LA CABALLERIA ESPIRITUAL
Un Ensayo de Psicología Profunda
CARLOS JAVIER BLANCO
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La búsqueda de las raíces: el Inconsciente
El Inconsciente de cada uno, como dice el gran psicólogo Carl G. Jung, es en sí una masa compleja de ingredientes de lo más diverso. Una masa sobre la cual debe sustentarse un yo consciente bien reducido, que se defiende a duras penas, como puede, de las arremetidas e inundaciones que proceden de los estratos más bajos. A su vez, este sótano no es un compartimiento cerrado. No es otra cosa que el cuello de botella de un depósito colectivo, e infinitamente mayor, de experiencias, imágenes, representaciones acumuladas durante miles o millones de años por la humanidad, a lo largo de su historia. Una historia propiamente humana, en los siglos recientes, pero una historia filogenética cuando nos remontamos más atrás, a nuestro pasado animal. Conocernos, obviamente, no puede consistir en ir tirando del hilo hasta tan lejanos rincones de nuestro ser. Nuestro ser individual en rigor no es eso. El Inconsciente Colectivo consiste más bien en la negación de nuestra individualidad, y a pesar de todo siempre va con nosotros. La vieja sabiduría ya lo decía: en nosotros llevamos un mundo infinito. Somos un microcosmos. Buceando en nuestros adentros podríamos perdernos en un océano infinito de mundos, estrellas, galaxias, a la infinitud horrenda que supone el espacio del universo. A Blaise Pascal esa infinitud inmensa le horrorizaba, y sólo el dato de que la capacidad humana de pensamiento podía intentar abrazar la inmensidad física le podía resultar consolador. El auto-conocimiento, tal y como el Maestro Viajero me enseñó, es mucho más que un consuelo.

Porque de lo que se trata no es de viajar a los confines del Inconsciente colectivo. Más bien se trata de llevar una relación armónica, casi diría que musical y dialogada con él. De ese depósito inmenso, podemos extraer, eso sí, con sumo cuidado, los materiales que pueden darnos toda la creatividad y positividad. Artistas y genios de toda índole han regalado a la humanidad sus frutos, siempre hechos a partir de imágenes extraídas del Inconsciente Colectivo. Conocer es recordar, y crear también consiste en seguir fielmente un Arquetipo que el tiempo, el olvido, la futilidad del día a día ha podido dejar enterrado. Todos podemos ser arqueólogos de nuestro propio ser, y desenterrar gustosos lo que más brilla y más vale en lo oculto de nuestra alma. Pero ¡cuidado!, allá abajo también se agitan monstruos desconocidos, seres adormecidos que pueden un día despertarse y llevarnos con ellos hacia lo más profundo. No pocos genios, que se sintieron Demiurgos (Artífices, en el sentido de Platón) acabaron siendo arrastrados hacia los niveles inferiores de su ser. Sucumbieron a la locura y al desgarro. En realidad, descender al Inconsciente Colectivo sin tomar las debidas precauciones es algo así como pretender cruzar a nado un océano, o descender a una fosa marina sin instrumentos especiales.

El crecimiento y la sanación son procesos naturales en los que uno mismo ha de conocerse, preservar la identidad de su carácter y tomándolo como base, profundizar en este nuestro único e irrepetible ser. El gran filósofo Schopenhauer decía que el carácter era innato, y por tanto inmodificable. Las desgracias acontecen al individuo cuando éste quiere impostarse otro carácter que no es el suyo. A partir de esa enajenación que uno mismo se induce, viene todo un sartal de desgracias e inadecuaciones. El auto-conocimiento, hacer caso de veras al dios que habló en Delphos, es la clave de un crecimiento y una sanación. El conocer, decía el pensador alemán, libera. El querer, en cambio, querer ser otro, es la condena. En un sentido algo diferente, también Jung hace referencia al proceso de individuación. Esta también sería una formulación válida de nuestra idea de crecimiento y sanación. El individuo debe ser objeto de un despliegue, de un desarrollo. Al nacer comenzamos esa ruptura para con el resto de la naturaleza, que en nuestra condición de mamíferos también ha de ser ruptura con nuestra madre. Además de cortarse el cordón umbilical puramente somático, hay otros muchos hilos que nos vinculaban con la madre y, con ella, a la especie y al cosmos entero. La psique infantil ha de procurarse ese corte, pero en este caso el bisturí o las tijeras vienen dadas por la pequeña y aún muy instintiva mente del bebé. Quizás sea cierto, por otra parte, lo que afirman numerosos investigadores, y el proceso comienza atrás, antes del alumbramiento, y los embriones comiencen su búsqueda de un yo con respecto al medio uterino y el mundo en general. En cualquier caso no existen fechas clave en este proceso. Es un continuum que difícilmente puede ser marcado con un antes y un después. El yo nace como un acto de diferenciación. El yo del individuo supone un acto afectivo y cognitivo al mismo tiempo en el que el “medio” es separado poco a poco de mi ser. Al principio, ya se trate de un embrión o de un niño de corta edad, este proceso es más instintivo que consciente. Durante los primeros años, apenas puede separarse conceptualmente un “medio externo” de otro “medio interno”, por emplear dos términos usados ya por el gran médico y fisiólogo francés Claude Bernard. En efecto, la diferenciación primaria (de la que va a nacer un yo consciente) es en gran parte, y sobre todo en la gestación e infancia, un asunto de Homeostasis. Los médicos y biólogos llaman Homeostasis a la búsqueda automática que los organismos –los animales, las plantas, los humanos– deben emprender para restaurar una y otra vez su equilibrio físico-químico interno. Por ejemplo, en consonancia con la temperatura exterior, dada en el medio ambiente, los animales cuentan con sistemas fisiológicos de termorregulación que sirven para enfriar o calentar su medio interno y evitar así una muerte por calor o frío excesivos. También en los sistemas no vivientes hay una homeostasis. El ejemplo más conocido es el termostato de las viviendas. Por debajo de unos umbrales de temperatura, cuando la casa se enfría, automáticamente se dispara la calefacción que no cesará de trabajar hasta que por fin se alcanza un nivel superior de temperatura, “que es como si le indicara al sistema” que debe descansar y no calentar más la casa. En la psique, como parte de la vida orgánica, no faltan sistemas homeostáticos y formas de autorregulación.

¿Qué es, al cabo, la vida psíquica de un ser humano? Un constante proceso de autorregulación, de búsqueda del equilibrio para poder “nadar” entre procelosos mares, exteriores e interiores. El yo, en buena medida, es ese sistema homeostático que busca el equilibrio. Los pensamientos conscientes, las reflexiones racionales, la propia lucha por la conservación de la identidad ante el no-yo, son tareas importantes de cada uno. Al menos desde que cada yo se diferenció en un largo proceso de infancia, y de lucha por no desaparecer diluido en el no-yo. Según la teoría de Sigmund Freud, el yo se bate entre un inconsciente (puramente personal) salvaje, por un lado, y un super-yo (sociedad, moral vigente) que le impide al yo dar satisfacción a las demandas subterráneas. El yo debe emplearse a fondo para satisfacer un super-yo siempre puritano, de moralidad estricta. Pero el yo también quisiera dar satisfacción, al menos parcial, a las demandas libidinosas que botan de ese sótano salvaje y ciego, demandas que buscan el placer a toda cota. Así pues, el yo freudiano, la realidad personal, consciente y racionalista, se nos aparece como la cuerda del conocido juego infantil. Un grupo de niños tira de un cabo, mientras que un segundo equipo tira del otro. A veces puede suceder que ningún equipo gana y la cuerda se muestra como de muy mala calidad: se rompe, y tanto el equipo llamado “instintos bajos” como los contrincantes, que se dan en llamar “conservadores estrictos”, se caen con estrépito y sus traseros tocan el suelo. La cuerda rota, el yo consciente, quiebra bajo una neurosis. El yo no puede mantener a raya dos tipos de fuerzas. Una, impulsiva. Otra, represiva. La vida es lucha, tensión y dialéctica. El yo en que pensó el padre del psicoanálisis es un yo complejo y dialéctico: hay opuestos y hay lucha entre ellos. Las torpes metáforas que, muy al gusto de su época, usó Freud no pueden empañar sus hallazgos. El yo no es exactamente un dique de contención. El censor que llevamos dentro tampoco es en realidad un hombrecillo incrustado en nuestra cabeza. Pero en todo este drama de la vida, es muy buena la idea freudiana de una gran autorregulación como la que se da en la mente humana: una búsqueda por compensar y adaptar niveles distintos de nuestra personalidad.

Que la vida psíquica es compensación, ante todo, fue muy bien visto por el discípulo díscolo de Freud: Carl G. Jung. Ante todo, el yo que creemos ser fundamentalmente, no es mucho más que el vértice de un cono cuya base es infinita. Esto hay que explicarlo así debido a que Jung introduce un Inconsciente Colectivo por debajo del Inconsciente Personal. Y este depósito activo se identifica, a mi entender, con el universo en su conjunto. Es la cara psíquica de toda la naturaleza infinita, entendida como sistema de seres físicos. Por esto, el yo se podría comparar con la torre o pináculo de una casa que, efectivamente, posee niveles más bajos, pre-conscientes, subconscientes y finalmente el inconsciente personal (descubierto por Freud, pero ya intuido por filósofos como Leibniz, Schelling, Schopenhauer). Pues bien, tal y como sucede en las mejores historias de terror (estoy pensando en el genial escritor americano H.P.L. Lovecraf), puede suceder que el habitante de esa torrecilla decida explorar los niveles más profundos de su sótano. Quizás por curiosidad, quizá movido por el loable intento de conocerse mejor, nuestro héroe no puede reprimir la tentación de descender a ese sótano oscuro y descubrir que es tan grande como el universo mismo. Un inframundo poblado por los más fantásticos e insospechados seres. Un mundo de imágenes y experiencias que le asaltan, y de las que nuestro explorador no puede ofrecer el más mínimo poder de resistencia o control. Las imágenes le asaltan, le envuelven, y el yo se siente pequeño y diluido. Es puramente pasivo y receptivo ante lo que está viendo. Si no huye a tiempo, el Inconsciente Colectivo le atrapará para siempre. El yo no va a regresar a su torrecilla, a la buhardilla, al alto pináculo. Allí la luz de la mañana brillaba muy clara, y desde los cristales de las ventanas los pueblos y paisajes lejanos se distinguían con nitidez.

Únicamente la Tradición es revolucionaria

Maestro – le pregunté un día. – ¿Cuál es la teoría psicológica o metafísica correcta?

¿De las de hoy en día? – Me preguntó. Al ver que asentía, él me contestó que ninguna. E hizo un gesto, como señalando a sus espaldas. Luego dijo:

En la Tradición únicamente habita la Revolución. Es ahí donde debe buscarse.

En efecto, en la Tradición y sólo en ella brota la Novedad. El Universo en mutación constante que deviene de unas estructuras ya largamente consolidadas. La vida debe parecerse necesariamente a esas catedrales que van sufriendo reformas y añadidos por espacio de mil años. En ellas se funden los más variados estilos, las más inconcebibles asimetrías y reformulaciones. Alguna de sus criptas quizá conserve estructuras de lo que fue una pequeña iglesia prerrománica. Después llegan los añadidos del románico, la enorme ampliación vertical del gótico. Y en pleno renacimiento y barroco, los nuevos tiempos dejan su impronta, desdibujando su anterior aspecto innegablemente medieval. Eso es crecimiento. La vida de una persona consta de un número de etapas de muy desigual longitud. Algunas de ellas se hunden en la oscuridad casi animal de la infancia. Todo en ellas en dependencia, fusión absoluta con un vientre materno que todavía concentra en realidad el Universo. Después viene el despliegue. El yo normal que se despliega, que extiende sus tentáculos sobre el resto del medio físico y social y lo explora, lo construye, lo recrea, pues hacer eso es la única clave de la realización del propio yo. Sin embargo, como veíamos en el capítulo anterior, el edificio de nuestra vida siempre contiene unos sótanos y unos gérmenes que nos ponen en contacto con el no-yo. Si denominamos no-yo al Universo, que por medio de nuestra madre nos trajo al ser, o si le damos el nombre de Inconsciente, en cualquier caso nos hallamos ante el problema de la individuación, de la Separación a partir de una matriz cuya extensión y profundidad abarca el Todo.

Primero se corta el cordón umbilical físico. Después, a través de un proceso largo y para el que no existen tijeras especiales, debe cortarse el cordón umbilical psíquico. Las teorías de la psicología experimental no aciertan a dar cuenta de este proceso tan trascendental. La psicología conductista, que predominó en los Estados Unidos y, por colonización académica, en el resto de Occidente, no puede estar en ese sentido más equivocada. Tal psicología, si puede llamarse así a un mecanicismo que niega el alma, se limita a contemplar el niño como una suerte de rata de laboratorio, encerrada en una Caja de Skinner, su “mundo” de cuatro paredes donde toda variable se podrá controlar y manipular a voluntad del experimentador. Así pues, el ser humano es ya un dato preestablecido, como cuerpo animal influenciable, moldeable por factores cambiantes en el ambiente. Lo único constante es el conjunto de parámetros biológicos, que se dan como fijos y homogéneos en su especie. Un cuerpo animal ya dado desde el momento en que viene al mundo y que va aprendiendo respuestas: esa es toda la teoría conductista sobre la diferenciación del yo a lo largo de la vida. El misterio de la vida queda reducido a un proceso mecánico. El yo brota de la vida como la luz de una lámpara cuando se pulsa el interruptor. No es de extrañar que en un mundo mecanizado, y por ende deshumanizado, esta psicología del estímulo-respuesta, y su nueva versión, la psicología computacional y cognitiva, haya gozado de tanto predicamento en las universidades y laboratorios. La mente como máquina, la mente como ordenador, ¿qué otra imagen podría adoptar el racionalismo irracional de nuestros tiempos?

Porque reducir el alma humana y el misterio de su diferenciación a la condición de una máquina es, al mismo tiempo, la culminación del racionalismo y la mayor de las irracionalidades que puede cometer el ser humano. La filosofía occidental de los últimos tres siglos ha persistido en contemplar el universo como una máquina gigantesca, un conjunto inmenso de engranajes perfectamente ajustados de acuerdo con leyes matemáticas precisas y cognoscibles. Atrás quedaron sabidurías muy antiguas, que los griegos compartieron con los sabios de Oriente, y que jamás se perdieron en los tiempos del Medioevo y del Renacimiento: que el cosmos es, por el contrario, un gran ser vivo, una unidad orgánica cuyas partes viven, crecen, respiran, y realizan las demás funciones vitales acorde con el Todo al que pertenecen y al que deben su ser, acreciéndole ellas por su parte. La idea antiquísima según la cual un trozo de vida (ergo, un alma) es ya en sí un Microcosmos que contribuye al Macrocosmos, y le aporta su hálito, su riqueza exuberante de ser, y viceversa. Bajo este prisma de los filósofos antiguos, orientales, medievales y renacentistas podríamos entender la Psicología de un modo muy distinto del que nos ofrecen nuestros académicos de bata blanca actuales. Lejos de ser la mente (o psique) una especie de apéndice insignificante del mundo material, apéndice de aspecto residual (eso viene a significar en realidad el término epifenómeno, lo mental como residuo de la materia) del universo físico-matemático, o excreto del cerebro, la realidad psíquica se nos debería ofrecer por el contrario como la faz rica y densa del ser de las cosas. El estudio de la psique equivale punto por punto al estudio del universo y del Todo, toda vez que dejamos de contemplar estas ideas como meras acumulaciones mecánicas de átomos, estrellas, galaxias. Desde el momento en que sabemos a ciencia cierta que más allá de las frías fórmulas y cálculos matemáticos, y envolviendo a los millones de conexiones que las neuronas cerebrales producen en un segundo de vida mental, hay un universo psíquico que preña esta complejidad de la materia. Llegará un día en que la ciencia, si no degenera a causa de la trivialidad que le imponen los estados, los ejércitos y las multinacionales, pueda llegar a edificar el verdadero Materialismo. Este, paradójicamente, no podrá ser otra cosa que un nuevo y más alto Panpsiquismo. Este punto de vista, como dice la palabra (de pan, todo, y psique, alma) enseñará que la materia toda, en sus más diversos grados de organización, no consiste en otra cosa que la actividad vital del alma, de un punto o vértice siempre vivo en torno del cual giran y se animan todos los seres. El universo que la mayoría de los científicos de hoy en día nos enseñan, ellos que son unos meros especialistas pero casi nunca sabios, no es otra cosa que un cúmulo de cadáveres y frías estructuras vacías. Las ciencias aplicadas que puedan surgir de tan enteco prisma, por ejemplo, la psicoterapia, la pedagogía, la psiquiatría, etc., no pueden por menos que dimitir de antemano de lo que sería su verdadero cometido: buscar la felicidad del ser humano, garantizar su sanación y crecimiento en un mundo cada vez más deshumanizado y amenazante.

Hacia una Gran Ciencia de la Psique
La era de la gran ciencia de la psique no ha llegado aún. Ella no podrá obviar los resultados de nuestras disciplinas actuales. Desde la cosmología hasta la neurobiología, desde la historia hasta matemáticas. Pero se tendrá que abandonar por fuerza todo ese enfoque unilateral y reduccionista que les preside. La psique es la gran olvidada, es el rincón donde se acumulan los desechos conceptuales del materialismo empobrecido, del racionalismo estrecho. Los especialistas de hoy se parecen a esa señora de la limpieza que esconde el polvo barrido debajo de las alfombras. Alguien tendrá que recoger el polvo acumulado en la ciencia moderna y restaurar a la psique su lugar en el universo, un lugar que acaso sea el Todo.

Y en relación con ese Todo al que nos debemos, vino a mi recuerdo la enseñanza del Maestro Viajero: “El Universo es tu terapeuta”.

¿Quién no vive angustiado en este mundo de prisas, competencia y productividad? El maldito invento del reloj ha venido a dar al traste con lo más valioso de la civilización occidental. La contemplación, el oteo amoroso de cuanto nos rodea, la tranquila observación de las nubes por encima de nuestras cabezas, el honesto tumbarse en el césped tras una santa jornada de trabajo, animada charla y amor. El Eros, del que tanto sabían los griegos y los orientales, es hoy un raquítico remedo del Amor en el sentido antiguo. La inflación de la sexualidad en la vida cotidiana nos tiene que hacer sospechar. El sexo es hoy una de las principales mercancías que, bajo mil formas, se compra y se vende y sólo sirve para explotar al ser humano. Sigmund Freud consideró que la sociedad –el Super Yo– entendida como conjunto de normas puritanas que nuestra conciencia ha interiorizado, reprime sin cesar nuestros instintos y pasiones, y pone diques a un inconsciente que, sumido en la urgencia, sólo busca la satisfacción del placer. Tal psicología pudo crearse en unos tiempos como los del Dr. Freud, a caballo entre los siglos XIX y el XX que, en Europa Central y especialmente entre las clases medias y altas, era tiempos de represión sexual y moral puritana. En un ambiente social de esas características, era fácil considerar que los trastornos neuróticos debían su génesis a una acumulación de energía que, procedente de las interioridades del inconsciente, no hallaba canales de salida al exterior, hacia un objeto al cual fijarse, con el cual alcanzar una satisfacción. Ese ambiente “victoriano” que envolvía a Freud y a sus pacientes era, asimismo, un ambiente epistemológico dominado por el positivismo y el irrefrenable prestigio de la Física como ciencia dominante. Todo fenómeno debía ser enviado a un tipo de leyes y explicaciones de índole física. La palabra energía referida a la actividad psíquica era omnipresente en el psicoanálisis. El término libido se acuñó con el fin de aludir a un tipo de energía que debía comprender la sexual, pero que en realidad implicaba una “carga” instintiva o emocional de la psique. Fue el discípulo díscolo de Freud, Carl G. Jung quien liberó por completo al inconsciente humano de su papel poco brillante que el maestro y fundador del psicoanálisis le había otorgado. Era algo más que un sótano donde el yo guardaba las suciedades e inmoralidades que su vida social y su máscara personal le obligaban a reprimir. Este sótano podía contener este tipo de deseos eróticos, especialmente los no realizados. Pero su contenido, a medida que se arrojaba más luz sobre el inframundo, iba mucho más allá. Tampoco se limitaba a lo subliminal, es decir, al conjunto de aquellas imágenes cuya intensidad energética no era lo suficientemente elevada como para salir fuera, hacia la conciencia. El inconsciente no era únicamente un mundo oculto y reprimido. Al abarcar un inconsciente colectivo idéntico en todo individuo humano y por debajo y alrededor de todo inconsciente personal, la teoría del contenido exclusivamente sexual de las motivaciones primarias del sujeto se reveló como muy pobre e insatisfactoria.

Una vez, el Maestro Viajero charlaba con un joven discípulo, aquejado de esa suerte de problemas que suele recibir el nombre de “eróticos”. El Maestro le recordó que el Eros de los griegos, el de Platón era, básicamente, una fuerza unitiva de rango cósmico. El instinto de unión carnal que experimentamos los seres humanos debe verse siempre como instinto de unión espiritual, la única y verdadera unión. La unión más brutal y deshumanizadora, como la que puede hacerse con instinto sádico o en el contexto de la prostitución, no es más que un “vaciado” o desviación de la plena unión, de la cual la carnal es sólo una subespecie o un aspecto del Todo. “No es la pulsión la que habita en ti” –le dijo entonces el Maestro. “Muy al contrario, tú habitas dentro de la Pulsión, ella te arrastra y tu carne se deja llevar. El objeto al que te ha de conducir dependerá de cómo procedas en la navegación. Si amas de verdad con nobleza, si te olvidas del cascarón de tu barco y piensas que lo que de veras resulta importante es el puerto, esa unión es noble y verdadera”.

La pulsión no habita en ti, querido lector. Debes recordarlo. Todos nosotros somos cuerpos arrastrados por una corriente. Nuestros brazos y piernas pueden nadar. La nave que nos lleva puede gozar de mayor o menor estabilidad y velamen. Pero lo que de veras importa es el objeto hacia el que los vientos nos deben ser favorables. Ese objeto, ese puerto al que anhela llegar el marinero es una persona, en muchas de las ocasiones. Un ser que nos espera, acaso lo hacía desde antes de nacer y sin ninguna conciencia de una tal espera. Acaso, es el cosmos entero el que aguarda una respuesta de nosotros. Un pequeño jardín olvidado que espera de tus cuidados. Barre sus hojas, quita las zarzas y enredaderas. Dale agua y sol a sus rosales. Quién sabe cuántos huertos esperan de ti una dosis pequeña de belleza. Se puede volver a descubrir a los tuyos, que los tienes ahí tan cerca. Cuando el Maestro Viajero hablaba de puertos donde atracar, con ello no se estaba refiriendo exclusivamente a seres lejanos y difíciles de alcanzar. Los folletines románticos suelen hablarnos de amores imposibles, pero ¿qué hay de los posibles, de los cercanos, de los que esperan de uno cuando menos la sonrisa y la caricia que, no pocas veces, separan la tenue frontera entre el suicidio y las ganas eufóricas de vivir siempre?

La psique de cada uno, la psique individualizada, hunde sus raíces más profundas en un Universo, en una Totalidad. En esencia, se confunde con esa Totalidad, con lo cual podría decirse sin ambages que cada psique es un aspecto de la Psique Total. Podría compararse adecuadamente con un gigantesco océano cuyas olas y mareas afectan a miles de costas, cuya masa líquida penetra por mil bocas y a todas llega. La Psique Total es una, es la experiencia e infraexperiencia de todos los seres humanos, y Jung la denominó Inconsciente Colectivo. De él brotan todos los esfuerzos unitivos que una persona puede desplegar a lo largo de su vida. En el fondo, lo deseado por un individuo, ya sea encontrar su media naranja ya alcanzar la fama, el poder o la gloria, en suma, cualquier objeto cargado de libido y que le sirve de motivación para actuar enérgicamente con vistas a atrapar su deseo, es ya algo conseguido de antemano. En potencia, como en estado larvario, es algo que ya ha alcanzado su unión antes del tiempo, fuera del tiempo. En el fondo, el mito de la media naranja, en el que tantos enamorados se regocijan y al que tantos creadores románticos se entregan, posee raíces más profundas que la de los textos platónicos. Es una posibilidad ya dada en el Inconsciente colectivo: allí se encuentran las imágenes que deseamos. La educación y las demás imposiciones sociales pueden desviarnos hacia otros puertos en la navegación de nuestra vida. Pero sólo podemos agotar en acto las posibilidades que ya nos venían trazadas de antemano.

Vive el Destino
No otra cosa es el Destino, el fatum. Como decía San Agustín, Dios es ajeno a la sucesión de acontecimientos en el tiempo. Que nuestra mente distinga el antes, el ahora y el después, sólo obedece a una limitación intrínseca de este órgano humano. Para Dios todo fenómeno es co-presente. Cuando un teólogo cristiano alude a la Providencia, tal palabra viene a ser otra manera de denominar esa simultaneidad esencial de todas las cosas desde un punto de vista supremo, omnisciente. Con quién habremos de compartir nuestra vida, a quién debemos amar o qué cosas en el fondo nos corresponden buscar sin descanso, eso que en suma llamamos “sentido de la existencia” está ya previsto de antemano como conjunto de disposiciones que el Inconsciente colectivo almacena y, eventualmente, puede revelarnos.

El Maestro Viajero conoció en cierta ocasión a un hombre joven, pero muy atribulado. Había iniciado ciertos proyectos de carácter profesional e intelectual, pero todos ellos habían dado en fracaso. Se hacía evidente que era una persona de talento, y lo que se suele llamar hoy una “sólida formación” no le faltaba para poder salir adelante. Con todo, vivía muy por debajo de lo que su mérito debía haberle deparado. Era un caso típico de persona que no se había encontrado “en el lugar adecuado y en el momento justo”, como se suele decir. Pero tras una conversación con el Maestro, y tras mucho tiempo reordenando sus planteamientos vitales, este joven tuvo una especie de revelación. ¿Qué mejor palabra que ésta, procedente del ámbito religioso, para describir un estado mental en el que se caen los idola, es decir, los prejuicios, las barreras, los dioses falsos, y todo se ve por una vez claro y nítido?. El hombre abandonó de golpe una serie de proyectos y ataduras que no le conducían sino a un callejón sin salida y programó a medio plazo un plan de vida que, muy pronto, le permitió asegurarse una posición estable y cómoda en la vida. En su decisión hubo, sin duda, una dosis de renuncia a objetos que siempre le habían parecido halagüeños. Pero a cambio, una nueva vida de posibilidades se le abría de golpe. Como sucede en los cuentos y en los sueños, al doblar insospechadamente una esquina o al entrar por una angosta portezuela, un paisaje maravilloso, lleno de luz y esperanza, se le abría de repente.

Todo habita en nosotros. Cada yo es un pequeño dios, y como tal, en una dimensión muy oculta y profunda, ese dios hecho hombre es sabedor de lo que realmente le aguarda su destino. La persona (etimológicamente, del griego prosopon, máscara), puede angostar muchas de esas posibilidades enriquecedoras. Además de la máscara profesional o social que llevamos todos, se agita dentro un yo que puede correr el peligro inmenso de verse anegado súbitamente por un crecimiento del Inconsciente, cuyas dimensiones y profundidades nos anulan, verdaderamente, si no somos capaces de establecer sistemas compensatorios. El yo ha de ser la gran compensación, sostenida y continua ante un Inconsciente vivo y en perpetuo movimiento, ante el cual ese pequeño dios a que aspira el yo puede, por contra, pulverizarse.

El gran peligro del yo es esa pulverización. Tal suceso comienza ante un crecimiento inusitado de uno o varios complejos. Un complejo consiste en una entidad psíquica que habita dentro de nuestra mente y de la que es, en cierto modo, parasitaria. En biología, los organismos parasitarios son entes intrusos que viven dentro de otra criatura huésped a la cual no le procuran la más mínima ventaja (de lo contrario, hablaríamos de una simbiosis), antes al contrario, le detraen nutrientes, energía u otros aspectos fundamentales de la existencia. En la psique sucede algo muy parecido. Un yo fragmentado es un yo que ha consentido que desde las profundidades del Inconsciente se fueran formando unas constelaciones de imágenes que, dotadas de vida propia y persiguiendo sus propios fines, se lanzan a la conquista del yo e irrumpen en la vida consciente, alterándola bajo diversos estados patológicos. Cuando la ruptura es irreversible, la personalidad se fragmenta y el individuo cae en la psicosis. Si la ruptura es sólo parcial y la conciencia es capaz de poner en contacto los complejos autónomos, si bien no los domina y a menudo se deja arrastrar por ellos, entonces la patología es la propia de una neurosis.

Se invierte mucha energía en controlar y dar satisfacción a los complejos. Demasiada para que un ser humano pueda llamarse, sufriéndolos, un ser “feliz”. Ninguna filosofía o religión enseña hoy al hombre moderno a ser feliz. Esas funciones ya vienen usurpadas por la sociedad de consumo y la machacona e ineludible publicidad. El gran peso de un yo impostado lo llevan millones de personas que luchan por adecuarse a esas máscaras que el trabajo, la clase social, el vecindario o el currículo familiar parece que nos imponen. Y el Gran Hermano televisivo, por supuesto. Pero todo ello, impuesto de forma supraconsciente no es otra cosa que un artificio para ocultar a otros usurpadores que llevamos dentro. Los complejos constelizados a partir de una imágenes o preformaciones que no son invenciones nuestras, sino que brotan de muy abajo, de lo más hondo y oscuro del ser humano. La máscara, la imagen externa, el rol social o profesional que diariamente se asume, todo eso es mera actuación en comparación con las fuerzas ocultas que verdaderamente nos dominan. El yo puramente sano sería una bendición, un sí-mismo de veras integrado, una unidad cuyo fin es preservar esa misma unidad individuada. Pero en la mayoría de los individuos el proyecto natural de todo sí-mismo se ve truncado y desviado. Las zancadillas nos las ponen esos demonios ocultos que trasguean con nuestra existencia, nos detraen energías, se imponen sobre el yo.

El Maestro Viajero me habló en cierta ocasión de un hombre joven dotado de una actitud racionalista estricta, que la hacía extensible a todas sus relaciones personales e intelectuales. Sin embargo este sujeto, en caso de permanecer solo en un apartamento o tener que dormir sin su esposa al lado, sufría lo indecible, y así le ocurría desde niño, por temor a un pensamiento: que las cosas se volviesen locas de repente y, como sucede en los llamados fenómenos poltergeist, éstas se suspendieran en el aire o se comportaran de la manera en que nunca debieran hacerlo para no hacer tambalear sus “sólidas” bases racionalistas. Sin lugar a dudas, ahí actuaba en su alma un complejo dominador de su yo, y el rígido racionalismo compensador de su vida era una armadura que pretendía hacer frente a inseguridades y acometidas muy antiguas y profundas.

La Vida no se mide
No quieres perder el tiempo. Desde luego es útil y da placer aprovecharlo, pero ¿tan malo es perder el tiempo? A veces perderlo parece malgastarlo. Como si se tratara de un capital cuantificado de una manera limitada. Como si fuera, en verdad, un tesoro finito, con el que hubiera que llegar a fin de mes o a término de una “buena vida”. Medir mucho nuestro tiempo es un horror. La civilización devino en barbarie en cuanto se inventó el reloj. La vida, por supuesto, tiene su fin. Pero la vida no se mide. La cualidad de la existencia es única, no ya para cada organismo que la lleva a cabo, sino para cada instante. El primer beso, el primer llanto, cualquier instante significativo de nuestra existencia, y como tal nuestro e imborrable, no admite medida de peso, duración, precio. El valor que para nosotros tuvo, eso es su ser. La intensidad de esos instantes, pocos o muchos, es lo que hace la vida, y ninguna vida es comparable a otra. Grandes viajeros o exploradores se aburrieron como ostras. Anónimos bibliotecarios de provincias llenaron sus instantes de ilusión, intensidad, de fuego. Nada de lo que llamamos “valor de nuestra vida” admite una comparanza. Cada vida es un universo herméticamente cerrado a otra, salvo que el amor, la amistad o la compasión nos tienda puentes de contacto con las vidas de otros, y pasemos a ser –como decía Schopenhauer– no sólo actores protagonistas sino figurantes de las obras de los otros.

El tiempo puede y debe ser nuestro pero, repitámoslo mil veces, nunca es una sustancia o patrimonio finito. El “nuestro” al que se alude aquí no guarda la menor relación con la avaricia. Podemos usar el posesivo –mío, tuyo, vuestro– a condición de que ello no implique exclusividad. Lo mismo sucede con las cosas. El ser humano pleno, quien vive autoeducado, se posesiona de los objetos más insospechados, a menudo con nulo valor de mercado, a condición de que para él representen recuerdos, emblemas y signos de una vida. Son objetos que nos gusta guardar, o en caso de paisajes, lugares o bienes inmuebles, se trata de experiencias que nos gusta atesorar y recrear en la medida en que son espejos de nuestro propio existir. Ellos están ahí, y me dicen que yo estoy o estive también allí.

En cierta ocasión, el Maestro Viajero daba cuerda a un viejo reloj dorado. Le pregunté en cierta ocasión qué valor podía adquirir un objeto que, cada dos por tres, retrasaba la hora y por ende no era fiable. El Maestro me contestó: “Hay una cita a la que nunca debo faltar, y darle cuerda al reloj de mi abuelo me lo indica a diario. El rostro de quien yo quise – no importa cuántas décadas hayan transcurrido desde su muerte– vuelve a mi mente. Él y yo nos reencontramos, entonces”. En efecto, también hay objetos que son oportunos para las citas con los muertos. En la experiencia interna de cada cual todo vuelve a cobrar vida. Lo pasado, lo presente y lo futuro coexisten y en ese interior se actualiza.

El mundo de hoy, basado en el Mercado y en el culto a la Técnica, es un mundo que ha enloquecido. El tiempo sirve para medirlo todo: el valor de las cosas, el esfuerzo y el sufrimiento humanos, la maldita “competitividad”, la nefasta “productividad”… Sin embargo el tiempo no se posee, aunque se consume y en su consumo los seres humanos se aniquilan en masa, como víctimas de un sacrificio fanático a ídolos de orden colectivo. Muchas personas que se ven obligadas a salir de la vorágine del consumo de energías y de tiempo, por las razones que sean (vejez, enfermedad, desempleo) entran rápidamente en la senda de la autodestrucción al no sentirse “útiles”, al sobrarles ese patrimonio del que siempre han carecido, acaso desde la infancia, y con el cual ya nada saben qué hacer con él: el tiempo. Sin embargo, siempre hay una hoja seca de otoño en la que fijarse. Una oruga afanosa en la que posar la mirada. La brizna de la hierba, su crecimiento y renovado verdor. Los reflejos del charco en la calle. La musicalidad de la risa infantil a la puerta de un colegio. El blancor de la nieve en las cumbres. Todos estos son ejemplos de fenómenos que, sin cesar, nos hablan del tiempo. De la presencia de las cosas. Del ser, tan denso y misterioso como es.

Alguien me dirá que hay que ser filósofo o poeta para poder sentir de esa manera las cosas. No penséis en especialistas de ningún tipo, en “hombres superiores”. Cualquiera que inicie el camino del crecimiento y la sanación podrá en efecto vibrar ante estas experiencias, podrá sentirse “real”, denso, poseedor del tiempo y no consumidor de él.

La sociedad en la que nos educamos está recortada en intervalos de tiempo, y el valor de lo que un ser humano hace se mide acorde con esos segmentos o cantidades de tiempo medido. Ya en el colegio las horas se dividen a golpes de timbre o campanilla. Con rapidez, los niños se acostumbran a cambiar de aula o salir al patio exactamente de la misma manera en que la actividad de los obreros en una fábrica es controlada por medio de cronómetros y pautas de acción prefijadas. Hay quien sale a pasear, incluso, de una forma mecánica y estrictamente regulada. Abundan los que se toman sus horas de placer y ocio como una mera prolongación de su horario de oficina. Se habla de “rentabilizar” su tiempo y de “aprovecharlo”. La Edad Media contaba con una más exacta comprensión del tiempo. El tiempo del campesino y del monje se subordinaba a la negación misma del tiempo, esto es, la Eternidad.

El inconsciente no mide el tiempo como nuestro yo, encadenado a un reloj. El inconsciente personal no es en gran medida un poso, un pasado. Allí nos enfangamos en el instante en cuanto las luces del día y el tictac que marca nuestra sociedad se retiran. Sus sombras nos envuelven, acaso maternalmente, también con gran peligro, pues las sombras atraen y la oscuridad protege al furtivo y al ladrón, pero le hacen perderse para siempre. Un yo sumergido en su propia oscuridad es un yo que puede haberse perdido y nunca más reconocerse. El pasado entonces habría devorado al presente y cegaría la salida al túnel a todo porvenir.

El Todo Inconsciente
Mucho más terrible, e inasequible al tiempo es el inconsciente colectivo. Este sí que ya no guarda ninguna relación con los posesivos en primera persona, no es “mío”, no es “nuestro”. Es colectivo, universal, un “nuestro” que quizás no se restrinja a la mera humanidad –presente y pasada, quien sabe si futura– sino que puede ser el fondo oceánico de la misma animalidad. Fondo abisal al que no podemos arrojar luz lo bastante potente, y menos con nuestras categorías casuales, espaciales o temporales. Dentro de nosotros habita esa inmensidad que las religiones monoteístas, –por ejemplo, el cristianismo– atribuyeron a Dios: un alma en la que coexiste el presente, pasado u futuro. Un alma en la que no hay distancias ni diferencias entre “aquí” y “allí”, cerca y lejos. Un alma en la que el efecto ya se da, aunque no se haya dado la causa, en que el antes y el después no se encuentran ordenados, que coexisten. Y sin embargo no es un alma omnisciente, como la teología dice de Dios. Es un todo revuelto, un fondo dinámico que vive en nosotros y sin embargo no lo sabe todo: es lo Inconsciente.

De ese ser colectivo y universal proceden todas las impresiones y representaciones que no nos podemos explicar, pero que son las responsables de súbitos cambios de nuestro rumbo, de ideas originales y repentinas, de aciertos geniales o decisiones fatales. De ese océano turbulento y en gran medida opaco surgen las representaciones fundamentales sobre las que se ha asentado la cultura humana, e sus más diversas manifestaciones. Así, por ejemplo, los símbolos de las religiones ya existían antes del surgimiento histórico de éstas. Los arquetipos de nuestros sueños, de los cuentos de hadas universales, de la mitología y la creación artística. Es de todo punto imprescindible comprender que los arquetipos, esas estructuras básicas emanadas del Inconsciente colectivo, no son buscados por el hombre. Éstos se le aparecen a él. Los arquetipos son siempre revelaciones. El ser humano, ya sea su cultura ésta o aquella, su circunstancia vital una u otra, o su grado de desarrollo intelectual muy elevado o muy bajo, el arquetipo se parece a un dios que se manifiesta. Su aparición equivale completamente a una teofanía.

En un tiempo en que el hombre vive envuelto, cuando no sumergido, en una atmósfera religiosa y esta impregna a toda su cultura, es natural que al arquetipo se le asigne un valor y un sentido religiosos. El filósofo de la religión Rudolf Otto describió el proceso de la aparición de lo sagrado como un proceso de dos caras. Por un lado, se da la atracción o fascinación que ese objeto o representación causa en un sujeto, presente ante la misma. Por el otro, existe la repulsión u horror que el arquetipo revelado provoca en ese espectador. Que conste que el sujeto es aquí paciente, espectador, testigo. Su imaginación re-productiva o su fantasía re-creadora sólo intervienen a posteriori, cuando ya el sujeto ha trabado contacto con esa representación numinosa, con lo sagrado.

En una sociedad mucho más secularizada, como puede ser la nuestra, el contacto con esas revelaciones puede darse en otros muchos contextos. La religión de otros días sigue siendo un caudal informe de energías y contenidos que bien pueden encontrar su salida en otros trazados formales: las ideologías políticas, la estética, la cultura de masas. En cualquier aspecto de la cultura de masas y de la “Industria cultural” (Escuela de Frankfurt), hay oportunidad para que los arquetipos se expresen y adquieran contenidos nuevos.

El ser humano moderno ha de precaverse ante cualquier señal que indique que está siendo poseído por el inconsciente. Este es un depósito de imágenes que se agitan vivas y son dinámicas. Poseen su propia vis, su fuerza. Visitar nuestro Inconsciente Colectivo no se parece en nada a entrar en una especie de Museo. Aquí las piezas están formando parte de nosotros, porque nosotros somos la Humanidad. Estas piezas o imágenes bullen dentro de nuestra alma y se pueden apropiar, a través del Inconsciente personal, de nuestra propia y singular individualidad, echándola a perder.

El sadomasoquismo que envenena el alma
No cabe la menor duda de que esta humanidad descarriada se ha entregado a arquetipos correspondientes a fases muy primitivas de su evolución, fantasmas que han ido tomando densidad y que han devenido núcleos en torno de los cuales se forman “constelaciones” de complejos que asolan a la cultura y la hacen retrogradar. Por culpa de ello, la humanidad vive por debajo de sus posibilidades morales y se entrega a orgías de primitivismo de las cuales no será fácil salir. La estructura sadomasoquista de gran parte de la personalidad contemporánea colectiva es una de esas enfermedades que más trabajo nos costará extirpar. El ser humano contemporáneo es, en efecto, un enfermo, por más sana que quiera considerar su psique. Lleva consigo una clase de pecado original que le mancha, aunque solo sea por su pertenencia a una especie que ha creado culturas y civilizaciones basadas en inflingir dolor ajeno y obtener a cambio ganancias materiales o hedónicas por ello. Todas las perversiones del pasado –la esclavitud, la servidumbre– han ido encaminadas hacia la consideración del otro humano como un instrumento al servicio del propio yo. Como decía Kant, deberíamos obrar de tal modo que tratáramos al otro como un fin en sí mismo y no como un medio al servicio de nuestro propio yo. En cuanto una estructura social o una fase histórica en la evolución de la humanidad nos acostumbra a deshumanizar a los seres humanos, a verlos como simples objetos mercantiles, cuerpos animales, maquinas de trabajo o dianas de nuestro deseo, entonces hemos sembrado en nuestra alma todo ese germen de podredumbre. El sadomasoquismo, como estructura básica de la personalidad “civilizada” va creciendo más y más y en lugar de ir creciendo como un árbol sano y robusto, armónicamente unido a su paisaje y ecosistema, nos volvemos planta parasitaria, dependiente del otro de la forma más malsana, bien para darle beneficio a él, bien para beneficiarnos a costa de él.

El extraño concepto de sociedad en que vivimos hoy es precisamente este de la malsana dependencia recíproca. Cuando hablamos de sanación y crecimiento no hacemos referencia a otra cosa, evidentemente, que a la vieja idea humanista de la autosuficiencia personal. Construir un ser pleno es hacerse autárquico. Sea cual sea el modelo social en que nos toque vivir, no habrá salud y construcción de la persona si este marco social no nos permite unos espacios libres y una confianza para ser cada cual uno mismo, para hacerse uno mismo.

Cualquier regresión al inconsciente colectivo en realidad equivale a una inundación. ¿Quién desearía que en su casa penetrara el mar? Con el mar es hermoso vivir. Nadar entre sus olas en verano, pasear al atardecer, escuchar la música de las olas y sentir la espuma en las mejillas. Pero su capacidad de dominio es terrible, y ha de estar delimitada una zona fluctuante de costa, a salvo de las crecidas y las arremetidas. El Maestro me contó en cierta ocasión que los marinos respetan al mar más que los de tierra adentro, y eso vale de advertencia: la fuerza del Inconsciente colectivo puede compararse a la del Universo, y quedar atrapado por él equivale a desaparecer. Nuestra vida es individuación y es construcción.

Debemos aprender de nuevo a mirar
Pero construir no significa remover un entorno, cortar y aplanar, causar destrozos para edificar un Templo nuevo sobre un erial. ¿De qué nos valdría ese Templo si la auténtica casa de lo divino, la naturaleza y la belleza espontánea de ésta, la hemos aniquilado? Lo bello es sencillo. Hay sencillas casitas en el campo, hechas con orgullo por el trabajo sencillo y como cantando loas a una rutina feliz entre la familia y el arado, unas granjitas coquetas y plantadas en su paisaje, que superan en un ciento a los magníficos palacios de los soberbios, alzados por encargo y sin amor. Hay ermitas envueltas en la niebla y el verdor, hay ventanas iluminadas en los montes y campos que infunden a todo caminante un placentero mensaje de paz, del sosiego amoroso del que labra su campo todos los días y se afana por lo suyo y los suyos, que es la forma de comenzar por afanarse en pro del Universo entero. Verdaderamente este libro posee muy poca “filosofía”, casi nada de novedoso, y menos aún revolucionario hay en estas líneas que se te ofrecen. Lo injusto y lo urgente en el mundo quizá reclamen manifiestos, panfletos y revoluciones. Ahora, que lees esto, no es el momento de ponernos con eso. Ahora es el momento de mirar. Toda esta sabiduría, si así puede llamarse, consiste simplemente en mirar. La contemplación no es un valor en alza en este mundo que tantas veces te ha parecido estúpido y cruel. Los más antiguos pensadores supieron poseer algo más que una mente analítica y calculadora. Supieron mirar. Mirar con cariño, interés, curiosidad. El amor entendido dentro de la esfera de la actividad intelectual es un misterio al que se le han puesto innumerables nombres. Tanto da el rótulo que se establezca. Lo que debes hacer es empezar.

Una revolución contra el progreso
Podemos empezar de nuevo. Claro que sí. Esos campos a los que faltan árboles, a los que se tala, asfalta y viola con brutal descaro tecnocrático… Esos deben ser objetos de nuestro futuro amor y contemplación. Llénalos de retoños. Sal fuera. Mira tu entorno más allá del asfalto. Hay que plantar miles de árboles hasta que ahoguen las autovías y los raíles de la alta velocidad. También hay que salir a hablar con nuestros mayores y con los que aún mantienen una relación honesta con la Madre Naturaleza. Aprender el Lenguaje de origen divino que todavía hablan. Hay que imitar lo sencillo, lo sobrio, lo sano, lo fuerte. ¡Hay tanta costra de la cual despojarse! Un baño lustral que dé brillo al poso del que venimos, a la madre que se agita en el fondo, al tesoro que entre todos hemos violado y despreciado. Deberíamos volver a caminar con los pies desnudos sobre la mullida pradera que un día fue nuestro Jardín, y encerrar todos los ruidos de nuestras máquinas, empezando por los coches, en un saco y arrojarlo a los abismos liminares: en el Fin del Mundo ocuparán su lugar las tuercas, martillos, aviones y ordenadores electrónicos.

En realidad no es tan difícil vivir.

Es fundamental que mantengamos la calma y sepamos mirar a nuestro alrededor con dulzura. La prisa lesiona el corazón, destruye todo nuestro aparato circulatorio y ahoga el riego del cerebro. Han montado un mundo de prisas y relojes con el único fin de destruirnos y acabar con la civilización, así como con la naturaleza. La medida más ecológica, de entre todas las leyes conservacionistas que se podrían promulgar es esta: conservar el alma humana. Si conserváramos lo más humano de nuestro ser, la existencia de las demás especies animales estaría garantizada. Y para ello, sería higiénico arrojar al fuego todos los relojes y medidas de productividad. Evidentemente, hacer una cosa así habría de requerir unos cambios fundamentales en nuestra manera de producir y en nuestra concepción de lo que es “riqueza”. Y ello implica una clásica idea: autarquía. Los filósofos griegos sabían de lo que hablaban cuando hacían mención a la autosuficiencia. Forma parte del saber vivir. La garantía de toda supervivencia, no requerir de nadie y no crearse necesidades superfluas. Estas pulsiones, evidentemente, si son superfluas no son necesidades. Hemos de salir de todo el cúmulo de contradicciones y paradojas que ha creado el capitalismo y, en general, el “desarrollismo”. La mentalidad desarrollista nacida en Europa y exportada –a veces a cañonazos– a todas las demás culturas del mundo es, curiosamente, la que más hambre y miseria, la que más subdesarrollo ha creado a su alrededor. Culturas dignas, modos de vida nobles, sanos y hermosos, han sucumbido en el altar del Progreso. El humo, la contaminación, la basura, el expolio, el desierto, la esclavitud. Cuántas miserias nos ha traído el Dios del Progreso. Y este Dios nace de un núcleo fundamental: la medida del tiempo, la medida de cuanto hace un ser humano –productivamente hablando– con el fin de hacerle dependiente de un pago por su trabajo. La esclavitud del trabajo y la esclavitud del tiempo.

Ya solo pisamos asfalto y odiamos la hierba. En el campo, nos molesta el sol, el hielo, la lluvia. Las hormigas y las abejas nos resultan compañías molestas. La piel desarrolla sensibilidad al polen, al sol, al aire fresco de la montaña. Todo nuestro cuerpo, artificial y urbano, experimenta poco a poco un rechazo. Y lo peor de todo acontece cuando éste ruidoso y sucio habitante de la ciudad quiere consumir naturaleza: elimina y destruye allí por donde va. Sus vehículos sobre ruedas horadan la Madre Tierra, violan el Bosque, rompen las Sendas Profundas. El vidrio y el fuego pueblan el Viejo Mundo, el Antiguo Cosmos que era, sustancialmente, Verde de Bosque y Azul de Mar. La Naturaleza siente rechazo ante este engendro de la ciudad. Y éste a su vez, repele a ese Cosmos, repele la fuente y el cauce de toda sanación. Hay un rechazo defensivo. Casi diría inmunológico, que es, sin lugar a dudas, recíproco. El humano muere ante la naturaleza, ya no sabe vivir con ella. Y la Madre Naturaleza se muere al contacto con esta clase de ser urbano.

Y si las cosas están así ¿cómo volver a ser naturales? Hay mucho camino por desandar. Antes de que todos los rascacielos se hundan en la arena, como castigo por su soberbia babélica, y antes de que los arquitectos vanguardistas sean condenados a una cura de humildad, labrando los campos y viviendo en casas de piedra y madera, mucho antes, todos podríamos hacer diversas cosas buenas. A nuestro entorno deberíamos darle mucho más de lo que tomamos en prenda de él. El ser humano, como la planta y el animal, establece ciclos de relación con el medio formando parte de él desde siempre y hasta el final. Antes de existir como individuos, ya había ciclos que nos precedían, por así decir. Antes de la fusión de dos células germinales, la masculina y la femenina, “ya éramos” en el sentido genérico: la Vida y una forma de vida (la especie) nos precedieron. Y cuando seamos cadáver y luego, menos todavía que cadáver, sino átomos desintegrados que se devuelven al infinito universo, la Vida y la especie como forma de vida, seguirán con su continuo existir. Arthur Schopenhauer supo muy bien ver este secreto de la Vida. Los individuos, en cierto modo, somos apariencia que oculta una Realidad indivisible y ajena a todo conocimiento, pues se trata ante todo de Voluntad. Todo el impulso de la Vida que se manifiesta en una lucha incesante de las criaturas por escapar de la muerte y alcanzar su propagación, aun a costa de mucha muerte, dolor y absurdos anhelos, es algo que se puede explicar de forma radical y absoluta apelando a esa Voluntad misma, a la Fuerza irresistible de la Naturaleza. Ella ha creado individuos y dentro de ellos, especies de individuos con conciencia de sí mismos (los humanos) sólo por seguir mejor su Impulso ciego fundamental y esencial: continuar siendo.

El Nuevo Panteísmo
No hay por qué ver una filosofía deprimente en todo esto. Al dejar este mundo, el Impulso fundamental, el Ser, la Voluntad o como quiera denominarse, seguirá su curso, acaso buscándose otros ropajes y formatos. Es claro que destruir a otros seres equivale exactamente a destruirse a uno mismo. El sadomasoquismo de la Civilización Occidental consiste precisamente en esta relación perversa que el ser humano ha establecido con los demás y con la Naturaleza, en suma, con el Cosmos. La Perversión consiste en una relación inadecuada o dañada con el objeto. El Objeto Envolvente, en suma, el Cosmos, debería ser objeto de nuestra más piadosa devoción. Ante tanta explosión de los fanatismos e intolerancias religiosas, la mejor cura del ser humano moderno consiste en este Nuevo Panteísmo (que algunos pueden interpretar como Ateísmo, pues uno está a un paso del otro). Nadie ha mandado a las hogueras a sus semejantes en el nombre de un Todo Cósmico al que se ama y se adora. Imposible sería crear Iglesias y cleros en el que lo Divino hubiera de buscarse por todas partes y sin Libro Sagrado alguno. Ese único Libro es la multiplicidad pasmosa de lo que nos rodea, la belleza de un mundo que –a pesar de muchas desgracias– nunca nos deja del todo de sonreír. Nos sonríe un niño desconocido en la calle, nos deslumbra una flor que crece en una grieta de la autopista, o un anciano nos da las gracias por llevarle la maleta hasta el vagón de tren. Son muchas, muchas las risas con que el Dios de la Belleza, que es siempre un Dios del Bien, nos alumbra el Camino.

¿Que te sientes pequeño en ese Macrocosmos infinito? Pero entonces dime, ¿para qué quieres ser grande?

 El Maestro Viajero me contó una vez un viejísimo cuento oriental que se refiere a esto mismo.

 Trataba de un gigante al que su palacio se le había vuelto muy pequeño. El gigante no cesaba de comer, y con su glotonería ya había asolado varios reinos del contorno. El magnífico palacio que sus vasallos le habían alzado, a medida de su tamaño colosal y de su gusto por el lujo esplendoroso, ya le parecía una miserable choza donde tenía que entrar medio encogido. Un aciago día, rompiendo la techumbre con su inmensa cabezota, bramó de forma temible, y cuentan los ancianos que ese rugido llegó hasta la otra orilla del mar. El gigante dejó atrás sus antiguos reinos y feudos, para alivio de las pobres gentes que le servían, y cruzó el océano como si fuera un charco, pues el nivel del mar le llegaba apenas a las rodillas. Cuando apareció en la otra costa, en las playas de un exótico y lejanísimo reino, este ogro colosal había crecido mucho entre tanto. Sus cuernos ya tropezaban con la luna, y a punto estuvo de dejarla caer por el suelo. Varias estrellas se descolgaron al tropezar con ellas, y algunas llegaron a caer sobre el océano o en mitad de los campos y los bosques. Los ejércitos de arqueros querían acribillarle con sus diminutas saetas, pero el gigante ya ni las veía ni sentía su débil pinchazo. Y llegó un momento en que el gigante había tomado tal forma inabarcable que nadie lo veía, igual que es difícil ver el mundo en su totalidad, porque es muy grande. De la misma manera en que un horizonte da paso a otro horizonte y a otro más y así muchas veces, durante la travesía del marino. Los sabios asiáticos que recordaban esta historia eran muy conscientes que lo grande en exceso llega a ser invisible o, por lo menos, poco de temer.

¿Por qué no hay que temer las grandes cosas del Mundo, como el Mundo mismo, la Vida, la Muerte, el Ser de todo lo que nos rodea? Porque nuestra pequeña existencia tiene ya bastante con crecer y sanar en el entorno que nos ha tocado vivir, creando belleza y armonía en todo cuanto esté al alcance de nuestras manos y pensamientos.

Soberbia humana, demasiado humana

Ambiciones de “grandeza” no pueden hacer otra cosa que aniquilarnos. La fuerza del Deseo en el ser humano se parece a una bola de nieve, cuyo volumen y masa no cesan de aumentar al rodar por la pendiente. Y esa bola arrasa pueblos y vidas a su paso si ningún obstáculo es capaz de ponerle freno. El sujeto peligroso de nuestros tiempos no es el sujeto “espejo” que anhela reflejar en sí un sinfín de imágenes que conforman su mundo, un mundo intocable en el fondo, un cuadro sagrado que le infunde respeto y del que nada puede retener, como los reflejos en la superficie pulimentada del espejo, que ninguna huella dejan. El sujeto de los días clásicos, de las civilizaciones antiguas y del medioevo quizá guardaba para sí un consuelo al sentirse hermano de todas las criaturas que se reflejan en su superficie, al verse a sí mismo como parte del inmenso tapiz de seres hermanados de una Creación bella y sabia desde su mismo origen. Hoy esa fe no la tenemos. La fe en una “hermandad” universal no ya solo entre humanos, sino también –aunque en otro orden distinto– entre animales, vegetales y entes minerales, es cosa perdida. Una comunidad de origen y disfrute recíproco entre todo ¿la sentimos? Nada queda de eso. La soberbia antropocentrista ha alcanzado niveles difícilmente superables de crueldad y abuso. Francis Bacon, en los inicios mismos del mundo moderno, sostuvo que la ciencia era “violación de la naturaleza”. El abrazo amoroso a quien se nos entrega también por amor, se sustituye ahora por un acto forzado e infame. Bacon escribía acerca de los nuevos experimentos científicos como “torturas” y “vejaciones” que era preciso cometer contra la Naturaleza con el fin de arrancarle sus secretos. La Naturaleza de los tiempos antiguos, de las civilizaciones de Oriente, del Medioevo, era la Madre nutricia, el regalo divino, la mansión que nos fue dada para cuidarla. A partir de la Nueva Ciencia, la Naturaleza es un solar para la extracción de bienes –cognitivos o materiales– y cada vez más, una escombrera.

 

Final
 
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