I
Del nacimiento de Zeus, tercer hijo varón de Rea y Crono, se dice que tuvo lugar durante la noche en el monte Liqueo, en Arcadia, ‘donde ni los hombres ni los animales proyectan su sombra’. La velada referencia cosmológica contenida en la enigmática expresión anterior permitiría situar, si bien que a la manera -a la vez precisa y universal- propia de los mitos, el área geográfica aproximada de la que aquí se trata.
Fiel a su perspectiva casi siempre huérfana de cualquier atisbo metafísico, Robert Graves echa mano a un hipotético (e inverificable) culto prehistórico a Zeus en el monte Liqueo con un sacrificio en pira al mediodía en verano. Así, interpreta apresuradamente que el nacimiento en cuestión debió ser a mitad del día y durante el estío, “cuando nadie podía proyectar su sombra” [2001, 53].
A quienes frecuentan la ciencia sagrada, de entrada les costará sin duda entender que una divinidad principal (y ‘principial’) como esta, coligada a la luz en tanto potencia creadora y, por ende, invistiéndose a modo de neta figuración del polo esencial de la manifestación, asocie su generación al solsticio de verano, momento, por el contrario, pleno de sentidos ‘maléficos’, por ser en él, justamente, cuando el ciclo anual llega a uno de sus extremus y a partir del cual no le resta sino menguar. La interpretación de Graves, pues, constituiría otro de los muchos ejemplos de ‘inversión’ operada sobre el recto sentido de los símbolos. Algo intrínseco a la mentalidad moderna y, por ello, a las tácticas características de la acción contrainiciática común en nuestros días.
Confrontemos ahora, por otro lado, el testimonio relacionado al hecho que nos ocupa y la subsiguiente explicación enunciados por Pausanias al respecto:
El monte Liceo presenta, entre otras cosas dignas de admiración, especialmente la siguiente. En él hay un recinto sagrado de Zeus, al que los hombres no pueden entrar. El que descuide la ley y entre, es totalmente inevitable que no viva más de un año. También se decía lo siguiente: que todo lo que hay dentro del recinto sagrado, tanto hombres como animales, no tiene sombra. Durante el tiempo en que el sol está en Cáncer, en el cielo de Siene [una ciudad del sur de Egipto, cerca de la actual Assuán], la que está delante de Etiopía, no hay sombra ni de los árboles ni de los seres vivos. Al recinto sagrado del Liceo le pasa lo mismo respecto a las sombras siempre y en todas las estaciones. [Descripción de Grecia, VIII, 38, 6]
La ligazón establecida por Pausanias entre el fenómeno ‘cósmico’ ocurrido en la ciudad egipcia de Siene, vecina a Etiopía, y lo acaecido en el interior del templo de Zeus en el monte Liqueo, constituye precisamente la clave que nos permitirá acceder a una explicación satisfactoria. Resulta por demás notorio que, causa de su ubicación geográfica, en el territorio ocupado por la Grecia histórica jamás pudo haberse producido tal particularidad astronómica. No obstante, la mención a Etiopía delata que Pausanias se está haciendo aquí eco de antiguas fuentes míticas de cuyo recto sentido él mismo ya no poseía la clave. Sobre este particular y justamente a causa de su situación ecuatorial, observemos que en el área ocupada por Etiopía desde la antigüedad, cuando el sol se halla en Cáncer, esto es, en la fecha del solsticio de verano, efectivamente los cuerpos no proyectan su sombra al mediodía.
Ahora, bien cabe preguntarse, ¿en qué otro lugar que no sea de situación ecuatorial puede ocurrir tal cosa? La respuesta surge sola: en las regiones polares y en la medianoche del solsticio de invierno, esto es, cuando el sol se encuentra en Capricornio. A propósito, la designación de ‘Etiopía’ (ligada al sánscrito uttara -norte- y al griego aither -éter- con el sentido de ‘lugar más elevado’ y en obvia referencia al ‘polo del mundo’, sea tanto físico como espiritual) es de aquellas que tradicionalmente se le han aplicado a los lugares más diversos. Y esto porque al principio pudo ser usada para designar, antes que un país cualquiera, un centro espiritual. Además, y basándonos en ciertos datos irrefutables, estamos en condiciones de afirmar sin temor a equivocarnos que la primordialidad de tal denominación debió aludir, en los estadios iniciales del actual ciclo humano, a alguno de los Centros Espirituales directamente emanados de Hiperbórea, sede original de la Tradición Única; y ello siempre y cuando no encarne otro nombre para la Tula Hiperbórea misma.
Por lo demás, conviene que el nacimiento de un ‘padre de los dioses’ (que debe figurar siempre el ‘nacimiento’ de un ciclo y de un ‘mundo’) deba tener lugar precisamente cuando el sol se encuentre en Capricornio y no al revés. Esta situación solar sin lugar a dudas reviste una profunda significación cosmológica (y luego metafísica) en tanto se halla trazando la ‘vía’ o ‘puerta de los dioses’ (sánscrito deva yana), asociada metafísicamente a la posibilidad de salida del orden de la manifestación y cosmológicamente al (re)nacimiento del sol luego de su ‘descenso’ progresivo a lo largo de la segunda mitad del año, la iniciada en el solsticio de verano, justamente en Cáncer. Por eso mismo, además, Capricornio figuraría la ‘llave’ del ciclo anual. De ahí su ligazón con Jano (Ianus) bifronte -viejo y joven, cumplido y naciente- portando la llave de ‘los ciclos’: el que culmina y el que empieza. Incluso el vocablo ‘enero’ (latín ianuarius, francés janvier, inglés january, portugués janeiro) se halla claramente asociado al ‘pasaje’ -de uno a otro ciclo, de uno a otro estado del ser-, de ahí el latín ianua, puerta, y ianitor, portero. De ahí, también, que el cristianismo haya traspuesto a San Pedro la función de Jano: aquél es el ‘ianitor caeli’, es decir, quien custodia y ‘abre’ (así suele representárselo, con las llaves en su diestra) ‘las puertas’ de salida del mundo manifestado, o sea, el ‘pasaje’ que conduce a la no manifestación incondicionada propia del estado espiritual. ¿Constituirá un exceso filológico aproximar el sánscrito yana, vía, al latín ianua, camino, con el sentido de ‘pasaje’?
Volviendo a Zeus, resulta necesario que su nacimiento coincida con -y venga a significar el- nacimiento de la luz (del sol, en el ciclo anual, esto es, según una perspectiva cosmológica; de la manifestación esencial, en cambio, desde el punto de vista estrictamente metafísico). El solsticio de invierno -la noche más extensa el año antecedida del día más breve- es, en las regiones polares, el momento de mayor oscuridad (de allí la ausencia de sombra proyectada por hombres, animales y objetos). No obstante, una vez alcanzado ese ‘extremo’ de la ausencia de luz, una vez, digamos, sobrevenida esa ‘muerte’ (transitoria y cíclica) del sol, procede el (re)nacer figurado a través del retorno progresivo de la luz. He aquí todo el significado de las ‘albas’ en la tradición védica (y otras), develado por B. G. Tilak en el su libro Origen polar de la tradición védica y brillantemente reinterpretado por A. K. Coomaraswamy en doctos estudios como, verbigracia, el titulado “La faz oscura de la aurora”.
Así, resulta incuestionable a toda perspectiva ortodoxa, tributaria directa o indirectamente de la tradición primordial, situar el inicio del ciclo anual (o de cualquier otro ciclo) en el solsticio de invierno, vale decir, cuando el sol se encuentra en Capricornio, la ianua caeli, o lo que es igual, la ‘puerta’ del deva yana. De allí nada más lógico que ‘situar’ el nacimiento de Zeus, ‘principio manifestado de la luz del día’ (cf. infra las etimologías de las palabras ‘Dios’ o ‘día’), aspecto luminoso de la ‘bóveda celeste’, en ese preciso momento y, a partir del mismo, proceda, dada su trascendencia, a fin de significarse en lo que tiene de ‘apertura’ de un nuevo ciclo.
La correspondencia siempre posible de efectuar entre simbolismos del tiempo, el espacio y el cielo (aquí referidos al Origen, el polo Norte y el signo zodiacal de Capricornio, respectivamente), con la marcha de distintos ciclos menores (anual, lunar, diario), permite intuir todo el significado metafísico de la oscuridad en el momento del ‘pasaje’ (del iniciado durante su ‘nuevo nacimiento’ o de un ciclo a otro). El sentido superior de las tinieblas, en efecto, se liga desde un punto de vista cosmológico al Norte, Capricornio, el invierno, la luna nueva y la medianoche. De esa manera se entiende la referencia a la ausencia total de sombras proyectadas en tanto ausencia total de luz a partir de la cual proyectarse. También la acepción profunda de la expresión ‘medianoche del mundo’ aplicada al ‘punto’ final-inicial en que dos ciclos consecutivos se ‘tocan’.
La concepción mítica de Zeus en tanto manifestación del principio luminoso y, por ende, creador y ordenador del universo, se cifra, en primer término, de modo evidente en su nombre (griego: nominativo Zeús, genitivo Diós, dativo Dií, acusativo Día; y para el latín ‘dios’: nominativo deus, genitivo dii, dativo y ablativo diis; asimismo dies, ‘día’ en relación a Diespiter, ‘Júpiter’ [Zeus] en tanto ‘padre del día’. Volviendo al griego puede aproximarse, incluso, Zeús a zeuxis, ‘acción de uncir’, ‘religar’ [cf. ‘religión’], y asimismo, ‘efecto de pontear’ o ‘echar un puente’ [cf. lat. pontifex, ‘pontífice’, ‘constructor de puentes’], aquí obviamente con el sentido ‘romano-católico’ de ‘puente entre la tierra y el cielo’, vale decir, ‘vía de unión’ entre la manifestación y los estados ‘supracósmicos’ de no manifestación, vía que, vale remarcar, no puede ser otra que la del deva yana).
No obstante, los vínculos de Zeus con la generación del principio luminoso (revelado de modo ‘natural’, esto es, ‘físico’, a través de la ‘diafanidad atmosférica’ y, de modo metafísico, por medio de la ‘expansión’ luminosa del polo esencial en el ‘momento’ puntual del acto creador), no se agotan en los sentidos de su propio nombre.
Añade Pausanias:
En la cima más alta del monte hay un montón de tierra que es un altar de Zeus Liceo desde el que se ve el Peloponeso en su mayor parte. Delante del altar hay dos columnas hacia la salida del sol, y sobre ellas había antiguamente unas águilas doradas. Sobre este altar hacen sacrificios a Zeus Liceo en secreto. No era agradable para mí preguntar indiscretamente sobre este sacrificio. Sea como es y como lo fue desde el principio. [VIII, 38, 7]
La cita contiene preciosas significaciones en lo tocante a lo que venimos exponiendo. El montón de tierra no sólo ‘es’ un altar sino una ‘figura’ del centro (como todo altar, por lo demás, en tanto lugar de elevación -altus-), la ‘montaña primordial’ misma y, por ello, el axis mundi a través del cual el polo esencial ‘toca’ cada uno de los grados de la existencia.
Mucho más reveladoras son esas dos columnas ubicadas delante del altar y orientadas hacia el este. Por el sólo hecho de ser dos, no se debe cometer el apresuramiento de identificarlas con el axis. Más bien, en cambio, deben estar ‘marcando’ límites. Y efectivamente es así. Se trata de ‘marcar’ los puntos extremos del sol en su trayectoria anual, los solsticios (sol-statio, sol ‘detenido’): el de verano, señalado por la columna norte, corresponde al signo zodiacal de Cáncer; el de invierno, marcado por la columna sur y perteneciente a Capricornio. También es esta la recta significación que debe restituírsele a las columnas de Hércules (otra de las encarnaciones míticas del sol) y a la leyenda que, se dice, portaban: ‘non plus ultra’.
Ello nos lleva a concluir que el carácter solar del Zeus Liceo (esto es, del Zeus luminoso, de luké, la luz del alba, de la que el epíteto luké-genés, ‘nacido de la luz’, da perfecta cuenta en lo que tiene de principio generador no solo de la aurora diaria sino del alba anual, acontecida luego de la medianoche del solsticio invernal), como sea, parece incuestionable. Las águilas doradas que remataban las columnas lo refuerzan y, aunque parezca paradójico, también los extraños sacrificios secretos que allí se realizaban, sobre los que Pausanias se muestra reticente a explayarse, pero que debieron haber sido, posiblemente, de tipo humano. No sería extraño que tales sacrificios se encuentren emparentados con el mito de Licaón (griego lúkos, lobo), a todas luces la manifestación ‘sombría’ del propio Zeus luminoso.
Incluso Pausanias agrega que “en el lado oriental [ello es, la orientación correspondiente al diario nacimiento de la luz solar] del monte hay un santuario de Apolo de sobrenombre Parrasio”, al cual también “le dan el sobrenombre de Pitio”. Y cada año, cuando se celebra la fiesta en honor del dios, “sacrifican en el ágora un jabalí en honor de Apolo Epicurio”. Estos datos, bien observados, no vienen sino a reforzar la ‘tesis nórdica’ acerca del origen del mito del nacimiento de Zeus, en tanto y en cuanto se correlacionan a la procedencia indiscutiblemente hiperbórea de Apolo, al que los griegos del período clásico ‘hicieron’ hijo de Zeus pero que, en su origen, quizá no fuera sino otra manifestación de un mismo principio (al respecto, vale señalar que también Apolo se encontraba en íntima relación con los lobos y, sobre todo, los lobos blancos). Lo cierto es que la mención a un templo apolíneo ubicado en una tan inmediata cercanía al de Zeus, sumada a la evocación del ritual por medio del cual una vez al año se le sacrificaba un jabalí (y, aunque Pausanias no especifica el momento, es lícito pensar que ese sacrificio se hubiese realizado, también, en la fecha del solsticio invernal) no hace sino subrayar la procedencia boreal de tales relatos.
II
La referencia al jabalí en consonancia con el culto apolíneo y en carácter de ‘animal sacrificial’ no deja de adquirir, en este contexto, una importancia capital, en tanto pareciera aludir a un ‘complejo’ religioso asentado en las laderas del monte en cuestión de clara ascendencia hiperbórea. En lo que toca a Apolo, los relatos míticos acerca de su origen y acciones no disimulan los indicios que lo ligan al ‘ámbito nórdico’, incluso al polo y, por ende, a la Unidad Primordial (por empezar, la etimología de su nombre ‘Apolo’, según Plutarco, de a-pollós o a-polús, la multiplicidad negada, esto es, la unidad; pero también derivable de a-poléo o a-poleúo, con idea de negación del movimiento giratorio, situación esta propiamente del axis polar, gr. pólos). Otro tanto sucede con su hermana gemela Ártemis, cuyo nombre, no casualmente, se relaciona visiblemente con el del oso, árktos, y, consecuentemente, con la constelación de la Osa Mayor y el Norte, conceptos designados con esa misma palabra. A este propósito, no se puede dejar de traer a colación aquí el mito de Calisto, hija de Licaón y compañera de caza de Ártemis en los montes de Arcadia. Esta Calisto, habiendo sido seducida por Zeus, es descubierta por Ártemis mientras se bañaba y, como castigo, metamorfoseada en osa. En esa forma da a luz a su hijo, Arcadio, epónimo de la región que nos ocupa. Mucho después, el propio Zeus la elevó al firmamento como la constelación de la Osa Mayor.
Tampoco sería superfluo recordar aquí las valiosísimas referencias que L. Charbonneau-Lassay [El bestiario de Cristo, V, 41] despliega en torno a los profundos lazos existentes entre el Apolo Hiperbóreo (cuyos epítetos iban tanto de luko-któnos, ‘matador de lobos’, cuanto a lukogenes, ‘nacido del lobo’, y, por ende, poseedor de su esencia vital) y los lobos blancos, animales estos emblemáticos del Norte y asociados, como más arriba se estipuló, a la luz o, mejor sería decir, a su nacimiento en la medianoche del solsticio de invierno, ese punto del decurso del ciclo anual cuando, indudablemente, ‘ni los hombres ni los animales proyectan su sombra’. Escribe Charbonneau-Lassay que
el lobo, en las antiguas tradiciones de los países costeros del Mar de Noruega y del Báltico, siempre fue considerado un animal de la luz, una especie de genio solar a quien estaba consagrada la constelación de la Osa Mayor. [1997, 303].
En relación a estas cuestiones, incluso, mucho más ilustrativa habrá de resultar la figuración del jabalí. Ya René Guénon en un trabajo ineludible -y del que las presentes líneas no son otra cosa que un desarrollo- había marcado los nexos entre el vocablo sánscrito para jabalí, varáha, y el nombre de la tierra sagrada polar, sede del centro espiritual primordial, Varáhi, la ‘tierra del jabalí’. Señala Guénon que la raíz sánscrita var- se encuentra en las lenguas nórdicas bajo la forma bor-, de allí el inglés boar, jabalí, así como el alemán Eber, por lo que el equivalente a Varahi es propiamente Borea. Ello cobra especial relevancia si se tiene en cuenta que, antiguamente, era el jabalí quien representaba la constelación de la Osa Mayor. El hecho que puede confundir un tanto las cosas, sin embargo, es que, en un momento del ciclo ya bastante alejado de los orígenes, la raíz bor- deslizó su significado de jabalí a oso (cf. el inglés bear, oso, o la etimología de Berlín, de idéntico sentido). Este proceso, siempre según Guénon, refleja incontestablemente la “rebelión de los representantes del poder temporal contra la supremacía de la autoridad espiritual” [1988, 143].
Asimismo resultan más que sugestivas las correspondencias entre el nombre Arturo, Arkt-ouros, y árktos, oso, que, como arriba se señaló, nombra también a la Osa Mayor y al Norte. Arturo, por su parte, denomina a la estrella más brillante de la constelación del Boyero, la cuarta más brillante del firmamento y a la que se la conoce, también, como ‘El guardián de la Osa’. Todo esto invitaría a pensar en un campo de significaciones bastante homogéneas en torno al simbolismo animalístico del lobo, el oso y el jabalí en cuanto a sus vinculaciones hiperbóreas.
Pero si la serie de indicaciones anteriores todavía no bastara, establezcamos ahora que la palabra griega para designar al jabalí, káprios, guarda estrecha relación con Capricornio, es decir, el lugar del zodíaco en que el sol se encuentra cuando el solsticio de invierno, vinculado, por ello, al nacimiento de la luz y, sobre todo, a la ‘puerta de los dioses’, simbolismo del que ya nos hemos arriba ocupado. Esta suma de datos tradicionales, además, permitiría erigir incontestables pruebas acerca de la procedencia hiperbórea de multitud de mitos asociados a los lobos, los osos y el jabalí (tales como el de Licaón, hondamente emparentado con el de Zeus, el de su hija Calisto o el de la cacería del jabalí de Erimanto por parte de Hércules, otro héroe asociado a la luz y, más estrictamente, al decurso anual del sol). Volviendo a Capricornio y a su relación filológica con káprios, el jabalí, no podemos dejar pasar acá otra conexión que directamente apunta al nacimiento del padre de los dioses. Según versiones del mito, Amaltea, la cabra que amamantó a Zeus niño, fue por él catasterizada, posteriormente, en la constelación de Capricornio.
El simbolismo astronómico, según venimos comprobando, se perfila como una preciosa herramienta a la hora de establecer la situación geográfica originaria de aquello que los mitos narran. Y ello tanto más cuanto que vienen a ser las figuraciones del firmamento datos que el paso de los milenios apenas puede adulterar. Estas apreciaciones debieran ser asimiladas sobre todo por quienes pretenden rastrear imaginarias influencias orientales en los mitos griegos. Al contrario, el arranque es siempre polar y, si algunas similitudes pueden ser vislumbradas entre tradiciones secundarias distintas, ello no debe tener nada de extraño, pues se deben a los ‘reflejos’ necesariamente operados entre corrientes paralelas surgidas de la gran Tradición Primordial de origen Hiperbóreo.
En el caso puntual del nacimiento de Zeus, las referencias a las áreas circumpolares parecen reproducirse a cada paso. Así, por ejemplo, en lo que respecta a mitos asociados a las constelaciones de la Osa Mayor, la Osa Menor y el Dragón, todas ellas de situación polar. Por poner un ejemplo y a fin de no extender estas notas más de lo necesario, de la Osa Menor dice Eratóstenes [Catasterismos, II] que llevaba por otro nombre el de Fenicia (de faíno, ‘dar luz’, ‘alumbrar’ o ‘hacer brillar’, o bien faeíno, ‘brillar’, ‘resplandecer’; también faidrós, ‘luminoso’, ‘puro’; vocablos ligados, por lo demás, a fénix) y, de manera análoga al mito de la Osa Mayor, agrega que esta Fenicia era una ninfa protegida por Ártemis que, habiendo mantenido relaciones con Zeus, fue castigada por ella transformándola en fiera. Otro mitógrafo, Aglaóstenes, dice que se trata de Cinosura, ninfa del monte Ida y nodriza de Zeus. La etimología de Cinosura no deja de llamar la atención: kinéo, ‘mover’, kínesis, ‘movimiento’, y Súrios, Siria, la brillante tierra del sol, otra denominación del Centro del Mundo. Esta última idea se aclara a la luz de una tercera versión del mito, consignada, siempre según Eratóstenes, por el mitógrafo Arato, quien la llama Hélice y coincide en que fue nodriza de Zeus. El nombre Hélice remite a élix, con idea de ‘movimiento espiralado’ o, más puntualmente, del verbo elísso, ‘hacer girar’, dar vueltas en torno a algo’. En otras palabras, que los nombres de las posibles ninfas catasterizadas en la Osa Menor, siempre ligadas a Zeus en tanto nodrizas o en tanto amantes, encierran el concepto de de ‘movimiento de la luz’, vale decir, del sol, ‘en torno a’ un punto fijo, un eje, que no puede ser otro que el polo terrestre, imagen física del otro, el polo metafísico no manifestado. Todo esto adquiere plena relevancia si se recuerda que esta constelación contiene a la estrella Polar, “sobre la que se cree que gira todo el cosmos” [id.].
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