SIMBOLICA Y METAFISICA
JOSE ANTONIO ANTON
Habitualmente se considera la metafísica como aquel saber cuyo ámbito ocupa todo lo relativo a las categorías supremas del Ser, esto es, a lo inteligible: hablando en términos platónicos, la metafísica tiene por objeto el tópos noetós, el mundo de las ideas. Frente a esto se coloca el ámbito de lo material y sensible, el tópos horatós. 

El tópos noetós o mundo eidético representa lo intelegible, espiritual, lo que no cambia, lo idéntico a sí mismo, lo que verdaderamente es: todo ello es el ámbito de la metafísica. Por el contrario, el tópos horatós representa lo material, lo sensible, lo que pasa y cambia, lo mundano. 

Esta división instauraba en la realidad un dualismo por el que se establecía una separación radical (jorismós) entre aquel mundo inteligible e inmutable y nuestro mundo perecedero. La consecuencia de esto va a ser el surgimiento de una ontología esquizofrénica que escinde a la realidad y con ella a la propia conciencia humana. Esta escisión la vemos reflejada en esa serie de dicotomías que dominan, condicionan y determinan el desenvolvimiento de nuestra cultura. Así: espíritu-materia, inteligible-sensible, alma-cuerpo, cielo-tierra... 

En el aspecto concreto de los sistemas filosóficos este dualismo aparece en corrientes que ellas mismas se establecen polarmente antagonistas. Las tendencias que afirman la metafísica en su sentido más genuino, que es el platónico, vienen a ser los idealismos y racionalismos; por el contrario, las tendencias que afirman lo sensible, abocan a los empirismos y materialismos. En ambos casos un monismo parece ser la resultante: un monismo espiritualista si se absolutiza el ámbito de lo inteligible, anulando lo sensible; un monismo materialista si se absolutiza lo sensible, anulando lo espiritual. 

Pero ahora de lo que se trata es de afirmar los dos ámbitos, de no perder la riqueza ontológica de la totalidad de lo existente, de no emascular la realidad. Se trata sobre todo de que el hombre mismo no se encuentre escindido ni sometido a ontologías esquizofrénicas. Por eso, frente a las concepciones que de una u otra manera dividen lo real, se alzan las concepciones que intentan colocar una mediación ontológica entre lo inteligible y lo sensible, entre lo espiritual y lo material, entre el cielo y la tierra. En definitiva, las concepciones que intentan suprimir el abismo o jorismós entre el tópos noetós y tópos horatós. Nos estamos refiriendo a las concepciones propias de una metafísica de lo simbólico. Lo simbólico es lo mediador por excelencia, lo que religa el ámbito inteligible con el ámbito sensible. Y por eso a este ámbito de lo simbólico se le llama en la nomenclatura neoplatónica y gnóstica mezorios, mesotés, horos, esto es, siempre lo que está en medio, lo que es límite entre lo uno y otro. 0 como dice un filósofo islámico-persa en la más feliz de las definiciones: "donde se espiritualizan los cuerpos y donde se corporalizan los espíritus". 

En efecto, el ámbito de lo simbólico es la región del Ser que sirve de mediación, de religación y de puente entre lo de arriba y lo de abajo; es lo que permite que lo inteligible acceda hasta lo material y sensible, y a la inversa, que lo material y sensible participe de lo inteligible. Y en el caso del hombre, lo simbólico es su ámbito específico. Pues él mismo, el hombre, es lo simbólico por excelencia, ya que no es ni pura espiritualidad ni pura sensibilidad. 

Las filosofías que han encontrado en el ámbito mediador de lo simbólico una salida a la 'metafísica' de la escisión y el dualismo, han denominado a esta región mediadora Alma del Mundo, pues el concepto de Alma del Mundo supone una representación, una corporalización, una formalización de los contenidos noéticos e intelectuales (las ideas platónicas), de tal manera que esa Alma del Mundo imagina, esto es, produce imágenes, que son aquellas abstracciones categoriales que así se incorporan al ámbito de lo sensible. En definitiva, lo simbólico permite que el mundo de arriba se haga presente en el mundo de abajo, y que éste a su vez acceda al otro superior. Esa es la misión ontológica de la noción de Alma de Mundo, la cual recoge, como hemos visto, los sentidos de mundo simbólico, de mundo de las imágenes, es decir, del ámbito de la Imaginación. Y aquí imaginar no es sinónimo de fantasear, sino de producir una imagen, un símbolo, que va a representar una idea para así corporalizarla y epifanizarla. La metafísica de lo simbólico es la metafísica del aparecer del Ser, no en abstracto, sino concretado, con una forma, con una imagen, a la vez sensible e inteligible, simbolizado en una palabra. Significativamente, el Alma del Mundo en la Edad Media adquiere el carácter de Entendimiento Agente y éste también recibe el nombre de dator formarum, el dador de formas, el que dona lo inteligible a nuestro mundo sensible; una vez más, el que sirve de mediación entre lo uno y lo otro. 

Como decíamos, el ámbito simbólico es la región específicamente humana porque en ella se experimentan las nociones y categorías metafísicas de una manera representativa e imaginal (simbólica, precisamente); y por otro lado el mundo de lo sensible se transforma y metamorfosea en su dimensión espiritual: no somos ni puro espíritu ni pura materia, no habitamos conceptos sino imágenes. La vivencia de lo simbólico salva así la escisión entre cuerpo y espíritu, entre intelección y sensibilidad. 

El símbolo es presencia de lo inteligible en lo sensible y elevación de lo sensible hasta su arquetipo o contenido inteligible; interpretar un símbolo es desvelar ese contenido y elevar el soporte sensible hasta su idea o arquetipo, Las características de la metafísica de lo simbólico se dibujan de forma opuesta a las de la metafísica de lo noético. Lo simbólico es, pues, lo nombrable, lo personalizable, lo determinable, lo concreto, lo figurativo. El símbolo traduce, interpreta y representa lo espiritual en función de una conciencia; por tanto, el símbolo es un elemento funcional, no dogmático, y en relación siempre a una persona, que es quien lo vive y experimenta (esto es, lo interpreta). En toda la dimensión simbólica un factor decisivo es la conciencia que asume y cumple el contenido simbólico: hay un símbolo para cada conciencia. De aquí se derivan todos los componentes propios de una ontología de lo simbólico: la hermenéutica espiritual o asunción del contenido simbólico, la temporalidad de la conciencia que interpreta el símbolo en cuestión, la variada imaginería simbólica, es decir, las formas que se epifanizan en el ámbito de lo simbólico representando el ámbito metafísico superior (ángeles, emblemas, nombres, etc.). Esos nombres o atributos divinos (las teofanías) expresados simbólicamente, son dichos y manifestados en nosotros y para nosotros, por lo que podemos afirmar que el escenario de la manifestación simbólica es la subjetividad. Esto no quiere decir, desde luego, que el evento simbólico sea irreal o desprovisto de sustancialidad; esto quiere decir que el ámbito de lo simbólico sólo tiene sentido si se desenvuelve en y para una conciencia, pues es en función de ella la constitución de su especificidad. Repitamos de nuevo que la metafísica de lo simbólico, frente a la metafísica abstracta y frente a las ontologías materialistas, es siempre una metafísica personalizadora y personal ella misma. 

Un último aspecto vamos a reseñar en esta breve aproximación a temática tan amplísima. De entre las muchas dicotomías que establecía la dualidad entre tópos noetós y tópos horatós, existe una que ha tenido, y tiene, graves consecuencias. Nos referimos a la dualidad dada entre razón e historia. La razón sería el objeto propio de la metafísica, el ámbito del conocimiento intelectual y verdadero; por el contrario, la historia entra dentro de lo cambiante y variable, aunque naturalmente también este ámbito tenga su verdad y su conocimiento (si bien de un carácter distinto al metafísico). El establecimiento de estas dos regiones de la verdad (la verdad metafísica y la verdad histórica), hace que cualquier cosa que no caiga bajo el dominio de estos dos ámbitos sea considerada superflua o falaz. Tenemos entonces dos nuevas dualidades: las que oponen tanto a la razón como a la historia todo aquello que no caiga bajo el ámbito o dominio de ambas. Es decir, todo lo que no es historia (ámbito de lo sensible) o razón (ámbito de lo inteligible) es falso, se lo relega bajo la categoría de mito. Pero justamente aquí vuelve a intervenir la mediación del mundo simbólico. Para la ontología de lo simbólico no sólo existen la verdad inteligible o la verdad histórica; hay también una zona mediadora, como hemos visto, que no es ni el mundo de las ideas inteligibles ni el mundo de los eventos históricos. Hay una zona o ámbito metafísico que es el de los sucesos del alma (y volvemos a recordar que el Alma del Mundo es la mediación ontológica por excelencia). Esos sucesos del alma son las vivencias de lo simbólico, la interpretación de los símbolos epifanizados en la conciencia. Esos sucesos son los que nos narran los relatos visionarios, las dramaturgias sagradas, los viajes iniciáticos; en definitiva, en este mundo intermedio de lo simbólico es donde hay que ubicar todas las vivencias de la conciencia religiosa, los eventos y las instancias que nos describen tales experiencias. Todas esas experiencias y sucesos no son una verdad histórica, tampoco son verdades metafísico-racionales; pero no quiere decir esto que se reduzcan a 'mito', en el sentido de pura invención fantástica. Son experiencias y sucesos reales y verdaderos, sólo que su verdad y su realidad son de una índole diferente a las verdades y realidades de la metafísica y de la historia. Aquellas experiencias y sucesos se dan en el alma, en el mundo de lo simbólico, allí donde se fenomeniza el sentido y aparece representado en formas e imágenes. 

La razón metafísica nos habla de verdades inmutables; la historia nos habla de verdades que pasan; el ámbito de lo simbólico nos habla de verdades que suceden también, pero no en un proceso cronológico y perecedero sino en el escenario de cada alma que vuelve a experimentar un símbolo sagrado. Cada vez que una conciencia actualiza e interpreta un símbolo, se da una epifanía de sentido y vuelve a suceder el evento simbolizado, no en la historia sino en el alma. Esto es, en el ámbito mediador de lo simbólico. 

Una vez más, la región ontológica del símbolo, se nos muestra como la superadora de una dualidad a la postre reductora y esquizofrénica, y al mismo tiempo concilia los polos de la dicotomía. Pues no se niega ni la verdad de la metafísica racional ni la verdad del acontecer histórico. Se dice sólo que lo que atañe más profundamente al alma humana, lo que responde a la especificidad del ser humano, no es ni lo uno ni lo otro; pues el alma es vivencia de símbolos, éstos son el tiempo y el espacio de ella misma. Entre el ámbito de lo simbólico y el alma que lo vive existe una correlación, de tal manera que hay una metafísica también específica: la metafísica de lo simbólico que es asimismo la metafísica del alma.

 
 
 
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