruir perfectamente la semilla de los vegetales puede ser el necesario para los minerales en las primeras fases de su putrefacción, puesto que éstos soportan perfectamente el rojo vivo sin fundirse o perder nada más que sus impurezas sulfurosas o arsénicas. En pocas palabras, un asunto que en si mismo tiene tan poco que ver con la semilla de los metales como la paja con el trigo; por lo cual, una cuidadosa separación de aquellos por torrefacción, u otros métodos, está merecidamente contemplada entre las primeras operaciones para la putrefacción de los minerales, y más todavía porque aquello que ha sido calcinado al tener sus poros abiertos, se vuelve atractivo, tanto del aire como de otros menstruums apropiados para su descomposición. Por consiguiente, que el artista separe, con fuego y por operación manual, las cualidades impuras de su materia, machacándola, lavándola, y calcinándola, hasta que no comunique más negrura a su menstruum. Para dicho procedimiento es suficiente con utilizar agua pura de lluvia. En cada repetición de este proceso se verá que lo que contamina el agua es algo superfluo, y que todavía se encuentra mineral en su naturaleza metálica individual, excepto si se llegase a fundir a causa de un calor demasiado intenso, en cuyo caso ya no nos serviría para nuestro propósito. Así pues, debe usarse puro mineral. Una vez preparada así la materia, se despertará su fuego central si se le da un tratamiento adecuado, como en el del proceso de extracción del azogue de sus minerales en el que se mantiene el mineral bajo un calor sofocante, que se continúa sin suministro de aire exterior, hasta que la humedad radical se eleva en forma de vapor y se condensa de nuevo en un agua metálica, análoga al azogue. Este es el verdadero mercurio de los Filósofos, y el adecuado para todas sus operaciones en el Arte Hermético.
Después de completar la putrefacción de nuestra materia, ésta existe bajo dos formas: la humedad extraída y el residuo, es decir, nuestra Tierra y Agua Filosóficas. El agua contiene su virtud seminal, y la tierra es un adecuado receptáculo, en el que ella puede fructificar. Separamos, pues, el agua y la reservamos para su uso. Calcinamos la tierra, ya que se adhiere a ella una impureza que sólo puede quitarse por el fuego, y del más alto grado, dado que ahora ya no existe el peligro de destruir la cualidad seminal y que nuestra tierra debe ser altamente purificada antes de que pueda hacer madurar la semilla. Este es el significado de las palabras de Sendivogius: Quemad el azufre hasta que se vuelva incombustible. Muchos pierden lo más importante del arte en la preparación: pues nuestro mercurio se sutiliza por el azufre, de otro modo no nos será de ninguna utilidad. Por consiguiente, dejamos calcinar bien la parte terrestre y devolvemos el mercurio a la tierra calcinada; después lo extraemos por destilación; calcinamos, reducimos y destilamos, repitiendo el proceso hasta que el mercurio haya sido bien sutilizado por el azufre, y éste se purifique hasta la blancura, y se vuelva rojo, lo cual es señal de su completa purificación. Con ello tenéis al Macho y la Hembra Filosóficos a punto para su conjunción. Esta operación debe manejarse con mucho juicio, ya que la noble criatura podría ser estrangulada en el momento del parto. Sin embargo, todo le resultará fácil al artista ingenioso, que conoce la proporción requerida en la mezcla, y que acomoda sus operaciones a las intenciones de la Naturaleza, para cuyo propósito lo instruiremos fielmente según nuestros conocimientos.
Después de haber preparado de este modo la semilla y su tierra, lo único que queda por hacer es su correcta conjunción. Si todavía hay demasiada humedad, el huevo filosófico puede romperse antes de que pueda pasar por el calor necesario para su incubación. En la práctica: nuestra mezcla debe introducirse ahora en un pequeño frasco de cristal suficientemente resistente como para soportar el calor que se necesita para el proceso, el cual deberá aumentarse poco a poco hasta su más alto grado. En cuanto a la forma del recipiente, la más adecuado es la de un frasco de aceite, con un cuello largo; pero éstos son demasiado delgados como para resistir esta operación. La mezcla debe sellarse herméticamente dentro de un vaso semejante, y cocerse durante el tiempo necesario, hasta que quede fijado en forma de un cálculo seco. Sin embargo, como hemos observado, si la humedad predomina el peligro de que la vasija se rompa es muy grande puesto que habrá un exceso de vapor que no podrá ser concentrado por la cualidad fijadora en la materia. Con todo, nuestra intención es la de fijar nuestra materia por el calor, para volverla de ahora en adelante indestructible. Por otro lado, si predomina la cualidad seca y fijadora del azufre hasta el punto en que éste no pueda soportar una alternada resolución de su sustancia en vapores y una remanifestación de su cualidad fijadora, el todo permanecerá en el fondo del vaso hasta que la materia se licúe y se sublime nuevamente (cosa que Ripley describió muy bien), con lo que existe el peligro de que toda la mezcla se vitrifique y obtengamos simplemente vidrio en vez de la noble tintura. Para evitar caer en cualquiera de los dos extremos, es muy adecuado reducir por operación manual la tierra purificada hasta conseguir que sea de una finura impalpable, añadiéndole luego su mercurio sutilizado, incorporándolos mutuamente hasta que la tierra ya no pueda embeber más. Esta operación requerirá tiempo, y cierto grado de paciencia por parte del artista, puesto que aunque pueda parecer que hay un exceso de humedad, bastará dejarlo reposar un momento para que aparezca cierta sequedad en la superficie de la materia, signo evidente de que puede embeber más. Así pues, la operación debe repetirse hasta que la mezcla quede completamente saturada, lo cual notaremos por su capacidad de estar al aire sin que se produzca ningún cambio notable de sequedad a humedad en su superficie. Por lo contrario, si esto sucede, puede confirmarse la correcta realización de la conjunción si desparramando una pequeña parte sobre una delgada bandeja de hierro, y calentándola hasta que fluya gentilmente como la cera, arrojando la humedad con el calor la absorbe nuevamente al enfriarse para volver a su consistencia original. Sin embargo, si se produce un humedecimiento al final, será una indicación de que os habéis excedido en la cantidad de humedad, y ésta debe ser extraída con una nueva destilación y la repetición del proceso hasta que se obtenga el resultado correcto. Después de haber unido así vuestro azufre y vuestro mercurio colocad en un frasco de cristal, como el descrito anteriormente, la cantidad suficiente como para llenar una tercera parte, dejando las dos terceras partes restantes, incluyendo el cuello, para la circulación de vuestra materia. Asegurad el cuello de vuestro frasco con un enlodado provisional y aplicadle un calor suave, observando si se van alternando la sublimación y la fijación. Si se sublima con facilidad y muestra, a intervalos, una tendencia a depositarse en el fondo del recipiente, es una indicación de que todo lo realizado hasta el momento es correcto: pues la humedad será predominante al principio, y el azufre sólo podrá absorberla completamente en la medida en que aumentemos el calor para la perfecta maduración de nuestro Fruto Paradisíaco. Por consiguiente, si manifiesta una demasiado temprana tendencia a la fijación, añadid más del mercurio sutilizado, hasta que la Luna se alce resplandeciente en su sazón; ella dará lugar, a su vez, al Sol. Este sería el lenguaje de un adepto en esta ocasión, sugiriendo sencillamente que, al principio, la cualidad femenina de nuestra semilla laborada es activa, mientras que la masculina es pasiva, y que es después cuando la cualidad femenina será pasiva mientras que la masculina activa, al igual que ocurre en toda vegetación: pues todo germen, que constituye los primeros rudimentos de una planta o un árbol, es humedad en su mayor parte, y tan sólo deviene fijo cuando está completamente madurado en la semilla.
Esto se denomina merecidamente la Gran Obra de los Filósofos y una vez llegado a este punto, el artista debe sellar su frasco herméticamente, operación que cualquier fabricante de barómetros sabe cómo realizar. Entonces ha de colocarse el frasco en un horno con un nido que lo acoja adecuadamente, con el objetivo de poder darle calor continuadamente empezando por el primer grado y siguiendo hasta el cuarto, y donde el artista pueda, de vez en cuando, inspeccionar los cambios que vaya experimentando su materia durante el proceso sin peligro de humedecer o amortiguar el calor y entorpecer así su perfecta circulación. Un calor de primer grado es suficiente al principio durante algunos meses, y probablemente este método le hará perder mucho tiempo al practicante novel hasta que adquiera experiencia sobre cómo manejar su materia. Pero, de este modo, correrá menos riesgo de sufrir un decepción por la rotura de su recipiente o la vitrificación de su materia. Así, hemos llegado a la anhelada sementera de nuestra Obra Filosófica, cuya maduración, aunque pueda parecer que está en poder del artista, no depende menos de la bendición Divina que la cosecha, que el sufrido agricultor no tiene la pretensión de esperar de otra cosa que de la prodigalidad de Dios. Hay varios requisitos que son necesarios para darle el derecho a alguien a la posesión de nuestra cosecha filosófica, y sus verdaderos labradores se han preocupado de buscar personas a quienes poder comunicar su conocimiento de tal modo que puedan, basándose en el testimonio evidente de los sentidos, dar cuenta de que la confección de nuestra Piedra es un proceso fácil, que incluso pueden manejar las mujeres y los niños. Pero, sin una comunicación semejante, es imprescindible que la Naturaleza haya dotado generosamente, a aquéllos que quieran emprender la Obra, con una mente ingeniosa, paciente para observar y cuidadosa para investigar sus formas ordinarias, las cuales, por ser corrientes, generalmente son menos tenidas en cuenta que otros fenómenos más peculiares y de menor importancia que absorben la mayor parte del precioso tiempo de aquellos egregios tramposos, los modernos virtuosi. Estos torpes filósofos se embelesan con el descubrimiento de una concha o una mariposa de colores distintos a otras de su misma especie y en cambio no estudian el agua, el aire, la tierra y el fuego, con sus continuos cambios y resoluciones de uno en otro elemento por medio de nuestra atmósfera y a causa de la eficacia del calor central y solar. Así pues, un hombre rústico sensible posee, en realidad, mucho más conocimiento a este respecto que cualquier coleccionista de rarezas naturales, y puede hacer un uso mucho más sabio de la experiencia que ha adquirido.
Para guía del artista, dando por sentado que reúne las condiciones requeridas descritas anteriormente, y suponiendo que hasta ahora haya realizado correctamente su trabajo, describiremos los cambios que sufrirá nuestra materia durante la segunda parte del proceso, comúnmente llamado la Gran Obra de los Filósofos. En primer lugar, al calentar nuestro recipiente con mucha precaución para evitar que se rompa, se produce la ebullición de la materia que contiene, y, alternativamente, la humedad circula en forma de vapores blancos por la parte superior y se condensa en la parte inferior. Puede prolongarse este proceso por espacio de uno o dos meses, no más, aumentando el calor poco a poco hasta el siguiente grado tan pronto como vuestra materia muestre tendencia a fijarse, al continuar el vapor condensado en intervalos más largos y se eleve en una menor cantidad, alcanzando un color cenizo u otros matices oscuros, que serán el paso hacia una perfecta negrura, lo cual representa la primera etapa deseable de nuestra cosecha. En esta fase del trabajo pueden aparecer otros colores. Esto no es peligroso, siempre y cuando sean transitorios. Sin embargo, si persiste un rojo débil como el de la adormidera, la materia corre el peligro de vitrificarse, ya sea a causa del apremio impaciente del fuego, ya sea a causa de que no predomine la humedad suficiente. El artista ingenioso puede remediarlo abriendo su recipiente, añadiendo más mercurio sutilizado, y sellándolo como antes. Sin embargo, el principiante hará mejor en prevenirlo gobernando su fuego con discernimiento y paciencia en función del aspecto que presente su materia, aumentándolo si la humedad predomina durante demasiado tiempo y suavizándolo si la sequedad es lo que prevalece, durante el tiempo suficiente hasta que los vapores oscurezcan. En el momento en que éstos se mantienen así durante algún tiempo cuando se deja reposar, una película sobre la materia mostrará la disposición de esta a fijarse, al retener el vapor cautivo durante algún tiempo hasta que éste rompa a través de diferentes puntos de su superficie (como la sustancia bituminosa del carbón bajo el fuego de un soldador) en forma de nubes más oscuras, pero que se disiparán rápidamente y que crecerán cada vez menos, hasta que la totalidad de la substancia parezca brea fundida, o que la antedicha substancia bituminosa, disminuyendo paulatinamente su burbujeo, se deposite en el fondo de vuestro recipiente tomando la forma de una substancia entera completamente negra. Esto se denomina la negrura del negro, la cabeza del cuervo, etc., y se estima como una etapa deseable de nuestra generación filosófica, ya que es la perfecta putrefacción de nuestra semilla, que pronto mostrará su principio vital por una gloriosa manifestación de su Virtud Seminal.
Habiendo completado de esta forma la putrefacción de nuestra semilla, el fuego debe incrementarse hasta que aparezcan los colores gloriosos que los Hijos del Arte han llamado Cauda Pavonis, o la Cola del Pavo Real. Estos colores van y vienen, a medida que se administra un calor cercano al tercer grado, hasta que todo se vuelve de un hermoso verde que conforme madura alcanza una perfecta blancura: es la Tintura Blanca, capaz de transmutar los metales inferiores en plata y poseedora de grandes poderes medicinales. Sin embargo, como el artista bien sabe que es capaz de una mucho más elevada concocción, continúa incrementando el fuego hasta que se vuelve primero amarilla y luego asume un color anaranjado o cetrino. Y entonces, audazmente, le aplica un calor del cuarto grado, hasta que adquiere un color rojo como la sangre de una persona sana. Esto será una clara evidencia de su concienzuda maduración y de su aptitud para los usos a los que se pretende destinar.
Habiendo completado de este modo la operación, dejaremos enfriar el recipiente, y al abrirlo veremos que nuestra materia se ha solidificado en una masa pesada de un rotundo color escarlata. Esta se puede convertir fácilmente en polvo rascándola o usando cualquier otro método; al calentarla al fuego se funde como la cera, sin echar humo ni llama, y sin perder substancia; vuelve a su fijeza anterior al enfriarse, y, volumen por volumen, es más pesada que el oro, aunque todavía resulta fácil de disolver en cualquier líquido. Unas gotas de dicha disolución pueden sentarle maravillosamente al cuerpo humano, eliminando todos los desórdenes y prolongando la vida hasta su máximo límite. Por ello ha obtenido el nombre de "Panacea" o Remedio Universal. Por consiguiente, agradeced al Altísimo la posesión de tan inestimable joya, y tened en cuenta que el hecho de poseerla no es el resultado de vuestro propio ingenio sino un regalo de la pura bondad de Dios para aliviar las enfermedades humanas. Recordad que debéis compartirlo con vuestro prójimo sin quejas ni sospechas según lo que fue dicho a los Apóstoles: "Lo que habéis recibido libremente, comunicadlo libremente", y teniendo cuidado, al mismo tiempo, de no arrojar perlas a los cerdos. En una palabra, proteged de los viciosos y de todos aquéllos que no las merezcan, las manifestaciones de la Naturaleza que habéis sido capacitados para mostrar por la posesión de nuestra Piedra.
Es muy lamentable que los buscadores de este arte del conocimiento de la naturaleza propongan, principalmente, la Ciencia de la Transmutación como su meta última, pasando por alto la suprema excelencia de nuestra Piedra como medicina. A pesar de que exista ese espíritu rastrero, por nuestra parte hemos de asignar el logro a Su Providencia, y hablar abiertamente sobre la Transmutación (que los filósofos, desde luego, realizan), describiendo luego la ulterior circulación de nuestra Piedra para el incremento de sus virtudes, finalizando así nuestro tratado. Cuando el artista haya de transmutar un metal dado por ejemplo, plomo fundirá una cantidad de él en un crisol limpio y le añadirá unas cuantas limaduras de oro. Cuando todo se haya fundido, rascará fácilmente un poco de polvo de su "piedra", (una cantidad insignificante), y la mezclará con el metal mientras está fundido. Inmediatamente surgirá un humo espeso que, con un sonido crepitante, se llevará con él las impurezas contenidas en el plomo, y dejará la substancia de este transmutada en el oro más puro, sin ninguna clase de falsificación. La pequeña cantidad de oro añadida, previa a la proyección, sirve tan sólo como medio para facilitar la transmutación. Podréis determinar mejor la cantidad de vuestra tintura con la experiencia, ya que sus virtudes son proporcionales al número de circulaciones que hayáis realizado después de haber completado la primera. Por ejemplo: cuando tengáis la piedra terminada,
disolvedla nuevamente en vuestro mercurio, en el que previamente habréis
disuelto unas pocas partículas de oro puro. Esta operación
se realiza sin problemas, puesto que ambas materias se disuelven con facilidad.
Ponedlo en vuestro recipiente, igual que antes, y realizad el proceso.
El único peligro que entraña este manejo es que se os rompa
el recipiente. Cada vez que la piedra se trata de esta forma sus virtudes
aumentan a razón de diez por cien, por mil, por diez mil, etc.,
tanto en sus cualidades medicinales como transmutadoras. Por consiguiente,
el artista tan sólo necesitará una pequeña cantidad
de ella y ésta le será suficiente para cumplir con todos
sus propósitos a lo largo de toda su vida.
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NOTA. Cuando el licor se vuelve blanco debéis ponerlo en otro recipiente ya que para este momento ha surgido ya todo el elemento. Dos o tres gotas de este aceite líquido negro tomados con espíritu de vino son un antídoto contra todos los venenos.
Aquí tenéis, pues, la elaboración de las Piedras de los Filósofos: la blanca y la roja, el Gran Secreto de los Filósofos. Estas piedras deben ser guardadas en varios recipientes de cristal o cajas adecuadas y colocadas en un lugar seco, y si puede ser tibio, tal como guardaríais el azúcar, puesto que son de una sustancia tan blanda y oleosa que se podría disolver en un sitio húmedo.
Tomad cien onzas de , previamente lavado con sal y vinagre, y ponedlo en un crisol al fuego. Cuando empiece a estar como la cera caliente, añadid a estas cien partes de limpio, una onza de vuestro elixir o medicina preparada tal como anteriormente se os enseñó y todo este se convertirá en medicina. Mezclad una onza de esta medicina sobre otras cien onzas de limpio y también éstas serán convertidas en medicina. Nuevamente, por tercera vez, echad una onza de este coagulado sobre otras cien onzas de limpio y éste se convertirá en medicina. Luego echad, por cuarta vez, una onza de este último coagulado sobre otras cien onzas de nuevo limpio y todo ello se convertirá en oro o plata en función de cómo hayáis elaborado vuestra piedra, al blanco o al rojo. Alabado sea Dios.
Este es el agradable y exquisito Jardín de los
Filósofos, que alberga las aromáticas rosas blancas y rojas,
que son el compendio de la Obra de los Filósofos, que no contiene
nada de superfluo o de despreciable, y que enseña a elaborar ilimitadamente
el oro y la plata al mismo tiempo que la medicina que, a causa de la sutileza
de su naturaleza y por encima de cualquier otra medicina elaborada por
los físicos, posee la virtud de sanar todas las penas y enfermedades,
tanto las que proceden del frío como del calor puesto que conforta
a los sanos, fortalece a los débiles, hace que los viejos parezcan
jóvenes, destierra cualquier pena y erradica el rencor del corazón,
humedece las arterias y articulaciones, unifica y disuelve las impurezas
de los pulmones, limpia la sangre, purga los conductos y los mantiene limpios,
y cura en un día una enfermedad que de modo normal permanecería
durante un mes, en doce días una que duraría un año
y puede curar en un mes las enfermedades crónicas o muy antiguas.
Concluiremos diciendo que quienquiera que posea esta medicina, tiene en
sus manos una medicina incomparable con cualquiera de los tesoros del mundo.
Alabado sea Dios.
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Nota: Es mejor tomar dos partes por una.
De este modo se hace un nuevo Cielo. |
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Traducción: Gloria
Roca
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