LA CABALLERIA ESPIRITUAL
Un Ensayo de Psicología Profunda
CARLOS JAVIER BLANCO
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El Templo de la Nueva Ciencia
Hay menester de una Nueva Ciencia, distinta de la violación sistemática y el expolio continuo del mundo natural del que nos hablaba Bacon. Necesitamos un Conocimiento con Conciencia, y no este ciego mecanismo de extracción de datos y de saqueo de los cimientos mismos de la Vida. Las universidades y grandes centros de investigación son hoy meras fábricas. Fábricas de datos. Talleres ingentes que anhelan publicar más y más artículos, textos crípticos, legibles solo para un reducido grupo de iniciados que, en su calidad de receptores de la información, participan exactamente de los mismos valores y de los mismos beneficios de jugar al mismo juego que da ventaja a los emisores. Una humanidad desquiciada y cada vez más ignorante de la jerigonza de los expertos, les paga y les honra, de manera parecida al condenado a muerte de otros tiempos, obligado como estaba a pagar las costas de su propio entierro y los servicios que le presta su propio verdugo. Por cada científico ocupado en buscar remedios a enfermedades que asolan el mundo, especialmente en las zonas más pobres de África, puede que existan mil o diez mil que ocupan sus vidas en desarrollar cachivaches absolutamente dañinos para el Planeta, para la juventud o para la dignidad humana. Una ciencia que, primero, se plegó a los reyes y a los estados, con ánimo de hacerles ganar la partida en su sucio juego de dominar el mundo. Eso fue ayer. Hoy, lo que tenemos a la vista es una ciencia que se pone al servicio de unas grandes multinacionales –los nuevos imperios– y cuyo fin único y último consiste en crear beneficios para sus mentores: los fabricantes y vendedores de cachivaches tecnológicos que sólo sirven para condenar al ser humano a nuevas esclavitudes. La esclavitud del ser humano atado a su puesto de trabajo, y la esclavitud simultánea del consumidor atado a su puesto de compra.

Pero es que ciencia no es Conocimiento. Cualquiera puede saber de esos obreros de laboratorio, vestidos con bata blanca: especialistas en naderías, ignoran de forma feroz la Historia, desprecian la Tradición. Hay en la Tradición un factor asfixiante, tóxico para el Crecimiento y Sanación de nuestra especie. Pero hay también en la Tradición el hermoso legado del saber de nuestros predecesores, la bella lección de humildad que nos reporta saber que otros meditaron verdades eternas con mucho mayor tino y mucha mayor hondura de lo que podamos hacer nosotros.

Conocimiento, en un sentido muy literal, es tomar contacto con las cosas, en un abrazo que si no es amoroso, por el contrario, es infame y violento. Conocer es saber mirar. A veces un poeta y un enamorado saben mirar mil veces mejor que un reputado filósofo o científico, prisioneros de sus sistemas conceptuales. La piedra que apartamos en el camino con la punta de nuestra bota, contiene mayor complejidad, infinitamente mayor “densidad” para nuestro entendimiento que todos los armazones conceptuales que el hombre de ciencia construya para entenderla y explicarla. La realidad, incluso la más sólida y perenne que nos parezca ser la realidad mineral, la contundente dureza de las piedras, es tan poética o más que un florecer masivo en el campo primaveral, que una sinfonía genialmente compuesta, que unos versos puestos con amor y talento. La realidad está ahí, y ese estar implica un ser ya de por sí inexplicable y esplendoroso. Un misterio irreducible a las ecuaciones, y muy pobremente descrito por los diversos mitos de los más diversos pueblos y religiones. Nos podrá intrigar el nacimiento de una estrella, la composición de un átomo, el advenimiento de la inteligencia partiendo de un infusorio hasta desembocar en la humanidad. Pero nada podrá intrigarnos tanto como el misterio de por qué la piedra está ahí. Qué es lo que marca la diferencia extrema entre haber una mota de polvo en mi despacho, y no haber tal humilde ente. Esta misma meditación metafísica es la que debe obligarme a pensar qué es lo que yo hago aquí, y por qué no podría ser, simplemente, un ente gaseoso o ubicuo, para el cual la misma localización y el mismo verbo “estar” carecieran de sentido.

Ni un solo día de nuestra vida deberíamos dejar de meditar sobre este hecho radical, sobre las que cosas que ahí están y que ahí son. Todas las alegrías y tristezas de una persona se hacen a un lado, se diluyen en nada en comparación con el dato incuestionable de que existen en el mundo cosas sólidas, duras, grandes e inmensas. Uno podrá volverse muy escéptico ante la realidad de las cosas si considera que la percepción de las mismas se lleva a cabo como bajo una niebla donde se difuminan los contornos de cada una. Hay momentos en la vida que sí parecen ser como los días de niebla espesa. Pero nuestro inconsciente siempre está ahí, y sus raíces son de la misma estirpe que las raíces de las que brotan las altas cumbres y las imponentes cordilleras. Uno podrá pensar que su inconsciente, en perpetuo movimiento y con sombras y fantasmas dudosos, es una puerta abierta al no ser, que nuestra mente casi nos dice que no somos. Nada más equivocado: igual que el Océano, esa masa inmensa de agua de infinitas gotas, también nuestro inconsciente oculta las fuentes de donde brota tanta inmensidad. Nosotros mismos, a escala personal, somos gotas pequeñas, pero inmensos océanos. Esta cuestión de tamaños es relativa, es un pluralismo radical, como el de las mónadas de Leibniz. Cuánta vida no cabe en una gota de agua. Ella es el océano, la morada, para millares de microorganismos. Así deberíamos vernos a nosotros mismos cuando posamos ante el espejo. Tan pequeños. Tan grandes.

La Vida es apertura
Una cierta ocasión, el Maestro Viajero se hallaba en lo más profundo del bosque. Parecía a lo lejos un anciano bardo. Sus cabellos blancos relucían entre la hojarasca. Muy quieto su cuerpo, sin embargo la brisa hacía ondear constantemente su cabellera blanca y sus ropajes amplios y ondulados. Portaba un gran báculo que culminaba en un par de antenas, y todo él era torneado. Una estatua viviente de los antiguos druidas. Se sentaba él sobre una piedra grande. Una piedra que alguien, tiempo ha, debería haber transportado desde lejos a tan profundo rincón de la selva. Nadie más le acompañaba… Nadie más humano. Pues el Maestro, en efecto, parecía hablar en un raro lenguaje, una extraña música que emanaba de sus labios y se confundía con el propio rumor de las hojas mecidas por el dios viento. Y esa propia deidad invisible también hablaba, como todas las cosas de la naturaleza saben hacerlo, sin estridencias y acoplándose las unas a las otras. Había animalillos errabundos que al pasar casualmente se habían parado, y no desaprovechaban la ocasión, al parecer, de recibir aquellas espléndidas lecciones de sabiduría, al igual que el viajero fatigado se topa de repente con un cristalino manantial que le dice “¡bebe!”

Y esa escena, a la que comparecí furtivo, oculto como pude tras los troncos de los robles y los espesos matorrales, fue la que me dio sentido a todo cuanto había hecho y a cuanto debía seguir haciendo en la vida. Ninguna institución salvadora me resultó convincente. Los Caminos y los Felices Encuentros deben ser buscados por uno mismo. Si lo intentamos con sinceridad, lo lograremos. Y nunca estaremos solos. El Maestro aprendía de la Naturaleza, y por eso también podía instruirla. Decía a los demás seres: “¡Abrios!”. Aunque en realidad eso no era necesario. De un ser natural resulta consustancial el abrirse. Cada uno es él mismo, único e irrepetible como la gota de agua, que es tesoro incomparable para la gota de agua vecina, que podía pasar por su gemela. Cada árbol de aquel bosque profundo era distinto en todo de los demás. Se podía percibir el rumor de su savia ascendiendo, recorriendo los pasillos internos del tronco y las ramas, bombeándose con ansia y calor vital y diciéndole a aquel pedazo de Vida y de Energía que era el árbol: ¡A vivir! ¡A vivir!

Cuando creí haber aprendido suficiente de aquel Maestro o Espíritu del Bosque, tomé la senda que conduce al pueblo de los hombres. Allí parloteaban todos sin cesar, y sin tregua también se embebían en sus cosas. El tráfico y los afanes de la gente me parecieron desde entonces muy lejanos. Casi nada me importaba ya, salvo el sufrimiento de mis hermanos y el latido del universo que se enrosca y reproduce en cada pequeña criatura que se cruzaba en mi camino.

La Era de la Sencillez
Esto es lo que el Maestro siempre denominaba con una palabra: Sencillez. Es preciso volver a una era de Sencillez. La angustia que, cual epidemia, llena las consultas de los médicos y los psicólogos, procede las más de las veces de una carencia absoluta de Sencillez. En contra de lo que suele pensarse, ser sencillo no es la ausencia de un atributo positivo. Es un don. Lo sencillo en la naturaleza supera con creces a lo complicado y artificioso. Lo sencillo es el camino de la virtud y elegancia, lo que brilla por sí y para sí. Lo autosuficiente. Esto mismo puede comprobarse en los pueblos y las naciones. Allí donde se viste sin recargo, sin afeites ni ostentación, allí se detecta una mayor pureza en las almas y en las costumbres. En cambio, donde ha triunfado el barroquismo o, peor aún, donde no ha podido ser superado, la humanidad se postra a los demonios de la apariencia, la falsedad, la mentira. El adorno prevalece sobre los cimientos y las estructuras, y éstas, a veces, fallan o se empodrecen. Se vive falsamente y se presume mucho. Pero no se puede vivir a la larga de “presunciones”. Cuando no hay sencillez, sin duda hay decadencia.

Es una hermosa lección contemplar la manera en que viven los pueblos campesinos y sanos, cuando la pobreza no les atenaza y cuando la ciudad y el progreso no les han llegado a arrebatar su autosuficiencia. Ellos son eternos, como decía Spengler, en el sentido en que puede ser eterno un modo de vida humano. Mira sus casas, observa su armonía a la hora de conducirse con la naturaleza y extraer de ella sus riquezas, siempre de forma limpia y sana.

Sin embargo, el auge de una civilización única, homogénea y excluyente exhibe hoy unos rasgos claramente demoníacos. Una cúpula de unos pocos miles de “cosmopolitas” claramente despersonalizados está a punto de destrozar para siempre a los miles de culturas milenarias y valiosas que realmente aún existen en el mundo. Con un desprecio altanero por lo que nuestros mayores fueron laborando paso a paso, con primor y dignidad, estos agentes de un supuesto cosmopolitismo superior jamás serán capaces de rectificar ante los abusos a los derechos humanos que día a día cometen en el nombre de su dios sanguinario, Progreso.

Debes aprender a vivir sin rendir culto a ese dios. Huye de él en la medida en que te sea posible. El Progreso es el enemigo irreconciliable de la Dignidad y de la Espiritualidad. Comenzarás por pequeños actos, por renuncias poco costosas. Deberás, al principio, aprender a vivir entre objetos que te resulten imprescindibles y que nunca, en ningún momento y bajo ningún concepto, supongan una alternativa a la lectura de obras serias y a la meditación en soledad y silencio. Tus males y los de quienes zumban a tu alrededor son los males de una raza alocada que gasta cuanto tiene en cachivaches ruidosos que se han diseñado de manera perfecta para que no puedas leer, meditar y rumiar como deben rumiar los animales intelectuales, los seres humanos de verdad. Que tus conceptos, recuerdos y palabras más queridas se conviertan en la hierba fresca y tierna que crece en los pastos de la alta montaña. Haz que corra el aire fresco y la más dulce aventura interior penetre en las cabañas humildes de tu alma. Humildes sí, pero que saben alzarse allá en lo alto, donde solo vuelan alciones y otras criaturas con fuertes alas y una mirada penetrante, la que sabe llegar con sus ojos muy lejos.

Es menester volver nuestros ojos hacia el pasado y hacia el recuerdo. Atesorar los recuerdos que nos dejaron quienes se han ido. Es preciso dialogar con los muertos, y tratan de aguzar el oído ante sus mensajes. El ruido de la gran ciudad ya no nos permite tender puentes con los espectros, pero ellos moran ahí, en un espacio intersticial y siempre tienen algo que buscar en nuestros desvelos, algo que decir y que resolver desde el momento en que ellos se fueron. Hay sobre nosotros el peso de una enorme Tradición que ya no sabemos interpretar, que ya empieza a parecerse a un jeroglífico extraño, cuyos signos remotos jamás podríamos comprender, pues son remotos los tiempos que ya damos por perdido. Hay quien practica el espiritismo como si se tratara de establecer comunicaciones telefónicas o por internet con unos seres que se juzgan análogos a nosotros, y pocos se dan cuenta de lo fútil que es todo eso. De lo que aquí se habla no es otra cosa que saberse rodeado de una tupida red de “personalidades” que, a través del Inconsciente, le vienen a uno a pedir ayuda o a ofrecerla. Trátales con respeto amigable, no huyas del silencio. Ellos, los muertos, al igual que la naturaleza y todo sentimiento de lo “Sublime” son fuerzas y entidades que brotan de ti mismo, lo que es tanto como decir, de tu Inconsciente y Universo. Para el que escucha con atención y siente respeto, nada malo hay en dejarse llevar por sus mensajes.

En el más humilde paraje uno puede sentir el sentido de lo “Sublime”. Eso está ahí, en un parque al que no se le han arrebatado las hojas del otoño, en un atardecer de una playa solitaria, experiencia que te transporta a ese mismo ocaso de cuando fuiste niña o niño. Sigue ahí, en un extraño “¡ya lo he visto!”, que nos recuerda cada vez que la existencia no es un hilo recto y tenso, sino un mandala o espiral que busca siempre el Centro, desde puntos y curvas donde accidentalmente nos engolfamos, pero que sin duda conducen a ese Todo que hemos perdido.

Puentes sobre el Tiempo
Todo lo pasado sigue existiendo. El futuro existe ya. Se ha atribuido a un punto de vista divino –la Omnisciencia– esta capacidad de simultanear el pasado, el presente y el futuro, la facultad de no estar ciego a las cosas no presentes. Eso es un exclusivismo que no aceptamos, amigo lector. No es una capacidad humana muy frecuente, pero si pudiéramos entrenarnos y alcanzar una cierta Plenitud cognitiva, esas categorías temporales, el “antes”, el “todavía no”, el “ahora”, se podrían anular definitivamente. De esa manera podríamos comprender tantos y tantos fenómenos que se suelen explicar en términos de mera casualidad: el presentimiento, la telepatía, la intuición, la concurrencia de las cosas sin que exista un lazo causal empíricamente demostrable. Carl G. Jung se refirió a este tipo de experiencias bajo el concepto de sincronicidad, es decir, una conexión acausal entre dos hechos, que los hace aproximadamente simultáneos dentro de un determinado intervalo temporal, y sin que medie entre ellos un lazo causal, ni físico ni consciente. Pues bien, es precisamente el Inconsciente, un Inconsciente Impersonal o Colectivo, el fondo común donde se crean los lazos y conexiones que un espectador objetivo no puede registrar por medios físicos, por influjo causal, o por trasvase de información entre personas. Sea esto así, exactamente, o no, lo que no cabe duda es que la propia ciencia física no puede ya sostener el rígido causalismo o determinismo de otros tiempos. Es mucho lo que ignoramos de este universo, y los nexos que rodean a las cosas y a las criaturas son complejas madejas y espirales y a todos nos mantienen unidos. No hay nada más dignificante para la existencia humana que la certeza de vivir en un universo repleto de misterios, cuyo desciframiento –entre curioso y humilde– es sin duda una de las vías de nuestra teosis, es decir, de nuestra lenta conversión en dioses. Pero la ciencia manipuladora y tecnocrática de nuestros días desea endiosarnos antes de tiempo. Ha sustituido la comprensión y la admiración como principios rectores del Saber, por una manipulación ciega que busca ganancias a corto plazo. Así no hay teosis ni dignidad humana. Solamente nos las vemos con un reflejo sin alma de una humanidad esclava a la que también se le ha robado el alma. Los famosos robots japoneses, con sus torpes movimientos y esa servil actitud hacia sus creadores, no son sino el reflejo exacto de unos cuerpos humanos explotados y alienados por el duro trabajo asalariado. Solo se pueden querer esclavos electrónicos cuando ya existen de hecho esclavos humanos de carne y hueso. Esta ciencia que dice buscar causas de hecho es la ciencia menos curiosa y menos teórica de todas. Al construir sus rígidos entramados de relaciones causa-efecto se vuelve ciega ante el verdadero tejido de la realidad, física y psíquica al mismo tiempo.

Ciencia perversa
La ciencia y sus demoníacas posibilidades ya nos ponen ante la vista la tangible realidad del Mal. La inocencia de Adán y Eva se ha perdido. El Árbol del Conocimiento contenía todas esas posibilidades monstruosas que hoy ya sabemos: hornos crematorios y tecnología mortífera. Toda una industria lucrativa de la Muerte. Además, sabemos de toda clase de experimentación con seres humanos, y del negocio de las patentes farmacéuticas, que priva de la vida y la salud a naciones enteras. Sabemos que hay legiones enteras de “cabezas de huevo” con bata blanca tratando de comprimir la imagen digital en un minúsculo teléfono móvil, pero apenas hay quien se interese por las plagas que arrasan vidas en los países pobres.

Gran parte de lo que hoy se llama ciencia no es conocimiento, es basura. Recuerda el Maestro Viajero que en su mocedad trabajó en un laboratorio científico. En su mente todavía están grabadas las imágenes de aquellas pobres ratas sacrificadas absurdamente, sin ningún objetivo sano, solo con el afán de producir datos publicables en revistas escritas en inglés que determinarán a escala mundial qué es ciencia y qué no lo es. Por lo visto, unas pocas docenas de enchipados “sabios” en el mundo velan por la limpieza de una serie de correlaciones estadísticas en orden a las cuales se determina que A tiene que ver con B, y B con C y así sucesivamente. Mientras, aquellos infelices mamíferos criados en cautividad se desangraban, su cerebro se trepanaba y cortaba en rodajas, sus gónadas se extirpaban, y todo ello bajo la distante supervisión de un estirado sabio local, con cuyos cigarrillos con boquilla y su corbata de lazo al estilo de los profesores de Cambridge, se creía un amo, y en realidad lo era para las pobres ratas, de la Vida y la Muerte.

Pero el Mal no está solo del lado de esa (falsa) Ciencia. No habita únicamente en las cabezas de los dictadores enloquecidos, en la Voluntad de Poder sin límites de las Multinacionales y de los llamados brokers de las finanzas. El Mal es una especie de sustancia positiva que se ha ido filtrando del casco de un buque naufragado al poco de salir de puerto. El Mal es la antítesis antagónica de un Dios que a fuerza de ser Infinitud, y por ende Infinitud de Bien, debe entrañar al mismo tiempo el otro principio compensatorio y oponente. El Mal es el Bien travestido que se escapa por las noches, que hace de las suyas al no poder soportar infinitamente su carácter diurno, solar, cegador. El Mal es el principio dionisiaco que cede lugar al otro, el apolíneo y diurno. No ya en la vida misma, como subrayó Nietzsche, sino en el mismo Dios al que se le imputa ser principio y fuente de Todo, allí habita ese Anti-Dios. El Anti-Dios que ha diseñado un Paraíso del cual pueden cansarse sus no tan afortunados moradores, pues en ellos habitaba la Curiosidad. Un Paraíso del cual su Ley Suprema era un “¡No a la Curiosidad!”, era ya, desde el inicio, un Paraíso Malsano.

Y ese Dios Omnisciente, un puro Ojo que Todo lo ve: ¡ha permitido la entrada de la sierpe tentadora! Muchas cabezas teológicas han sospechado siempre que ese reptil diabólico, causante de todas las desgracias y todos los males del género humano, y a través de él, de toda la Naturaleza planetaria, ese Demonio no podía ser otro que Dios mismo que, poniendo a prueba al ser humano se probaba a sí, requiriendo espejos donde mirarse, en los que poder ver su propia Sombra, el lado reprimido y arrinconado que sólo puede vivir así, a modo de exteriorización y objetivación del Ojo Luminoso.

Hasta la Luz Cegadora precisa de una sustancia residual de malignidad, un “Oscuro” al que contraponerse y con ella dibujar todas las demás sombras del mundo. El ser humano ya no puede seguir siendo esclavo de ese Ojo Cegador ni de su alter ego, la Negra Sombra. Somos criaturas mixtas cuya dignidad y grandeza ha de consistir en perseverar en un camino que nos hizo humanos, ciertamente elegir, y elegir movidos por la Curiosidad tentadora de la Sierpe. Pero, una vez que hemos elegido –cual Prometeo– ese camino, debemos evitar a toda costa ser empujados por el Demonio, esto es, no convertir la santa Curiosidad en Voluntad de Dominación, sino en proceso alquímico de teosis verdadera: “Seréis como dioses…”. A ello debemos aspirar con todas las energías de nuestro ser. No dioses omnímodos, como los que nos expulsaron con ira y envidia de sus originarios paraísos, sino dioses compasivos y juguetones, animales que aman y gozan, y no odian. ¿No son esos los “dioses”?

Nuestra propia mansión
El Maestro Viajero vino a mí, y me narró su sueño:

Vivía en una casa grande, enorme. En la parte exterior se asemejaba a un castillo medieval. Era una fortaleza imponente, de altos muros y torreones que culminaban en pináculos. Sin embargo, en su interior, mi morada era un hogar moderno, repleto de comodidades de todo género. Con placer y despreocupación me movía por la casa, pero entonces comenzó a preocuparme la existencia de muchas habitaciones y alas enteras de la mansión que me resultaban completamente desconocidas. Vagos temores comenzaron a hacer mella en mí. Acaso algún intruso podría haber burlado las defensas exteriores y agazaparse en alguna de aquellas innumerables habitaciones. Cualquier día, o noche, podría tropezarme con algún desconocido, un ser extraño.”

Incluso mientras dormía y soñaba esto, sabía que la mansión inmensa era mi Inconsciente, con sus fuertes defensas interiores y la enrevesada acumulación de experiencias y complejos que una persona va adquiriendo con los años. Sin embargo, el miedo a una desagradable aparición no se extinguía en mí. Por ello, opté por refugiarme en una sola de las alas del castillo, aquella que más familiar me resultaba. Y lo más curioso de todo fue la forma en que la aislé de todo el resto. Acumulé miles de pequeños lapiceros y éstos, como si fueran troncos de árbol tal y como se disponían en los antiguos fuertes del Oeste americano, afilados en su extremo superior, dispuse de pequeñas empalizadas que me aislaba de un peligro inconcreto y que, de ningún modo, debía ser de índole físico sino más bien espiritual”.

“Medité en torno a mi singular medida defensiva. Sin duda tenía que ver con la escritura y mis anteriores dotes intelectuales. El lapicero era el instrumento, a veces el arma, de aquel que vive de su cerebro. Una existencia demasiado cerebral es una existencia recortada, como dotada de un solo lado. Supe que la muralla de lápices era puramente defensiva y apenas podía conjurar a cierto tipo de intrusos, aquellos que por así decir llevan sus “ideas” por delante, como instrumento de combate. Pero hay en el mundo enemigos más simples y ancestrales. Fuerzas brutas para las que nuestras exiguas líneas defensivas nada valen.”

“Y así fue, en efecto. Una noche de mi sueño, en la que me encontraba desvelado y ansioso, sentí unos pasos rotundos en la escalera. Yo siempre había vivido solo en mi castillo. Sin criados, sin familia ni guardianes. El visitante ¿había entrado esa misma noche? ¿Acaso llevaba tanto tiempo o más que yo bajo mi mismo techo, y desde su más remota infancia había crecido en aquella inmensidad de casa? ¿Quién sería? ¿Algo o alguien?”

“Algo. Lo que se asomó a mi pasillo, lo que pude entrever apenas, me recordaba remotamente una cara. Pero una cara que sólo por analogía uno diría que pertenecía a un ser humano. En mi sueño, yo lo denominé El Rostro de Dios.”

“Yo lo entendí todo incluso antes de despertarme. Él era el intruso. El divino Poder puede ser cegador. La simple certidumbre de su existencia puede inducir a la criatura a imitarle, a seguirle por el lado Oscuro. Desde entonces decidí atender únicamente a las criaturas y cosas sencillas. Puesto a creer y venerar, me hice politeísta y decidí que la pluralidad del mundo, su misma belleza y ambivalencia merecen ese trato libérrimo que nos muestra el conjunto de las mitologías antiguas.”

Yo también pude comprender muy bien al Maestro Viajero. El terror a las fauces de un Dios rigorista y excluyente de su lado Oscuro, y por tanto productor infinito de ese mismo lado Oscuro, es lo que me llevó a la búsqueda de la teosis en todos los demás seres de la Naturaleza, en la Naturaleza misma entendida como un todo. Lo divino mismo es proceso, consiste en un hacerse.

En el fondo, la historia de este Cosmos es una deflagración, y una conflagración. Desde un primer momento ha explosionado esa unión de luz y oscuridad, y todo lo real ha devenido en una lucha por la “pureza” cuando lo originario es la mixtura de los dos principios, Bien y Mal, en un único Ser Primigenio, en una Voluntad infinita que en cuanto explosionó quiso ya concretarse. Es Conflagración, porque entonces los ejércitos comenzaron a disponerse frente a frente, alternándose en sus papeles y admitiendo en sus filas a traidores y conversos, olvidando las más de las veces, en Nombre de Quién celebraban la fiesta de la Destrucción, con sus copas llenas de Sangre y sus platos de cadáveres rebosantes como Ofrenda.

¿Tiene esto que ver con tu Crecimiento y Sanación? Mucho. La enfermedad, ya sea la psíquica o la orgánica, se basa siempre en una dialéctica. Dos principios se disputan el terreno de la Salud, de la Individualidad Realizada. Las fuerzas del organismo se disponen en una especie de campo de Marte, frente a frente, sedientas de sangre y de muerte. Se quiere vencer. Pocos médicos y psicólogos comprenden que el verdadero vencedor no es quien reta, quien busca destruir, aunque lo que se pretenda destruir sea, ciertamente, la Enfermedad, el Dolor y la Muerte, con la mejor intención del mundo. Pero es que estos tres jinetes apocalípticos trotan sobre la Tierra desde siempre y nadie hay quien les pueda hacer frente, ni con toda la ciencia ni con la mejor terapia imaginable. No hay varitas mágicas. No hay guerras en tu proceso de teosis. Aquí solo hay un proceso de Renacimiento continuo en el que uno mismo ha de ser su Maestro, antes que Terapeuta. Se trata de un perfeccionamiento para el que no existen modelos. El Dios que se le apareció en sueños al Viajero, es un ser al que se le teme precisamente a causa de su “excesiva” perfección y su condición de Causa Ejemplar que no puede dejar de ser Causa de Destrucción.

Somos plantas
Para ello, nada mejor que fijarse en las plantas. Admiremos como crecen. Todas las plantas arraigan en un suelo, y buscan el cielo. En muchas de ellas crecer y reproducirse son funciones que se confunden. No piensan en ser mejores: ya lo son. Son agentes de su propio crecimiento junto con el sol, los nutrientes del suelo, la bendita lluvia y el rocío de las mañanas. En cada fragmento minúsculo de ellas suele contenerse el Principio Homeopático que puede curar analógicamente otras enfermedades cualesquiera, males de seres que, sin ser plantas, comparten con ellas un parentesco, una propiedad quizá rara en la Galaxia, siempre enigmática: la Vida.

¡Y qué poco sabemos de la Vida! Los secretos del ADN y de la ingeniería genética, así como los sueños del doctor Frankenstein hechos realidad en los laboratorios de ciencia en nuestros días, nada tienen que ver con esa Realidad inescrutable que damos en llamar Vida. Lo que ya se columbra en la más humilde planta, en un simple infusorio dotado de un instinto de supervivencia es un enigma que ningún laboratorio podrá reproducir jamás. La Vida tal y como se concreta en los seres individuales no es más que un aspecto del Gran Alma del Mundo cuya totalidad se escapa a cualquier análisis. Sólo es posible intuirla.

La intuición del Gran Alma del Mundo fue dada, en un principio, a unas pocas mentes privilegiadas. Los seguidores de Platón, y tras ellos, una pléyade de místicos y de poetas. Esa intuición podía verse hasta ahora como un capricho o locura (la divina locura, o manía de los griegos) de sectas minoritarias o individuos marginales, amén de geniales. Hoy debería ser una cuestión crucial para la gente corriente. Pues es un tema de vida o muerte. Estamos a punto de convertir nuestro planeta en un pozo inmundo, lleno de basura, un lugar inhóspito en el que no podremos rectificar todo el cúmulo de errores que hemos ido acumulando a lo largo de los siglos. Llegaremos pronto (¿no habremos llegado ya?) a un punto de no retorno. El antropomorfismo de la tradición judeocristiana y el afán positivista de la ciencia moderna por dominar y vejar la naturaleza, han cruzado sus terribles hebras y nos dejan delante este espectáculo dantesco. Especies desconocidas, y algunas que no lo son, desaparecen para siempre. Comunidades humanas, naciones enteras, obligadas a desplazarse en busca de agua, en busca de suelo, por causa de los terribles efectos de la desertificación, la sequía crónica, la deforestación, la guerra étnica y la lucha por el pan. Nuestros hermanos los animales desaparecen, y tras ellos vamos nosotros, derechos a la extinción, y ésta, no se olvide, siempre es definitiva.

La violación de la Naturaleza
Siguiendo fielmente la consigna de Francis Bacon, los humanos, y especialmente los occidentales, nos hemos dedicado sistemáticamente a la violación de la naturaleza. A ella le hemos puesto la bota encima hasta no dejarla respirar. A base de someter a tortura a todas sus criaturas y a la mayoría de sus ecosistemas, creemos conocer bastante acerca de sus engranajes. Pero conocer el mecanismo es ignorar el misterio. Si los seres humanos hubiéramos intuido apenas un pequeño soplo de esa divinidad que todo lo llena, y a todos otorga su vida, que es la divina Naturaleza, al diablo habríamos mandado nuestros “experimentos” y demás instrumentación inquisitorial, buscando su abrazo y armonía, optando por esa vida sencilla y plena que es la vida del campesino honesto, que al arar su campo y cuidar sus bestias sabe que él mismo, junto con su pareja y sus retoños, no son más que una manifestación de la misma anima mundi, que todo lo llena.

Alguien dijo “¡es tan difícil ser sencillo! El Maestro Viajero se lo había escuchado a Jung, el psicólogo. En su torreón de Bollingen había prescindido de la luz y del agua corriente. Partía troncos y hacía muchas cosas con las manos. El hombre de la ciudad, el intelectual, mono que teclea ordenadores y no puede vivir sin conexión a internet, ya apenas sabe hacer nada esencial con sus manos. Aprender a teclear y dar órdenes a través de la pantalla es algo que nos aleja profundamente de ese Alma del Mundo. Sólo en las grandes soledades, sintiendo la música del mar, de los pájaros o del propio pensamiento que es uno mismo el que siembra la tierra y recoge sus dones, sólo en esos contextos uno puede intuirla, más allá de cualquier intento de análisis.

El alma del Todo
Formamos parte de una Totalidad, pero esa Totalidad no es ninguna abstracción, no puede serlo. Hablamos de un Todo que regenera cuando regeneramos nosotros. Somos seres en comunión con ese Todo, y la energía sanadora que puede alimentar este sistema debe proceder de nuestro propio interior. Hemos de formar una simbiosis con el Cosmos, renovar un verdadero Pacto con él, de donde venimos. Si hemos de recoger una buena cosecha, esto es, un entorno saludable, un clima natural, alimento y belleza para vivir en paz y calma, entonces hemos de sembrar las pequeñas semillas de todas estas cualidades que se han nombrado. Y las semillas ya se ocultan en nosotros. Cada persona es un depósito de simiente que garantiza su propio Crecimiento y su propia Sanación. Nadie da nada gratis en esa simbiosis cósmica, en esta Sagrada Alianza que es, y debería ser, la Vida y la integración en el anima mundi. Si queremos que la energía universal vuelva a penetrar en nuestro cuerpo y en nuestra mente, al Cosmos mismo deberíamos corresponder. Sembremos. Volvamos a una vida en paz y en orden. Despertemos aquellos sentidos que, heredados de un pasado ancestral, de los tiempos mismos en que éramos bestias, el sentido de una red universal de dependencias. Los animales que nos precedieron en la escala evolutiva intuían el mundo de forma instintiva y poco nítida, pero de una manera biológicamente ajustada para no desajustar esa red de dependencias que en el fondo es la Vida misma. Nosotros, primates conscientes, simios habladores y altamente tecnologizados, hemos ganado parcelas de claridad consciente pero, a cambio, nos hemos vuelto francamente ciegos a otras esferas inconscientes de nuestra existencia mental. La claridad es cegadora, sobre todo si se trata de una claridad relativa. Y así son la ciencia y la conciencia del hombre moderno: relativas, nada más, absolutamente ciegas respecto a la tupida y honda red de dependencias que se abre entre los seres, el anima mundi que tan difícil nos resulta auscultar hoy.

Arquetipos
Una ojeada a nuestro propio cerebro, tal y como las neurociencias actuales nos lo permite hacer, da buena cuenta de todo esto. El cerebro humano, semejante a un árbol en su estructura, posee un tronco y una región inferior, sepultada bajo una frondosa capa neocortical, que poseen una notable antigüedad y un “aire” ciertamente primitivo. No nos es dado escapar de nuestro pasado. El repertorio de antiguas conductas de reptiles, de monstruos sin alma aparente y sangre fría, sigue ahí dentro, enterrados bajo capas de tejido cortical recién llegado en términos evolutivos y que no cesan, noche y día, de vigilar y tomar control sobre unos impulsos ancestrales. Al igual que algunos impulsos inconscientes son completamente necesarios para nuestra supervivencia animal, y se limitan a una esfera de acción puramente fisiológica (hambre, temperatura, sexo, sueño), otros impulsos –o más bien, estructuraciones a priori de impulsos– penetran en la esfera de lo mental, pues allí tienen su diana, su telos. La psique humana recibe, pues, un sinfín de estructuraciones que no se han aprendido dentro de ningún marco cultural o social, plenamente innatas y que aguardan desde el principio mismo de la vida orgánica a ser completadas con un contenido empírico que sí dependerá del desenvolvimiento ontogénico del individuo. Los arquetipos de que hablara Jung constituyen pues un analogon de los instintos o patrones (filogenéticamente) heredados de comportamiento tal y como han sido descritos por la Etología, esto es, la ciencia de la conducta animal (y humana).

Los arquetipos son formas a priori que canalizan la experiencia, la moldean. Ellos imprimen un sello, como el cuño de las monedas. La sociedad, y todos los materiales aprendidos en ella, aportarán el metal que habrá de fundirse. La marca impresa tampoco es un diseño fijado en todos sus detalles. Solamente consiste en listas determinadas de condicionantes o restricciones. Nuestra propia psique debe ser vista como una constelación de estos arquetipos que, a su vez, funcionan como centros de atracción y constelación de otra clase de materiales psíquicos. Es obvio que el proceso de Sanación y Crecimiento constituye una unidad psico-física, y como tal, la vida saludable y encauzada de un individuo, tomada desde el punto de vista de sus disposiciones físicas e instintivas, también supone el despliegue de una mente que crece y armoniza los arquetipos recibidos (por vía filogenética, hereditaria) dotándolos de un contenido creativo, superador.

Entre esas estructuras recibidas deberíamos contar también aquellas que, por culpa de una cierta orientación histórica o cultural, han caído en desgracia y se suponen como inclinadas hacia el lado oscuro de la vida psíquica. Pero, no nos engañemos: no hay luz sin lado oscuro. En nuestra mente aparecen configuraciones que rechazamos, vivencias que conforman aquello que Carl G. Jung denominó la Sombra. El mayor consejo terapéutico ante esta clase de realidad no ha de ser otro que aceptar la Sombra, reconciliarse con ella.En modo alguno no es lícito dejarnos llevar por su influjo, ser arrastrados por su inercia, caer en ese abismo desfondado. Muchas personas bienintencionadas no han sabido resistirse y, buscando el mayor Bien han acabado sepultados en el mayor Mal. Muchas almas ingenuas creyeron que la reconciliación con el Lado Oscuro representa una suerte de rendición al mismo. La Sombra habita en una parte de cada uno, igual que habita en una parte del Todo de la especie humana. En la parte está el Todo, y cuantos horrores y tendencias oscuras habitan en la psique colectiva del ser humano, también se puede hallar en uno solo de sus representantes, sin excepción.

La fascinación del Horror
Sin duda el Mal y lo Oscuro son potencias que ejercen sobre todos nosotros un enorme atractivo. Dentro de la experiencia numinosa, esto es, aquellas vivencias que suponen un contacto (fenomenológico o mental, no físico) con lo divino, desde siempre han ocupado un lugar preponderante las experiencias diabólicas y el influjo atrayente de la Maldad y el Horror. No nos podemos dejar engañar por la evolución reciente del cristianismo, en el sentido de ir convirtiéndose poco a poco en una especie de ética filantrópica, en un humanismo centrado en el Amor del que habrá que desterrar –como mitológicos– los conceptos de Demonio, Infierno, Mal. Es un hecho en la mayor parte de la historia del cristianismo y de buena parte de las demás religiones que el Mal y sus agentes ocupan un lugar central del culto y del mito. En la religión de la antigüedad, así como en muchas religiones que hoy calificamos de “primitivas”, nos encontramos con que las divinidades y los espíritus que reciben adoración de pueblos y naciones enteras nada tienen que ver con un “padre” benévolo o una deidad amorosa. Los más inquietantes monstruos, devoradores de hombres e insaciables torturadores de la vida y la belleza, deben ser aplacados con ritos y sacrificios que, por su propia esencia, nos parecen –desde un punto de vista racional y moderno– la más loca entrega al desenfreno del Mal. La Sombra ha sido conocida desde siempre por la Humanidad, y hasta hace muy poco ésta ha ideado mecanismos, a veces torpes y crueles, para mediar con ella, ponerle freno, asignarle un debido espacio dentro del conjunto de la experiencia colectiva. No otra es la función de los conceptos de Diablo e Infierno dentro de la tradición judeocristiana. Más allá de haber sido utilizados como mecanismos para aterrorizar a las gentes sencillas, fueron una representación de la Sombra del ser humano.

En el día a día de la Política y la Comunicación social se nos habla de peligros poco concretos, escudados bajo los nombres de grupos terroristas o sectas secretas que conspiran para acabar con el mundo y la sociedad tal y como nos resultan conocidos. Nada se sabe, realmente, de las motivaciones profundas y de los rostros reales de los “malvados”. Simplemente, a la psique colectiva se le hace creer que ellos están ahí, encarnando el Mal. Y el Mal existe, ciertamente. Existe mucho más allá de ser una simple privación del Bien, como quería San Agustín. Es una fuerza, o un sistema heterogéneo de fuerzas que deviene en la destrucción de la vida sencilla, bella, ingenua, esto es, la destrucción del Bien. ¿Dónde ha de residir tal impulso hacia el Mal? Se manifiesta a lo largo y ancho del mundo, es cierto, y se despliega temporalmente en todas las épocas de la Historia. Ninguna época o cultura se libra de su impulso destructivo. Pero ¿cuál es su fuente? No puede ser otra que el interior del alma humana. Ese interior no puede existir completamente “limpio” como una patena. Las sectas puritanas, desde los pitagóricos, pasando por los gnósticos y los platónicos, y mil de ellas más, al ejercer tan dura presión sobre el fondo del alma, sobre los tabiques protectores que disciernen la luz de la oscuridad, han conseguido más bien lograr que la cultura pase “al otro lado” al fondo oscuro que inicia entonces su afán explorador. De tanto protegerse del Diablo, los clérigos y estrictos observantes de la Pureza han sido, las más de las veces, sus agentes y emisarios. ¿O no se ha visto el Diablo dentro del fondo oscuro de los inquisidores? A fuerza de pretender quemar brujas y posesos en las hogueras, el Diablo consigue hacerse visible, ganar fuerza, inundar muchos más corazones. El fondo oscuro debe estar ahí, como la profundidad espantosa de los océanos. Nuestra travesía debe romper el mar por su superficie y flotar sobre masas inmensas de líquido, el alma es grande e infinita, pero debemos dejar tranquilos a los monstruos abismales. Y si alguno asoma, anunciándonos su presencia, es necesario tomar nota, acceder a niveles superiores de conocimiento de uno mismo, pero jamás buscar una ascesis peligrosa. Los ascetismos los carga el Diablo.

Nuestro propio agujero negro
Debes ocuparte de ti mismo. Eres un ser único en la naturaleza, una combinación irrepetible de materia y elementos espirituales. Toda la energía del universo se concentra en ese foco que su alma. En un alma se comprime todo el cosmos y en un cuerpo hay potencial para mover montañas y hacer saltar estrellas por los aires. Gran parte de la causa de las enfermedades humanas consiste en un uso desarreglado de ese enorme potencial que habita en la mente humana. La psique es el secreto mismo del universo, quizá el agujero negro en torno al cual toda la materia gira y puede ser atrapada. Las enfermedades psicosomáticas constituyen el reto verdadero de la medicina occidental, y la asignatura pendiente de las terapias psicológicas. Una redirección de nuestro potencial podría sanar órganos, restablecer tejidos, recuperar la juventud y alargar la fecha de nuestra muerte. Pero ¡hay tanto por averiguar! Siglos de mecanicismo, de dualismo dogmático, han impedido que en nuestras universidades se recupere el sentido común. Mira tu alma, y aprenderás que ella es la música de fondo, el vínculo mismo, el verdadero motor de la salud de tu cuerpo. En el organismo habitan un sinfín de nodos de energía, de puntos psicofísicos que pueden regular el sistema de nuestra salud. Si una mente estúpida, de las que se dejan llevar por continuos estímulos externos, no es capaz de coordinar con acierto ese micromundo en que consiste nuestro ser, la enfermedad hará acto de presencia, de seguro.

Un sistema de integraciones
La vida no es sino un misterio, pero dentro del misterio envuelto en átomos, células, tejidos e intercambios metabólicos, lo que se da de continuo es un sistema de regulaciones. Todo se regula a sí mismo, y los diversos niveles de complejidad en que consiste un ser vivo no son sino planos en los que se da una regulación psicofísica constante. Frente a la medicina mecanicista, siempre debemos recalcar el aspecto psíquico de cuanto sucede incluso a los niveles más ínfimos de intercambio metabólico de materia y energía. Por más que los biólogos modernos deseen camuflarlo, la célula ya es en, en sí misma, un agente psíquico y todo un ser viviente al servicio de una totalidad superior, a la que está supeditada. Te dije que la vida es un sistema de regulaciones ¿verdad? Pues bien, la vida también es un sistema de integraciones. Todos los seres en la naturaleza son partes que se integran en un Todo mayor, y este a su vez no dejar de ser un elemento integrante de una Totalidad todavía más extensa. Así, una mayor evolución implica una mayor complejidad. El mundo es un Todo que gana en complejidad a medida que sus seres integrantes se hacen dependientes unos de otros. En el caso del organismo humano, no cabe duda de que este es un mundo complejo en sí mismo. La mayor parte de las enfermedades, ya sean psíquicas o físicas, brotan de los niveles más profundos del ser y se hacen manifiestas únicamente a través de caminos indirectos, que pueden estar marcados por predisposiciones genéticas, órganos vulnerables, etc., pero la causa oculta muy a menudo se halla muy lejos del síntoma. El monismo es el planteamiento según el cual el ser humano constituye realmente una unidad psicofísica radical, y su psique es el cúmulo de energías de las que todos los órganos y tejidos, todos sin excepción, sirven a los propósitos que emanan, consciente o inconscientemente, de su psiquismo.

La propia orientación de la dolencia
Un cierto día apareció en el jardín del Maestro Viajero una dama aquejada de ciertas dolencias, entre ellas el cansancio crónico, problemas en la piel y dificultades circulatorias. Acudió al Maestro diciéndole: “Ya sé que no eres médico, pero sé que mis males pueden curarse con otra orientación”. Entonces, el Viajero la observó despaciosamente y dijo: “En efecto, no abandones los consejos de un médico en quien confíes, pero todos estaríamos a salvo de enfermedades con otra orientación en la vida, como bien dices. Tú misma has de convertirte en tu doctora, y en tu propia sabiduría se encuentra escondido el tratamiento. Corre, ve a tu propio jardín, retírate en él durante un plazo considerable de tiempo, y luego procura ponerlo en práctica. Tú solamente sabrás lo que te conviene”.

Mala práctica es aquella de quien pasivamente cree que va a curarse con solo ponerse en manos de alguien. No hay que ser pasivo, uno debe ser rector de su propio viaje en la vida. Los demás pueden ayudarnos, pero indicar el camino a un amigo no es lo mismo que conducir un rebaño de ganado. Al parecer, esta señora notó un alivio en su estado físico tras hacer lo que el Maestro le pidió, pero fue libre en su elección, y eso mismo constituyó clave para la mejoría. Lejos está la medicina oficial de otorgar esta capacidad de autodominio en sus pacientes. Estos entran en consulta como cuerpos inertes, y su voluntad se reduce a cero, una nulidad completa, ante las posibles manipulaciones de los doctores. Y entonces el poder de estos se vuelve poco más o menos que sagrado y omnímodo. En muchos países del mundo los médicos parecen los nuevos dioses, con soberanía absoluta sobre los cuerpos pasivos de quienes entran en consulta y, en aras de su salud, deben “dejarse hacer”.

Es evidente que no es solo cada persona individualmente la que necesita de un cambio, sino toda la medicina y con ella las demás ciencias que asisten al ser humano (la psicoterapia, la pedagogía, etc.), también precisan urgentemente un cambio de orientación. Pero tal cambio es radical por cuanto implica una reordenación completa de nuestro sistema de valores, un nuevo humanismo, una forma generalizada de entender la vida como disfrute y compasión respecto de los otros… Lo opuesto a cuanto podemos observar en este mundo en que vivimos.

Muchas de las enfermedades son en su profunda raíz dolencias del alma. Y de estas, en su gran parte, provienen de un mundo anclado en la perversión de hacer de la vida algo productivo, algo contable, como se hace del tiempo y del dinero. A finales de la Edad Media cayó sobre el mundo occidental una especie de Maldición, y esta maldición fue explotar al hombre y a la naturaleza y el afán obsesivo de ganar dinero. Antes también hubo miseria y hombres ricos, también se dio en el mundo la esclavitud y la servidumbre, la injusticia y la desigualdad. Pero todos estos males se subordinaron a un único imperativo con el auge del comercio y el deseo de producir por el mero hecho de acumular beneficios. Con este capitalismo “moderno” Europa hundió en el fango sus raíces espirituales, corrompió su alma e hizo cuanto pudo por transmitir ese mismo mal a los demás pueblos de la tierra.

Hace ya muchos años que un experimento al que unos monos fueron sometidos atestiguó el carácter mortífero del estrés. Sometidos a un continuo bombardeo de estímulos estresantes, que equivale en nuestra vida moderna a una lluvia de datos, citas, compromisos, objetivos exigentes, los monos del laboratorio desarrollaron unas úlceras estomacales que, como se sabe, llegan a ser mortíferas. Nosotros todos somos ya esos “monos ejecutivos” sumergidos en una inmensa jaula que es el mundo del trabajo y la economía de tipo competitivo. Atestamos las ciudades, como hormigas en los hormigueros, respirando polución, dejando nuestra vida en transportes a la fábrica o a la oficina. Mientras tanto, gran parte del campo se muere, porque en él, donde de verdad se respira y donde de seguro se puede producir comida directamente sin explotar a nadie y sin dar ganancias a una empresa explotadora. En el campo, y solamente allí donde la vida podría volver a ser vida digna y realmente humana. En el campo es donde se esconde la salvación, allí donde la población podría ser redistribuida de acuerdo con la cercanía a las fuentes de energía y alimento.

La Naturaleza se cura a sí misma
La naturaleza se cura a sí misma. Y esto es cierto tanto a escala del individuo como en el nivel planetario. Esta enfermedad de la ciudad, la prisa, el tráfago y la muchedumbre acabará siendo curada. Para tal curación hay dos vías extremas. Una, la más sensata y verdaderamente humana será la vía consciente. Es decir, la vía que procura prevenir males mayores, aplicar la terapia individual y colectiva, la que decide que las aguas retornen de una vez a su cauce.

Pero luego tenemos la otra vía: la que deja a las cosas seguir su propio curso, y que permite que la Naturaleza ciegamente aplique su fuerza curativa sin importarle en ello el coste que en vidas humanas, en dolor y tragedias va a suponer a los miembros de esta especie convertida en “plaga”. Una plaga efímera según los patrones de medida de que hace gala la propia Naturaleza. El hombre lleva, a fin de cuentas, unos pocos miles de años de historia civilizada en algunas regiones del Planeta. Y tan solo en los siglos más recientes la escalada de destrucción ha tomado indicios preocupantes, pues puede ser irreversible en gran medida, a efectos de la supervivencia de esta especie “racional”, que es la nuestra.

No es frecuente leer en libros de ayuda humana, que versen sobre la Sanación y el Crecimiento el tratar temas de Ecología. El Maestro Viajero me enseñó que ambos aspectos, el individual y el planetario, están unidos de la manera más íntima. Debemos pensar globalmente y aplicarnos las consecuencias sobre la escala más local que imaginarse pueda uno: la propia superficie de su cuerpo, la misma paz de su mente, el conjunto mismo de sus actividades diarias. El yo y su cuerpo son los puntos de partida y la meta de una Sanación Cósmica. Y viceversa.

Este libro pretende, entre muchas otras cosas, edificar una Ecología de la Persona. Seguí la senda que me trazó el Viajero, y en pos de él fui buscándome a mí mismo, entendiendo mi ser como un entramado de interdependencias e integraciones. Algo así debes buscar en tu propia complejidad. El mar más profundo es como tú. Solamente la superficie es como un lienzo que sin cesar se arruga y se encrespa. Pero hay que fijarse en el hecho de que bajo esa superficie de arrugas y olas hay otro mundo oculto a la vista, lleno de criaturas, con sus cordilleras, valles, planicies y simas. Bosques de algas y praderas sumergidas, muchedumbres de peces, toda una explosión de vida. Deberías ser buzo de ti mismo, explorador del inmenso océano que siempre llevas en tu interior. No sabes cuánta energía cabe en cada pequeña fibra de tu ser. Si supieras canalizarla, podrías mover montañas.

La Nueva Caballería Espiritual
Yo te propongo formar una Nueva Caballería Espiritual. Una Orden de seres humanos que han aprendido una lección fundamental: que el Santo Grial habita dentro de sus corazones y en las profundas simas del alma. Hagamos esa Orden de Caballeros del Espíritu. No adoraremos ídolos ni celebraremos ritos absurdos o complejos. Lucharemos sin derramar sangre y sin atentar contra nadie, pues la batalla está en ese Océano a explorar. Aprenderemos a fortificar castillos en medio del Miedo y el Dolor, y en secreto prepararemos al advenimiento de un mundo mejor.

El Maestro Viajero vino a hablarme un día de esa Orden. Tomó su espada y al más viejo estilo de los tiempos feudales, me la puso sobre el hombro. “Ve y escribe sobre la Caballería Espiritual”, dijo entonces. “Desde este momento te concedo la potestad de nombrar por tu parte a nuevos caballeros”. La Sanación y el Crecimiento se pueden comparar con un proceso alquímico. Unos materiales que en sí mismos pueden parecer burdos contienen, no obstante, todas las claves para su elevación a un plano superior y, en el límite, su conversión en una realidad espiritual, superadora de la concreta forma que antes exhibían. Ingresar en una Orden donde las almas se sientan sanas y hayan experimentado una ampliación máxima de la psique puede ser el inicio de una aventura fascinante. El mayor problema para la persona en el mundo moderno, es el de hallar vías para esa ampliación. Le cuesta muchísimo trabajo salir adelante, crecer, ampliar su psique alegre de tal modo que irradie a las demás. La alegría de vivir es contagiosa. La presencia de una psique en proceso de crecimiento no puede pasar inadvertida en su entorno. El mundo es un sistema de relaciones, y si una de las partes crece, se amplía y ayuda a la sanación de las restantes, es posible decir entonces que hay salud. La Caballería Espiritual de la que habló el Maestro Viajero consiste precisamente en una suerte de catapulta en la que cualquiera de nosotros puede ser lanzado al mundo, ya sano y deseoso de contagiar salud en el entorno.

En este sentido, puede que resulte ilustrativo el siguiente cuento que el Maestro me narró en cierta ocasión.

Hace cientos de años, en unos tiempos en los que el dinero carecía de importancia y sólo las más nobles pasiones movían a los hombres, hubo un caballero que juró a su Dama la realización de una Gran Hazaña con el fin de hacerse merecedor de su Amor Sublime. El caballero partió de su castillo entre un mar de lágrimas. Lloraban tanto la Dama como muchos otros seres que le querían. Los corazones rotos sólo fueron el comienzo de una larga serie de sufrimientos. Sólo en la vejez, o tras la muerte del héroe, cuando tal cúmulo de dolor es cosa del pasado, los bardos llaman a esto “aventuras”. Ninguna de las victorias del héroe fue fácil. En tierras inhóspitas, infestadas de caballeros enemigos y de ejércitos salvajes, hubo de plantarles cara en soledad. A todos venció, y las heridas del cuerpo se sanaban porque mucha era la energía curativa que de su ser emanaba. Quien ya es sano y puro en su interior, puede irradiar esas virtudes a dondequiera que una herida, un golpe, una vía de infección quedara abierta. Lo peor de su Hazaña fue cuando el caballero hubo de entrar en la Terra Incognita. Hasta entonces, los más terribles peligros entraban dentro de las batallas previsibles, ante enemigos de los que había oído hablar, y a los que era posible vencer con armas y tretas conocidas. Pero el caballero hubo de dar el paso hacia el País de los Monstruos y de las Brujas. Aquí, en medio de esa Negra Sombra, no sólo existía el riesgo de ser vencido por demonios imprevisibles. El peligro consistía, precisamente, en que aun siendo vencedor, era posible que héroe no pudiera hallar nunca el camino de retorno, que las Sombras fueran de un espesor tal que la visión de la Dama fuera, para la eternidad, una mera quimera.

El héroe de verdad es aquel que va a lo más profundo de la Oscuridad. Y después, vuelve. ¿Cómo acaba este cuento? No voy a agotar la paciencia de nadie. Quien es héroe, quien es Caballero Espiritual, ya sabe que ha de llegar hasta las Profundidades. Muy lejos. El propio Inconsciente es el país que uno mismo debe explorar bajo riesgo de quedarse allí dentro, atrapado en medio de un bestiario de imágenes atroces, de fuerzas primitivas y de acertijos demoledores que pueden minar, en caso de no resolverse con éxito, los fundamentos de nuestro ser. Es un viaje largo, peligroso para cualquier mortal. La Dama, es decir, aquello que sea el fin deseable de nuestra existencia, nos está esperando. La Vida no puede dejar de ser un drama romántico o una tragedia. No hay más remedio que desempeñar el papel que se nos ha asignado, pero toda nuestra “actuación” ha de ser vivida con entrega. Del entorno podemos obtener las armas y cabalgaduras que sean menester para el avance o la defensa. Pero el papel que jugamos con sinceridad, ese guión abierto a infinitas posibilidades en el futuro, eso es nuestro. Radicalmente nuestro. Para ser Caballeros Espirituales debemos contar con un Santo Grial que adquiere forma y detalle muy dispar en cada individuo. Ese Grial es una eterna Recuperación. Cuando creemos avanzar en la Vida no hacemos otra cosa sino Recuperar. Platón ya había dejado escrito que conocer en el fondo es recordar. Pero no solo el Conocer, como aspecto básico de la Vida, sino la Vida misma es una inmensa paradoja en movimiento. Vivir es Recuperar, dice el Maestro. El caballero que parte de su castillo y deja a la Dama en lágrimas es un paradigma del ser vivo. Todo ser viviente abandona al nacer una Patria perdida (de pater, padre), pero también una Matria (de mater, madre). Atrás quedan nuestras tierras y nuestros ancestros. Ellos reposan en sus mansiones o en sus tumbas. Les debemos un respeto y un eterno recuerdo, incluso se lo debemos a los que nunca hemos conocido o queden muy lejos en el tiempo. También, vivir es partir hacia adelante dejando seres queridos a nuestras espaldas, lechos cálidos, paisajes de niñez, momentos que –de ser capaces de congelarlos en el tiempo– hubiéramos considerado eternos. Y todo lo que se ha ido, en un pretérito perfecto, es eterno si nosotros deseamos que así sea. Cuando el caballero parte a luchar a tierras lejanas, una de las cosas que hace –por amor– es precisamente inmortalizar todo aquello que deja a sus espaldas. Va a hacer de su Vida un Monumento a la Vida misma. Lo que él realiza no es otra cosa que un paradigma de la misma totalidad de la existencia vivida. Una totalidad que se parece al río de Heráclito, donde no puedes bañarte dos veces, pues ese fluido siempre se va. La Vida ¿qué es sino eterna despedida? La Dama se queda llorando, pero ella es el regazo mismo de donde todos hemos partido, la mansión a la que anhelamos volver, llena de rincones que nos son familiares, repletas de trofeos, libros, obsequios. Cada planta del jardín ha sabido de nuestros mimos y cuidados, y hasta el eco de las pisadas de los difuntos nos resultan familiares. ¿Quién puede partir de Viaje sin llevar a la Dama consigo, sin transportar a la grupa un baúl repleto de fantasmas y de ancestros? El río de Heráclito, el de la Vida, es el camino de la eterna despedida, sí, pero también consiste en el círculo que se cierra. Es un Viaje en redondo. Y las tierras desconocidas, los fantasmas peligrosos, los diablos vencidos, todo eso, no son otra cosa que fases del proceso de autoconocimiento. Ese conocerse a uno mismo es el proceso de Crecimiento y Sanación del que te venimos hablando. Nada nuevo, ni extraordinario. Todo el mundo es valiente si ya sabe que hay un Destino al que hacer frente. Todo el que haya salido de su castillo sabe de lo que aquí se está hablando. Si la aventura ha tenido comienzo, eso indica que el héroe llegará lejos. Pero lo más lejano es volver al punto de partida.

 
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