La cosmogonía es una ciencia que ha existido en todos los pueblos arcaicos y tradicionales y se refiere al conocimiento del hombre (cosmos en pequeño) y el universo (hombre grande), hecho que de modo unánime y de manera perenne se ha repetido a lo largo del tiempo (historia) y del espacio (geografía) describiendo una sola y única realidad, la del cosmos, que, por otra parte, es la misma que la que vivimos y habitamos los contemporáneos, pues es esencialmente inmutable a pesar de las cambiantes formas en que puede expresarse o ser aprehendida, ya que se mantiene perennemente viva. Esta ciencia, prácticamente desconocida para el ser humano actual, que es producto del racionalismo, el positivismo, el materialismo, y la técnica, fue sin embargo la estructura de base, primaria, donde tanto los pueblos primitivos como las grandes civilizaciones de la antigüedad (por ejemplo: los egipcios), fundaron sus creencias, y la herramienta con la que construyeron su vida y cultura, que en el caso del ejemplo antes mencionado duró tres mil años; otro tanto pudiera decirse del imperio chino, o mejor de la Tradición extremo-oriental, aunque en verdad esta ciencia es el denominador común de todas las tradiciones conocidas, así ellas se encuentren vivas o aparentemente muertas. Hemos de agregar que el modo normal en que esa Cosmogonía, Universal y Perenne, se expresa es el símbolo, o un conjunto de símbolos en acción, constituyendo códigos y estructuras que se conjugan permanentemente entre sí, manifestando y vehiculando la realidad, o sea, toda la posibilidad del discurso universal, que se hace audible y comprensible por su intermedio. El símbolo es por lo tanto la traducción inteligible de una realidad cosmogónica, y al mismo tiempo esa realidad en sí, al nivel en que ella se expresa.( 1 ) Para el caso de la cosmogonía nos interesan particularmente los símbolos numéricos y geométricos, que, como se sabe, mantienen una perfecta correspondencia entre sí y constituyen módulos paradigmáticos, presentes en toda cultura por conformar la estructura misma de cualquier construcción, en este caso, de la Construcción Universal. Sin embargo aquí trataremos no sólo los números y figuras geométricas y el simbolismo constructivo en general, sino en particular el símbolo de la rueda; haciendo la salvedad que aquello que la simbólica manifiesta dentro de sí, en lo más hondo de su intimidad, no es sino la totalidad del cosmos, actual y constante, pues ella misma, la Cosmogonía Perenne y Universal -y no sólo la ciencia que trata de ella-, válida para todo tiempo y lugar en la dimensión de lo humano, no es nada más que un símbolo de algo mucho más amplio que la trasciende, ya que puede ser concebida y explicada como una modalidad arquetípica del Ser Universal.
Aquí hay que decir que el símbolo no es arbitrario, sino que él refleja auténticamente lo que expresa, requisito sin el cual sería imposible cualquier relación o comunicación. Y recordar que por tomar una forma constituye una estructura en el torrente de lo no enunciado, en la vida larval y caótica del devenir. Los antiguos conocían sobradamente esta verdad, y de allí el valor creativo que atribuían a la palabra; o sea que el sujeto participa de cualquier hecho objetivo y por tanto lo genera; la historia de sus ciclos también testimonia esta interrelación constante. Sin embargo, la irrealidad del mundo -y el hombre- sólo pueden advertirse porque ellos existen, y deben ser, en ese caso, sujetos y objetos de alguna revelación. Los símbolos, como los conceptos, o los seres, son imprescindibles en el plan del Universo, y algunos códigos como el aritmético o el geométrico, entre otros, no son convenciones casuales sino que expresan realidades arquetípicas y conforman la base de cualquier estructura, no sólo en lo "exterior" sino en lo "interior", al punto que pudiera decirse que estas imágenes constituyen categorías propias del pensamiento, y hacen del hombre un auténtico intermediario entre lo conocido y lo desconocido, es decir: el mayor de los símbolos, capaz de unificar por su mediación la multitud de lo disperso. 2.- El Símbolo de la Rueda
Así pues, no debe extrañarnos que en este trabajo se traten conjuntamente los símbolos de la rueda y el círculo, el de la espiral, y aun el de la esfera, pues ésta no es sino el círculo en la tridimensionalidad. Igualmente que se mencionen símbolos estrechamente asociados al de la rueda como el de la cruz, el cuadrado, y otros, así como que se recurra a las distintas tradiciones donde se encuentra atestiguado. Sin embargo este símbolo está presente en nuestra propia Tradición y se halla a nuestro alcance trabajar con él. En la misma cotidianidad podemos observarlo constantemente; de hecho es evidente en la vida misma, pues como hemos señalado las cosas se producen con un movimiento circular y por lo tanto son cíclicas, lo cual es un pensamiento emitido por todas las doctrinas metafísicas, aunque a veces en ellas se lo dé por supuesto y en otras se lo destaque especialmente. La figura esquemática de la rueda en el plano ha sido asociada al sol por numerosos pueblos y de hecho aún hoy es el símbolo astrológico de ese astro; en alquimia representa al oro, su equivalente terrestre. De allí a asociar el recorrido del sol con un carro dorado, o de fuego, hay sólo un paso. De hecho su alcance es significativamente más amplio y se corresponde con la idea arquetípica de Centro: aquello que es capaz de generar un orden en la masa amorfa del caos; el punto inmóvil imprescindible a toda creación, el motor merced al cual el devenir tiene un sentido. Este punto central de la Rueda del Mundo se comunica con la periferia, como ya se dijo, a través de rayos, que son por lo tanto intermediarios entre ambos; y mientras la rueda gira sobre sí misma simbolizando el movimiento y el tiempo, el eje permanece fijo expresando la inmovilidad y lo eterno.( 3 ) El círculo y la esfera han sido tomados por numerosos pueblos y distintos autores antiguos como figuras perfectas y expresiones de la totalidad. La rueda en particular está asociada a los ciclos que reitera una y otra vez y por lo tanto a lo relativo, a lo pasajero, a lo contingente, pero sobre todo a la recurrencia, a la reiteración. Como podrá observarse, y así lo seguiremos viendo, este símbolo se presta a innumerables transposiciones al plano metafísico, ontológico y cósmico y es objeto de conocimiento y especulación. Lo que es un punto central al círculo, es el eje con respecto a la esfera, por lo que centro y eje se corresponden exactamente, siendo el primero un símbolo plano y el otro tridimensional del mismo concepto. Si el punto es virtual, inmanifestado y geométricamente no existe, la periferia de la rueda será visible y representará, en el orden cósmico, a la manifestación universal, y en el mundo del hombre, a cualquier expresión, por lo que también pueden equipararse el punto y el círculo, a potencia y acto, por ende, a contemplación y acción. La primera división a que puede dar lugar el símbolo de la rueda es la bipartición de la figura que la representa en dos mitades análogas y exactas. Éstas representan los dos movimientos, de ascenso y descenso, que realiza la rueda en el recorrido de un ciclo, así éste sea el del sol en el año, o el del día, o el de la luna en un mes, o el de la vida de un ser humano; el de principio y fin con el que está signada cualquier creación. Principio y fin tienen un origen y destino común, lo que da lugar, además, a las ideas de reincidencia o repetición, creencias y conceptos de todos los pueblos arcaicos y tradicionales que han vivido siempre un tiempo cíclico y no uno lineal e indefinido, tal como lo solemos concebir los contemporáneos. Cualquier punto de la periferia -los que son de número indefinido y pueden simbolizar, cada uno, la vida de un hombre en la multitud de lo creado- es un reflejo del centro y se encuentra conectado a él por el rayo, pero mientras que en la llanta todo es sucesivo, desde el punto de vista central las cosas son simultáneas. Esta figura también puede adaptarse obviamente a los conceptos de interior y exterior, de luz y reflejo, y también de realidad e ilusión, puesto que la permanencia del punto no se altera ante las formas cambiantes y siempre perecederas del transcurrir periférico. Nos dice René Guénon que: "El centro es, ante todo, el origen, el punto de partida de todas las cosas; es el punto principal, sin forma ni dimensiones, por lo tanto indivisible, y, por consiguiente, la única imagen que pueda darse de la Unidad primordial. De él, por irradiación, son producidas todas las cosas, así como la Unidad produce todos los números, sin que por ello su esencia quede modificada o afectada en manera alguna". Todos los puntos de la circunferencia están a igual distancia del centro, le son equidistantes, por lo que las innumerables energías del cosmos se neutralizan en su seno. Geométricamente es el eje vertical que atraviesa distintos planos circulares horizontales, que él mismo genera, los que giran como ruedas a su alrededor conformando la cadena de mundos, los distintos estados de un Ser Universal. La energía de la irradiación llegada a sus propios limites retorna a su fuente por mediación del mismo rayo que las conecta, para ser reabsorbida en el Principio, que nuevamente vuelve a emanarla hacia la periferia, conformando esta interrelación, ad extra y ad intra, una especie de respiración universal sellada por las leyes cósmicas de la dialéctica. Por lo que el Centro, o el Eje, es el Origen y el Principio, e irradiando todo de Él, a Él todo retorna. El centro es pues una región mítica, una idea arquetípica que, sin embargo, se manifiesta en determinados puntos de la circunferencia que, de esta manera, pasan a su vez a ser centros para el sistema que ellos generan, siempre y cuando sean auténticos reflejos del punto original, o lo que es lo mismo, que ese Centro fuese una teofanía, o una hierofanía, un lugar, persona u objeto que expresase la unidad de un modo particular, y que igualmente la irradiara. En ese caso los distintos centros o puntos significativos en la periferia serian focos "cosmizados" que estarían estableciendo contacto con el punto medio, rompiendo así con el movimiento homogéneo y reiterativo de la Rueda. Por este camino el sabio perfecto, según el taoísmo, podría acceder al "punto central de la Rueda", en comunión con el principio, en absoluto reposo, imitando "su acción no actuante".( 4 ) 3.- Símbolo, Mito, Rito
La montaña y el árbol son además dos símbolos de ascenso, al igual que la escalera, y suponen la idea de salida de un plano o mundo, y el ingreso a otro superior. Geométricamente esta posibilidad está marcada por la figura de la espiral, que es capaz de salir del plano y de la reincidencia rutinaria, y proyectar un nuevo movimiento circular, esta vez en un plano distinto. A la espiral suele también representársela en forma doble, conformando en lo volumétrico una especie de trompo, donde una de las espirales es "evolutiva" y la otra "involutiva", complementándose perennemente. Por otra parte el círculo es análogo al cuadrado. Podría decirse que este último es una solidificación de aquél, marcada por la agresividad rígida de las aristas en comparación con la blandura y suavidad de la forma circular; esto también corre para cubo y esfera. Sin embargo ambas figuras tienen 360 grados, ya que esa es la superficie del círculo, también configurada por los cuatro ángulos rectos de 90 grados del cuadrángulo. Tradicionalmente se ha tomado la figura de la esfera, o el círculo, como más perfecta que la del cubo o cuadrado. Una de las razones ya ha sido mencionada: los rayos que unen a la periferia de la esfera con el centro son de igual distancia, mientras que en el cubo o cuadrado no ocurre lo mismo. En general se ha relacionado al círculo con el cielo (una semiesfera) y al cuadrado con la tierra. Entre ambos conforman el cosmos, como puede observarse en el simbolismo arquitectónico, en especial el del templo, pues éste constituye una imagen del universo.( 5 ) Por lo que la asociación del circulo con el cuadrado (y el cuaternario y la cruz) resulta naturalmente de las propias características inherentes a estos símbolos, los cuales se entrelazan entre sí de modo espontáneo tal cual las ideas y arquetipos que ellos representan. Volveremos más adelante sobre estos temas, déjesenos ahora hacer algunas precisiones sobre los símbolos y también sobre los mitos y ritos. En primer lugar señalaremos que los símbolos no son, para la Simbólica, lo que suele entender hoy el hombre contemporáneo por tales. Es decir, simples alegorías o convenciones impuestas por el ser humano. Repitámoslo: estas versiones, en realidad, no son sino grados de lectura de lo que es el símbolo en sí, en las que se hace hincapié sólo por su aspecto psicológico, o simplemente por su valor práctico, y conllevan el enorme peligro de reducir el símbolo sólo a eso, con lo que no se hace otra cosa que negarlo, al tergiversar su sentido. El símbolo es mucho más amplio y no se reduce a estas dos lecturas sino que esencialmente su carácter es metafísico y ontológico (en cuanto se refiere al ser y es transformador) y por lo tanto arquetípico. Esto es el símbolo, cuya función a cualquier nivel de lectura que se observe, no es más que la de llevar de lo conocido a lo desconocido por su mediación. Aquél que ha tenido oportunidad de estudiar las culturas tradicionales ha podido observar la importancia trascendental que éste posee siempre en ellas. Eso se debe a que para éstas el símbolo en sí está cargado de una energía especial, de una fuerza mágica -por manifestar verdades desconocidas de secretos implícitos en el mundo, y de ese modo revelarlos-, que es objeto de veneración y reverencia, como lo atestiguan las sociedades arcaicas, que toman estos símbolos (u objetos-símbolos) como auténticos representantes de otros mundos verticales; de las energías del más allá, capaces de transmitir el conocimiento de otras realidades, o mejor, de otros planos, que igualmente, constituyen el total de la realidad. En cuanto al mito, presente en todas las culturas antiguas, además de revelar verdades cosmogónicas y proponer un modelo ejemplar de vida y realización, es el factor aglutinante que ha dado cohesión a la existencia de los innumerables pueblos, posibilitando así su organización social. El mito es un símbolo que se transmite de manera oral; de otro lado el rito dramatiza el mito y perpetuamente lo actualiza, simbolizándolo; por lo que símbolo, mito y rito conforman un solo conjunto, como ya se ha señalado en otros lugares, y debe darse por sobreentendido que cuando hablamos de símbolo, también nos estamos refiriendo a mito y rito. Volviendo al término metafísica, una vez hecha la salvedad de que se refiere a aquello que está allende la física, debemos clarificar que no sólo con él se menciona lo que excede a la materia, sino también a lo que está más allá de lo psicológico, por ser arquetípico. Y aun más que eso, pues el sentido que se le asigna a la palabra metafísica en la simbólica es igual a querer expresar aquello que está más allá del ser, lo supracósmico y suprahumano. El símbolo es el vehículo que liga dos realidades, o mejor dos planos de una misma realidad. Participa pues de ambas: de allí su pluralidad de significados. Para la antigüedad, el símbolo era el representante de una energía-fuerza que permitía la ruptura de nivel el acceso a otros mundos, o el acceso al conocimiento de diferentes planos de este mismo mundo, caracterizados por distintos grados de conciencia. El símbolo era y es, en consecuencia, el medio de comunicación entre los dioses y los hombres, objeto sagrado por excelencia, ya que él cuenta la historia verdadera, la eficaz, y no la siempre cambiante, de múltiples falsas apariencias. Describe entonces a la realidad tal cual es y no permite así el engaño de los sentidos, las desviaciones y enredos a que es tan proclive nuestra personalidad. Se cree por lo tanto en él y se le reconocen los valores de que es portador, sin caer en la equivocación grosera de tomar al símbolo por lo simbolizado, al vehículo por la meta del viaje. El término griego symbolon se refería a dos mitades de algo que se juntaban, que coincidían, y conformaban un signo de reconocimiento; puede apreciarse inmediatamente que estas dos mitades son análogas, lo que caracteriza a la simbólica, pues nada ni nadie puede expresar o transmitir algo si no lo hace mediante una correspondencia entre lo que quiere manifestar y la forma en que lo manifiesta. Por lo que la representación simbólica ha de expresar la idea metafísica, describiendo y repitiendo la cosmogonía arquetípica, participando de ese modo en el proceso creacional. Como estamos viendo el símbolo está íntimamente relacionado con las leyes de analogía y correspondencia presentes en el Modelo del Universo, en la Cosmogonía Perenne. En rigor cualquier cosa puede ser un símbolo pues ella expresa a su manera su origen y la mano de su creador, el misterio que ella oculta dentro de sí. Toda expresión es simbólica pues conlleva implícita un gesto original. Sin embargo hay que distinguir entre los símbolos revelados específicamente para el conocimiento de una realidad, y los símbolos espontáneos de la psiqué individual que por esa razón no es capaz de traspasar ese nivel de consciencia. Mientras los primeros se suponen no humanos, los segundos no pueden exceder el nivel psicológico ligado en simbología con lo lunar y sublunar. Los primeros expresan una realidad trascendente, los otros no logran manifestar sino el poder de lo inmanente y denotan la garra del demiurgo. También debe distinguirse el símbolo del emblema, y sobre todo, como ya se ha señalado, de la alegoría, que pone un espacio entre el símbolo y lo simbolizado, y se presenta también como una versión a nivel psicológico, como inexistente o soñada, diferente de la realidad y exactitud de aquello que los símbolos expresan. En forma gráfica y en las artes plásticas y monumentos se conservan los símbolos visuales de las culturas antiguas; de forma oral se han transmitido sus mitos y sus canciones rítmicas rituales, repetitivas y cíclicas y muchos de ellos se encuentran consignados por escrito; antropólogos, arqueólogos, historiadores, y otros especialistas, nos comunican nuevos hallazgos que confirman la completa importancia que atribuían a sus símbolos los pueblos tradicionales, ya que conocedores de la Cosmogonía Arquetípica, reiteraban sus gestos simbólicos, los que eran enseñados y aprendidos, pues el conocimiento del significado del símbolo no se puede obtener de otra manera. Hoy en día es ajena a la mentalidad oficial la idea de un Modelo del Universo (conocida por todos los pueblos tradicionales), un plan arquetípico e invariable que supone la presencia de un Arquitecto y que es válido para todo tiempo y lugar, en la escala humana, y que, de hecho, también está transcurriendo ahora. Igualmente se ignora la existencia de la Filosofía Perenne, o sea de una misma filosofía, idéntica en los principios, en todas las tradiciones del mundo. Esta Cosmogonía y Filosofía perennes se ocultan dentro de los símbolos tradicionales, de origen revelado, que pueden ser encarnados por aquéllos que consigan lograrlo, pues los conocimientos, energías y experiencias que los símbolos contienen, de carácter arquetípico y cosmogónico, pueden vivenciarse en el constante ahora, siempre que los interesados sean pacientes en efectivizar una nueva forma de aprendizaje y ser favorecidos por tamaña gracia; en todo caso esta es una experiencia extraña y a veces se ve como muy rara y muy difícil de asumir, según lo atestigua la tropa alquímica.(6) La rueda, como símbolo del ciclo, está sujeta a un invariable retorno que, sin embargo, tiene determinados puntos que la limitan. Estos puntos están magníficamente ejemplificados por el camino del sol en el año, la rueda solar, la que se caracteriza por tener dos momentos máximos en su recorrido en los cuales el sol parece detener su rodar; nos referimos a los solsticios de invierno y verano. Ellos bien pueden situarse en los extremos de la rueda, o del círculo, y marcar esos momentos. Hay también otros momentos importantes en el recorrido del carro solar, los equinoccios, y ellos se encuentran perfectamente equidistantes de los solsticios marcando así un círculo dividido en cuatro partes exactamente iguales. Pero el cuaternario como división normal del ciclo no sólo es reconocido en el recorrido anual del sol, sino en el diario (aparente), el cual es dividido también cuatripartitamente en medianoche (0 hs.), amanecer (6 hs.), mediodía (12 hs.) y atardecer (18 hs.).( 7 ) Igualmente se lo puede encontrar en cualquier ciclo o manifestación, pues el cuaternario es el signo de lo creado: también en la división espacial fija los cuatro puntos cardinales en relación a la línea del horizonte.( 8 ) Se pueden también nombrar otros ejemplos de esta ley del cuaternario; las distintas edades de un hombre: niñez, juventud, madurez, vejez. Igualmente las edades del mundo caracterizadas de manera descendente por el oro, la plata, el bronce, y esta última que estamos viviendo, por el hierro. Lo mismo las estaciones del año: invierno, primavera, verano y otoño; las fases de la luna, e igualmente los elementos, o principios constitutivos de la materia: Fuego, Aire, Agua y Tierra, a los que además las distintas tradiciones les han asociado colores, como signos cualitativos. Volvemos a ligar así estrechamente la figura del círculo y el cuadrado a través del cuaternario. El ciclo, o sea el símbolo de la rueda en movimiento, funde indisolublemente estas figuras entre sí en estrecha vinculación con la simbólica atribuida a espacio y tiempo, relacionándose al círculo con este último y al cuadrado (o cuaternario) con el primero. La rueda de seis rayos tiene una particularidad mágica: el tamaño del radio divide siempre a la llanta en seis partes iguales. La rueda zodiacal divide el año en doce períodos, llamados signos, los que también en ciclos mayores están equiparados a eras; subdivisiones todas de la figura partida por el binario y cuaternario como ya vimos. Agregaremos que el término "zodiaco", de origen griego, se traduce por "rueda de la vida". Los distintos números de rayos de las ruedas no son arbitrarios y se refieren a la partición del círculo en tales o cuales segmentos, signados por disímiles números, de acuerdo a cómo se encara la figura, en qué contexto, y para qué fines; todo ello ligado con los atributos propios de cada número y sus correspondencias geométricas. En la Tradición Hermética, donde se produce una amalgama entre los nombres rosa y rota ( = rueda), la flor es la imagen de lo circular, como bien puede advertirse en los mandalas que son ciertas "rosetas" de las catedrales europeas. Todo esto hace particularmente significativas las diferentes modalidades del símbolo en general, relacionándolo con aspectos disímiles de la realidad, o mejor, con referencias varias acerca de cómo encararla, todas ellas complementarias. Así como el punto se corresponde con la unidad aritmética y el cuadrángulo con el cuatro, el ciclo se expresa por el número nueve. Este número es irreducible y como se sabe todos sus múltiplos (y submúltiplos) regresan indefectiblemente a él, por ejemplo: 9 x 2 = 18 = 1 + 8 = 9 ; 9 x 3 = 27 = 2 + 7 = 9 ; 9 x 4 = 36 = 3 + 6 = 9 , etc. Por otro lado divide la circunferencia en cuatro partes, e introduce la circularidad en las cifras con que se lo conecta, cosa que efectúan también sus múltiplos, relacionando así cualquier número con la figura del círculo; debemos recordar que esta última se forma con el valor 9 de la circunferencia, más el valor 1 del punto central. Lo mismo sucede con el cuadrángulo que igualmente se construye desde un punto central cruzado por dos ortogonales, lo que representa una cruz, cuyo medio exacto es otro nuevo punto, el número cinco, que en la alquimia corresponde al éter, en filosofía a la quintaesencia, y que ha sido importante en distintas tradiciones entre ellas la china y las precolombinas.( 9 ) Con el número siete sucede lo mismo, ya que es considerado el central de una rueda de seis rayos. En realidad, y por otra de las trasposiciones entre el símbolo del círculo y el cuadrado y de lo plano a lo espacial, el siete es el punto central del cubo, de seis caras y doce aristas, otro de los símbolos-modelo del universo.( 10 ) El simbolismo de los números, como ya lo destacamos, está estrechamente relacionado con nuestro tema. El sistema pitagórico decimal, con el que nos manejamos, está formado por nueve dígitos llamados naturales y el agregado del cero que tiene un valor posicional en los distintos niveles en que se expresa: decenas, centenas, etc.; volviéndose a reiterar a cualquier nivel los mismos nueve números en su viaje circular. Para el hermetismo la serie numérica tiene una característica especial: la unidad genera todos los números y por adición está presente en todos ellos; por lo que el número uno sería el mayor, y los demás, divisiones o fragmentaciones de la unidad primordial. Como se ve, aquí los números no están expresando simples cantidades, sino cualidades, siendo tomados como módulos armónicos arquetípicos. La antigüedad tenía primordialmente en cuenta la idea que el número significaba; es decir que utilizaba esta escala de modo vertical, que para ello había sido diseñada; lo cual no obstaba para que se la usase además en forma cuantitativa y horizontal para otras funciones que consideraba secundarias o reflejas. Los conceptos que los números manifiestan y sus representaciones geométricas están íntimamente asociados a lo metafísico y cosmogónico y corresponden a realidades esenciales del universo y el hombre. Las combinaciones entre los distintos números de la escala hace posible la cohesión universal, ya que de hecho, los números no son ni más ni menos que conceptos de relación. El denario es una clave mágica: con los diez primeros números se puede nombrar cualquier cosa. En la tradición hebrea los mismos números son representados por letras, pues todo el alfabeto tiene un valor numérico; en el islamismo igual. La relación entre letra y letra o lo que es lo mismo entre número y número, produce el discurso del cosmos, el lenguaje del universo, ya que números y letras conforman códigos reveladores del conocimiento del Ser Universal.
1 Ver René Guénon: Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada, Eudeba, Buenos Aires 1988. (R) 2 Ambas derivan de la palabra latina radius. (R) 3 Este rayo es llamado buddhi en la tradición hindú y corresponde a la inteligencia, o intuición directa. (R) 4 El alquimista, matemático y cabalista John Dee, astrólogo de la reina Isabel I de Inglaterra, cuyos instrumentos mágicos (espejo, pantáculos, bola de cristal) se conservan expuestos en el Museo Británico, escribe en el Teorema II de su Mónada Jeroglífica: "Es pues por la virtud del punto y de la mónada que las cosas han empezado a ser desde el principio. Y todas las que son afectadas en la periferia, por grandes que ellas sean, no pueden, de ninguna manera, existir sin la ayuda del punto central". (R) 5 En la mezquita la cúpula corresponde al cielo y al Profeta y las cuatro "falsas" cúpulas que de ella se derivan y se proyectan en la base cuadrangular, a sus cuatro descendientes, herederos de su legado en esta tierra. (R) 6 Para destacar la importancia del símbolo como lenguaje sólo queremos recordar que la tradición cristiana afirma que Constantino, emperador romano, vio una enorme cruz en el cielo y oyó una voz que decía In hoc signo vinces; este hecho motivó su conversión al cristianismo y la posterior implantación de esta religión como oficial en el imperio, lo que demuestra que el poder del símbolo fue capaz de cambiar -o encauzar- toda la historia de Occidente. (R) 7 No todos los pueblos han hecho exactamente esta división esquemática. Varias sociedades precolombinas aparentemente la contradicen. Es de sumo interés igualmente observar que estos pueblos que conocían perfectamente el ciclo y la circularidad, como lo demuestra la perfección de sus calendarios, no utilizaran la rueda de manera técnica por considerarla "tabú", aunque sí conocían su aplicación práctica, presente en numerosos juguetes encontrados por los arqueólogos a lo largo de Mesoamérica. (R) 8 A este respecto, sin embargo, hay que tener presente que la línea del horizonte siempre se encuentra en el ojo del espectador. (R) 9 Para el hermetismo, es además el número del microcosmos, es decir, del hombre; también el de los dedos de su mano. (R) 10 Estas doce aristas ocupan un papel preponderante en la cosmogonía precolombina ya que su imagen del mundo se presenta generalmente de modo cuadrangular y cúbico; sumadas al centro producen el número trece, módulo vital en su visión del universo. (R) |
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